De
escritores y sabios
Matthieu
Galey. ¿Cuáles son los escritores que lee, o mejor
dicho, que relee?
Marguerite Yourcenar. Me gusta mucho leer, también me gusta
mucho releer, así como a los aficionados a la música
les gusta interpretar una misma partitura, o poner el mismo disco.
Entre los escritores de la generación que precedió
a la mía, releo mucho a Hardy, Conrad, Ibsen, Tolstoi
Algún Chejov, algún Thomas Mann
y el libro
que quizá he releído, si no con más frecuencia,
por lo menos con el mayor beneficio, es la Autobiografía
de Gandhi.
De nuevo ningún francés.
Usted me lo hace notar: ni siquiera lo había pensado.
Releo por cierto a Balzac, a Saint-Simon, o a Montaigne, pero
están mucho más lejos en el pasado. Entre los grandes
escritores de principios de siglo, creo que seleccionaría
sobre todo a Marcel Proust. Me gusta de él la gran construcción
temática, la exquisita percepción del tiempo y del
cambio que produce en las personalidades humanas, y una sensibilidad
que no se parece a ninguna otra. He releído a Proust siete
u ocho veces.
No obstante, no hay tantos puntos comunes entre la obra
de él y la de usted. ¿Qué le atrae en él?
Ya se lo he dicho: su genio. Me importa poco que sus métodos
y sus elecciones difieran de los míos: al contrario, veo
allí una oportunidad de aprender y de enriquecerme con
lo que me es ajeno; y por otra parte, ¿qué nos es
ajeno?
Yo la hubiera imaginado más bien releyendo autores
clásicos, de los siglos diecisiete o dieciocho. Proust
es el egocéntrico por excelencia.
Su egocentrismo no me molesta; más me molestaría
el mío. Lo que quizá me molestaría en él
es que, mezclada con un realismo admirable (nadie ha hecho oír
las voces mejor que él, un don que Balzac no poseía
o que desdeñó utilizar), existe una tendencia a
la mentira. Me es difícil aceptar a las jóvenes
en flor tan poco jóvenes, el absurdo inverosímil
de las escenas (que él consideró, si puede decirse,
como escenas clave) en las cuales el héroe se transforma
en voyeur (Marcel delante de la casa de Vinteuil,
Marcel espiando a Charlus), las conversaciones en las que hace
expresar a sus interlocutores, censurándolos, puntos de
vista que probablemente fueran de él, como esas reflexiones
de Charlus sobre el absurdo de la guerra, hacia 1917, la cual
se supone que Marcel desaprueba, mientras Proust no podía
no pensar más o menos las mismas cosas, pero un gran escritor
debe ser aceptado en su totalidad. Uno no puede imaginarse En
busca del tiempo perdido sino como es.
¿Y de Gide, otro egocéntrico, qué piensa?
Que los jóvenes escritores de mi generación
le deben el haber descubierto, a traves de él esa forma
tan francesa que se había vuelto anticuada, el relato,
y haber comprendido, gracias a Gide, que esa forma seguía
siendo dúctil, y todavía podía servirles.
Se debe recordar también que para la generación
que, apenas adolescente, salía de la guerra del 14, Los
alimentos terrestres representaron una lección de fervor
y de gusto por la vida: entretanto, el estilo ha envejecido, y
el punto de vista nos parece a veces ligeramente equivocado comparado
con lo que ocurrió luego, pero es natural que así
sea. Hay que leer en Le regard intérieur (La mirada interior)
de Gabriel Germain, la descripción de Teilhard de Chardin
citando una frase de Los alimentos terrestres con una intensidad
quizá más grande, en verdad, que la puesta por Gide,
para comprender lo que ese pequeño volumen pudo significar
hacia 1910, para los espíritus atentos y ardientes. Sin
embargo, me parece que el pensamiento de Gide se enfrió
muy pronto, se hizo prosaico, quizá también se esclerosó.
Soñó con una vejez goethiana, pero en sus últimos
libros me molesta un poco la poca repercusión que hay en
ellos de las conmociones de su tiempo. Su Teseo, para quien una
suerte de humanismo desenfadado tiene respuesta para todo, le
pareció un auténtico testamento; me parece por el
contrario terriblemente retrasado, después de los campos
de concentración, después de Coventry y Dresde,
e Hiroshima.
