Pasé
en el Asia Menor el verano que siguió a mi encuentro con
Osroes, deteniéndome en Bitinia para vigilar personalmente
la tala de los bosques del Estado. En Nicomedia, ciudad clara,
civil, sapiente, me instalé en casa del procurador de la
provincia, Cneio Pompeyo Próculo, que habitaba en la antigua
residencia del rey Nicomedes llena de los recuerdos voluptuosos
del joven Julio César. Las brisas de la Propóntida
ventilaban aquellas salas frescas y sombrías. Próculo,
hombre refinado, organizó reuniones literarias en mi honor.
Sofistas de paso, pequeños grupos de estudiantes y aficionados
a la literatura, se reunían en los jardines, al borde de
una fuente consagrada a Pan. De tiempo en tiempo, un servidor
sumergía en ella una jarra de arcilla porosa; los cristales
más límpidos parecían opacos comparados con
aquella agua pura.
Aquella noche se leía una obra asaz abstrusa de Licofrón,
a quien admiro por sus alocadas yuxtaposiciones de sonidos, alusiones
e imágenes, su complejo sistema de reflejos y de ecos.
Algo apartado, un muchacho escuchaba las difíciles estrofas
con una atención a la vez ausente y pensativa, que me hizo
pensar inmediatamente en un pastor en lo hondo de los bosques,
vagamente atento a algún oscuro reclamo de pájaro.
No había traído ni tabletas ni estilo. Sentado al
borde de la taza de la fuente, mojaba los dedos en la bella superficie
lisa. Supe que su padre había ocupado un puesto secundario
en la administración de los vastos dominios imperiales;
como quedara de niño a cargo de su abuelo, éste
lo había enviado a casa de un amigo de sus padres, armador
en Nicomedia, que pasaba por rico a ojos de aquella pobre familia.
Hice que se quedara cuando se marcharon los demás. Era
poco instruido, lleno de ignorancias, reflexivo y crédulo.
Conocía yo Claudiópolis, su ciudad natal; logré
hacerlo hablar de su casa familiar, al borde de los grandes bosques
de pinos que proporcionan los mástiles de nuestros navíos,
del templo de Atis situado en la colina, cuyas estridentes músicas
amaba, de los hermosos caballos de su país y de sus extraños
dioses. Aquella voz algo velada pronunciaba el griego con acento
asiático. De pronto, sabiéndose escuchado o quizá
contemplado, se turbó, enrojeciendo, y recayó en
uno de esos obstinados silencios a los que acabé por habituarme.
Así habría de nacer una intimidad. A partir de entonces
me acompañó en todos mis viajes, y comenzaron algunos
años fabulosos.
Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de
aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los
primeros colonos arcadios a orillas de la Propóntida. Pero
en aquella sangre algo acre el Asia había producido el
efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía
a encontrar en él las supersticiones de un discípulo
de Apolonio, el culto monárquico de un súbdito oriental
del Gran Rey. Su presencia era extraordinariamente silenciosa;
me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar.
De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría
y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza.
Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes
se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia casi
altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él
reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas
las virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura
suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía
su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega;
los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia
o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más
atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado.
Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad,
mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde),
eran paciente, gravemente aceptados. Sólo una vez he sido
amo absoluto; y lo fui de un solo ser.
Si aún no he dicho nada de una belleza tan visible, no
hay que ver en ello la reticencia de un hombre completamente conquistado.
Pero los rostros que buscamos desesperadamente nos escapan; apenas
si un instante
Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una
cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados
hacía parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo
delicado se modificó continuamente, a la manera de una
planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo.
El niño cambiaba, crecía. Una semana de indolencia
bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía
su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía
pasar del color del jazmín al de la miel. Las piernas algo
pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su
delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el
pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven
corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta
de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó
de una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel
rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día.
Cuando considero esos años, creo encontrar en ellos la
Edad de Oro. Todo era fácil; los esfuerzos de antaño
se veían recompensados por una facilidad casi divina. Viajar
era un juego: placer controlado, conocido, puesto hábilmente
en acción. El trabajo incesante no era más que una
forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde,
el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital,
el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una
atmósfera de oro, los objetos del aposento y el cuerpo
tendido a nuestro lado. La pasión colmada posee su inocencia,
casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza
humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que
yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan
trivial en su comienzo, enriquecía pero también
simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba. Dejé
de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron
más que admirables diseños en la bóveda del
cielo. Nunca había observado con tanto deleite la palidez
del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas
consagradas a las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo
de las codornices en el crepúsculo. Releí a los
poetas; algunos me parecieron mejores que antes, y la mayoría
peores. Escribí versos que me dieron la impresión
de ser menos insuficientes que de costumbre.
