Octubre-diciembre 2003, Nueva época No. 70-72 Xalapa • Veracruz • México
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Palladas (siglo V de nuestra era)
Marguerite Yourcenar

 

Nacido en Alejandría hacia fines del siglo IV, Palladas es una curiosa figura de esta época crepuscular que asistió al fin del mundo antiguo y al triunfo del cristianismo. De los ciento cincuenta epigramas que de él se conservan en la Antología Palatina, las tres cuartas partes revisten poco interés o sólo interesan como retrato del pintor. El resto divierte, sorprende, conmueve.
Como la mayoría de los letrados de su época, era pagano, y todas sus fibras se adherían a la cultura antigua y en consecuencia a los dioses de Homero. Enseñaba letras en Alejandría, y tuvo ciertos éxitos en su oficio pues recibió el agradecimiento del gramático Positheus, quien le daba empleo. Falto de pecunio, lo vemos “vendiendo Calímaco y Píndaro” para dar de comer a su mujer, a la cual no quería, y sostener así su indigente pareja. En alguna parte, nos confía que estaba cansado de las cóleras conyugales, y que también estaba cansado de aburrir a lo largo de todo el año a sus estudiantes con “la cólera de Aquiles”, ese primer canto de la Ilíada de donde los antiguos extraían sus ejemplos y deducían sus reglas gramaticales.
Este pobre diablo tenía defectos de pobre diablo; este palurdo tenía defectos de rústico. Las suyas eran pesadas alegrías de maestro de escuela: una avidez parásita para las cenas en la ciudad; recriminaciones cuando advertía que no se habían servido grandes vinos en la mesa en que él está o bien que la carne es de menor calidad de lo que la buena platería hubiere hecho creer. Por otra parte, este pequeño burgués de Alejandría todavía es capaz de disfrutar de las migajas de lujo intelectual de una gran civilización que está concluyendo. Va a ver al teatro las piezas clásicas o las pantomimas, y disfruta del agrio placer de burlarse de los actores.
El noble epigrama que nos lo muestra asistiendo al curso de Hypathia, célebre matemática y filósofa, linchada en las calles de Alejandría por el populacho cristiano, se remonta sin duda a sus años de estudio; escrito luego del asesinato de esta mujer ilustre, se confunden en su redacción la amargura y el horror.
Por otra parte, este griego que asistió a la persecución de los paganos por Teodosio, luego a la prohibición del culto pagano por Arcadio, registra este cambio de régimen del mismo modo que la mayoría de sus contemporáneos ven los hechos a través de su pequeño lado anecdótico y de anotaciones aparentemente fútiles, alternando en su caso breves poemas (navrés) inquietantes de los cuales se tratará más adelante, tiene bromas que se sienten acompañadas de una amarga mueca sobre los dioses de bronce a los que se manda a la fuente o a los que se disfraza de santos cristianos, o bien sobre una prostituta que si no puede jurar ya sobre los doce dioses del Olimpo jurará sobre los doce Apóstoles. Odia a los monjes del desierto, falsos “solitarios” cuyas bandas armadas descendían sobre Alejandría, amotinando a la canalla; detesta, como sin duda nosotros lo hubiésemos hecho en su lugar, el dogmatismo agresivo que para los no cristianos era el aspecto más inmediato de la nueva doctrina. Sus versos sobre “los griegos”, es decir sobre los paganos (y que la misma palabra hubiese significado las dos cosas ya es toda una indicación), sobreviviendo con estupor en un mundo donde todo lo que apreciaban parecía muerto, son una de las más amargas certificaciones que tengamos de un fin de mundo.
De la misma manera en que las pequeñas tareas personales de Palladas pasan a un segundo plano (al menos para nosotros) comparadas con esa tragicomedia de una sociedad y de una religión que cambia, de esa misma manera la amenaza en presencia de una civilización moribunda se subordina en él al sentido desesperado de toda condición humana. Es cierto que la ausencia de ilusiones fue siempre una virtud griega: no definiremos con mayor fuerza que Solón o Theognis el doble horror de vivir o de morir, pero para ellos, la vida era tan noble como atroz. La lealtad y la indignidad de nuestro hábitat carnal, por el contrario, obsesionaban casi patológicamente a Palladas. A decir verdad, cosa nueva entre poetas, ese asco se conocía entre los filósofos: los cínicos y los estoicos ya habían dicho todo eso. Sobre todo, lo habían dicho para exhortar y exaltar en contraste al alma humana. Palladas está menos seguro que ellos de los recursos del hombre. Sin embargo, no piensa al revés de los monjes a los cuales persigue con sus chillidos, pero a los cuales se asemeja por su desprecio de la carne, a huir en el desierto de un mundo entregado al mal.
Los grandes sueños neoplatónicos o herméticos que en aquel momento consolaban a lo mejor del pensamiento pagano, no son tampoco para él. Esta falta de entusiasmo contribuye a hacerlo el honrado testigo de una noche negra.
Los versos de este maestro de escuela Alejandrina prefiguran a veces los soliloquios descorazonados del Hamlet de Shakespeare, la ácida sátira de Swift, la ensoñación desolada de Baudelaire. En esos momentos es un gran poeta.

Traducción de Adolfo Castañón
¿Para qué la pompa y los arreos?
Desnudo nací, desnudo moriré.

Anth. Pal., X, 53.


La muerte es el matadero; el rebaño lamentable
Somos nosotros, y el universo solo es nuestro establo.

Anth. Pal., X, 85.