¿Y entre los contemporáneos existe un escritor
francés que conmueva?
Admiro a varios por distintas razones. No se admira a Proust
por las mismas razones que gustan Simone Weil o Montherlant, pero
de las tres personas que he nombrado, y sin duda podría
nombrar a varios, ¿dos de ellas son todavía contemporáneas
nuestras? Por cierto, puesto que conocí ligeramente a Montherlant,
y hubiera podido encontrarle con Simone Weil. De todos modos,
cada uno, a su manera, escapan al tiempo. De Montherlant releo
con frecuencia los Carnets, casi siempre tan certeros cuando desprecia,
y penosos a veces, cuando intenta defenderse o dar explicaciones,
pero las novelas, como Los solteros o El caos y la noche, me parecen
auténticas obras maestras. Dudo en decir lo mismo de La
rosa de arena, que sin embargo contiene admirables páginas,
así no fueran más que aquellas en las cuales se
ve a esos dos hombres inmóviles en la medina en rebelión.
Tengo la misma duda por Les garçons (Los muchachos), a
pesar del inolvidable retrato de la madre del personaje principal,
porque de nuevo me incomodan las trasposiciones inútiles
y en especial los cortes sobre los cuales el autor llama la atención
indicándolos en el margen. O lo que había escrito
era bello y válido, y entonces debía conservarlo,
sin detenerse ante los miedos, los pudores, fueran patrióticos
o sexuales, o esos fragmentos no tenían valor, entonces,
¿por qué señalar su ausencia? No hay nada
tan conmovedor como un escrito mutilado por el tiempo al que faltan
aquí y allá páginas sobre las cuales se puede
meditar, pero esos efectos no se producen a voluntad.
Aparte de Montherlant, ¿ninguno vivo?
Admiro la obra de Caillois,1 admiro también algunas
piezas de Ionesco, algunos aforismos de Cioran, pero me falta
tiempo para seguir a mis contemporáneos paso a paso. Lo
que, no obstante, me impresiona en la masa de poemas y de novelas
franceses que me llegan, es hasta qué punto siguen siendo
estrictamente subjetivos, encerrados en sus sueños, en
pesadillas, con frecuencia en blandas ensoñaciones, o a
veces en áridos desiertos personales. Aun la imagen que
presentan de este tiempo, me parece que muchas veces ya no corresponde
a la época en la cual estamos.
Usted no predica con el ejemplo. ¿Su clasicismo,
su estilo, inspiración, la acercarían más
bien a los escritores del siglo XIX?
¿De quiénes hablamos, de Stendhal o de Balzac,
de Renan o de los Goncourt? Son completamente diferentes. En cuanto
a la palabra clasicismo, confieso que no la comprendo. Si por
clasicismo se quiere expresar que un autor no escribe en un estilo
desprolijo, o lleno de acrobacias inútiles, digámoslo,
pero esta expresión, que me parece esencialmente escolar,
parece ofrecer un entierro de primera clase a todos los escritores
que se suponen de valor, y que la gente no lee. Tampoco veo en
qué mi inspiración se parece a la de los escritores
del siglo XIX, que, por otra parte, son lo contrario de
los clásicos. Si se trata de Souvenirs pieux y de Archives
du Nord, el siglo XIX es, por supuesto, el tema de esos libros,
pero Adriano no podía ser escrito, muy exactamente, sino
después de 1945, y Loeuvre au noir, sólo veinte
años más tarde. Dicho esto, le repito que admiro
mucho a ciertos escritores del siglo XIX, la mayoría de
los cuales, como usted me lo hizo notar, no eran franceses, aunque
Hugo sea, sin duda, uno de los más grandes entre ellos.
Un Tolstoi, un Ibsen, un Dostoievski, un Nietzsche2 (y todos,
no es necesario decirlo, difieren unos de otros) sorprenden por
los increíbles recursos en el impulso y la generosidad.
Dan la impresión de que podrían decir siempre más
de lo que nos han dicho, y su potencia contestataria los sitúa
en una eterna vanguardia.
No es del todo su caso.