Tuvimos el mar de los árboles, las florestas de alcornoques
y los pinares de Bitinia; el pabellón de caza, con sus
galerías iluminadas en las que el niño, abandonándose
al ambiente de su país natal, se despojaba al azar de sus
flechas, su daga, su cinturón de oro, y se revolcaba con
los perros sobre los divanes de cuero. Las planicies habían
acumulado el calor del prolongado verano; el vapor subía
de las praderas a orillas del Sangarios, donde galopaban tropillas
de caballos salvajes; al amanecer bajábamos a bañarnos
a la ribera, rozando al pasar las altas hierbas empapadas de rocío
nocturno, bajo un cielo en el cual estaba suspendida la delgada
luna en cuarto creciente que sirve de emblema a Bitinia. Aquel
país fue colmado de favores, y hasta asumió mi nombre.
Hicimos una bella travesía del Bósforo, bajo la
tormenta; hubo cabalgatas en la selva tracia, con el viento agrio
que se engolfaba en los pliegues de los mantos, el innumerable
tamborilear de la lluvia en el follaje y en el techo de la tienda,
el alto en el campamento de trabajadores donde habría de
alzarse Andrinópolis, las ovaciones de los veteranos de
las guerras dacias, la blanda tierra de donde pronto surgirían
murallas y torres. Una visita a las guarniciones del Danubio me
llevó hasta la próspera población que es
Sarmizegetusa; el adolescente bitinio llevaba en la muñeca
un brazalete del rey Decebalo. Volvimos a Grecia por el norte;
me demoré unos días en el valle de Tempe, salpicado
de aguas vivas; la rubia Eubea precedió al Ática
color de vino rosado. Apenas permanecimos en Atenas; pero en Eleusis,
durante mi iniciación en los Misterios, pasamos tres días
participando con la multitud del baño de mar ritual, de
los sacrificios y las carreras de antorchas.
Llevé a Antínoo a la Arcadia de sus antepasados;
sus bosques seguían tan impenetrables como en los tiempos
de aquellos antiguos cazadores de lobos. A veces un jinete asustaba
a una víbora con un latigazo; en las cimas pedregosas el
sol llameaba como en lo más vivo del verano; el adolescente
se adormecía contra las rocas, caída la cabeza sobre
el pecho, los cabellos acariciados por el viento como un Endimión
de pleno día. Una liebre que mi joven cazador había
domesticado con gran trabajo fue destrozada por los perros; nuestros
días sin sombras no tuvieron más desgracias que
ésa. Los habitantes de Mantinea se descubrieron lazos de
parentesco con la familia de colonos bitinios, hasta entonces
desconocidos; la ciudad, donde el niño tuvo más
tarde sus templos fue enriquecida y adornada por mí. El
inmemorial santuario de Neptuno, casi arruinado, era tan venerable,
que su entrada estaba prohibida a todos; tras de sus puertas siempre
cerradas se perpetuaban misterios más antiguos que la raza
humana. Construí un nuevo templo, mucho más vasto,
dentro del cual el vetusto edificio yace desde entonces como el
hueso en el centro del fruto. No lejos de Mantinea, sobre el camino,
hice embellecer la tumba donde Epaminondas, muerto en plena batalla,
reposa junto a un joven camarada caído a su lado; una columna
donde está grabado un poema se alzó para conmemorar
el recuerdo de un tiempo en el que todo, visto desde lejos, parece
haber sido noble y sencillo: la ternura, la gloria y la muerte.
Los juegos ístmicos se celebraron en Acaya con un esplendor
que no se veía desde antiguos tiempos; al restablecer aquellas
grandes fiestas helénicas confiaba en devolver a Grecia
una viviente unidad. Las cacerías nos llevaron al valle
del Helicón, dorado por las últimas lumbres del
otoño; hicimos alto al borde de la fuente de Narciso, junto
al santuario del Amor, y ofrecimos a este dios, el más
sabio de todos, los despojos de una osezna, trofeo suspendido
con clavos de oro en la pared del templo.
