Cuando
Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que jamás
se vio en Asia, cumplió los cincuenta años, se dio
cuenta de que era forzoso empezar a morir. Su segunda mujer, Murasaki,
la princesa Violeta, a quien tanto había amado, pese a
muchas infidelidades contradictorias, lo había precedido
por el camino que lleva a uno de esos Paraísos adonde van
los muertos que han adquirido algunos méritos en el transcurso
de esta vida cambiante y difícil, y Genghi se atormentaba
por no poder recordar con exactitud su sonrisa, ni la mueca que
hacía cuando lloraba. Su tercera esposa, la Princesa del-Palacio-del-Oeste,
lo había engañado con un pariente joven, al igual
que él engañó a su padre, en los días
de su juventud, con una emperatriz adolescente. Volvía
a representarse la misma obra en el teatro del mundo, pero él
sabía que esta vez sólo le tocaba hacer el papel
de viejo, y prefería el de fantasma. Por eso distribuyó
sus bienes, dio pensiones a sus servidores y se dispuso a terminar
sus días en una ermita que había mandado construir
en la ladera de la montaña. Atravesó la ciudad por
última vez, seguido tan sólo por dos o tres adictos
compañeros que no se resignaban a decirle adiós
a su propia juventud. Pese a ser hora temprana, algunas mujeres
pegaban el rostro contra los listones de las persianas. Comentaban
en voz alta que Genghi era muy apuesto aún, lo que demostró
una vez más al príncipe que ya era hora de marcharse.
Tardó tres días en llegar a la ermita situada en
medio de un paisaje fragoso. La casita se erguía al pie
de un arce centenario; como era otoño, las hojas de aquel
hermoso árbol cubrían el techo de paja con techumbre
de oro. La vida en aquellas soledades resultó ser más
sencilla y más dura todavía de lo que había
sido durante un largo exilio en el extranjero, que Genghi tuvo
que soportar allá en su juventud tempestuosa, y aquel hombre
refinado pudo gozar por fin a gusto del lujo supremo que consiste
en prescindir de todo. Pronto se anunciaron los primeros fríos;
las laderas de la montaña se cubrieron de nieve, como los
amplios pliegues de esas vestiduras acolchadas que se llevan en
el invierno, y la niebla terminó por ahogar al sol. Desde
el alba al crepúsculo, a la débil luz de un escaso
brasero, Genghi leía las Escrituras y encontraba un sabor
a los versículos austeros del que carecían, según
él, los patéticos versos de amor. Mas pronto advirtió
que la vista se le debilitaba, como si todas las lágrimas
vertidas por sus frágiles amantes le hubieran quemado los
ojos, y se vio obligado a percatarse de que, para él, las
tinieblas empezarían antes de que llegara la muerte. De
cuando en cuando, un correo aterido de frío llegaba rengueando
hasta él desde la capital, con los pies hinchados de cansancio
y de sabañones, y le presentaba respetuosamente unos mensajes
de parientes o de amigos que deseaban ir a visitarlo una vez más
en este mundo, antes de que llegara la hora de los encuentros
infinitos e inciertos en el otro. Pero Genghi temía inspirar
a sus huéspedes respeto o compasión, dos sentimientos
que le horrorizaban y a los que prefería el olvido. Movía
tristemente la cabeza, y aquel príncipe en otros
tiempos famoso por su talento de poeta y de calígrafo
enviaba al mensajero con una hoja de papel en blanco. Poco a poco,
las comunicaciones con la capital se fueron espaciando; el ciclo
de las fiestas estacionales continuaba girando lejos del príncipe
que antaño las dirigía con un movimiento de su abanico
y Genghi, abandonándose sin pudor a las tristezas de la
soledad, empeoraba sin cesar la enfermedad de sus ojos, pues ya
no le daba vergüenza llorar.
