Octubre-diciembre 2003, Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Memorias de Adriano Saecvlvm Avrevm
Marguerite Yourcenar

 

Pasé en el Asia Menor el verano que siguió a mi encuentro con Osroes, deteniéndome en Bitinia para vigilar personalmente la tala de los bosques del Estado. En Nicomedia, ciudad clara, civil, sapiente, me instalé en casa del procurador de la provincia, Cneio Pompeyo Próculo, que habitaba en la antigua residencia del rey Nicomedes llena de los recuerdos voluptuosos del joven Julio César. Las brisas de la Propóntida ventilaban aquellas salas frescas y sombrías. Próculo, hombre refinado, organizó reuniones literarias en mi honor. Sofistas de paso, pequeños grupos de estudiantes y aficionados a la literatura, se reunían en los jardines, al borde de una fuente consagrada a Pan. De tiempo en tiempo, un servidor sumergía en ella una jarra de arcilla porosa; los cristales más límpidos parecían opacos comparados con aquella agua pura.
Aquella noche se leía una obra asaz abstrusa de Licofrón, a quien admiro por sus alocadas yuxtaposiciones de sonidos, alusiones e imágenes, su complejo sistema de reflejos y de ecos. Algo apartado, un muchacho escuchaba las difíciles estrofas con una atención a la vez ausente y pensativa, que me hizo pensar inmediatamente en un pastor en lo hondo de los bosques, vagamente atento a algún oscuro reclamo de pájaro. No había traído ni tabletas ni estilo. Sentado al borde de la taza de la fuente, mojaba los dedos en la bella superficie lisa. Supe que su padre había ocupado un puesto secundario en la administración de los vastos dominios imperiales; como quedara de niño a cargo de su abuelo, éste lo había enviado a casa de un amigo de sus padres, armador en Nicomedia, que pasaba por rico a ojos de aquella pobre familia.
Hice que se quedara cuando se marcharon los demás. Era poco instruido, lleno de ignorancias, reflexivo y crédulo. Conocía yo Claudiópolis, su ciudad natal; logré hacerlo hablar de su casa familiar, al borde de los grandes bosques de pinos que proporcionan los mástiles de nuestros navíos, del templo de Atis situado en la colina, cuyas estridentes músicas amaba, de los hermosos caballos de su país y de sus extraños dioses. Aquella voz algo velada pronunciaba el griego con acento asiático. De pronto, sabiéndose escuchado o quizá contemplado, se turbó, enrojeciendo, y recayó en uno de esos obstinados silencios a los que acabé por habituarme. Así habría de nacer una intimidad. A partir de entonces me acompañó en todos mis viajes, y comenzaron algunos años fabulosos.
Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad, mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde), eran paciente, gravemente aceptados. Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser.
Si aún no he dicho nada de una belleza tan visible, no hay que ver en ello la reticencia de un hombre completamente conquistado. Pero los rostros que buscamos desesperadamente nos escapan; apenas si un instante… Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacía parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. El niño cambiaba, crecía. Una semana de indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día.
Cuando considero esos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro. Todo era fácil; los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una facilidad casi divina. Viajar era un juego: placer controlado, conocido, puesto hábilmente en acción. El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una atmósfera de oro, los objetos del aposento y el cuerpo tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en su comienzo, enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba. Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo. Nunca había observado con tanto deleite la palidez del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas consagradas a las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo de las codornices en el crepúsculo. Releí a los poetas; algunos me parecieron mejores que antes, y la mayoría peores. Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos insuficientes que de costumbre.
Tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques y los pinares de Bitinia; el pabellón de caza, con sus galerías iluminadas en las que el niño, abandonándose al ambiente de su país natal, se despojaba al azar de sus flechas, su daga, su cinturón de oro, y se revolcaba con los perros sobre los divanes de cuero. Las planicies habían acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía de las praderas a orillas del Sangarios, donde galopaban tropillas de caballos salvajes; al amanecer bajábamos a bañarnos a la ribera, rozando al pasar las altas hierbas empapadas de rocío nocturno, bajo un cielo en el cual estaba suspendida la delgada luna en cuarto creciente que sirve de emblema a Bitinia. Aquel país fue colmado de favores, y hasta asumió mi nombre. Hicimos una bella travesía del Bósforo, bajo la tormenta; hubo cabalgatas en la selva tracia, con el viento agrio que se engolfaba en los pliegues de los mantos, el innumerable tamborilear de la lluvia en el follaje y en el techo de la tienda, el alto en el campamento de trabajadores donde habría de alzarse Andrinópolis, las ovaciones de los veteranos de las guerras dacias, la blanda tierra de donde pronto surgirían murallas y torres. Una visita a las guarniciones del Danubio me llevó hasta la próspera población que es Sarmizegetusa; el adolescente bitinio llevaba en la muñeca un brazalete del rey Decebalo. Volvimos a Grecia por el norte; me demoré unos días en el valle de Tempe, salpicado de aguas vivas; la rubia Eubea precedió al Ática color de vino rosado. Apenas permanecimos en Atenas; pero en Eleusis, durante mi iniciación en los Misterios, pasamos tres días participando con la multitud del baño de mar ritual, de los sacrificios y las carreras de antorchas.
Llevé a Antínoo a la Arcadia de sus antepasados; sus bosques seguían tan impenetrables como en los tiempos de aquellos antiguos cazadores de lobos. A veces un jinete asustaba a una víbora con un latigazo; en las cimas pedregosas el sol llameaba como en lo más vivo del verano; el adolescente se adormecía contra las rocas, caída la cabeza sobre el pecho, los cabellos acariciados por el viento como un Endimión de pleno día. Una liebre que mi joven cazador había domesticado con gran trabajo fue destrozada por los perros; nuestros días sin sombras no tuvieron más desgracias que ésa. Los habitantes de Mantinea se descubrieron lazos de parentesco con la familia de colonos bitinios, hasta entonces desconocidos; la ciudad, donde el niño tuvo más tarde sus templos fue enriquecida y adornada por mí. El inmemorial santuario de Neptuno, casi arruinado, era tan venerable, que su entrada estaba prohibida a todos; tras de sus puertas siempre cerradas se perpetuaban misterios más antiguos que la raza humana. Construí un nuevo templo, mucho más vasto, dentro del cual el vetusto edificio yace desde entonces como el hueso en el centro del fruto. No lejos de Mantinea, sobre el camino, hice embellecer la tumba donde Epaminondas, muerto en plena batalla, reposa junto a un joven camarada caído a su lado; una columna donde está grabado un poema se alzó para conmemorar el recuerdo de un tiempo en el que todo, visto desde lejos, parece haber sido noble y sencillo: la ternura, la gloria y la muerte. Los juegos ístmicos se celebraron en Acaya con un esplendor que no se veía desde antiguos tiempos; al restablecer aquellas grandes fiestas helénicas confiaba en devolver a Grecia una viviente unidad. Las cacerías nos llevaron al valle del Helicón, dorado por las últimas lumbres del otoño; hicimos alto al borde de la fuente de Narciso, junto al santuario del Amor, y ofrecimos a este dios, el más sabio de todos, los despojos de una osezna, trofeo suspendido con clavos de oro en la pared del templo.
La barca que el mercader Erasto de Éfeso me prestaba para navegar por el archipiélago fondeó en la bahía de Falera, y me instalé en Atenas como un hombre que vuelve al hogar. Me atrevía a tocar aquella belleza, trataba de convertir una ciudad admirable en una ciudad perfecta. Por primera vez Atenas se repoblaba, empezaba a crecer después de un largo periodo de decadencia. Doblé su extensión; preví, a lo largo del Iliso, una nueva Atenas, la ciudad de Adriano después de la de Teseo. Había que disponerlo y construirlo todo. Seis siglos antes, la construcción del gran templo consagrado a Zeus Olímpico había quedado interrumpida. Mis obreros se pusieron a la tarea; Atenas conoció otra vez la exaltación jubilosa de las grandes empresas, que no había saboreado desde los días de Pericles. La inspección de los trabajos requirió ir y venir diariamente en un laberinto de máquinas, de complicadas poleas, fustes semilevantados y bloques blancos negligentemente apilados bajo el cielo azul. Volvía a encontrar allí algo de la excitación de los astilleros navales: un navío aparejaba rumbo al porvenir. Por la noche, la arquitectura cedía el lugar a la música, esa construcción invisible. He practicado un poco todas las artes, pero sólo me he ejercitado constantemente en el de los sonidos, donde me reconozco cierta excelencia. En Roma disimulaba esa afición, a la que podía entregarme discretamente en Atenas. Los músicos se reunían en el patio donde había un ciprés, al pie de una estatua de Hermes. Seis o siete solamente: una orquesta de flautas y liras, a la que a veces se agregaba un virtuoso de la cítara. Casi siempre tocaba yo la flauta travesera. Ejecutábamos melodías antiguas, casi olvidadas, y también nuevas melodías compuestas para mí. Amaba la viril austeridad de los aires dorios, pero no me desagradaban las melodías voluptuosas o apasionadas, las modulaciones patéticas o artificiosas, que las personas graves, cuya virtud consiste en tenerlo todo, rechazan por considerarlas trastornadoras de los sentidos o del corazón. A través de las cuerdas entreveía el perfil de mi joven camarada, atentamente ocupado en cumplir su parte en el conjunto, y sus dedos que corrían a lo largo de los hilos tendidos.