La barca que el mercader Erasto de Éfeso me prestaba para
navegar por el archipiélago fondeó en la bahía
de Falera, y me instalé en Atenas como un hombre que vuelve
al hogar. Me atrevía a tocar aquella belleza, trataba de
convertir una ciudad admirable en una ciudad perfecta. Por primera
vez Atenas se repoblaba, empezaba a crecer después de un
largo periodo de decadencia. Doblé su extensión;
preví, a lo largo del Iliso, una nueva Atenas, la ciudad
de Adriano después de la de Teseo. Había que disponerlo
y construirlo todo. Seis siglos antes, la construcción
del gran templo consagrado a Zeus Olímpico había
quedado interrumpida. Mis obreros se pusieron a la tarea; Atenas
conoció otra vez la exaltación jubilosa de las grandes
empresas, que no había saboreado desde los días
de Pericles. La inspección de los trabajos requirió
ir y venir diariamente en un laberinto de máquinas, de
complicadas poleas, fustes semilevantados y bloques blancos negligentemente
apilados bajo el cielo azul. Volvía a encontrar allí
algo de la excitación de los astilleros navales: un navío
aparejaba rumbo al porvenir. Por la noche, la arquitectura cedía
el lugar a la música, esa construcción invisible.
He practicado un poco todas las artes, pero sólo me he
ejercitado constantemente en el de los sonidos, donde me reconozco
cierta excelencia. En Roma disimulaba esa afición, a la
que podía entregarme discretamente en Atenas. Los músicos
se reunían en el patio donde había un ciprés,
al pie de una estatua de Hermes. Seis o siete solamente: una orquesta
de flautas y liras, a la que a veces se agregaba un virtuoso de
la cítara. Casi siempre tocaba yo la flauta travesera.
Ejecutábamos melodías antiguas, casi olvidadas,
y también nuevas melodías compuestas para mí.
Amaba la viril austeridad de los aires dorios, pero no me desagradaban
las melodías voluptuosas o apasionadas, las modulaciones
patéticas o artificiosas, que las personas graves, cuya
virtud consiste en tenerlo todo, rechazan por considerarlas trastornadoras
de los sentidos o del corazón. A través de las cuerdas
entreveía el perfil de mi joven camarada, atentamente ocupado
en cumplir su parte en el conjunto, y sus dedos que corrían
a lo largo de los hilos tendidos.
Aquel hermoso invierno fue rico en frecuentaciones amistosas;
el opulento Ático, cuyo banco costeaba mis trabajos edilicios
no sin obtener provecho, me invitó a sus jardines de Kefisia,
donde vivía rodeado de una corte de improvisadores y escritores
de moda; su hijo, el joven Herodes, era un conversador arrebatador
y sutil a la vez, que se convirtió en el comensal indispensable
de mis cenas atenienses. Había perdido por completo la
timidez que lo hiciera quedarse corto en mi presencia, en la época
en que la efebía ateniense lo envió a la frontera
sármata para felicitarme por mi advenimiento, pero su creciente
vanidad me parecía divertidamente ridícula. El retórico
Polemón, famoso en Laodicea, que rivalizaba con Herodes
en elocuencia y sobre todo en riqueza, me encantó por su
estilo asiático, amplio y centelleante como las olas de
un Pactolo; aquel hábil ajustador de palabras vivía
como hablaba, con fasto. Pero el más precioso de los encuentros
fue el de Arriano de Nicomedia, mi mejor amigo. Doce años
menor que yo, había comenzado la bella carrera política
y militar en la cual continúa honrándose y sirviendo.