Pienso todo lo contrario. Los problemas que me preocupan
y me conmueven son los que en Francia sólo alcanzan a una
minoría, pero creo que en el futuro se impondrán
cada vez más. A veces quedo estupefacta por el lado convencional
de las ideologías, que nos presentan en Francia como corrientes,
si no como nuevas. La explosión demográfica, que
convierte al hombre en habitante de un hormiguero y prepara todas
las guerras futuras, la destrucción del planeta causada
por la polución del aire y del agua, la muerte de las especies
animales que rompe el equilibrio vital entre el mundo y nosotros,
la confrontación de cada uno de nosotros consigo mismo
y con Dios (cualquiera sea el sentido que cada uno dé a
esa palabra), las nuevas y profundas orientaciones de la ciencia,
nada de esto, de lo que depende todo, interesa en Francia a la
literatura, y aquellos que felizmente se ocupan de esto, no son
literatos.3 La vanguardia que hoy se pretende tal, será
la retaguardia de mañana.
¿Qué respuestas da usted a todos estos problemas?
La primera respuesta a todas estas cuestiones es plantearlas.
Quizá no salvemos al mundo por estar atentos a estos problemas,
pero por lo menos no sumaremos al mal. Salvar es una palabra desdichada,
digamos mejor que quizá no reformaremos al mundo pero por
lo menos a nosotros mismos, que después de todo somos una
pequeña parte del mundo; que cada uno de nosotros posee
más poder sobre el mundo de lo que cree poseer. Uno no
se salva solo. El cristianismo ha insistido demasiado respecto
de la salvación individual y tenía razón,
en el sentido de que toda alma salvada es un beneficio
para nosotros, pero ha creado la falsa impresión de una
suerte de egoísmo espiritual, que de hecho los santos jamás
tuvieron. Mientras haya en la calle una anciana sorda, un
mendigo ciego, dice el padre Chica en Rendre à César,
mientras haya en la calle un asno supurando bajo su silla de montar,
un perro vagabundo hambriento, no permitan que me duerma en la
paz de Dios.
¿Es más pesimista que antes?
Pesimismo y optimismo son otras dos palabras que rechazo.
Se trata de tener los ojos abiertos. El médico que analiza
la sangre y las deposiciones de un enfermo, le toma la temperatura
y la presión, no es optimista ni pesimista: hace todo lo
que puede a partir de lo que ve. Sin embargo, si es posible emplear
esa miserable palabra, me siento pesimista cuando constato lo
poco que ha cambiado la masa humana en milenios. Los más
grandes reformadores han chocado en general contra esta casi imposibilidad
de cambiar al hombre y, en general, después de ellos su
lección se perdió.
¿Aun la de Cristo?
Cristo sabía que sólo una muy pequeña
parte del grano cae en la buena tierra.
¿Entonces no hay solución?
Sólo veo soluciones parciales, más emocionantes,
por otra parte. San Francisco, San Bernardo, Maese Eckhart, son
otras tantas soluciones parciales. La madre Teresa recogiendo
moribundos en las calles de Calcuta, Dorothy Day recogiendo vagabundos
en las calles de New York, Gandhi frecuentando a los intocables,
ofrecen soluciones parciales. El más insignificante defensor
de los derechos cívicos o humanos está en el mismo
caso. Pienso también en Ralph Nader, que inicia en Estados
Unidos la lucha contra los productos adulterados puestos en venta
por los grandes trusts alimenticios; en Rachel Carson, insultada
porque fue una de las primeras en advertir sobre el inmenso peligro
ecológico; en Marguerite Sanger, que asume la ignominia
de ser la promotora de la anticoncepción; en Mme. Gilardoni,
en Francia, con cuya amistad me honro, luchando contra las crueldades
infligidas a los animales en los mataderos. No se puede decir
que sus esfuerzos hayan sido inútiles, pero los reformadores
desaparecen, algo del ardor de los comienzos se extingue hasta
la llegada de un nuevo animador y, mientras tanto, el error y
el mal siguen poliferando en una total inercia.
Quedan los escritos de los reformadores.
Con la condición de que se los lea
No obstante,
recordemos también al gran número de santos oscuros
y de simples héroes que no escribieron, y lo mismo ocurrió
con los ilustres. No conocemos las enseñanzas de Jesús
y las de Buda sino por los escritos de sus discípulos.
