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Horrar
y Bapán
1905-1921
Y
siguió hablando de sí mismo,
sin comprender que el tema no era tan interesante para los demás
como para él.
Tolstói, Los cosacos
1.
El horóscopo
Desde los comienzos de la civilización el hombre ha creído
que la ubicación de los cuerpos celestes en el momento de
su nacimiento ejercía cierta influencia sobre su destino
ulterior. Cierto día, en 1946, se me ocurrió que también
la disposición de los acontecimientos terrenales en ese mismo
momento podía tener algún significado y decidí
trazar mi horóscopo secular. La idea no es tan rebuscada
como podría parecer a primera vista. La astrología
se basa en la creencia de que el hombre depende de las circunstancias
cósmicas que lo rodean; Marx sostenía que es un producto
de las circunstancias sociales. Creo que ambas proposiciones son
válidas; de aquí surge la idea del horóscopo
secular. Supongo que el motivo de que esta idea no se le haya ocurrido
nunca a la gente es que, hasta la invención relativamente
reciente del diario, no poseían métodos exactos para
descubrir qué sucedía en este mundo en el momento
de su nacimiento; en cambio, poseían realmente los medios
para saber con considerable exactitud lo que había sucedido
en los cielos. Evidentemente, esto se debe a la inmensa confianza
que inspiran los cuerpos celestes, comparados con los cuerpos humanos;
uno puede calcular con una exactitud de una fracción de grado
dónde se encontrará Sirio dentro de un millón
de años, pero no puede predecir la posición espacial
de su cocinera dentro de cinco minutos.
El procedimiento para trazar el horóscopo secular es muy
simple. Lo único que tuve que hacer fue acudir a las oficinas
de The Times, en Printing House Square, Londres, y pedir que me
mostraran el ejemplar del día siguiente a mi nacimiento,
hecho que ocurrió el 5 de septiembre de 1905, aproximadamente
a las tres y media de la tarde. Después de un rato, me trajeron
un pesado volumen que contenía todos los números aparecidos
en agosto y septiembre de 1905. Pusieron a mi disposición
una salita de lectura, provista de escritorio, sillón, tintero
y secante; allí, en cómoda reclusión, me instalé
y comencé a volver las páginas levemente amarillentas
del voluminoso tomo. Hasta esa tranquila habitación, por
la ventana que daba al Támesis, llegaba el débil sonido
del pito de un remolcador, que gemía su nostalgia del mar.
Sentí el agradable y suave deleite del minero que se abre
un túnel hacia el pasado, matizado por la emoción
más intensa del astrólogo que calcula las órbitas
del destino de un cliente importante.
Para prolongar el placer empecé por la periferia, por así
decir, del campo de fuerzas existente en el momento de mi nacimiento;
es decir, por los avisos. Sugestivamente, el primero que me llamó
la atención se refería a la máquina literaria,
utilizada por S. M. el Rey, y calificada de deliciosamente cómoda;
precio de venta, desde diecisiete chelines y medio. Sin embargo,
la máquina resultó una decepción, porque sólo
era un dispositivo «para sostener un libro en cualquier posición
sobre un sillón, una cama o un sofá».
Dediqué luego mi atención a la sección diversiones
y descubrí que en el Crystal Palace tenía lugar una
Exposición Colonial e Hindú, incluyendo «Exhibiciones
de Guerreros Nativos a las 2 y 30, 4 y 30 y 6 de la tarde»;
se anunciaba un Café Chantant para las 4 y las 8 de la tarde,
y también una Exhibición Nacional de Fuegos Artificiales;
no con el fin de celebrar mi nacimiento, sino en honor de la visita
de la Flota Francesa a Spithead.
La mayor parte de la sección avisos clasificados estaba dedicada
a una variedad de carruajes, tales como victorias, landós,
broughams y volantas; a los frenos, las guarniciones y las monturas;
y especialmente a una multitud de caballos de todo color, edad y
carácter, incluyendo un par de caballos bayos de quince palmos,
de tiro liviano, ambos garantizados sanos, «valiosos para
una persona tímida o nerviosa», ofrecidos, con un plazo
de prueba de catorce días, al interesante precio de 150 guineas.
Los automóviles apenas estaban representados y su única
y tímida aparición en la columna «Miscelánea»
no parecía muy alentadora: «Un caballero, Poseedor
de un Automóvil Daimler 28-36», anunciaba que le encantaría
alquilar el mismocon Servicio Personalpor día,
por semana o por mes, dentro del país o en el extranjero.»
Evidentemente, debía de haberse cansado muy pronto de su
aparato. Esto parecía perdonable, considerando que el mismo
día había sido designada una Comisión Real
de Automóviles, encabezada por el vizconde Selby, para investigar
e informar, entre otros problemas, sobre «los daños
al parecer causados a los Caminos por los Automóviles».
El caballero del Daimler era el único elemento perturbador
en esa cabalgata de monturas, caballos y victorias de la sección
avisos clasificados. Hacía tantos años que la tinta
de la imprenta se había secado, que ya no olía a su
sustancia sino a su significado: a cuero fresco y al sudor de los
flancos de los caballos; con una ráfaga de lavanda, representada
por la «Señorita Smallwood, de The Leas, Great Malvern»,
que «deseaba ansiosamente obtener pedidos de pañuelos
con iniciales bordadas, ya que varias Damas de su Relación
se ganan la vida mediante este tipo de labores». Pasé
a la columna de «Pedidos de Empleo», donde encontré
una desconcertante cantidad de Damas que recomendaban Efusivamente
a sus Cocheros, cuyos Caracteres y Condiciones aparecían
casi siempre calificados de Excelentes. Esto me predispuso a la
meditación, pero nuevamente me trajo a la sobria realidad
el joven Comerciante Alemán que, poseyendo un Sólido
Conocimiento de los Rudimentos del Idioma Inglés, buscaba
empleo en una buena empresa Inglesa, como Empleado Honorario. Tal
vez era Herr von Ribbentrop, ¿quién sabe?
Hasta aquí, mi horóscopo no me había dicho
gran cosa. Volviendo a las páginas centrales, descubrí
que en el momento en que yo nacía, el emperador y la emperatriz
de Alemania asistían al desfile de otoño de la Brigada
de Guardias, en Tempelhof; que el rey Eduardo había ofrecido
una cena en el Kursaal de Marienbad, en Bohemia, a veintinueve invitados,
incluyendo la princesa Murat, la duquesa Adelina de Bedford y la
marquesa de Ganay; que el brote de cólera en Prusia había
dejado un saldo de veinticuatro muertos durante las últimas
veinticuatro horas; que dieciséis casos de peste habían
ocurrido en Zanzíbar, y que el inglés capturado por
los bandidos en Macedonia, el señor Philip Mills, empleado
de la «Compañía de Tabacos Monastir»,
seguía aún vivo y todavía en manos de sus raptores.
Una Violenta Tormenta en el Lago Superior había causado la
muerte de veinte marineros; el príncipe Enrique de Prusia
había almorzado con el almirante Winsloe, comandante de la
División de Destructores de la Flota del Canal, en viaje
por el Báltico; el Congreso de Sindicatos había reanudado
sus sesiones en Hanley, donde el presidente del mismo, señor
J. Sexton (Obreros Portuarios Nacionales, Liverpool), había
urgido la necesidad de abolir el monopolio y los terratenientes.
En el extranjero, Le Temps de París, comentando la insurrección
de Marruecos y las complicaciones franco-germanas a que daría
lugar, había dicho, según se citaba: «Para emplear
una expresión que no puede dejar de ser bien recibida en
Alemania, haremos que el Maghzen sienta el peso de nuestro puño
de hierro, hasta que se decida a reconocer nuestros derechos
»
«¡Fuego, fuego!», me dije. «Esto ya es significativo.
Marte entra en la Segunda Casa.» Y en efecto, los artículos
siguientes tañían ciertas cuerdas cuyas vibraciones
me acompañarían durante muchos años:
Lucha enconada en el Cáucaso
Tifilis, 5 de septiembre de 1905
Las noticias de Bakú empeoran constantemente. La Ciudad Negra
está en llamas, y han estallado innumerables incendios en
otros lugares, Las tropas se desempeñan con el máximo
vigor; pero hasta ahora no han conseguido restablecer el orden
La revolución rusa de 1905 empezaba a marcar el paso. Los
sucesos de Bakú, ocurridos el día mismo de mi nacimiento,
fueron el preludio de la primera huelga general de la historia moderna.
La actividad revolucionaria de los terroristas socialistas era contrarrestada
por la actividad contrarrevolucionaria de los terroristas patrióticos.
Estos últimos, conocidos con el nombre de los Cien Negros,
con el apoyo de la policía y del gobierno, suscitaban programas
antisemitas para desviar el descontento popular.
Disturbios en Kichinev
Kichinev, 5 de septiembre de 1905.
Una pobre mujer asesinada por los revoltosos fue enterrada hoy en
esta ciudad; asistieron a sus exequias obreros judíos y rusos.
De pronto se oyeron tiros, y un grupo de policías y dragones
con las espadas desenvainadas apareció y embistió
a la procesión, hiriendo a numerosos asistentes. En medio
de la confusión, el ataúd cayó en la calle
y fue retirado por algunos simpatizantes. El coronel que comanda
la gendarmería se negó a dar ninguna explicación
del incidente
En toda la ciudad prevalece intensa alarma.
Todavía no se puede estimar el número total de muertos
y heridos.