Dos de sus antiguas amantes le habían propuesto compartir
con él su aislamiento lleno de recuerdos. Las cartas más
tiernas provenían de la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen:
era una antigua concubina de no muy alta cuna y de mediana belleza;
había servido fielmente como dama de honor a las demás
esposas de Genghi y, durante dieciocho años, amó
al príncipe sin cansarse jamás de sufrir. Él
le hacía visitas nocturnas de vez en cuando, y aquellos
encuentros, aunque escasos como las estrellas en la noche de lluvia,
habían bastado para iluminar la pobre vida de la Dama-del-pueblo-de-las
flores-que-caen. Al no hacerse ilusiones ni sobre su belleza,
ni sobre su talento, ni sobre la nobleza de su linaje, sólo
la Dama entre tantas amantes conservaba una dulce gratitud hacia
Genghi, pues no le parecía natural que él la hubiera
amado.
Como sus cartas permanecían sin respuesta, alquiló
un modesto carruaje y subió a la cabaña del príncipe
solitario. Empujó tímidamente la puerta, hecha de
un entramado de ramas; se arrodilló con una humilde sonrisa,
para disculparse por estar allí. Era la época en
que Genghi aún reconocía el rostro de sus visitantes
cuando se acercaban mucho. Le invadió una amarga rabia
ante aquella mujer que despertaba en él los más
punzantes recuerdos de los días muertos, menos a causa
de su propia presencia que por su perfume, que todavía
impregnaba sus mangas, perfume que habían llevado sus difuntas
mujeres. Ella le suplicó tristemente que la dejara quedarse
al menos como sirvienta. Implacable por primera vez, la echó
de allí, mas ella había conservado algunos amigos
entre los pocos ancianos que se encargaban del servicio del príncipe
y éstos, en ocasiones, le comunicaban noticias suyas. Cruel
a su vez contra su costumbre, vigilaba desde lejos cómo
progresaba la ceguera de Genghi lo mismo que una mujer, impaciente
por reunirse con su amante, espera que caiga por completo la noche.
Cuando supo que estaba casi del todo ciego, se despojó
de sus vestiduras de ciudad y se puso un vestido corto y de tela
basta, como los que llevan las jóvenes aldeanas; trenzó
su pelo a la manera de las campesinas y cargó con un fardo
de telas y cacharros de barro, como los que se venden en las ferias
de los pueblos. Vestida de aquel modo tan ridículo, pidió
que la llevaran al lugar donde vivía el exiliado voluntario,
en compañía de los corzos y de los pavos reales
del bosque; hizo a pie la última parte del trayecto, para
que el barro y el cansancio le ayudaran a representar bien su
papel. Las lluvias tempranas de primavera caían del cielo
sobre la blanda tierra, ahogando las últimas luces del
crepúsculo: era la hora en que Genghi, envuelto en su estricto
hábito de monje, se paseaba lentamente a lo largo del sendero
del que sus viejos servidores habían apartado cuidadosamente
el menor guijarro, para impedir que tropezara. Su rostro, como
vacío, ausente, deslustrado por la proximidad de la vejez,
parecía un espejo emplomado donde antaño se reflejó
la belleza, y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen no necesitó
fingir para ponerse a llorar.
Aquel rumor de sollozos femeninos hizo estremecerse a Genghi,
quien se orientó lentamente hacia el lado de donde procedían
aquellas lágrimas.
¿Quién eres tú, mujer? preguntó
con inquietud.
Soy Ukifine, la hija del granjero So Hei dijo la Dama
sin olvidarse de adoptar un acento de pueblo. Fui a la ciudad
con mi madre para comprar unas telas y unas cacerolas, pues me
voy a casar para la próxima luna. Me he perdido por los
senderos de la montaña, y lloro porque me dan miedo los
jabalíes, los demonios, el deseo de los hombres y los fantasmas
de los muertos.
Estás empapada, jovencita le dijo el príncipe
poniéndole la mano en el hombro.
Y en efecto, estaba calada hasta los huesos. El contacto de aquella
mano tan familiar la hizo estremecerse desde la punta de los cabellos
hasta los dedos de sus pies descalzos, pero Genghi supuso que
tiritaba de frío.
Ven a mi cabaña dijo el príncipe con
voz prometedora. Podrás calentarte en mi fuego, aunque
hay en él menos carbón que cenizas.
La Dama lo siguió, poniendo gran cuidado en imitar los
andares torpes de las campesinas. Ambos se pusieron en cuclillas
delante del fuego, que estaba casi apagado. Genghi tendía
sus manos hacia el calor, pero la Dama disimulaba sus dedos, harto
delicados para pertenecer a una muchacha del campo.