Su experiencia de los grandes negocios, su conocimiento de los
caballos, los perros y todos los ejercicios corporales, lo ponían
infinitamente por encima de los simples hacedores de frases. En
su juventud había sido presa de una de esas extrañas
pasiones del espíritu sin las cuales no hay quizá
verdadera sabiduría ni verdadera grandeza; dos años
de su vida habían transcurrido en Nicópolis, en
Epiro, habitando el cuchitril frío y desnudo donde agonizaba
Epicteto; se había impuesto la tarea de recoger y transcribir
palabra por palabra los últimos pensamientos del anciano
filósofo enfermo. Aquel periodo de entusiasmo lo marcó
para siempre; conservaba de él admirables disciplinas morales
y una especie de grave candor. Practicaba en secreto una vida
austera de la que nadie tenía idea. Pero el largo aprendizaje
del deber estoico no lo había endurecido en una actitud
de falsa sabiduría; era demasiado fino como para no haberse
apercibido de que los extremos de la virtud se asemejan a los
del amor en que su mérito proviene precisamente de su rareza,
de su condición de obra maestra única, de hermoso
exceso. La inteligencia serena, la perfecta honradez de Jenofonte
le servían desde entonces de modelo. Escribía la
historia de Bitinia; su país. Había yo colocado
a esta provincia, largo tiempo mal administrada por los procónsules,
bajo mi jurisdicción personal; Arriano me aconsejó
en mis planes de reforma. Lector asiduo de los diálogos
socráticos, no ignoraba nada de las reservas de heroísmo,
abnegación y a veces sapiencia con que Grecia ha sabido
ennoblecer la pasión por el amigo; así, trataba
a mi joven favorito con una tierna deferencia. Los dos bitinios
hablaban ese dulce dialecto de la Jonia, lleno de desinencias
casi homéricas, en el cual convencí más tarde
a Arriano de que escribiera sus obras.
En aquella época Atenas tenía su filósofo
de la vida frugal: en una cabaña de la aldea de Colona,
Demonax vivía una existencia ejemplar y alegre. No era
Sócrates: le faltaban la sutileza y el ardor, pero me gustaba
su burlona llaneza. El actor cómico Aristómenes,
que interpretaba con brío la antigua comedia ática,
fue otro de mis amigos de corazón sencillo. Le llamaba
mi perdiz griega; pequeño, gordo, alegre como un niño
o un pájaro, sabía más que nadie sobre los
ritos, la poesía y las recetas culinarias de antaño.
Me divirtió y me instruyó mucho tiempo. Por aquel
entonces Antínoo se encariñó con el filósofo
Chabrias, platónico con ribetes de orfismo, el más
inocente de los hombres, que consagró al adolescente una
fidelidad de perro guardián, transmitida a mí más
tarde. Once años de vida palaciega no lo han cambiado;
es siempre el mismo ser cándido, devoto, castamente ocupado
de ensueños, ciego a las intrigas y sordo a los rumores.
A veces me aburre, pero sólo la muerte me separará
de él.
Mis relaciones con el filósofo estoico Éufrates
fueron más breves. Habíase retirado a Atenas, luego
de brillantes triunfos en Roma. Lo tomé como lector, pero
los sufrimientos ocasionados por un abceso al hígado, y
la debilidad consiguiente, lo persuadieron de que su vida no le
ofrecía ya nada digno de ser vivido. Me pidió que
lo autorizara a abandonar mi servicio y suicidarse. Jamás
he sido enemigo de la desaparición voluntaria; había
pensado en ella como posible final en la hora de la crisis que
precedió a la muerte de Trajano. El problema del suicidio,
que habría de obsesionarme más tarde, me parecía
entonces de fácil solución. Éufrates recibió
el permiso que reclamaba; se lo hice llegar por mano de mi joven
bitinio, quizá porque me hubiera gustado recibir de un
mensajero semejante la respuesta suprema. El filósofo se
presentó aquella noche al palacio, para mantener una conversación
que en nada difería de las anteriores, y se suicidó
a la mañana siguiente. Hablamos muchas veces de ese episodio,
que tuvo taciturno a Antínoo durante muchos días.
Aquel hermoso ser sensual miraba con horror la muerte, y yo no
me daba cuenta de que pensaba ya mucho en ella. Por mi parte,
apenas comprendía que pudiera abandonarse un mundo que
me parecía hermoso, y que no se agotara hasta el límite,
pese a todos los males, la última posibilidad de pensamiento,
de contacto y hasta de mirada. Mucho he cambiado desde entonces.
Las fechas se mezclan; mi memoria compone un solo fresco donde
se acumulan los incidentes y los viajes de diversas temporadas.