Me parecía oír el afinar de la orquesta, momentos
antes de que el director alce la batuta. Mi horóscopo comenzaba
a adquirir forma. Y se definió completamente cuando empecé
a leer el editorial del día. Se refería a un acontecimiento
que había tenido lugar el 5 de septiembre, a las 3:47 de
la tarde, la hora misma de mi nacimiento; según el autor
del editorial, representaba:
un acontecimiento de suprema importancia, no sólo
dentro de la historia política del mundo, sino dentro del
interminable proceso moral e intelectual que toscamente denominamos
civilización; un hecho de importancia inestimable.
Predecir con alguna exactitud las consecuencias de una revolución
tan grande queda fuera de las posibilidades humanas. Lo único
que podemos hacer es tomar nota de ella, e indicar una o dos de
las direcciones en que tenderá quizá a moldear el
pensamiento y el carácter del mundo... El gran objetivo de
todo este entrenamiento ha sido la subordinación del individuo
a la familia, a la tribu, y al Estado. Enseña que el hombre
no vive solamente para sí, ni siquiera esencialmente para
sí. Su obligación primera es su obligación
colectiva hacia los diferentes grupos sociales en que ha nacido.
Desde la infancia, es continua y cuidadosamente adiestrado en la
consecución de esta finalidad. No sólo se le enseña
a dominar sus actos y sus expresiones, sino también sus mismos
pensamientos, sentimientos e impulsos, de acuerdo con los fines
preestablecidos por el deber. Mucho puede aprender el Occidente
de esta casi monástica disciplina del carácter, y
algo también debe aprender a evitar
El acontecimiento mencionado era la firma del Tratado de Paz en
Portsmouth, New Hampshire, entre Su Majestad el Autócrata
de todas las Rusias y su Majestad el Emperador del Japón.
Los rapsódicos elogios del editorialista de The Times se
referían al entrenamiento de los victoriosos japoneses, con
el que se lograba «la subordinación del individuo a
la tribu y al Estado». Ésa era la lección que,
según él, debía aprender el Occidente, con
su excesivo individualismo, de la «monástica disciplina
del primer estado totalitario moderno, que emergía triunfante
de su oscuridad asiática en medio del escenario político».
El reloj que había marcado la hora de mi nacimiento también
anunciaba el fin de la era del liberalismo y del individualismo,
de esa civilización de dura competencia y sin embargo de
facilidades, que había logrado conciliar, gracias a un insólito
contrato, amable y cruel, el eslogan de la «supervivencia
de los más aptos» con el de «laissez faire, laissez
aller».
Si en el horóscopo secular los acontecimientos políticos
corresponden a las constelaciones planetarias, los astros fijos
estarían representados por aquellos hombres que, de una manera
más lenta y más duradera, dan forma a los caracteres
de su época. De ese modo, para completar el cuadro, debería
mencionar que en el mismo año y mes de mi nacimiento, el
examinador de patentes de la Oficina de Patentes de Berna, Suiza,
publicó un ensayo, Sobre la electrodinámica de los
cuerpos en movimiento, firmado por Albert Einstein; que también
en el mismo año, Sigmund Freud publicó sus Tres conferencias
sobre la teoría de la sexualidad; Wells, Kipps y Una utopía
moderna; Thomas Mann, Koenigliche Hoheit, y Tolstói, Algunas
palabras sobre el cuento de Chéjov «Querido»;
que La Grande Revue de París motejaba de «inefablemente
ridículas» las obras del aduanero Rousseau, de Cézanne,
de Matisse, y de las demás «Bestias Feroces»
que exponían en el Salón de Otoño, y Picasso
vendía sus dibujos al marchant Soulier por veinte francos
cada uno.
Como para completar el horóscopo, también aparecía
en el número de The Times dedicado a mi nacimiento una carta
escrita por un caballero que firmaba «Vidi» aunque
«Jeremías» habría sido igualmente apropiado»,
que inter alia decía:
Resulta hoy desalentador ver que nadie ha aprendido la lección
de dicha ordalía [la guerra de los Boers], que casi nadie
presta atención al toque de peligro, y que todas las clases
sociales de la nación se dedican a satisfacer una pasión
muy poco inglesa por el lujo y las emociones. Las ideas amplias
parecen prohibidas y el huero ingenio exaltado; las responsabilidades,
ignoradas; el humor preponderante es una egoísta confianza
en la Providencia; y el espíritu dominante (triste homenaje
a Carlyle) se deja ver hasta en las calles, donde las mujeres de
cualquier clase social se visten de noche a las diez de la mañana,
como si la vida fuera un perpetuo garden party. Las exageraciones
del deporte, tan acerbamente criticadas por el señor Kipling,
son más evidentes que nunca, y los estragos de las diversas
formas del alcoholismo no disminuyen de intensidad
Cuando cerré el enorme y negro volumen y salí de la
oficina de Printing House Square pensé que mi horóscopo
secular me había proporcionado tanta información sobre
el campo de fuerzas de mi nacimiento como podían proporcionarme
jamás las estrellas, y también sobre las influencias
que formarían mi carácter y mi destino. Sin embargo,
a veces me parece que decir esto es una blasfemia, y que el astrólogo
medieval, ese payaso profético con su sombrero negro y puntiagudo
y su manto bordado de seda vislumbraba la esencia del destino del
hombre más certeramente que los políticos y los psiquiatras
de hoy. Pero por supuesto, también este sentimiento puede
ser una consecuencia de las influencias de mi horóscopo;
una consecuencia del hecho de que yo naciera en el momento en que
se ponía el sol de la Era de la Razón.
2.
La saga de los Koestler
El árbol genealógico de los Koestler se inicia con
mi abuelo Leopold y termina conmigo.
Leopold X huyó de Rusia durante la guerra de Crimea, a través
de los Cárpatos, y llegó a Hungría. Tengo que
llamarlo «X» porque Koestler no era su verdadero apellido;
nunca lo reveló a nadie, ni siquiera a sus hijos. Lo único
que se sabe de él es que llegó a la excelente ciudad
de Miskolcz, en Hungría, en algún momento de la década
de 1860, y que de algún modo adoptó allí el
nombre de Koestler, Kostler, Kestler o Kesztler, ya que bajo esas
formas figura en diversos documentos.
Por qué huyó de Rusia, no se sabe. Tal vez fuera desertor
del ejército, o tal vez se viera complicado en el movimiento
social-revolucionario, o quizá, después de todo, haya
cometido un crimen. Naturalmente, prefiero creer que era un revolucionario
socialista.
Murió en 1911, cuando yo tenía seis años. Lo
recuerdo como a un patriarca alto y amable, de larga barba blanca,
siempre de levita; en efecto, todavía veo su ademán
característico de levantar y separar los faldones negros
de la levita antes de sentarse en la mecedora.
Fuera de esto, mi único recuerdo de Leopold X se relaciona
con un sándwich de jamón. En las mañanas de
sol, solía llevarme a pasear por una de las bonitas avenidas
de Budapest, bordeada de castaños, llamada Városligeti
fasor, que significa literalmente «La fila de árboles
del parque de la ciudad». En una callejuela que daba a esta
avenida había una salchichería y allí el anciano
me compraba siempre un delicioso sándwich de jamón;
pero nunca se compraba uno para él. Un día le pregunté
por qué y me explicó: «Quedaría mal que
yo comiera jamón, pero no está mal que lo comas tú.
Yo me crié entre prejuicios.» Esta declaración
perduró en mi memoria, en general a causa de su naturaleza
desconcertante, y en particular porque la palabra «prejuicio»
me era desconocida en esa época. Mi madre me explicó
más tarde su significado. Leopold X se había criado
dentro del estricto cumplimiento de la ley mosaica, que prohíbe
comer carne de cerdo; y aunque permitía a su hijo y a su
nieto una libertad completa en cuestiones de religión, se
atenía personalmente a la tradición, refiriéndose
a la misma, con cortés ironía, como a un «prejuicio».
Era una actitud que combinaba el respeto hacia la tradición
con la tolerancia ilustrada; después de todo, debe de haber
sido un revolucionario socialista.
Antes de despedirnos del amable y oscuro Leopold debería
mencionar brevemente su ambiente social y su estado financiero.
Una serie de pruebas indirectas sugieren que la familia de X, en
Rusia, pertenecía a la burguesía acomodada. Los elementos
de prueba son, en primer término, ciertos paquetes con sellos
de correo extranjeros que Leopold recibía muy de vez en cuando.
Estos paquetes no eran traídos a casa por el cartero; Leopold
iba a buscarlos personalmente a la oficina de correos y los abría
a solas en su habitación; al parecer, contenían regalos
diversos de carácter memorable, como bufandas de seda, bordados
y artículos similares. En segundo lugar, está la famosa
frase de Leopold, pronunciada en la única ocasión
en que habló con mi madre de su propia familia. Esto ocurrió
mientras mi madre le mostraba un vestido nuevo de fiesta, que probablemente
le suscitó algún lejano recuerdo, porque dijo melancólicamente:
«Querida, mi madre tenía un vestido de fiesta hecho
con una seda tan pesada, y tan ricamente bordado con hilo de oro,
que no necesitaba colgarlo de una percha, porque se quedaba parado,
sin perder su forma.» Pero como el vestido en cuestión
debía de datar de la época de la crinolina, la prueba
no es concluyente. Pero en tercer y último lugar, su manera
de levantarse los faldones de la levita antes de sentarse revelaba
sin lugar a dudas la influencia de un medio de origen perfectamente
asimilado a las mecedoras y demás comodidades de la vida
civilizada.