Aquel hermoso invierno fue rico en frecuentaciones amistosas; el opulento Ático, cuyo banco costeaba mis trabajos edilicios no sin obtener provecho, me invitó a sus jardines de Kefisia, donde vivía rodeado de una corte de improvisadores y escritores de moda; su hijo, el joven Herodes, era un conversador arrebatador y sutil a la vez, que se convirtió en el comensal indispensable de mis cenas atenienses. Había perdido por completo la timidez que lo hiciera quedarse corto en mi presencia, en la época en que la efebía ateniense lo envió a la frontera sármata para felicitarme por mi advenimiento, pero su creciente vanidad me parecía divertidamente ridícula. El retórico Polemón, famoso en Laodicea, que rivalizaba con Herodes en elocuencia y sobre todo en riqueza, me encantó por su estilo asiático, amplio y centelleante como las olas de un Pactolo; aquel hábil ajustador de palabras vivía como hablaba, con fasto. Pero el más precioso de los encuentros fue el de Arriano de Nicomedia, mi mejor amigo. Doce años menor que yo, había comenzado la bella carrera política y militar en la cual continúa honrándose y sirviendo. Su experiencia de los grandes negocios, su conocimiento de los caballos, los perros y todos los ejercicios corporales, lo ponían infinitamente por encima de los simples hacedores de frases. En su juventud había sido presa de una de esas extrañas pasiones del espíritu sin las cuales no hay quizá verdadera sabiduría ni verdadera grandeza; dos años de su vida habían transcurrido en Nicópolis, en Epiro, habitando el cuchitril frío y desnudo donde agonizaba Epicteto; se había impuesto la tarea de recoger y transcribir palabra por palabra los últimos pensamientos del anciano filósofo enfermo. Aquel periodo de entusiasmo lo marcó para siempre; conservaba de él admirables disciplinas morales y una especie de grave candor. Practicaba en secreto una vida austera de la que nadie tenía idea. Pero el largo aprendizaje del deber estoico no lo había endurecido en una actitud de falsa sabiduría; era demasiado fino como para no haberse apercibido de que los extremos de la virtud se asemejan a los del amor en que su mérito proviene precisamente de su rareza, de su condición de obra maestra única, de hermoso exceso. La inteligencia serena, la perfecta honradez de Jenofonte le servían desde entonces de modelo. Escribía la historia de Bitinia; su país. Había yo colocado a esta provincia, largo tiempo mal administrada por los procónsules, bajo mi jurisdicción personal; Arriano me aconsejó en mis planes de reforma. Lector asiduo de los diálogos socráticos, no ignoraba nada de las reservas de heroísmo, abnegación y a veces sapiencia con que Grecia ha sabido ennoblecer la pasión por el amigo; así, trataba a mi joven favorito con una tierna deferencia. Los dos bitinios hablaban ese dulce dialecto de la Jonia, lleno de desinencias casi homéricas, en el cual convencí más tarde a Arriano de que escribiera sus obras.