Dejemos a Jesús para no herir demasiadas susceptibilidades
en nuestro entorno. Tomemos a Buda que siempre negó la
importancia de los dioses, y se sentía superior a ellos
en su estado de hombre liberado; sus discípulos
terminaron por convertirlo en un Dios. Pensemos en Sócrates,
cuya leyenda nos dice que al leer los primeros escritos de Platón
murmuraba: ¡Cuántas cosas me hace decir este
joven!
Sin embargo, algo permanece. Son admirables
ciertos elementos del budismo Mahayana, y me cuento entre los
innumerables adolescentes que jamás olvidaron su primera
lectura de Platón.
¿Y la lección de Francisco de Asís,
piensa que todavía puede ser comprendida?
Más que nunca, y muchos jóvenes lo saben.
Francisco es el maestro de todos nosotros, el Francisco del Cántico
de las criaturas, más contestatario que todos los contestatarios,
el que arrojaba sus vestiduras a la cabeza de su padre, el rico
mercader de telas, que amaba la pobreza por ella misma, como algunos
de nosotros aprenden de nuevo a amarla. Recordemos también
que Francisco rodaba desnudo sobre espinas para dominar sus emociones
carnales, algo que la mayoría de nosotros no aceptaría
hacer, pero yo lo comprendo: quería ser libre también
respecto de su carne.
¿Y después de él, a quién ve
usted a su altura?
Ya le he citado varios grandes nombres. Ese perpetuo influjo
de seres dignos de ser admirados y amados, ese impulso casi instintivo
de ciertas criaturas humanas hacia la trascendencia, consuela
y tranquiliza; es, si usted quiere, nuestra parte de optimismo,
pero algunos rayos de luz no aclaran la noche, y algunas olas
no agitan todo el océano. Si usted quiere, se es optimista
cada vez que se mira una flor, o un hermoso trozo de pan, y se
es pesimista cada vez que se piensa en aquellos que desnaturalizan
el pan y matan las flores.
En política se tiene tendencia a considerar que el
hombre de izquierda es un optimista porque cree en el progreso,
en oposición al hombre de derecha, que no estima perceptibles
a sus semejantes.
El hombre de izquierda, de conformidad con su credo, manifiesta
su fe no en un cierto progreso, sino en un progreso cierto, lo
cual es más grave, y lo asemeja al cristiano de los primeros
tiempos, que creía en la próxima llegada del Señor,
en la parusia. En nuestra época, en la que los progresos
tecnológicos se han visto acompañados hasta ahora
por catastróficos reveses, sería un fanatismo, ¿pero
en qué difiere el hombre de izquierda, optimista a cualquier
precio, del capitalista de derecha que también sueña
con el progreso, o por lo menos lo soñaba anteayer? Cada
vez que voy a un supermercado, lo que por otra parte me ocurre
muy rara vez, creo estar en Rusia. Es el mismo alimento impuesto
desde arriba, igual en todas partes, impuesto por los trusts,
en lugar de los organismos del Estado. En cierto sentido, Estados
Unidos es tan totalitario como la URSS, y en ambos países,
como en todas partes, por otro lado, el progreso (es decir el
crecimiento del bienestar humano inmediato) o aun el mantenimiento
del actual estado de cosas, depende de estructuras cada vez más
complejas y cada vez más frágiles. Igual que el
humanismo un poco beato del burgués de 1900, el progreso
de impulso continuo es un sueño de ayer. Se debe aprender
a amar la condición humana tal como es, aceptar sus limitaciones
y sus peligros, volver a ponerse al mismo nivel de las cosas,
renunciar a nuestros dogmas de partidos, de países, de
clases, de religiones, todos intransigentes y, por lo tanto, todos
mortales.
Cuando trabajo la masa, pienso en la gente que ha hecho crecer
el trigo, pienso en los aprovechadores que hacen subir el precio
artificialmente, en los tecnócratas que han arruinado la
calidad, no porque las técnicas recientes sean necesariamente
un mal, sino porque se han puesto al servicio de la avidez, que
sí es un mal, y porque la mayoría no puede actuar
sino con la ayuda de grandes concentraciones de fuerzas, siempre
llenas de peligros potenciales. Pienso en la gente que no tiene
pan, en la que tiene demasiado, pienso en la tierra y en el sol
que hacen crecer las plantas. Me siento materialista e idealista
a la vez. El pretendido idealista no ve el pan, ni el precio del
pan, y el materialista, por una curiosa paradoja, ignora lo que
significa esa cosa inmensa y divina que llamamos materia.