Estoy ciego suspiró Genghi al cabo de un instante.
Puedes quitarte sin ningún escrúpulo tus vestidos
mojados, jovencita, y calentarte desnuda delante de mi fuego.
La Dama se quitó dócilmente su traje de campesina.
El fuego ponía un color rosado en su esbelto cuerpo, que
parecía tallado en el más pálido ámbar.
De repente, Genghi murmuró:
Te he engañado, jovencita, pues aún no estoy
completamente ciego. Te adivino a través de una neblina
que quizá no sea sino el halo de tu propia belleza. Déjame
poner la mano en tu brazo, que tiembla todavía.
Y así es como la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen
volvió a ser amante del príncipe Genghi, a quien
había amado humildemente durante más de dieciocho
años. No se olvidó de imitar las lágrimas
y las timideces de una doncella en su primer amor. Su cuerpo se
conservaba asombrosamente joven, y la vista del príncipe
era demasiado débil para distinguir sus canas.
Cuando acabaron de acariciarse, la Dama se arrodilló ante
el príncipe y le dijo:
Te he engañado, príncipe. Soy Ukifine, es
verdad, la hija del granjero So-Hei, mas no me perdí en
la montaña; la fama del príncipe Genghi se extendió
hasta el pueblo y vine por mi propia voluntad, con el fin de descubrir
el amor entre tus brazos.
Genghi se levantó tambaleándose, como un pino que
vacila, sometido a los embates del invierno y del viento. Exclamó
con voz sibilante:
¡Caiga la desgracia sobre ti, que me traes el recuerdo
de mi primer enemigo, el apuesto príncipe de agudos ojos,
cuya imagen me hace estar despierto todas las noches!
Vete
Y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se alejó, arrepentida
del error que acababa de cometer.
En las semanas que siguieron, Genghi permaneció solo, sufría
mucho. Se percataba con desaliento de que aún se hallaba
a la merced de las añagazas de este mundo y muy poco preparado
para las renovaciones de la otra vida. La visita de la hija del
granjero So-Hei había despertado en él la afición
por las criaturas de estrechas muñecas, largos pechos cónicos
y risa patética y dócil. Desde que se estaba quedando
ciego, el sentido del tacto era su único medio de comunicación
con la belleza del mundo, y los paisajes en donde había
venido a refugiarse no le dispensaban ya ningún consuelo,
pues el ruido de un arroyo es más monótono que la
voz de una mujer, y las curvas de las colinas o los jirones de
las nubes están hechos para los que ven, y además
se hallan harto lejos de nosotros para dejarse acariciar.
Dos meses más tarde, la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen
hizo una segunda tentativa. Esta vez se vistió y perfumó
con cuidado, pero puso atención en que el corte de sus
vestidos fuera algo raquítico y poco atrevido en su misma
elegancia, y que el perfume, discreto pero banal, sugiriese la
falta de imaginación de una joven que procede de una honorable
familia de provincias, y que nunca vio la corte.
En aquella ocasión alquiló unos portadores y una
silla imponente, aunque careciese de los últimos perfeccionamientos
de las de la ciudad. Se las arregló para no llegar a los
alrededores de la cabaña de Genghi hasta que no fuera noche
cerrada. El verano se le había adelantado por la montaña.
Genghi, sentado al pie del arce, oía cantar a los grillos.
Se acercó a él ocultando a medias su rostro detrás
de un abanico y murmuró confusa:
Soy Chujo, la mujer de Sukazu, un noble de séptima
fila de la provincia de Yamato. Me dirijo en peregrinación
al templo de Isé, pero uno de mis portadores acaba de torcerse
el tobillo y no puedo continuar mi camino hasta que llegue la
aurora. Indícame una cabaña donde yo pueda alojarme
sin temor a las calumnias, para que mis siervos puedan descansar.
¿Y dónde puede hallarse más resguardada
una mujer de las calumnias que en casa de un anciano ciego? dijo
amargamente el príncipe. Mi cabaña es demasiado
pequeña para que quepan en ella tus servidores, pero pueden
instalarse debajo de este árbol. Yo te cederé a
ti el único colchón de mi refugio.