La lujosa barca del comerciante Erasto de Éfeso puso proa
hacia Oriente, luego al sur y por fin rumbo a Italia, que para
mí significaba el Occidente. Tocamos Rodas dos veces; Delos,
enceguecedora de blancura, nos recibió una mañana
de abril y más tarde bajo la luna llena del solsticio;
el mal tiempo en la costa de Epiro me permitió prolongar
mi visita a Dodona. En Sicilia nos demoramos unos días
en Siracusa para explorar el misterio de las fuentes: Aretusa,
Ciadné, hermosas ninfas azules. Me acordaba de Licinio
Sura, que antaño consagraba sus ocios de estadista a estudiar
las maravillas de las aguas. Había oído hablar de
las sorprendentes irisaciones de la aurora sobre el mar Jónico
cuando se la contempla desde la cima del Etna. Decidí emprender
la ascensión de la montaña, pasamos de la región
de los viñedos a la de la lava, y por fin a la de la nieve.
El adolescente de piernas danzantes corría por las pendientes
escarpadas; los hombres de ciencia que me acompañaban subían
a lomo de mula. En la cresta habían levantado un abrigo
que nos permitiría esperar el alba. Amaneció: un
inmenso velo de Iris se desplegó de uno a otro horizonte;
extraños fuegos brillaron en los hielos de la cima; el
espacio terrestre y marino se abría a la mirada hasta el
África visible y la Grecia adivinada. Fue una de las cumbres
de mi vida. No faltó nada en ella, ni la franja dorada
de una nube, ni las águilas, ni el escanciador de inmortalidad.
Días alciónicos, solsticio de mi vida
Lejos
de embellecer mi dicha distante, tengo que luchar para no empalidecer
su imagen; hasta su recuerdo es ya demasiado fuerte para mí.
Más sincero que la mayoría de los hombres, confieso
sin ambages las causas secretas de esa felicidad; aquella calma
tan propicia para los trabajos y las disciplinas del espíritu
se me antoja uno de los efectos más bellos del amor. Y
me asombra que esas alegrías tan precarias, tan raramente
perfectas a lo largo de una vida humana bajo cualquier aspecto
con que las hayamos buscado o recibido, sean objeto de tanta
desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito
y el exceso de esas alegrías en vez de temer su falta y
su pérdida, y gastan en tiranizar sus sentidos un tiempo
que estaría mejor empleado en ordenar o embellecer su alma.
En aquella época ponía yo en acendrar mi felicidad,
en saborearla, y también en juzgarla, esa constante atención
que siempre concedí a los menores detalles de mis actos;
¿y qué es la voluptuosidad sino un momento de apasionada
atención del cuerpo? Toda dicha es una obra maestra: el
menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la
menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece.
La mía no es responsable de ninguna de las imprudencias
que más tarde la quebraron; mientras obré a su favor
fui sensato. Creo todavía que un hombre más sensato
que yo hubiera podido ser dichoso hasta su muerte.
Tiempo después, en Frigia, en los confines donde Grecia
y Asia se entremezclan, tuve la imagen más completa y más
lúcida de esa dicha. Acampábamos en un lugar desierto
y salvaje, en el emplazamiento de la tumba de Alcibíades,
muerto allí víctima de las maquinaciones de los
sátrapas. En la tumba abandonada desde siglos atrás
había hecho emplazar una estatua de mármol de Paros
con la efigie de ese hombre a quien Grecia amó como a pocos.
Había ordenado asimismo que todos los años se celebraran
ciertos ritos conmemorativos; los habitantes de la aldea vecina
se habían reunido con los hombres de mi escolta para la
ceremonia inaugural. Se sacrificó un novillo, reservándose
parte de su carne para el festín nocturno. En la llanura
se improvisó una carrera de caballos, y danzas en las cuales
el adolescente bitinio participó con una gracia fogosa;
algo después, junto a la última hoguera, cantó
con su hermosa cabeza echada hacia atrás. Amo tenderme
junto a los muertos para medirme a mí mismo; aquella noche
comparé mi vida con la del gran gozador envejecido, que
cayera acribillado de flechas en aquel lugar, defendido por un
joven amigo y llorado por una cortesana ateniense. Mi juventud
no había pretendido los prestigios de la de Alcibíades,
pero mi diversidad igualaba o superaba la suya. Yo había
gozado tanto como él, reflexionado más, trabajado
mucho más; como él, tenía la extraña
felicidad de ser amado. Alcibíades lo ha seducido todo,
hasta la Historia, y sin embargo deja tras él los montones
de muertos atenienses abandonados en las canteras de Siracusa,
una patria tambaleante, los dioses de las encrucijadas tontamente
mutilados por su mano. Yo había gobernado un mundo infinitamente
más vasto que aquel donde viviera el ateniense; había
mantenido la paz en él aparejándolo como a un bello
navío para un viaje que durará siglos, había
luchado lo mejor posible para favorecer el sentido de lo divino
en el hombre, sin sacrificar lo humano. Mi felicidad era una retribución.