Fuera como fuese, mi abuelo parece haber prosperado durante algún
tiempo después de su establecimiento en la ciudad de Miskolcz.
Se casó con la hija del dueño de un aserradero, o
con la hija de un juez en cierto modo relacionado con un aserradero,
no recuerdo exactamente; de todos modos, dirigió un aserradero
hasta que éste se incendió y mi abuelo se arruinó.
La mina, como se verá, es endémica en mi familia,
y cada vez que ocurre, se convierte en una inesperada bendición.
En este primer caso indujo a Leopold a emigrar, con su mujer y cuatro
criaturas de corta edad, de la provinciana ciudad de Miskolcz a
la metropolitana Budapest.
En Budapest, durante la infancia de mi padre, la familia vivió
exactamente en la frontera entre la clase burguesa pobre y la clase
obrera. Leopold no volvió nunca a levantar cabeza. Sólo
pudo dar a sus hijos la educación que la monarquía
austro-húngara ofrecía a los pobres en las décadas
del setenta y del ochenta. Sus dos hijas, mis tías Jenny
y Betty, se casaron apresuradamente, una con un mensajero de banco,
la otra con un aprendiz de imprenta. Su hijo mayor, el tío
Jonas, llegó a ser empleado de contaduría y siguió
siéndolo hasta el final de sus días. Su hijo menor,
Henrik, que en el momento apropiado llegaría a ser mi padre,
inició su carrera como recadero de un pañero.
La fortuna de los Koestler había llegado al fondo, y es probable
que nunca más hubiera emergido a la superficie si mi padre
no hubiese sido un niño prodigio; los niños prodigios
son otro rasgo endémico de mi familia. Tenía catorce
años cuando entró como recadero en la firma de Sommer
y Grunwald de Budapest. Su horario de trabajo comenzaba a las 7.30
de la mañana, pero todos los días se levantaba a las
cuatro de la madrugada y se pasaba las tres horas siguientes estudiando
alemán, inglés y francés; durante la estación
cálida, iba y venía por el parque de la ciudad; durante
el invierno, devoraba sus gramáticas rotosas de segunda mano
en la cocina casi a oscuras. Estudiar un idioma extranjero, sin
maestro, como preludio de una jornada de diez horas de labor, habría
sido una empresa notable; iniciar el estudio de tres idiomas al
mismo tiempo constituía la primera de esas empresas extravagantes
y locamente optimistas que se sucederían constantemente,
una después de otra, durante toda su vida. A medida que los
años pasaban, estas aventuras se volvieron más y más
fantásticas, y terminaron en la más franca insensatez;
pero su juventud fue una variante de esas historias norteamericanas
de prosperidad comercial tan habituales a fines del siglo pasado,
trasplantada a las márgenes del Danubio. En diez años
pasó de mandadero a vendedor, a gerente general, a socio
menor de la firma. A la edad de veintinueve años, cuando
se casó con mi madre, había viajado por Alemania e
Inglaterra, había establecido contacto personal con una cantidad
de fabricantes de dichos países y finalmente abrió
una empresa por su cuenta.
Era un hombre bajo, de movimientos rápidos, llenos de energía;
sus ojos pardos e inocentes y su cabello oscuro, dividido en el
medio por una raya muy derecha, como trazada con regla, daban a
su cara una especie de expresión limpia y pulcra, que a veces
hacía que la gente lo creyera norteamericano. Esto lo halagaba,
aunque admiraba a Inglaterra sobre todas las cosas; siempre vestía
a la inglesa y, con toda inocencia, me convirtió la vida
en un infierno, a los trece años, mandándome hacer
un traje estilo Eton el primero que se vio jamás en
Budapest y obligándome a usarlo, lo que provocó
la inextinguible hilaridad de mis compañeros. Era una mezcla
increíble de astucia y puerilidad, de ingenuidad y de ingenio.
Como se había pasado todas las horas libres de la adolescencia
con sus gramáticas francesas, inglesas y alemanas no aprendió
nunca a leer por el placer de leer; el único libro de literatura
que leyó en toda su vida fue Los tres mosqueteros, de Alejandro
Dumas. Exceptuando la ópera, que le gustaba mucho, nunca
fue al teatro ni al cine; el arte no existía para él.
Pero devoraba los diarios; los leía desde la primera hasta
la última línea, excepto los folletines y los chistes;
también lo apasionaban los artículos de divulgación
científica.
Una vez mostré su caligrafía a una amiga, grafóloga
profesional.
¿Usted conoce bien a esta persona? me preguntó.
Bastante bien.
No sé de dónde saca siempre personas tan raras
me dijo. El hombre que escribió esto es un ser
absolutamente sin educación pero posee una vida interior
de exuberante y explosiva fantasía; como la que uno encuentra
en esos esquizofrénicos que pintan cuadros tan extraordinarios.
Pensándolo bien, tal vez sea un esquizofrénico.
Es mi padre le dije, y cambiamos de tema.
La inhumana rutina de levantarse a las cuatro de la madrugada, de
eludir todos los placeres y las ligerezas de la juventud, terminaron
por crearle una mentalidad curiosamente anormal. Como nunca conoció
la satisfacción que proporciona la lectura de un poema o
la contemplación de una película de misterio, la única
vía de escape que encontró para su explosiva imaginación
fue un tipo bastante extraordinario de aventuras comerciales.
Cierto día en esa época yo tendría siete
u ocho años entró ruidosamente en el patio de
nuestra casa de departamentos un carro arrastrado por seis caballos;
media docena de hombres, sudando y gruñendo, subieron por
las escaleras una monstruosa máquina y la introdujeron en
la sala. Esta máquina, nos explicó mi padre con su
entusiasmo habitual, era el modelo definitivo de una invención
de inmensas posibilidades comerciales, que él había
decidido financiar.
Pero ¿para qué sirve? preguntó
mi madre.
Ya verás contestó él, sonriendo
radiosamente. El inventor nos hará personalmente una
demostración. Es un genio; se llama profesor Nathan.
Algunos minutos después llegó el inventor, un hombrecito
asombrosamente sucio, jorobado y barbudo, que parecía uno
de los siete enanitos de Blancanieves.
Durante un par de horas toqueteó los cables, las ruedas y
las palancas que había en el interior de la máquina,
haciéndole emitir de vez en cuando alguna chispa aterradora,
porque el aparato funcionaba eléctricamente. Al final saltó
una llamarada y la oscuridad invadió el departamento, acompañada
por el olor de goma quemada y los gritos de la cocinera y de la
criada que se habían agregado a la familia para contemplar
el interesante proceso. El profesor Nathan, imperturbable, declaró
que había ocurrido un cortocircuito y que volvería
al día siguiente con algunos cables y otros ingredientes
esenciales. Me sirvieron la cena a la romántica luz de una
vela y me pasé casi toda la noche insomne de entusiasmo,
tratando de imaginarme para qué servía la máquina.
A la mañana siguiente, después del desayuno, llegó
el profesor Nathan y puso nuevamente manos a la obra. Sólo
me permitieron contemplar sus actividades desde el vano de la puerta,
porque, según insistía mi madre, el aparato era peligroso
y podía explotar en cualquier momento.
Después de una hora, más o menos, la cosa empezó
realmente a funcionar. Se estremecía y rechinaba como una
vieja imprenta, y su inmenso cuerpo, que ocupaba la mitad del ancho
de la pared, temblaba tan violentamente que todos los ceniceros,
las ninfas de bronce y las escupideras de la sala bailaban sobre
sus bases. Mi padre dio un solemne apretón de manos al profesor
Nathan, y por fin se decidió a demostrar a la asamblea familiar
la finalidad de la máquina. Mientras todos observábamos
con los ojos muy abiertos, el profesor le tendió una cartera
que contenía un manojo de sobres viejos de todo tamaño.
Mi padre los cogió y los metió, uno por uno, dentro
de una hendidura de la máquina, mientras el profesor Nathan,
de puntillas, al otro lado del aparato, extraía de una segunda
hendidura los mismos sobres, que habían pasado por el interior
de la máquina; agitaba cada uno de ellos por encima de su
cabeza, con grave orgullo, como un prestidigitador que muestra un
conejo. Los sobres que habían entrado cerrados en la máquina
salían ahora abiertos.
¿No es un invento estupendo? exclamó mi
padre, contento como una criatura.
«Estupendo», «grandioso», «fabuloso»
y «colosal» eran sus expresiones favoritas. Si un negocio
era «colosal», esto significaba, dentro de su escala
semántica, que era moderadamente bueno. Si era simplemente
«maravilloso», ya estábamos al borde de la ruina.
Pero ¿para qué sirve? preguntaba mi madre,
sin contener el tic nervioso que aparecía en su rostro siempre
que algo la preocupaba o la agitaba. El tic consistía en
una contracción de las cejas y en un leve temblor de la barbilla,
acompañados por un débil cloqueo de su garganta, que
era solamente audible cuando uno lo conocía. Pero mi padre
lo conocía; ese débil sonido bastaba para reventar
instantáneamente la burbuja de su felicidad.
Pero ¿no ves que es algo tremendo? exclamó.
¡Imagínate los millones de horas de trabajo que les
ahorrará a esas empresas norteamericanas que reciben una
cantidad colosal de cartas!