Para pensar como usted, se debería cambiar la mentalidad
de la mayoría de los hombres.
Aunque fuera imposible, se lo debe intentar. En el Bhagavad
Gita hay un pasaje en el cual Krishna dice a Arjuna: Combate
como si el combate sirviera para algo; trabaja como si el trabajo
sirviera para algo. Y usted conoce, más próxima
a nosotros, la divisa de Guillermo de Orange: No es necesario
esperar para emprender.
Ser santos cuando Dios
ha muerto
Seguirla al pie de la letra es pedir a los hombres que sean
unos santos.
Le responderé con una de las más bellas frases
de la literatura francesa. Sujétese, es de Leon Bloy. Sólo
hay una desgracia, es la de no ser santos. La palabra da
miedo; es un error. Permítame recordarle la historia de
los tres escolares del siglo XIV que se dirigieron a Flandes a
casa de Ruysbroeck el Admirable, y le dijeron: Queremos
ser santos, pero no sabemos cómo hacerlo. Ruysbroeck,
poco elocuente, reflexiona, sin duda rascándose la cabeza
y responde: Ustedes son santos tanto como quieran serlo
(Vos estis tam sancti sicut vultis). Depende de nosotros ser más
santos, es decir, mejores de lo que somos, como hasta cierto punto
depende de nosotros ser más inteligentes y más bellos
de lo que somos.
¿Y usted ha llegado a esa forma de santidad?
Es lo que quisiera, porque creo que perfeccionarse es la
principal meta de la vida. Sin embargo, dejo de estar atenta,
o mi voluntad o la inercia se rehacen, o la estupidez, de la que
nadie está desprovisto. No soy en todo momento lo que debería
ser. Hago cuanto puedo, cuando con frecuencia podría hacer
más de lo que hago.
Es una forma de ascetismo que tiene algunos peligros. Podría
procurar una suerte de fuerza de la que se podría abusar.
En efecto, y es por eso que la sabiduría budista
y la sabiduría cristiana ponen en guardia contra esta suerte
de fuerza que muchas veces es uno de los primeros,
pero muy secundario e insignificante, resultado del ascetismo.
Es la inmensa diferencia que existe entre la magia y la religión
en el sentido más vasto del término. La magia puede
forzar; la verdadera religión cuenta con el fervor y el
amor. Las mismas advertencias eran dadas, por otra parte, en la
antigua alquimia, que sin embargo tendía con frecuencia
a la magia. Usted recuerda las tres etapas de la obra alquimista:
la obra en negro, que es renunciamiento y destrucción,
la obra en blanco, que es utilidad y servicio; la obra en rojo,
que es la aparición, en el operador, de las fuerzas supremas.
Desconfíen al ver aparecer el rojo muy pronto,
no cesan de repetir los alquimistas. En otro contexto, es lo que
he intentado mostrar en la fase de la vida de Adriano cuando feliz,
poderoso, útil, amado, se deja llevar por una suerte de
embriaguez de su propio éxito en los grandes momentos,
y a una suerte de facilidad, y aun de frivolidad en los pequeños.
La muerte de Antinoo se produce en ese momento en el que el hombre
por quien Antinoo se sacrifica es por un tiempo netamente inferior
a sí mismo. Es por eso que le hago decir retrospectivamente:
Si hubiera sido sabio, hubiese sido feliz hasta mi muerte.
Pues la sabiduría es lo que nos preserva del abuso de la
fuerza.
¿Pero no hay también tentaciones en el orden
del conocimiento?
Hay una, que equivale en suma a abusar del conocimiento
y a jugar un papel de aprendiz de brujo. Es lo que en el plano
moral y material hace el hombre moderno. Hay una tentación
de la credulidad, que la mayoría de las ideologías
convierten en deber de sus adeptos. Hay una tentación del
fanatismo, y todo el horror consiguiente que atraviesa la historia:
fue especialmente fuerte, hay que confesarlo, en los musulmanes
y en los cristianos, persuadidos de tener la verdad de un Dios
único, y cuando se dio la ocasión, fue o es también
muy fuerte en los judíos, otro pueblo del Libro.