Se levantó a tientas para mostrarle el camino. Ni una vez
había levantado la mirada hacia ella, y por esta señal
la Dama comprendió que se había quedado completamente
ciego.
Cuando ella se hubo tendido en el colchón de hojas secas,
Genghi volvió a ocupar melancólico su puesto en
el umbral de la cabaña. Estaba triste y ni siquiera sabía
si aquella mujer era hermosa.
La noche era cálida y clara. La luna ponía su reflejo
en el rostro alzado del ciego, que parecía esculpido en
jade blanco. Al cabo de un buen rato, la Dama abandonó
su rústico lecho y fue a sentarse a su vez a la puerta.
Dijo con un suspiro:
La noche es hermosa y no tengo sueño. Permíteme
que cante una de las canciones que llenan mi corazón.
Y sin esperar la respuesta cantó una romanza que le gustaba
mucho al príncipe, por haberla oído antaño
muchas veces en labios de su mujer preferida, la princesa Violeta.
Genghi, turbado, se acercó insensiblemente a la desconocida.
¿De dónde vienes, mujer, que sabes unas canciones
que gustaban en tiempos de mi juventud? Arpa donde florecen tonadas
de otros tiempos, déjame pasear la mano por tus cuerdas.
Y le acarició los cabellos. Tras un instante, preguntó:
¡Ay! ¿No es tu marido más joven y más
apuesto que yo, muchacha del país de Yamato?
Mi marido es menos guapo y parece menos joven respondió
sencillamente la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen.
Y de este modo, la Dama fue, bajo un nuevo disfraz, la amante
del príncipe Genghi, al que antaño había
pertenecido. Por la mañana, le ayudó a preparar
una papilla caliente y el príncipe Genghi le dijo:
Eres hábil y tierna, mujer, y no creo que ni siquiera
el príncipe Genghi, que tan afortunado fue en amores, tuviera
una amiga más dulce que tú.
Nunca oí hablar del príncipe Genghi dijo
la Dama moviendo la cabeza.
¿Cómo? exclamó amargamente Genghi.
¿Tan pronto lo han olvidado?
Y permaneció sombrío durante todo el día.
La Dama comprendió entonces que acababa de equivocarse
por segunda vez, pero Genghi no habló de echarla y parecía
feliz al escuchar el roce de su vestido de seda en la hierba.
Llegó el otoño, y convirtió a los árboles
de la montaña en otras tantas hadas vestidas de púrpura
y oro, aunque destinadas a morir en cuanto llegaran los primeros
fríos. La Dama le describía a Genghi todos aquellos
pardos grises, castaños dorados, marrones malvas, poniendo
gran cuidado en no hacer alusión a ello sino como por casualidad,
y evitando siempre parecer que le ayudaba demasiado ostensiblemente.
Sorprendía y encantaba a Genghi inventando ingeniosos collares
de flores, platos refinados a fuerza de sencillez, letras nuevas
adaptadas a viejas músicas conmovedoras y lastimeras. Ya
había hecho alarde de estos mismos talentos en su pabellón
de quinta concubina, en donde Genghi la visitaba antaño,
pero éste, distraído por otros amores, no se había
dado cuenta.
A finales de otoño subieron las fiebres de los pantanos.
Los insectos pululaban en el aire infectado, y cada vez que se
respiraba era como si se bebiera un sorbo de agua en una fuente
envenenada.
Genghi cayó enfermo y se acostó en su lecho de hojas
muertas comprendiendo que no tornaría a levantarse. Se
avergonzaba ante la Dama de su debilidad y de los humildes cuidados
a los que la obligaba su enfermedad, mas aquel hombre, que durante
toda su vida había buscado en cada experiencia lo que tenía
a la vez de más insólito y de más desgarrador,
no podía por menos de gozar con lo que aquella nueva y
miserable intimidad añadía a las estrechas dulzuras
del amor entre dos seres.
Una mañana en que la Dama le daba masaje en las piernas,
Genghi se incorporó apoyándose en el codo y, buscando
a tientas las manos de la Dama, murmuró:
Mujer que cuidas al que va a morir, te he engañado.
Soy el príncipe Genghi.