Siguió hablando con un entusiasmo que ya era artificial;
la criada y la cocinera se habían retirado a la cocina; mi
madre, sin decir palabra, pero con un audible cloqueo, se fue a
su habitación, pero mi padre siguió hablando; ahora
yo era su único oyente, único discípulo de
un profeta solitario, dispuesto a traicionarlo antes de que el gallo
cantara tres veces; finalmente, me eché a llorar.
Poco después, la maravillosa máquina abridora de sobres
desapareció del departamento para no ser mencionada nunca
más, dejando como único recuerdo una gran mancha de
papel chamuscado en la pared de la sala. La siguiente aventura fabulosa
que yo recuerde ocurrió algunos años más tarde,
cuando mi padre abrió la primera fábrica de jabón
radiactivo en Europa.
Esto sucedió en 1916, durante la primera guerra mundial.
En esa época vivíamos en una pensión, porque
poco después del estallido de la guerra, mi madre decidió
que el manejo de la casa era perjudicial para sus constantes dolores
de cabeza; de modo que nos fuimos del departamento y desde mi noveno
año de vida en adelante recorrimos como gitanos una serie
de hoteles, pensiones y habitaciones amuebladas, en Budapest o Viena,
mudándonos cada tres meses, como promedio, de acuerdo con
los altibajos de la fortuna familiar. La pensión donde vivíamos
cuando se inició la aventura radiactiva se llamaba Pensión
Moderne, y contaba entre sus huéspedes a un doctor en filosofía
y química, de nombre Aladar Bedoe.
Era uno de los hombres más hermosos que conocí; tenía
cabello oscuro, ondulado, la frente alta del estudioso, los ojos
relampagueantes de un seductor, un bigote negro y coqueto, y una
sonrisa rápida, atractiva, engarzada en oro; además
de todas estas cualidades, su hermano era un monsignor y uno de
los más altos dignatarios de la Iglesia rumana. En resumen,
era una antítesis tan evidente del profesor Nathan, que esta
vez hasta mi escéptica madre se dejó comprar por el
jabón radiactivo.
Hace treinta y cinco años, «radium» era todavía
una palabra nueva y mágica, que el lego asociaba con Madame
Curie, con los rayos X y con misteriosos poderes curativos. Cierto
día, el doctor Bedoe dijo a mi padre que había descubierto,
a cien millas de Budapest, un depósito de arcilla que contenía
radio.
¡Estupendo!dijo mi padre. ¿Qué
piensa hacer con ese radio?
Los ojos del doctor Bedoe centellearon; luego nos dirigió
una de sus sonrisas engarzadas en oro.
Fabricar jabón dijo.
Así empezó todo. El doctor Bedoe trajo una libra de
su preciosa arcilla y mi padre la mandó a un laboratorio
químico. El análisis demostró la presencia
de algunos rastros de radiactividad. Por supuesto, cualquier otro
espécimen de arcilla, de roca o de sedimento mineral habría
revelado la presencia de algunos rastros de radiactividad, pero
eso era algo que mi padre no sabía. Ni siquiera se le ocurrió
buscar «radium» en la enciclopedia. Ni tampoco averiguar
cómo se fabricaba el jabón. Su entusiasmo lo arrastró.
Y lo más asombroso de todo es que su proyecto tuvo éxito.
La causa del éxito fue la escasez de jabón provocada
por la guerra, así como la calidad grasosa de la arcilla,
que mezclada con una sustancia espumosa, llamada saponina, y un
poco de perfume, daba como resultado un sustituto bastante aceptable
del jabón. El doctor Bedoe y mi padre se asociaron y abrieron
una pequeña fábrica en Buda, que recibió el
nombre de «Laboratorios Químicos Frybourg». Cuando
preguntaron a mi padre por qué se llamaba Frybourg contestó
lo mismo que había contestado mi abuelo Leopold cuando le
preguntaron por qué había elegido el nombre de Koestler:
«Porque suena bien.» Lo que a su vez recuerda la respuesta
de Gérard de Nerval cuando sus amigos le preguntaron por
qué se paseaba por los bulevares arrastrando un cangrejo
atado con una cinta azul: «Parce qu il est tellement
gentil»*.
Los Laboratorios Químicos Frybourg fabricaban jabón
radiactivo de tocador y jabón de cocina; más tarde
se dedicó también a la producción de un pulidor
radiactivo de metales y un polvo limpiador radiactivo. Floreció
durante toda la guerra y la revolución de 1918, y también
durante la Comuna húngara subsiguiente, que nacionalizó
la fábrica y nombró a mi padre director gerente de
la misma.
A mi entender, lo realmente notable de todo esto es que mi padre,
con una mentalidad como la descrita, era, sin embargo (por lo menos
durante largos periodos), un próspero hombre de negocios.
A medida que yo crecía me intrigaba más y más
la paradoja de que una persona con un carácter tan crédulo,
y en realidad tan pueril, fuera capaz de extraer dinero del duro
mundo del comercio.
Mucho más tarde, cuando llegué a conocer a algunos
hombres de negocios realmente adinerados, la paradoja me pareció
más notable aún. Los colosos financieros que se han
cruzado en mi camino editores, vendedores de obras de arte,
banqueros, productores cinematográficos eran sin excepción
seres idiosincrásicos, excéntricos, irracionales y
fundamentalmente inocentes; casi la antítesis exacta de la
imagen popular del hombre de negocios duro y astuto. Al parecer,
el tipo astuto, frío y calculador sólo se encuentra
en las zonas bajas y medianas del comercio; en cambio, el arte de
hacer dinero en gran escala es un talento especial, sin relación
con la inteligencia, como el arte de tocar el trombón o de
patinar sobre ruedas. Y ¡ay! no es hereditario.
Los datos precedentes sobre Leopold X y mi padre pueden servir para
definir mi medio social, o más bien la carencia del mismo.
Mis años de formación se parecen a un precipitado
viaje en un ferrocarril de teatro; mi padre adelante, exclamando
«estupendo», «titánico» y «colosal»,
y mi madre desmayándose, mientras el cochecito se lanza hacia
arriba y hacia abajo y oscila locamente al tomar las curvas.
Mi padre murió en 1939; mi madre es, en el momento en que
escribo estas páginas, una joven anciana de ochenta y un
años, que vive como siempre en una pensión, en Londres,
Inglaterra. La certeza de que leerá este párrafo cuando
esté impreso tiene sobre mí el mismo efecto de parálisis
que en la infancia me impedía escribir un diario, porque
sabía que en cualquier parte que lo escondiera lo encontraría
y ella lo leería.
En 1947, cuando tenía setenta y siete años, mi madre
vino a visitarnos, a mí y a mi esposa, en nuestra granja
del norte de Gales, donde criábamos ovejas. El día
de su llegada miró los libros de mi biblioteca.
Ach dijo, en su cómodo vienés, así
que tienes los libros de ese doctor Freund.
Freud, mamá, ¡Freud, no Freund! gemí.
Freud o Freund, ¿qué importa? Nunca me tomé
el trabajo de recordar su nombre.
¿Quiere decir que lo conoció? preguntó
mi mujer, fascinada.
Aber natürlich. Siempre trató de hacerse amigo
de nuestra familia, a través de tu tía Lore, pero
nunca lo invitaron. Era ein ekelhafter Kerl, un sujeto repugnante.
Cuéntenos todo lo que sepa sobre él exclamó
mi mujer. ¿Cómo llegó a conocerlo?
Por la tía Lore. La tía Lore era una persona
muy respetada dentro de la sociedad vienesa, pero a veces tenía
ideas tan extrañas; era un poco überspannt, excéntrica,
¿comprendes?
Llegamos a saber que la tía Lore, en 1890, dirigía
una escuela de perfeccionamiento doméstico, donde las hijas
de los burgueses respetables se preparaban para el matrimonio siguiendo
cursos de encaje, aprendiendo a preparar tortas de chocolate, a
tocar el piano y adquiriendo los elementos de ese francés
tan peculiar cuyo propósito principal consistía en
posibilitar ciertas observaciones durante las comidas, no aptas
para la comprensión de la criada. (La soupe aujourdhui
est brûlee. Cest parce que la femme de la cuisine a
de ta malaise.)
De algún modo, la tía Lore había conocido al
joven doctor Freud y éste le había causado buena impresión.
Mi madre, cuando joven, sufría de violentos dolores de cabeza;
por tanto, ante la insistencia de la tía Lore, decidieron
que viera al médico en cuestión. Lo vio dos o tres
veces y luego se negó a verlo nunca más.
Pero ¿por qué? preguntó mi mujer.
¿Qué le hizo?
Me dio un masaje en el cuello y me hizo unas preguntas estúpidas.
Ya les dije que era ein ekelhafter Kerl.
Con ayuda de la aritmética, dedujimos que estas visitas habían
ocurrido más o menos en 1899, en la época en que Freud
y Breuer publicaron sus Estudios sobre la histeria. Si mi madre
hubiera continuado el tratamiento probablemente se habría
casado con otra persona y yo no habría nacido. Mi madre,
sin embargo, se encogió de hombros y descartó esta
hipótesis, demasiado «excéntrica»; luego
agregó, con mirada melancólica:
En mi juventud conocí celebridades mucho más
importantes que tu doctor Freud. Todavía recuerdo un baile
al que asistí cuando tenía dieciocho años;
nunca adivinarías quién me pidió el primer
vals
Calló un instante y luego exclamó triunfante:
¡Balduin Groller!