Por fin, es intensa en todos los sectarismos laicos de hoy. Siempre
es peligroso detentar con exclusividad una verdad, o un Dios,
o una ausencia de Dios.
También está la tentación de la impostura
y de la mentira. Confieso que no me gusta, en el Evangelio, el
episodio de la higuera estéril, maldecida por Jesús,
y acerca de la que más tarde hace notar a sus discípulos,
al pasar por el lugar, que ha perdido las hojas. Me parece que
Jesús se conduce como un faquir que hace abrirse o marchitarse
las hojas de su varita. Espero que ese episodio sea apócrifo.
¿Considera que el amor es también una forma
de dominación?
Sí, en la mayoría de los casos, por desgracia,
de otro modo los celos no serían un instinto tan generalizado.
Se cree poseer a un ser al ejercer un dominio sobre él.
Evidentemente, no es el verdadero, del cual se ha dicho: El
amor es paciente, es bueno. No se jacta; no se enorgullece; no
busca su propio provecho, no se ofende; no cree en el mal.
La desgracia es que, por decoro o por pudor, disfrazamos muchas
veces con el nombre de amor lo que, por cierto, tiene su lugar,
y aun su derecho de ciudadanía, pero no es, o por lo menos
no es esencialmente el amor.
Regresando a los milagros, Jesús también caminó
sobre las aguas.
Es una historia admirable: es agradable pensar en esa gran
figura posada sobre las olas y que avanza hacia la barca en peligro.
Es un milagro de caridad, puesto que se trata de salvar a Pedro
y a algunos otros, pero cuando los tontos le piden que haga un
milagro, Jesús se niega, así como Buda se burla
del asceta que se vanagloria de haber aprendido a atravesar el
río caminando sobre el agua, después de diez años
de largo aprendizaje, cuando era mucho más simple llamar
al barquero.
Estas bellas historias me recuerdan otra: usted sabe que me gustan
cuando son también apólogos. ¿Recuerda el
relato de Tolstoi sobre el obispo ortodoxo que va a inspeccionar
los conventos que están a lo largo de la costa ártica,
del lado de Arcángel? Baja a tierra y va a un pobre convento
cuyos monjes son tan ignorantes que no saben siquiera el Pater.
El obispo se queda, pacientemente, varios días con ellos
para enseñárselos, luego vuelve a bordo, pero a
algunas leguas de la costa ¿qué ve? A tres monjes
que llegan corriendo sobre las olas. El obispo se asoma, un poco
oliváceo, a la borda y les dice: ¿Qué
están haciendo aquí? Discúlpenos, dicen
los monjes, pero ya hemos olvidado la plegaria que nos enseñó.
Saben lo suficiente tal como son, respondió el obispo.
Hermanos, vuelvan a su convento. Es una bella historia,
aunque se deslice un poco hacia el antiintelectualismo. Tiene
en cuenta los dones naturales y sobrenaturales de los simples.
Esos monjes eran creyentes, pero parece que Dios está
cada vez más ausente en nuestra sociedad. ¿Cómo
ser un santo cuando Dios ha muerto?
Se debe saber de qué Dios se habla. En Francia, y
en otros países también, por otra parte, la educación
religiosa popular (o la educación laica, en la medida en
que ésta es sólo su contraparte y se define en relación
con aquélla), ha dado de Dios una concepción antropomórfica
y grosera; la gente se ha hallado ante contradicciones insolubles.
Nunca se le enseñó a elevarse por encima de la imagen
de Dios Papá Noel o de Dios hombre de la bolsa, pues no
bastan ni uno ni otro, y repitiendo esas imágenes ingenuas
o dogmas más abstractos pero fundados sobre los mismos
modelos, como la Justicia o la Bondad Divina, han terminado en
la muerte de Dios.