Cuando vine hacia ti no era más que una ignorante
provinciana dijo la Dama, y no sabía quién
era el príncipe Genghi. Ahora sé que ha sido el
más hermoso y el más deseado de todos los hombres,
pero tú no tienes necesidad de ser el príncipe Genghi
para ser amado.
Genghi le dio las gracias con una sonrisa. Desde que callaban
sus ojos, parecía como si su mirada se moviera en sus labios.
Voy a morir profirió trabajosamente.
No me quejo de una suerte que comparto con las flores, con los
insectos y con los astros. En un universo en donde todo pasa como
un sueño, sentiría remordimientos de durar para
siempre. No me quejo de que las cosas, los seres, los corazones
sean perecederos, puesto que parte de su belleza se compone de
esta desventura. Lo que me aflige es que sean únicos. Antaño,
la certidumbre de obtener en cada instante de mi vida una revelación
que no se renovaría nunca constituía lo más
claro de mis secretos placeres: ahora muero confuso como un privilegiado
que ha sido el único en asistir a una fiesta que se dará
sólo una vez. Queridos objetos, no tenéis por testigo
sino a un ciego que muere
Otras mujeres florecerán,
igual de sonrientes que aquellas que yo amé, mas su sonrisa
será diferente, y el lunar que me apasiona se habrá
desplazado en su mejilla de ámbar la distancia de un átomo.
Otros corazones se romperán bajo el peso de un insoportable
amor, mas sus lágrimas no serán nuestras lágrimas.
Unas manos húmedas de deseo continuarán juntándose
bajo los almendros en flor, pero la misma lluvia de pétalos
nunca se deshoja dos veces sobre la misma ventura humana. ¡Ay!
Me siento igual que un hombre arrastrado por una inundación
y que quisiera hallar al menos un rinconcito de tierra seca donde
depositar unas cuantas cartas amarillentas y algunos abanicos
de marchitos colores
¿Qué será de ti
cuando yo ya no exista para enternecerme al recrearte, Recuerdo
de la Princesa Azul, mi primera mujer, en cuyo amor no creí
hasta el día siguiente a su muerte? ¿Y de ti, Recuerdo
desolado de la Dama-del-pabellón-de-las-campanillas, que
murió en mis brazos porque una rival celosa se había
empeñado en ser la única en amarme? ¿Y de
vosotros, Recuerdos insidiosos de mi hermosísima madrastra
y de mi jovencísima esposa, que se encargaron de enseñarme
alternativamente lo que se sufre siendo el cómplice o la
víctima de una infidelidad? ¿Y de ti, Recuerdo sutil
de la Dama Cigarra-del-jardín, que me esquivó por
pudor, de suerte que tuve que consolarme con su joven hermano,
cuyo rostro infantil reflejaba algunos rasgos de aquella tímida
sonrisa de mujer? ¿Y de ti querido Recuerdo de la Dama-de-la-larga-noche,
que fue tan dulce y que consintió en ser la tercera tanto
en mi casa como en mi corazón? ¿Y de ti, pequeño
Recuerdo pastoral de la hija del granjero So-Hei, que no amaba
de mí más que mi pasado? ¿Y de ti, sobre
todo, Recuerdo delicioso de la pequeña Chujo que en estos
momentos me da masaje en los pies, y que no tendrá tiempo
de convertirse en recuerdo? Chujo, a quien yo hubiera deseado
encontrar antes en mi vida, aunque también sea justo reservar
alguna fruta para finales de otoño
Embriagado de tristeza, dejó caer su cabeza en la dura
almohada. La Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se inclinó
sobre él y murmuró temblorosa:
¿Y no había en tu palacio otra mujer, cuyo
nombre no has pronunciado? ¿No era acaso dulce? ¿No
se llamaba la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen? Ay, recuerda
Pero las facciones del príncipe habían adquirido
ya esa serenidad reservada tan sólo a los muertos. El fin
de todos los dolores había borrado de su rostro toda huella
de saciedad o de amargura, y parecía haberle persuadido
de que aún tenía dieciocho años. La Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen
se echó al suelo gritando, olvidando todo recato. Las lágrimas,
saladas, arrasaban sus mejillas como una lluvia de tormenta y
sus cabellos arrancados volaban por el aire como borra de seda.
El único nombre que Genghi había olvidado era precisamente
el suyo.
Traducción de Emma Calatayud