Balduin Groller era un humorista vienés de moda en esa época,
olvidado mucho antes de su muerte.
Mi madre provenía de una de las antiguas familias judías
de Praga, que decían descender del gran rabí Loeb,
el erudito cabalista que, según la leyenda, creó el
Golem, un monstruo de arcilla estilo Frankenstein, para defender
a los amenazados habitantes del gueto de Praga. Para evitar inconvenientes
políticos o de cualquier otro tipo a los miembros
de esta familia que todavía viven en Viena o en Praga, los
llamaré «los Hitzig».
Mi bisabuelo Hitzig era un literato que escribió un tratado,
Zur Reform der Volks-und Staatswirtschaftlichem Zustände, en
tres tomos, y, como nunca deja de mencionar mi madre cuando habla
de «la familia», recibió el póstumo homenaje
de una «Tumba de Honor» en el cementerio de Viena, otorgado
por el club literario «Concordia». Una Tumba de Honor,
por cierto, no es poca distinción; en la imaginación
de todo Hitzig representa, junto con la elegante escuela de perfeccionamiento
de la tía Lore, y el hecho de que un lejano cuñado
de los Hitzig haya realmente sido ministro de Finanzas del emperador
Francisco José, una parte esencial del esplendor del pasado,
antes de la Caída.
La Caída ocurrió en la década del noventa,
cuando una de las jóvenes Hitzig se enamoró de un
vil aventurero y se casó con él, a pesar de las protestas
de sus padres. El villano pidió dinero prestado, contra un
pagaré, y siguiendo la clásica tradición de
los villanos, indujo al padre de mi madre a que lo endosara. Cuando
el pagaré venció, mi abuelo quedó arruinado
y los demás Hitzig se confabularon para salvar el honor de
la familia. Acallaron el escándalo y arreglaron todo con
el decoro necesario; y siempre de acuerdo con la tradición
clásica, compraron a mi abuelo un pasaje para Norteamérica,
donde expiaría su deshonor. Seguramente sentía gran
ansiedad por aprovechar la oportunidad, porque desapareció
de la escena para no volver nunca más. Una fotografía,
fechada en Washington, Mass., 1907, lo muestra sentado en una mecedora,
con barba, pipa y un perro. Y eso fue lo último que supo
de él la familia.
Es así que mis dos abuelos quebraron los vínculos
sagrados de la familia victoriana. Uno apareció en escena,
no se sabe de dónde; el otro desapareció, no se sabe
adónde; ambos eran exilados, inquietos y prófugos.
En este sentido, por lo menos, me atuve a la tradición familiar.
Los dolores crónicos de cabeza de mi madre, su irritabilidad
y su tic nervioso fueron probablemente causados por la repentina
Caída de los Hitzig y los cambios bruscos que ésta
implicaba. Había sido una muchacha bonita, ingeniosa y muy
festejada; casi en el lapso de una noche se convirtió en
la Cenicienta de la época victoriana; la hija mayor, soltera
y sin dote. Peor aún, tuvo que abandonar su amada Viena e
irse a vivir con una hermana casada en Budapest.
Nunca dejó de considerar a los magiares como a una nación
de bárbaros, y aunque vivió durante casi medio siglo
en Budapest, nunca quiso aprender correctamente el húngaro.
Esto resultó una bendición en lo que a mí se
refiere, porque me criaron en las dos lenguas; hablaba húngaro
en la escuela y alemán en casa. El hecho de que me llamara
Arthur, nombre que siempre aborrecí y que nunca pude pronunciar,
ya que no puedo decir las erres correctamente, se debió también
a motivos similares: mi madre eligió ese nombre porque parecía
extranjero y no tenía ningún equivalente ni derivado
en húngaro. Su desprecio por los húngaros hizo de
ella, al principio, una especie de exilada, sin amigos ni relaciones
sociales; por tanto, crecí sin compañeros de juegos.
Era hijo único; una criatura solitaria, precoz, neurótica;
admirado por mi inteligencia y detestado por mi carácter,
tanto por los maestros como por los compañeros de escuela.
Este informe sobre mis antepasados sería incompleto sin una
breve mención del destino ulterior de los Hitzig.
Mi madre tenía un hermano y una hermana. El hermano, mi tío
favorito, se casó con una encantadora rubia alemana, en Berlín,
y se convirtió en un devoto miembro de la Iglesia luterana.
Cuando el reino de Hitler llegó a ser intolerable se suicidó,
ahogándose en el lago próximo a su casita suburbana.
La hermana se llamaba Rose. Durante la guerra, la vieja tía
Rose vivía con su hija y sus dos nietos en un pueblo de Checoslovaquia.
Cierto día, en 1944, el jovial gendarme del pueblo, viejo
amigo de la familia, les rogó que fueran todos al cuartel
de policía para cumplir con una pequeña formalidad.
Algunas semanas más tarde, la pequeña formalidad se
completó en la cámara de gas de Auschwitz, donde murieron
mi tía Rose, de setenta y dos años; mi prima Margit,
de cuarenta y un años, y sus hijos Katie, de diecisiete,
y Georgy, de doce. Mi madre, que había recibido una invitación
para pasar unos días con ellos, habría corrido la
misma suerte si no se hubiera peleado con su hermana, lo que la
indujo a quedarse en Budapest. Seguramente la Providencia impidió
que el doctor Freud, cincuenta años antes, curara su irritabilidad;
pero también es cierto que las salvaciones milagrosas son
también endémicas en mi genealogía.
Como ya dije, soy el último de la breve línea de los
Koestler; no hay otro vástago varón en nuestro árbol
genealógico y con la muerte del presente escritor, que de
acuerdo con una predicción gitana será inesperada
y violenta, la saga de los Koestler, o Kostler, o Kestler, o Koestler
llegará a su fin, como corresponde.
3.
Las trampas de la autobiografía
Antes de seguir adelante, puede ser útil aclarar esta cuestión:
¿por qué escribo mi autobiografia? Debería
haberlo hecho en un prefacio, pero leer prefacios es tan aburrido
(y también escribirlos) que postergué dicha necesidad
hasta que la historia se pusiera un poco en movimiento.
Creo que la gente escribe autobiografías por dos motivos
principales. El primero podría llamarse el «impulso
del cronista». El segundo podría llamarse el «motivo
del Ecce Homo». Ambos impulsos surgen del mismo manantial,
que es el manantial de toda la literatura: el deseo de compartir
con los demás nuestras experiencias, y mediante esta comunicación
íntima, trascender el aislamiento del ser.
El impulso del cronista expresa la necesidad de compartir la experiencia
en lo que se refiere a los acontecimientos exteriores. El motivo
del Ecce Homo expresa la misma necesidad en lo que se refiere a
los acontecimientos íntimos.
El cronista se siente impulsado por el temor de que los acontecimientos
que ha presenciado, y que constituyen parte de su vida, su color,
su forma y su impacto emotivo, se pierdan irremediablemente para
el futuro, a menos que él los preserve sobre tabletas de
cera o de arcilla, sobre pergamino o papel mediante un estilo o
una pluma, una máquina de escribir o una estilográfica.
El impulso del cronista predomina en las autobiografías de
las personas que desempeñaron personalmente algún
papel en la tarea de dar forma a la historia de su época,
o que se sienten mejor preparadas que los demás para registrarlas,
como debe de haberse sentido Defoe cuando escribió su Diario
del año de la peste.
El motivo del Ecce Homo, por otra parte, incita a los hombres a
preservar la singularidad de sus experiencias íntimas y conduce
naturalmente al tipo de autobiografía confesional: san Agustín,
Rousseau, De Quincey. Induce a los médicos agonizantes a
registrar con minuciosa precisión sus últimos pensamientos
y sus últimas sensaciones, antes de que caiga para siempre
el telón.
Evidentemente, el impulso del cronista y el motivo del Ecce Homo
se encuentran en los polos opuestos de una misma escala de valores,
como la extroversión y la introversión, la percepción
y la contemplación. Una buena autobiografía debería
ser una síntesis de los dos, lo que pocas veces ocurre. La
vanidad de los hombres en su vida pública se resta al valor
autobiográfico de sus crónicas; la obsesión
del introvertido consigo mismo hace que descuide el paisaje histórico
en cuyo centro se mueve. El motivo del Ecce Homo puede degenerar
en un estéril exhibicionismo.
Es así que la tarea de escribir una autobiografía
está llena de trampas. Por una parte, tenemos la crónica
almidonada de los figurones; por otra, la turbadora desnudez del
exhibicionista. Turbadora porque la desnudez sólo agrada
en un cuerpo sano, ¿quién sino un médico quiere
contemplar una piel cubierta de eczemas? Fuera de estos dos extremos,
hay varias otras trampas que aun los más expertos en el oficio
pocas veces consiguen eludir. La más común de todas
es la que podríamos llamar la «falacia nostálgica».
Con doliente, amante, agridulce nostalgia, el autor se inclina sobre
su pasado como una mujer sobre la cuna de su criatura; le murmura
y lo mece en sus brazos, tan ciego que no ve que las sonrisas, y
los aullidos y los retorcimientos de su yo naciente, no poseen para
el lector esa singular fascinación que poseen para el escritor.