Es un problema que no se les planteaba a Spinoza o a Eckhart;
para ellos, Dios era en cierto modo la sustancia suprema. No creo
que se le hubiera planteado tampoco a San Agustín. Llamo
Dios a lo que está a la vez en lo más profundo de
nosotros mismos, y al punto más alejado de nuestras debilidades
y de nuestros errores. No tengo de ningún modo la impresión
que el Ser eterno esté muerto, cualquiera sea la forma
que se elija para nombrar lo innominable, así sea el suelo,
como Eckhart, es decir, sin duda nuestra tierra firme, o el Vacío,
como lo llama el Zen, es decir, sin duda lo que es absoluto y
puro. Las que mueren son las formas, siempre limitadas, que el
hombre da a Dios.
Los antiguos también debían tener el problema
del antropomorfismo en la concepción de Dios.
A su manera sí, y la religión antigua debe
haber padecido por los poetas y los satíricos que evocaban
las aventuras galantes de los dioses, caídas al nivel de
los amores de la sociedad de su tiempo; ni siquiera se daban cuenta
de que esas uniones multiplicadas a través de tantas formas
habían tenido un carácter cósmico y sagrado.
Muy pronto, los moralistas se quejaron de tal acto de venganza
salvaje atribuido a Apolo o de tal robo atribuido a Hermes, pero
no olvidemos que los dioses antiguos fueron sentidos primero como
fuerzas antagónicas que marcaban el mundo, tan exentas
de intenciones benéficas o maléficas como el viento,
las rocas, las olas.
Poco a poco, a medida que los filósofos subordinaban su
politeísmo a la figura simbólica y supuestamente
soberana de Zeus, se hicieron oír protestas contra un amo
del universo que no siempre favorecía a la justicia. Prometeo
tuvo muchos imitadores, pero, en su conjunto, el problema no se
planteaba de igual manera que hoy. Los pensadores de la antigüedad
sabían que su universo era mortal. Las civilizaciones antiguas
y orientales eran más sensibles que nosotros a los ciclos
de las cosas, a las generaciones divinas y humanas que se suceden,
a los cambios en el seno de lo inmóvil. Sólo el
hombre de Occidente ha querido hacer de su Dios una fortaleza,
y de la inmortalidad personal una defensa contra el tiempo.
¿Pero cómo se podía creer en dioses
que, se sabía, eran mortales?
¿Y cómo podemos creer en la presencia de alguien
que un día debe morir? Aceptamos esta desaparición
de la forma y de la individualidad de los seres. Mientras tanto,
están presentes y son amados.
Cuando intenté decir algunas palabras sobre la religión
griega en el prefacio de La couronne et la lyre, me di cuenta,
por otra parte, de que los textos literarios y filosóficos
concernientes a los dioses emanaban sólo de las clases
cultivadas, y eran leídos sólo por ellas. La piedad
popular permaneció sin duda siendo lo que fue, hasta el
fin del mundo antiguo. El pueblo de los fieles siguió rezando
a sus dioses, al punto que sobrevivieron hasta en la ortodoxia
de la Edad Media cristiana.
¿Pero entonces, cómo se efectuó, precisamente,
el paso de una religión a otra en la imaginación
popular?
En primer lugar, mucho del antiguo mundo subsistió
en el nuevo. Se ha rezado a la Panaghia, a la Santísima,
como se rogaba a Deméter, y en los mismos lugares. Santa
Sofía es el templo de la sabiduría como lo había
sido el Partenón.
Por otra parte, como en todos los tiempos de confusión
(el nuestro por ejemplo), las religiones tradicionales, esclerosadas,
ya no eran suficientes: Isis, Serapis, Mitra y los mismos emperadores
divinizados, se convertían en Salvadores, de los cuales
se esperaba ayuda. Se puede ir a reflexionar en las ruinas de
los santuarios de Mitra en Inglaterra y hallar a Isis en varios
lugares del norte de Francia, entre los pequeños bronces
antiguos de Bavai. Todo ha oscilado en la balanza junto con Cristo.
Llegó un día en el que el mundo se sintió
cristiano porque el cristianismo se había vuelto oficial,
todopoderoso, perseguidor de otros cultos que no fueran el suyo,
de moda, si se puede decir, y también porque algunos creían
sincera, humildemente en Jesús. Entre los poetas parece
que ninguno, salvo Palladas, un modesto gramático de Alejandría,
del siglo IV, se emocionó mucho por lo que hoy nos parece
una transformación tan grande del mundo.
Traducción
de Elena Berni