En aquella época Atenas tenía su filósofo de la vida frugal: en una cabaña de la aldea de Colona, Demonax vivía una existencia ejemplar y alegre. No era Sócrates: le faltaban la sutileza y el ardor, pero me gustaba su burlona llaneza. El actor cómico Aristómenes, que interpretaba con brío la antigua comedia ática, fue otro de mis amigos de corazón sencillo. Le llamaba mi perdiz griega; pequeño, gordo, alegre como un niño o un pájaro, sabía más que nadie sobre los ritos, la poesía y las recetas culinarias de antaño. Me divirtió y me instruyó mucho tiempo. Por aquel entonces Antínoo se encariñó con el filósofo Chabrias, platónico con ribetes de orfismo, el más inocente de los hombres, que consagró al adolescente una fidelidad de perro guardián, transmitida a mí más tarde. Once años de vida palaciega no lo han cambiado; es siempre el mismo ser cándido, devoto, castamente ocupado de ensueños, ciego a las intrigas y sordo a los rumores. A veces me aburre, pero sólo la muerte me separará de él.
Mis relaciones con el filósofo estoico Éufrates fueron más breves. Habíase retirado a Atenas, luego de brillantes triunfos en Roma. Lo tomé como lector, pero los sufrimientos ocasionados por un abceso al hígado, y la debilidad consiguiente, lo persuadieron de que su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido. Me pidió que lo autorizara a abandonar mi servicio y suicidarse. Jamás he sido enemigo de la desaparición voluntaria; había pensado en ella como posible final en la hora de la crisis que precedió a la muerte de Trajano. El problema del suicidio, que habría de obsesionarme más tarde, me parecía entonces de fácil solución. Éufrates recibió el permiso que reclamaba; se lo hice llegar por mano de mi joven bitinio, quizá porque me hubiera gustado recibir de un mensajero semejante la respuesta suprema. El filósofo se presentó aquella noche al palacio, para mantener una conversación que en nada difería de las anteriores, y se suicidó a la mañana siguiente. Hablamos muchas veces de ese episodio, que tuvo taciturno a Antínoo durante muchos días. Aquel hermoso ser sensual miraba con horror la muerte, y yo no me daba cuenta de que pensaba ya mucho en ella. Por mi parte, apenas comprendía que pudiera abandonarse un mundo que me parecía hermoso, y que no se agotara hasta el límite, pese a todos los males, la última posibilidad de pensamiento, de contacto y hasta de mirada. Mucho he cambiado desde entonces.
Las fechas se mezclan; mi memoria compone un solo fresco donde se acumulan los incidentes y los viajes de diversas temporadas. La lujosa barca del comerciante Erasto de Éfeso puso proa hacia Oriente, luego al sur y por fin rumbo a Italia, que para mí significaba el Occidente. Tocamos Rodas dos veces; Delos, enceguecedora de blancura, nos recibió una mañana de abril y más tarde bajo la luna llena del solsticio; el mal tiempo en la costa de Epiro me permitió prolongar mi visita a Dodona. En Sicilia nos demoramos unos días en Siracusa para explorar el misterio de las fuentes: Aretusa, Ciadné, hermosas ninfas azules. Me acordaba de Licinio Sura, que antaño consagraba sus ocios de estadista a estudiar las maravillas de las aguas. Había oído hablar de las sorprendentes irisaciones de la aurora sobre el mar Jónico cuando se la contempla desde la cima del Etna. Decidí emprender la ascensión de la montaña, pasamos de la región de los viñedos a la de la lava, y por fin a la de la nieve. El adolescente de piernas danzantes corría por las pendientes escarpadas; los hombres de ciencia que me acompañaban subían a lomo de mula. En la cresta habían levantado un abrigo que nos permitiría esperar el alba. Amaneció: un inmenso velo de Iris se desplegó de uno a otro horizonte; extraños fuegos brillaron en los hielos de la cima; el espacio terrestre y marino se abría a la mirada hasta el África visible y la Grecia adivinada. Fue una de las cumbres de mi vida. No faltó nada en ella, ni la franja dorada de una nube, ni las águilas, ni el escanciador de inmortalidad.
Días alciónicos, solsticio de mi vida… Lejos de embellecer mi dicha distante, tengo que luchar para no empalidecer su imagen; hasta su recuerdo es ya demasiado fuerte para mí. Más sincero que la mayoría de los hombres, confieso sin ambages las causas secretas de esa felicidad; aquella calma tan propicia para los trabajos y las disciplinas del espíritu se me antoja uno de los efectos más bellos del amor. Y me asombra que esas alegrías tan precarias, tan raramente perfectas a lo largo de una vida humana —bajo cualquier aspecto con que las hayamos buscado o recibido—, sean objeto de tanta desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito y el exceso de esas alegrías en vez de temer su falta y su pérdida, y gastan en tiranizar sus sentidos un tiempo que estaría mejor empleado en ordenar o embellecer su alma. En aquella época ponía yo en acendrar mi felicidad, en saborearla, y también en juzgarla, esa constante atención que siempre concedí a los menores detalles de mis actos; ¿y qué es la voluptuosidad sino un momento de apasionada atención del cuerpo? Toda dicha es una obra maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece. La mía no es responsable de ninguna de las imprudencias que más tarde la quebraron; mientras obré a su favor fui sensato. Creo todavía que un hombre más sensato que yo hubiera podido ser dichoso hasta su muerte.