Roma estaba ahí. Pero ya no me veía forzado a contemporizar,
a dar seguridades, a complacer. La obra del principado se imponía;
las puertas del templo de Jano, que se abren en tiempo de guerra,
seguían cerradas. Las intenciones daban su fruto; la prosperidad
de las provincias refluía sobre la metrópolis. Acepté
por fin el título de Padre de la Patria que me había
sido propuesto en la época de mi advenimiento.
Plotina había muerto. Durante una estadía anterior
en la capital, había visto por última vez a aquella
mujer que sonreía fatigada y que la nomenclatura oficial
me asignaba por madre, aunque era mucho más que eso: mi
única amiga. Esta vez sólo encontré de ella
una pequeña urna depositada bajo la Columna Trajana. Asistí
en persona a las ceremonias de la apoteosis; contrariando los
usos imperiales, llevé luto durante nueve días.
Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde
hacía muchos años prescindía de la presencia.
La emperatriz seguía siendo lo que siempre había
sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual
estaba unido el mío.
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término.
El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón
que aún duraban en él, había sido adornado,
en reemplazo de la imagen de aquel emperador con una efigie colosal
del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba
terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento
de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había
desplegado con pésimo gusto un lujo mal adquirido. Roma,
Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera
vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría.
Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría
así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma
pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría
a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente,
consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían
como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente
variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones
no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba
la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón.
Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos
baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa,
el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más
que un pórtico y la placa de mármol conteniendo
una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente
reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba
que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento.
En cambio me agradaba que una inscripción, de más
de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos
del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aun allí
donde innovaba quería sentirme ante todo un continuador.
Más allá de Trajano y de Nerva, convertidos oficialmente
en mi padre y mi abuelo, me vinculaba con aquellos doce césares
tan maltratados por Suetonio; la lucidez y no la dureza de Tiberio,
la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido artístico
y no la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no
la insipidez de Tito, la economía y no la ridícula
tacañería de Vespasiano, eran otros tantos ejemplos
que me proponía a mí mismo. Aquellos príncipes
habían desempeñado su papel en los negocios humanos;
ahora me incumbía a mí elegir de entre sus actos
aquellos que importaba continuar, consolidando los mejores, corrigiendo
los peores, hasta el día en que otros hombres, más
o menos calificados pero igualmente responsables, se encargaran
de hacer otro tanto con los míos.
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie
de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos
públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro
elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección
aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado
de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo.
La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento
de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del
año ochocientos ochenta y dos de la fundación de
la ciudad. Jamás la primavera romana había sido
más dulce, más violenta, más azul. El mismo
día, con una solemnidad más recogida como en sordina,
tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria.
Había yo corregido personalmente los planes excesivamente
tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes
griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había
remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos
primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la
antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos
los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera
estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego
eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también
la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los
más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio
practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava
dura y liviana que parecía participar todavía del
movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por
un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto
y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las horas
girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido
por artesanos griegos; el disco del día reposaría
allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría
un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda
hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta
fue para mí una de esas horas a las que todo converge.
De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi
lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían
mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias.
Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor
fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas
bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban;
la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara
penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador
del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi
mujer, también presente, acababa de recibir el título
de emperatriz.