Para la matemática Hypathia

Hypathia, oh, gran alma, adepta del saber que viene
(de lo alto,
en estos momentos en que tu voz grave y clara,
nos demuestra los cielos y su divino movimiento,
yo me maravillo, oh virgen sabia, y creo ver
brillando en el fondo de la noche a la otra Virgen,
(a la estelar.

Anth. Pal., IX, 400.


La pobreza del letrado

Así, igual que cualquier otro, mantengo
hijos, una mujer, un esclavo que sirve para todo,
un perro, algunos pollos... Créeme, hermano, que
(los ladrones
de platos están muy poco tentados de devorar mis
(bienes.

Anth. Pal., X, 86.


Dos bromas al salir del teatro

I

A un mal actor

“Masacras mis versos que nadie viene a defender
¿qué mal te hice?”, dice tristemente Menandro.

Anth. Pal., XI, 263.

II

A un mal actor de pantomima

Cuando es Niobe, es pesado como el mármol.
Y en Dafne, es tan rígido como un árbol.

Anth. Pal., XI, 255.
Las dos alegrías del matrimonio

El matrimonio sólo tiene dos alegrías exquisitas:
La boda, y cuando el viudo conduce el entierro.

Anth. Pal., XI, 381.


Tres poemas sobre la muerte
de los dioses griegos

I

Acerca de Hércules

Vi a Hércules en sueños. “¡Ah”, le dije, “has caído
Y tus honores!” —Bah, aprende que incluso un dios
Se las arregla como puede en este siglo mal parido.

Anth. Pal., IX, 441.

II

Acerca de un Eros de bronce
que se transformó en estufa para freír

Un herrero hizo del hermoso Eros una estufa:
¡Sea! pues Eros nos fríe y funde nuestra médula.

Anth. Pal., IX, 773.
III

Los dioses se camuflan de santos

Con Marina, los dioses antiguos permanecen de pie,
Cristianos, salvados del mortero que todo lo depura.

Anth. Pal., IX, 528.


Contra los monjes del desierto

“¿Qué es esa banda?” —Pues bien, solitarios
—¿Cómo? ¿Por millares? Buenos dioses, las palabras se alteran.
Anth. Pal., XI, 384.


Probablemente escrito bajo la persecución de los paganos bajo Teodosio

Los dioses están cansados de nosotros, de nosotros
(los griegos, y todo se hunde
Cada día un poco más. Como es mujer y diosa, la
(murmuración nos engaña
Cuando, al perturbar el alma, algún ruido espantoso
(está sin duda en todas las bocas
Es verdad. Espérate a ver los días que siguen.
Pero el peor, el que viene, vendrá sin ser anunciado.

Anth. Pal., X, 89.


El largo llanto

Nací entre lágrimas; moriré entre lágrimas
Y la vida entre ambos fue un torrente de alarmas:
Pobre raza disuelta;
Pobre raza que fluye como una cascada de lágrimas...

Anth. Pal., X, 84.


El triste juego

¡Recuerda el juego turbio que te ha producido a ti,
Obra de un sobresalto y de una triste gota!
“Hijos del cielo estrellado”, “divino”, estás reducido por ese
Sueño inmortal bajo la bóveda celeste,
¿Ese sueño de Platón? Vuelve a ti mismo, y duda.
Mira de más cerca. Una flema disuelta en la carne
(húmeda
En una lasciva deducción. Eso es todo.
Hijo de la sabana húmeda y de la dedosa medianoche...

Anth. Pal., X, 45.


El teatro del mundo

¿Nuestra vida? Un espectáculo. Aprende, entonces, mi
(viejo hermano
A realizar la farsa con hilaridad o, por el contrario,
A vivir, como héroe trágico y hasta el desenlace en
(pleno peligro,
En plena desgracia, en pleno tormento.

Anth. Pal., X, 72.


El tiempo y el instante

Nacemos todos cada mañana en el alba gris,
Sobreviviendo a nuestros ayeres y al pasado difunto.
No digas: “Yo he vivido mucho...” ¡Vano engaño!
De tantos días pasados, no te queda ninguno.
Tu vida o, mejor, lo que de ella te queda, parte de aquí.
Lo que precede es detritus, tizón ennegrecido.

Anth. Pal., X, 79.


La ola del tiempo

¡Oh, suerte del hombre! Inexorable tiempo
Dormimos, comemos, tristes o contentos,
Trabajando duro o haciendo aspavientos en la orilla:
El oleaje se hincha tras de nosotros y nos sumerge.

Anth. Pal., X, 81.


La vida y el aliento

Vemos al sol y respiramos el aire
Pues nuestra vida, así subsiste, oh, pobres hombres,
Y recibimos el ser, pues somos órganos,
Gracias a ese va y viene de un aliento frágil
Por nuestras narices, absorbemos este puro éter.
Pero en cuanto una mano aprieta por un momento
El istmo de la carne. El cuello, estrecho conducto,
Este aliento vivo se interrumpe, y nos sofocamos
Vacíos de viento.
Nadas hechas de un poco de aire en un jadeo de
(arcilla...

Anth. Pal., X, 75.


Los últimos griegos

¿Estamos muertos, nosotros los griegos, en una
(sombra profunda,
Vamos arrastrados, creyendo vivir y flotando en un
(sueño?
¿O bien somos los únicos vivos, cuando todo se hunde,
En el abismo y la vida está muerta y muerto el
(mundo?

Anth. Pal., X, 82.

Traducción de Adolfo Castañón sobre las versiones directas de Marguerite Yourcenar