Aun escritores de mucha experiencia, que saben que el lector es
un pez de sangre fría al que hay que hacer cosquillas detrás
de las agallas para que demuestre algún interés, caen
víctimas de esta falacia apenas se embarcan en el primer
capítulo intitulado «Infancia». El olor de lavanda
de la ropa blanca en las cómodas de la madre es tan íntimo;
la sonrisa del rostro de la abuela tan consoladora; el agua del
arroyo, detrás de las matas de berro junto a la cerca del
jardín, tan fresca y pura que todavía acaricia los
dedos que sostienen el portaplumas; y así sigue y sigue con
las cómodas de ropa blanca, las abuelas, los niños
y los arroyos con berro, como si se tratara de un recuerdo colectivo
de la humanidad, y no, ay, de un recuerdo suyo aislado e incomunicable.
Nunca resulta tan intensamente doloroso el aislamiento del individuo
como en una tentativa frustrada de compartir los recuerdos de aquellos
días primeros, más nítidos que todos los demás,
cuando de la tranquila y fluida unidad del mundo interior y del
mundo exterior, de la mezcla original de realidad y fantasía,
emergían los límites netos de la individualidad. La
falacia nostálgica es el resultado del deseo de fundir y
deshacer nuevamente esos límites.
Por tanto, el autobiógrafo sagaz, con un suspiro de melancolía,
volverá a guardar en el cajón de la cómoda
aquel manojo seco, dehiscente y único de lavanda, como si
se tratara de un paquete de vulgar naftalina, y se reducirá
a los hechos importantes. Pero aquí aparece nuevamente la
dificultad porque, ¿cómo hará para saber qué
hechos son importantes y cuáles no lo son? Tanto el pesquisante
como el psicoanalista afirman que los hechos al parecer sin importancia
ocultan las claves más interesantes. Y mi experiencia con
los pesquisantes ya fuera que me hurgaran los bolsillos o
los sueños me ha convencido de que la afirmación
es ampliamente correcta. Cuando uno vuelve a leer las anotaciones
de su diario después de cinco años se sorprende al
descubrir que los acontecimientos más significativos han
sido registrados con mucho menos énfasis que los demás.
En consecuencia, la selección del material importante resulta
bastante difícil y se convierte en el problema de toda autobiografía.
La trampa es la falacia del «Hombre Insignificante».
Una gran cantidad de escritores de memorias tienen tanto miedo de
parecer vanidosos que se presentan a sí mismos como los hombres
más insignificantes de la tierra. La falacia del «Hombre
Insignificante» requiere que la primera persona del singular
aparezca siempre en una autobiografía como un individuo tímido,
contenido, reservado, descolorido; y el lector se pregunta cómo
se las arreglaba para conseguir tantos amigos, para estar siempre
rodeado de personas interesantes, acontecimientos importantes, complicaciones
sentimentales. Pero al mismo tiempo, por supuesto, el Hombre Insignificante
es un ejemplo de tranquila responsabilidad y reservada decencia;
si confiesa ciertas fallas, esto es simplemente una prueba más
de su modestia.
Las virtudes de la reserva y de la contención hacen que el
trato social sea más civilizado y más agradable; pero
dentro de una autobiografía producen un efecto de parálisis.
El escritor de memorias no debe ni perdonarse sus faltas ni ocultar
sus luces detrás de un cajón; evidentemente, tiene
que hacer un esfuerzo para vencer su repugnancia y decidirse a relatar
ciertas experiencias dolorosas y humillantes; pero también
tiene que tener el coraje, no tan evidente, de incluir aquellas
experiencias que lo muestran bajo una luz favorable.
No creo que ni en la vida ni en la literatura el puritanismo sea
una virtud. La propia expiación, sí. Y también
el amor propio, si es tan altivo y humilde, exigente y resignado,
rebelde y conformista, tan lleno de temor y de asombro como debe
ser el amor hacia los demás. Aquel que no se ama a sí
mismo, no sabe amar bien; y aquel que no se odia a sí mismo,
no sabe odiar bien; y el odio al mal es tan necesario como el amor,
si queremos que el mundo no llegue a un punto muerto. La tolerancia
es una virtud adquirida; la indiferencia un vicio natural. «Cuando
he perdonado todo a una persona, he terminado con ella», dijo
Freud. Y hasta Cristo odiaba a los mercaderes.
En 1937, durante la guerra española, cuando me encontraba
en la cárcel con la perspectiva de hacer frente a un batallón
de fusilamiento, hice un voto: si alguna vez conseguía salir
vivo de allí, escribiría una autobiografía
tan franca y tan implacable conmigo mismo que a su lado las Confesiones
de Rousseau y las Memorias de Cellini parecerían mera afectación.
Eso ocurrió hace quince años; desde entonces, traté
varias veces de cumplir ese voto. Nunca pasé de las primeras
páginas. El proceso de la propia inmolación es ciertamente
doloroso, pero no era ésta la verdadera dificultad. La dificultad
es que también resulta morbosamente agradable, como el sofá
del psicoanalista. Nos induce a la falacia nostálgica, al
revés: el perfume de la bolsita de lavanda en el cajón
de la cómoda es reemplazado por los olores de la cloaca,
tan preciados por nuestros subconscientes infantiles. Además,
ofrece una forma equivocada de catarsis, que el artista aprende
a evitar como la misma peste. Y todo lo que es malo como arte es
malo como autobiografía. Me obligué a perseverar en
la tarea, porque sospechaba que el odio que me inspiraba, la repugnancia
que sentía ante la idea de convertir mi autobiografía
en una historia clínica, se debía a mi cobardía
moral; y tardé bastante en descubrir que en este dominio
la verdad desnuda es obsesionante y estridente. En resumen, toda
expresión de arte contiene una parte de exhibicionismo; pero
el exhibicionismo solo no es arte.
Todavía hay otro aspecto de este espinoso problema de elegir
el material importante. Es la pregunta: ¿importante para
quién? Para el lector, evidentemente. Pero ¿qué
tipo de lector es el que imagina el escritor? Sin embargo, creo
que puedo contestar por lo menos esta pregunta sin ninguna ambigüedad.
El impulso del cronista se dirige siempre hacia el lector futuro,
nonato. Esto puede parecer presuntuoso; pero es simplemente la expresión
de una tendencia natural. No puedo ni imaginarme si dentro de cincuenta
años habrá alguien que desee leer algún libro
mío, pero tengo una idea muy exacta de lo que a mí,
como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos
por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro
de cien años. Eso me ha parecido siempre lo que debía
ser la ambición de un escritor. Es el punto en que el impulso
del cronista se confunde con el motivo del Ecce Homo.
4. El árbol del bien y del mal. Horrar y Bapán
Nací ocho años después del casamiento de mis
padres; fui su primer y único hijo, y mi madre tenía
entonces treinta y cinco años. Todo salió al revés,
cuando nací: pesaba más de diez libras; los dolores
de mi madre duraron dos días, y casi la mataron. Todo el
desagradable Olimpo freudiano, desde Oedipus Rex hasta Orestes,
vigilaba mi cuna.
Como podía esperarse en el caso del hijo único de
una mujer que ya se acercaba a la madurez y se sentía frustrada
por un exilio voluntario, el amor de mi madre fue excesivo, dominador
y caprichoso. Perseguida por sus constantes jaquecas, sufría
bruscos cambios de humor, pasando de la ternura efusiva a los violentos
estallidos de ira, de modo que transcurrí mis primeros años
de vida constantemente arrastrado del clima ardiente de los trópicos
al clima de la región ártica, y viceversa.
Desde los tres años en adelante viví bajo el cuidado
de una larga procesión de niñeras extranjeras: Fräuleine,
Mesdemoiselles y Misses, que se sucedieron sin interrupción,
con intervalos de diversa longitud, hasta la edad de doce años.
Ninguna se quedó más de un año. Una bonita
Fräulein desapareció en circunstancias misteriosas,
porque, como supe más tarde, uno de los hijos del villano
se portó con ella al estilo de su familia. Una Miss inglesa
tuvo que hacer las valijas después de una quincena porque
mi madre descubrió, gracias a una fotografía que encontró
en su cuarto, que había sido écuyère en un
circo. Otra debe de haber sido sádica, porque mi único
recuerdo de ella consiste en la serie de complicados castigos que
me infligió. Todas estas niñeras de preguerra habían
venido a la lejana Hungría, al parecer, impulsadas por algún
error o catástrofe de sus vidas; era ese tipo de persona
que, de haber sido varón, se habría alistado en la
Legión Extranjera. En un tiempo poseí una fotografía
de 1910, donde se veía un grupo de estas extrañas
e impresionantes mujeres, reunidas con sus respectivos y desdichados
discípulos en el zoológico de Budapest. Parecía
un grupo de presidiarias en una cárcel de mujeres, uniformadas
con polisones, abrigos baratos bordeados de piel, manguitos, boas
de plumas y sombreros ornitológicos.
Segunda en importancia, dentro de la organización familiar,
y también como factor provocador de neurosis, era Bertha,
la criada. Su nombre completo era «señorita Bertha
Búbala». Tenía un hijo llamado Béla Búbala,
aproximadamente de mi edad, que vivía escondido en el campo.
Bertha era una mujer huesuda, de cara equina, con un rencor indisoluble
hacia la vida, que se había arraigado profundamente en su
carácter y lo había acidulado; era muy fiel a mi madre,
que la tiranizaba; pero ella a su vez me tiranizaba a mí.