Tiempo después, en Frigia, en los confines donde Grecia y Asia se entremezclan, tuve la imagen más completa y más lúcida de esa dicha. Acampábamos en un lugar desierto y salvaje, en el emplazamiento de la tumba de Alcibíades, muerto allí víctima de las maquinaciones de los sátrapas. En la tumba abandonada desde siglos atrás había hecho emplazar una estatua de mármol de Paros con la efigie de ese hombre a quien Grecia amó como a pocos. Había ordenado asimismo que todos los años se celebraran ciertos ritos conmemorativos; los habitantes de la aldea vecina se habían reunido con los hombres de mi escolta para la ceremonia inaugural. Se sacrificó un novillo, reservándose parte de su carne para el festín nocturno. En la llanura se improvisó una carrera de caballos, y danzas en las cuales el adolescente bitinio participó con una gracia fogosa; algo después, junto a la última hoguera, cantó con su hermosa cabeza echada hacia atrás. Amo tenderme junto a los muertos para medirme a mí mismo; aquella noche comparé mi vida con la del gran gozador envejecido, que cayera acribillado de flechas en aquel lugar, defendido por un joven amigo y llorado por una cortesana ateniense. Mi juventud no había pretendido los prestigios de la de Alcibíades, pero mi diversidad igualaba o superaba la suya. Yo había gozado tanto como él, reflexionado más, trabajado mucho más; como él, tenía la extraña felicidad de ser amado. Alcibíades lo ha seducido todo, hasta la Historia, y sin embargo deja tras él los montones de muertos atenienses abandonados en las canteras de Siracusa, una patria tambaleante, los dioses de las encrucijadas tontamente mutilados por su mano. Yo había gobernado un mundo infinitamente más vasto que aquel donde viviera el ateniense; había mantenido la paz en él aparejándolo como a un bello navío para un viaje que durará siglos, había luchado lo mejor posible para favorecer el sentido de lo divino en el hombre, sin sacrificar lo humano. Mi felicidad era una retribución.
Roma estaba ahí. Pero ya no me veía forzado a contemporizar, a dar seguridades, a complacer. La obra del principado se imponía; las puertas del templo de Jano, que se abren en tiempo de guerra, seguían cerradas. Las intenciones daban su fruto; la prosperidad de las provincias refluía sobre la metrópolis. Acepté por fin el título de Padre de la Patria que me había sido propuesto en la época de mi advenimiento.
Plotina había muerto. Durante una estadía anterior en la capital, había visto por última vez a aquella mujer que sonreía fatigada y que la nomenclatura oficial me asignaba por madre, aunque era mucho más que eso: mi única amiga. Esta vez sólo encontré de ella una pequeña urna depositada bajo la Columna Trajana. Asistí en persona a las ceremonias de la apoteosis; contrariando los usos imperiales, llevé luto durante nueve días. Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde hacía muchos años prescindía de la presencia. La emperatriz seguía siendo lo que siempre había sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual estaba unido el mío.
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador con una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había desplegado con pésimo gusto un lujo mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aun allí donde innovaba quería sentirme ante todo un continuador. Más allá de Trajano y de Nerva, convertidos oficialmente en mi padre y mi abuelo, me vinculaba con aquellos doce césares tan maltratados por Suetonio; la lucidez y no la dureza de Tiberio, la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido artístico y no la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no la insipidez de Tito, la economía y no la ridícula tacañería de Vespasiano, eran otros tantos ejemplos que me proponía a mí mismo. Aquellos príncipes habían desempeñado su papel en los negocios humanos; ahora me incumbía a mí elegir de entre sus actos aquellos que importaba continuar, consolidando los mejores, corrigiendo los peores, hasta el día en que otros hombres, más o menos calificados pero igualmente responsables, se encargaran de hacer otro tanto con los míos.