Hacía ya largo tiempo que prefería las fábulas
sobre los amores y las querellas de los dioses a los torpes comentarios
de los filósofos acerca de la naturaleza divina; aceptaba
ser la imagen terrestre de Júpiter en la medida en que
éste es hombre, sostén del mundo, justicia encarnada,
orden de las cosas, amante de los Ganimedes y las Europas, esposo
negligente de la acerba Juno. Mi espíritu, dispuesto ese
día a verlo todo a plena luz, comparaba a la emperatriz
con aquella diosa en cuyo honor, durante una reciente visita a
Argos, había consagrado un pavo real de oro ornado de piedras
preciosas. Hubiera podido divorciarme para quedar libre de aquella
mujer a quien no amaba; como simple ciudadano, no habría
vacilado en hacerlo. Pero me incomodaba poco, y nada en su conducta
justificaba un insulto tan público. Siendo joven esposa
la habían ofuscado mis desvíos, pero un poco como
a su tío lo irritaban mis deudas. Ahora asistía,
sin aparentar darse cuenta, a las manifestaciones de una pasión
que se anunciaba duradera. Como muchas mujeres poco sensibles
al amor, no comprendía bien su poder; su ignorancia excluía
a la vez la indulgencia y los celos. Sólo se hubiera inquietado
en caso de que sus títulos o su seguridad se vieran amenazados,
lo que no era el caso. Ya no le quedaba nada de la gracia de adolescente
que antaño me hubiera interesado por un momento; aquella
española prematuramente envejecida se mostraba grave y
dura. Agradecía a su frialdad que no hubiera tomado un
amante; me complacía que llevara dignamente sus velos de
matrona, que eran casi velos de viuda. Me gustaba que en las monedas
romanas figurara un perfil de emperatriz, llevando en el reverso
una inscripción dedicada al Pudor o a la Tranquilidad.
Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de
las fiestas de Eleusis, tiene lugar entre la gran sacerdotisa
y el hierofante, matrimonio que no es una unión, ni siquiera
un contacto, pero sí un rito, y como tal sagrado.
La noche que siguió a estas celebraciones vi arder a Roma
desde lo alto de una terraza. Aquellos fuegos jubilosos reemplazaban
los incendios ordenados por Nerón y eran casi tan terribles.
Roma, crisol, pero también la hoguera y el metal hirviente;
martillo, pero también el yunque, prueba visible de los
cambios y de los recomienzos de la historia; Roma, uno de los
lugares del mundo donde el hombre ha vivido más tumultuosamente.
La consagración de Troya, de donde había escapado
un hombre llevando a su anciano padre, su joven hijo y sus Lares,
culminaba aquella noche en esas altas llamaradas de fiesta. Pensaba
también, con una especie de terror sagrado, en los incendios
del futuro. Esos millones de vidas pasadas, presentes y futuras,
esos edificios recientes nacidos de edificios antiguos y seguidos
de edificios por nacer, parecían sucederse como olas en
el tiempo; el azar hacía que aquellas olas vinieran esa
noche a romper a mis pies. Nada he de decir sobre esos momentos
de delirio en que la púrpura imperial, la tela santa que
tan pocas veces aceptaba vestir, fue puesta en los hombros de
la criatura que se convertía en mi Genio; sí, me
convenía oponer ese rojo profundo al oro pálido
de una nuca, pero sobre todo obligar a mi Dicha, a mi Fortuna,
entidades inciertas y vagas, a que se encarnaran en esa forma
tan terrestre, a que adquirieran el calor y el peso tranquilizador
de la carne. Los espesos muros del Palatino, donde vivía
poco pero que acababa de hacer reconstruir, oscilaban como los
flancos de una barca; las colgaduras, apartadas para dejar entrar
la noche romana, eran las de un pabellón de popa; los gritos
de la muchedumbre sonaban como el ruido del viento en el cordaje.
El enorme escollo que se percibía a lo lejos en la sombra,
los cimientos gigantescos de mi tumba que empezaba a alzarse al
borde del Tíber, no me inspiraban ni terror, ni nostalgia,
ni vana meditación sobre la brevedad de la vida.
La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años,
el paso del tiempo se marcaba en los progresos de una juventud
que se formaba, dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz,
grave, se habituaba a gritar órdenes a los pilotos y a
los monteros; el corredor corría más lejos, las
piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura;
el escolar que en Claudiópolis había aprendido de
memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la
poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con
ciertos pasajes de Platón. El joven pastor se convertía
en un joven príncipe. No era ya el niño diligente
que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el
cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante conocía
ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las cacerías
organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había
complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas
o preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de
los orientales, los espesos hocicos de los monteros bárbaros,
obligando al bienamado a desempeñar el difícil papel
de amigo. En Roma, las intrigas se habían anudado en torno
a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su influencia
o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único
dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia
que falta en los más probados; había sabido desdeñarlo
o ignorarlo todo. Pero su hermosa boca había asumido un
amargo pliegue que los escultores advertían.
Traducción de Julio Cortáza