Yo quedaba bajo su cuidado durante los intervalos que transcurrían
entre una y otra niñera. Estos periodos a veces duraban varias
semanas o meses, y como mi madre debía quedarse a menudo
en cama, Bertha era el único factor estable en el flujo de
los acontecimientos y poseía un poder ilimitado sobre mí.
La regla magna de su reino era que el acusado es culpable a menos
que se demuestre su inocencia. El recuerdo de mis primeros años
parece consistir en una serie continua de crímenes, que traían
como estela una igualmente monótona sucesión de castigos
y humillaciones. Aunque era imposible saber de antemano si un acto
constituía un crimen o no, nunca hubo dudas en mi mente en
lo que se refiere a mi culpabilidad. Uno adquiría la culpabilidad
automáticamente, del mismo modo que las manos se ensuciaban
a medida que pasaba el día; y caer en desgracia era la consecuencia
natural de este proceso.
Es así que el primer hecho importante que se arraigó
en mi mente fue la conciencia de la culpabilidad. Estas raíces
crecieron rápida, silenciosa y ávidamente, como un
eucalipto, bajo la arena móvil de las primeras experiencias.
Mi madre no sólo toleraba, sino también alentaba el
despotismo de Bertha, porque veía en él el ingrediente
espartano que me impediría ser un «niño mimado».
Que no había que mimar a los niños, que había
que manejarlos con una «vara de hierro», era la muletilla
fundamental de la educación victoriana en general y de los
Hitzig en particular. Esta convicción suscitaba otra inversión
del código legal. Dentro de la vida normal, se permite todo
lo que no es prohibido por la ley. En mi infancia, se prohibía
todo lo que no estaba expresamente permitido.
La casa donde se ubican mis primeros recuerdos era un departamento
burgués típico de fines de siglo, lleno de cortinas
de felpa, cubredivanes, borlas, guardas, mantelitos de encaje, ninfas
de bronce, escupideras y ciervos de Meissen acorralados; y la inevitable
piel de oso polar entre el piano y la palmera en maceta.
Todos estos objetos eran intocables; fuera del cuarto de niños,
todo el departamento era una selva de árboles del bien y
del mal y de hiedras venenosas.
La lista de delitos máximos incluía: hacer ruido;
replicar; ofender a Bertha; hablar en presencia de las visitas sin
que nos hubieran hablado; omitir el «por favor» y el
«muchísimas gracias»; pedir que nos sirvieran
algo por segunda vez, sin esperar que nos lo ofrecieran. Pero éstos
eran delitos explícitos, identificables; la negra amenaza
de la vida consistía en el hecho de adquirir el estado de
culpabilidad sin darse cuenta.
Pocas veces mis padres me castigaban corporalmente; el castigo adoptaba
casi siempre la forma de Caer en Desgracia. Esta Desgracia se iniciaba
con la obligación de plantarse «en el rincón»,
de cara a la pared; después de este preliminar «no
nos hablaban», durante varias horas, y a veces durante un
día o dos, hasta que tenía lugar la ceremonia formal
del perdón. Consistía en la recitación de una
fórmula de contrición y la promesa solemne de no portarse
mal nunca más, seguida por la declaración formal del
perdón. También había un estado intermedio
entre la desgracia completa y la absolución. En este estado
se nos hablaba y se nos permitía contestar, pero sólo
en lo que se refería a asuntos de estricta necesidad; era,
dentro de la jerga diplomática, la condición de ser
reconocido de facto, pero no de jure.
Sólo recuerdo una única ocasión en que fui
reconocido inocente de una acusación de Bertha. Este acontecimiento
es tan excepcional, que su rememoración, aun después
de unos treinta años de intervalo, me suscita cierta emoción.
Cierto día, al advertir que había caído nuevamente
en desgracia, pregunté a Bertha qué había hecho.
Porque había dos formas de desgracia: una que empezaba por
una declaración oficial, basada en una acusación específica;
y otra, tácita, que uno sólo podía advertir
al comprobar que «no se le hablaba». En este último
caso se daba por sentado y se consideraba de rigor la averiguación
de la naturaleza del crimen. Cuando efectué la averiguación,
Bertha apretó los labios y durante algunos segundos mantuvo
un amargo silencio, como hacía habitualmente cada vez que
yo le hablaba. Luego enunció la declaración formal,
que era a la vez acusación y veredicto: yo había corrido
una figurita de porcelana algunas pulgadas de su lugar previsto
y consagrado sobre el estante de la chimenea. En ese momento, por
casualidad, mi madre entró en la habitación y habiendo
oído parte de la acusación de Bertha, observó
descuidadamente que era ella quien había corrido el objeto
a su nueva ubicación. El hecho absolutamente insólito
de que mi madre se hubiera puesto de mi parte contra Bertha y de
que Bertha me absolviera con un malhumorado «en adelante,
ten cuidado» provocó en mi interior una oleada tal
de alivio y de gratitud, que muchos años más tarde
reconocí su eco en aquellas benditas y escasas ocasiones
en que un sargento del servicio militar o un guardián de
la prisión se mostraba de pronto ante mí bajo un aspecto
humano. El hecho de que esta inesperada absolución me hiciera
una impresión tan profunda revela una temprana aceptación
de mi culpabilidad y de lo merecido que consideraba todo castigo
que el destino me deparaba.
En todo este cuadro mi padre apenas figura. Estaba demasiado absorto
en su mundo quimérico de máquinas para abrir sobres
y de jabón radiactivo para meterse en mi educación.
Además, tenía una dolorosa conciencia de su ignorancia
en cuestiones de educación y ha de haber sido para él
un tormento verse enfrentado con semejante niño, ese precoz
«tragalibros», cuyas preguntas no podía responder.
Me quería tierna y tímidamente, desde lejos, y años
más tarde llegó a sentir un inocente orgullo al ver
mi nombre impreso.
Nuestra timidez era mutua; desde mis primeros días de escolar
hasta los últimos días de su vida nunca logramos establecer
ni el más mínimo contacto intelectual y nunca tuvimos
ni una sola conversación de carácter íntimo.
Ni tampoco reñíamos; nos queríamos y nos respetábamos
con la precavida reserva de dos desconocidos que viajan juntos en
un tren. Aunque él estaba medio loco en un sentido y yo en
otro, instintivamente nos mostrábamos nuestro lado más
cuerdo. En general, fue la relación más cortés
y civilizada que tuve jamás con nadie durante un periodo
tan largo de tiempo.
Todos mis primeros recuerdos parecen agruparse en torno de tres
temas dominantes: el remordimiento, el temor y la soledad.
De los tres, el temor se destaca con más claridad y persistencia.
Las experiencias de mi formación parecen haber consistido
en una serie de conmociones.
La primera que recuerdo ocurrió cuando yo tendría
unos cuatro o cinco años. Mi madre me había vestido
con especial cuidado y salimos a pasear con mi padre.
Esto, en sí, era insólito; pero más extraña
todavía era la actitud desacostumbrada de mis padres, como
si trataran de disculparse de algo, mientras me llevaban por la
calle Andrássy, sosteniéndome firmemente ambas manos.
Íbamos a visitar al doctor Neubauer, dijeron; éste
me miraría la garganta y me daría un remedio para
la tos. Después, como recompensa, me comprarían helados.
Ya me habían llevado a ver al doctor Neubauer la semana anterior.
Éste me había examinado y luego había murmurado
algo con mis padres, con un aire que no dejó de suscitarme
cierta aprensión. Esta vez no nos hicieron esperar; el médico
y su enfermera nos aguardaban. Sus modales eran untuosos, una amabilidad
bastante siniestra. Me hicieron sentar en una especie de sillón
de dentista; luego, sin aviso ni explicación, me ataron los
brazos y las piernas al sillón con tiras de cuero. De esto
se encargaron el médico y la enfermera, con movimientos rápidos
y diestros; se oía su respiración en el silencio.
Casi inconsciente de miedo, estiré el cuello para mirar las
caras de mis padres; cuando vi que también ellos estaban
asustados, el mundo se abrió ante mis pies. El médico
los echó de la habitación, sujetó una bandejita
de metal debajo de mi barbilla, me separó los dientes temblorosos
y me metió una mordaza de goma entre las mandíbulas.
Siguieron algunos minutos imborrables, mientras me metían
unos instrumentos de acero hasta el fondo de la boca y yo me ahogaba,
tragaba sangre y la vomitaba sobre la bandeja colocada bajo mi barbilla;
luego, dos ataques más con los instrumentos de acero y más
sangre y ahogos y vómitos. Así se cortaban las amígdalas,
sin anestesia, A. D. 1910, en Budapest. No sé cómo
reaccionaban los demás niños. Muy probablemente, alguna
otra experiencia traumática anterior, ahora olvidada, me
había aguzado la sensibilidad, porque mi reacción
fue un shock de efecto indeleble.
Esos momentos de absoluta soledad, abandonado por mis padres, en
las garras de un poder hostil y maligno, me infundieron una especie
de terror cósmico. Era como caerse por un agujero en un mundo
oscuro y subterráneo de arcaica brutalidad. Desde ese instante,
tuve siempre conciencia de la existencia de ese segundo universo
al que podían transportarnos, sin aviso previo, en cualquier
momento. El mundo se había vuelto ambiguo, de doble significado;
los acontecimientos ocurrían en dos planos a la vez un
plano visible y otro invisible, como un barco que transporta
pasajeros en sus puentes asoleados, mientras su quilla surca el
oscuro mundo fantasmal de las profundidades.