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida como en sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las horas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias. Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también presente, acababa de recibir el título de emperatriz.
Hacía ya largo tiempo que prefería las fábulas sobre los amores y las querellas de los dioses a los torpes comentarios de los filósofos acerca de la naturaleza divina; aceptaba ser la imagen terrestre de Júpiter en la medida en que éste es hombre, sostén del mundo, justicia encarnada, orden de las cosas, amante de los Ganimedes y las Europas, esposo negligente de la acerba Juno. Mi espíritu, dispuesto ese día a verlo todo a plena luz, comparaba a la emperatriz con aquella diosa en cuyo honor, durante una reciente visita a Argos, había consagrado un pavo real de oro ornado de piedras preciosas. Hubiera podido divorciarme para quedar libre de aquella mujer a quien no amaba; como simple ciudadano, no habría vacilado en hacerlo. Pero me incomodaba poco, y nada en su conducta justificaba un insulto tan público. Siendo joven esposa la habían ofuscado mis desvíos, pero un poco como a su tío lo irritaban mis deudas. Ahora asistía, sin aparentar darse cuenta, a las manifestaciones de una pasión que se anunciaba duradera. Como muchas mujeres poco sensibles al amor, no comprendía bien su poder; su ignorancia excluía a la vez la indulgencia y los celos. Sólo se hubiera inquietado en caso de que sus títulos o su seguridad se vieran amenazados, lo que no era el caso. Ya no le quedaba nada de la gracia de adolescente que antaño me hubiera interesado por un momento; aquella española prematuramente envejecida se mostraba grave y dura. Agradecía a su frialdad que no hubiera tomado un amante; me complacía que llevara dignamente sus velos de matrona, que eran casi velos de viuda. Me gustaba que en las monedas romanas figurara un perfil de emperatriz, llevando en el reverso una inscripción dedicada al Pudor o a la Tranquilidad. Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de las fiestas de Eleusis, tiene lugar entre la gran sacerdotisa y el hierofante, matrimonio que no es una unión, ni siquiera un contacto, pero sí un rito, y como tal sagrado.
La noche que siguió a estas celebraciones vi arder a Roma desde lo alto de una terraza. Aquellos fuegos jubilosos reemplazaban los incendios ordenados por Nerón y eran casi tan terribles. Roma, crisol, pero también la hoguera y el metal hirviente; martillo, pero también el yunque, prueba visible de los cambios y de los recomienzos de la historia; Roma, uno de los lugares del mundo donde el hombre ha vivido más tumultuosamente. La consagración de Troya, de donde había escapado un hombre llevando a su anciano padre, su joven hijo y sus Lares, culminaba aquella noche en esas altas llamaradas de fiesta. Pensaba también, con una especie de terror sagrado, en los incendios del futuro. Esos millones de vidas pasadas, presentes y futuras, esos edificios recientes nacidos de edificios antiguos y seguidos de edificios por nacer, parecían sucederse como olas en el tiempo; el azar hacía que aquellas olas vinieran esa noche a romper a mis pies. Nada he de decir sobre esos momentos de delirio en que la púrpura imperial, la tela santa que tan pocas veces aceptaba vestir, fue puesta en los hombros de la criatura que se convertía en mi Genio; sí, me convenía oponer ese rojo profundo al oro pálido de una nuca, pero sobre todo obligar a mi Dicha, a mi Fortuna, entidades inciertas y vagas, a que se encarnaran en esa forma tan terrestre, a que adquirieran el calor y el peso tranquilizador de la carne. Los espesos muros del Palatino, donde vivía poco pero que acababa de hacer reconstruir, oscilaban como los flancos de una barca; las colgaduras, apartadas para dejar entrar la noche romana, eran las de un pabellón de popa; los gritos de la muchedumbre sonaban como el ruido del viento en el cordaje. El enorme escollo que se percibía a lo lejos en la sombra, los cimientos gigantescos de mi tumba que empezaba a alzarse al borde del Tíber, no me inspiraban ni terror, ni nostalgia, ni vana meditación sobre la brevedad de la vida.
La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba, dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. El joven pastor se convertía en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales, los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a desempeñar el difícil papel de amigo. En Roma, las intrigas se habían anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores advertían.

Traducción de Julio Cortáza