No es improbable que el interés que demostré más
tarde por el estudio de la violencia física, del terror y
de la tortura deriven en parte de esta experiencia y que el doctor
Neubauer representó el primer paso de mi carrera como cronista
de los aspectos más repulsivos de nuestra época. Era
mi primer encuentro con «Horrar», el Horror Arcaico,
irracional; más tarde desempeñó un papel tan
importante en el mundo que me rodeaba que decidí designarlo
mediante una cómoda abreviatura. Cuando algunos años
después caí en poder del régimen que más
temía y detestaba, y me llevaron maniatado a través
de una muchedumbre hostil, tuve la sensación de que esto
sólo era una repetición de una situación que
ya había vivido; la de saberse atado, amordazado y entregado
a un poder maligno.
Y por eso mismo, cuando mis amigos perecían entre las garras
de los diversos dictadores europeos, siempre me fue posible imaginarme
sus padecimientos y describirlos.
Quizá parezca que exagero los efectos de una experiencia
que después de todo es una de las operaciones quirúrgicas
más triviales, aunque practicada de una manera en cierto
modo torpe y brutal. Hasta podría pensarse que el estudio
de la psiquiatría ha dotado al autor de una especie de vista
retrospectiva melodramática.
Nadie puede garantizar la corrección de su memoria; pero
la verdad es que durante más de un año después
de esta experiencia viví en un extraño mundo propio
de fantasías, jugando a las escondidas con un poder maligno
que me perseguía. Este poder se había personificado
en nuestro amable médico, el doctor Szilagyi.
Poco después de la operación de las amígdalas,
una descompostura de estómago me obligó a guardar
cama. Me revisó el doctor Szilagyi, y después de su
habitual consulta con mi madre, detrás de la puerta cerrada,
me dijo, palmeándome jovialmente la mejilla:
¡Bueno, bueno! Me parece que lo mejor será abrirte
la barriguita con un cuchillo.
Después de estas palabras se alejó satisfecho, con
su levita y sus pantalones a rayas, y su valijita negra de cuero,
donde sin duda guardaba el cuchillo.
Yo era bastante grande como para saber que la observación
del doctor Szilagyi debía ser considerada como una broma.
Pero con mi extraordinario oído de niño precoz para
los matices percibí un tono oculto que no era simplemente
jocoso. En efecto, el doctor Szilagyi había discutido con
mi madre la conveniencia de eliminar mi apéndice.
Desde ese instante, y durante mucho tienpo, mis días quedaron
divididos en dos mitades, una peligrosa y otra segura. La peligrosa
era la mañana, cuando el médico visitaba a sus pacientes.
La segura era la tarde, cuando los recibía en su consultorio.
La situación se complicaba más aún a causa
de la costumbre de mi padre de llevarme a veces, por la mañana,
a pasear en un coche de alquiler; mientras visitaba a sus amistades
comerciales, me dejaba esperando en el coche.
Antes de que la amenaza del doctor Szilagyi se hubiera apoderado
de mí, yo solía gozar como correspondía de
esos paseos matutinos. Ahora los temía, porque en el coche,
a solas, me sentía especialmente vulnerable e indefenso;
si el doctor llegaba a pasar por allí podía recordar
su amenaza, arrastrarme fuera del coche y llevarme consigo. En consecuencia,
fastidiaba constantemente a mi padre rogándole que tomáramos
un coche cerrado en vez de uno abierto. Los coches cerrados tenían
cortinitas, que podían correrse frente a las ventanillas.
En cuanto mi padre bajaba del coche, yo cerraba herméticamente
las cortinas.
Mi obsesión llegó a adquirir formas más extravagantes
aún. Una vez cada dos semanas tenía que acompañar
a mi padre a la peluquería para que me cortaran el pelo.
El local poseía una trastienda mal iluminada, que se reflejaba
en el espejo ubicado frente al sillón del peluquero. Cuando
abrían la puerta, yo podía vislumbrar el interior
de la trastienda y distinguir vagamente algunos extraños
instrumentos que colgaban de unos ganchos. Estos instrumentos se
asociaron para mí de algún modo con el cuchillo que
debía abrirme la barriga, y la peluquería se convirtió
desde ese momento en otro lugar aterrador.
Nunca se me ocurrió confesar mis temores a mis padres, ni
requerir su protección; y no tenía compañeros
de juegos en quienes pudiera confiar. Si habían sido capaces
de ponerse de parte del doctor Neubauer y traicionarme, ya no podía
confiar en ellos; la mera mención del asunto podía
recordarles el proyecto momentáneamente postergado y olvidado
y precipitar su ejecución. En esa época debo de haber
poseído una gran capacidad de disimulación, porque
mis padres no adivinaron nunca lo que ocurría en mi submundo
privado. Pero por otra parte, la mayoría de las criaturas
son así: aunque son incapaces de guardar un secreto que se
refiera al mundo de los hechos, son unos perfectos conspiradores
cuando se trata de defender el mundo de sus fantasías.
No puedo recordar cuánto duró este leve ataque de
paranoia; pero debe de haber persistido durante algunos meses, porque
en el intervalo hubo un cambio de estación y empezó
a hacer demasiado calor para salir en un coche cerrado con las cortinas
bajas. Empecé a ir a la escuela inmediatamente después
de cumplir seis años y para esa época esta obsesión
ya había desaparecido.
Entre los nueve y los diez años me ocurrió una segunda
serie de catástrofes, que hasta habrían afectado a
un niño normal. Incendié mi casa, sufrí dos
operaciones y fui testigo de un desastroso conflicto entre mis padres.
De estas conmociones, la última mencionada fue la peor; pero
por razones evidentes no puedo discutirla aquí; implicó
una sucesión de lamentables y torturantes escenas, que aparte
de su naturaleza alarmante per se, me enseñaron la angustia
de sentirse leal a dos bandos contrarios. Todas mis experiencias
de ese año crítico se recortan sobre ese fondo, que
por ahora debe quedar en blanco.
El año fue 1914-15. El estallido de la primera guerra mundial
había arruinado el negocio de mi padre en Budapest; abandonamos
el departamento y nos mudamos a Viena. Desde ese momento, no tuvimos
nunca más un hogar permanente.
La primera estación de nuestros vagabundeos fue una pensión
denominada Pensión Exquisite; se encontraba, y probablemente
todavía se encuentra, en el quinto piso de un antiguo edificio
en el corazón mismo de Viena, frente a la catedral de San
Esteban. Una tarde, en la época en que el conflicto entre
mis padres se hallaba en su apogeo, tuve que quedarme solo en las
habitaciones que ocupábamos en la pensión. Me sentía
deprimido y pensé que la luz de unas bujías coloreadas
que mi madre había comprado crearía una atmósfera
más agradable. Las encendí, las puse sobre el antepecho
de la ventana y, absorbiéndome en mi lectura, me olvidé
totalmente de ellas; hasta que una de las bujías se cayó
dentro de un cesto de papeles y le prendió fuego. Traté
de extinguir las llamas agitando el cesto en el aire; cuando las
llamas amenazaron quemarme, lo arrojé contra las cortinas
de gasa. La habitación, como todo respetable cuarto de pensión
en esa época, estaba ricamente adornada de terciopelo y felpa,
y el fuego se extendió con rapidez. Yo temía demasiado
que me castigaran y no me atrevía a pedir socorro; frenético,
tironeaba las cortinas incendiadas en medio del humo cada vez más
espeso. Lo único que recuerdo, después de eso, es
mi despertar en la cama de la señorita Schlesinger, una profesora
de francés que vivía en la pensión y de quien
yo me sentía muy enamorado. El retorno de mis padres coincidió
con la llegada de los bomberos; hubo que vaciar tres o cuatro habitaciones
frente a la catedral antes de dominar el fuego. No me castigaron,
ni siquiera caí en desgracia; las heroicas dimensiones de
mi mala acción habían evidentemente trascendido los
límites de toda posible retribución. Poco después
de este suceso me encontraba nuevamente leyendo a solas en mi cuarto,
una tarde aburrida, cuando de pronto se oyó un fuerte ruido
y un objeto duro me golpeó en la parte posterior de la cabeza,
haciéndome perder momentáneamente el conocimiento.
Una gran lata de arvejas envasadas, colocada sobre la cubierta del
radiador de la calefacción, había explotado, probablemente
bajo los efectos de la fermentación.
La naturaleza complicadamente rebuscada de esta nueva catástrofe
hizo que los huéspedes de la Pensión Exquisite me
consideraran como a un niño dotado de potencialidades bastante
aterradoras y desde entonces fui muy buscado para las sesiones de
espiritismo, pasatiempo popular de aquellos días.
Luego, la antigua amenaza del doctor Szilagyi se materializó;
un absceso en el apéndice me colocó en la lista de
peligro. Fingiendo dormir, escuché una conversación,
de la que deduje que me operarían al día siguiente.
Me llevaron al hospital en una ambulancia. Era una mañana
clara de invierno; cuando cruzábamos el hermoso patio de
honor del Palacio Imperial de Viena comenzaron a caer del cielo
iluminado por el sol pequeños copos de nieve. A través
de la ventanilla de la ambulancia colocada junto a mi almohada,
yo contemplaba ávidamente la danza de los blancos cristales
en el aire, mientras un extraño cambio de ánimo se
apoderaba de mí. Creo que en esos momentos tuve conciencia
por primera vez del suave, pero abrumador impacto de la belleza,
y de la sensación de mi propio ser que se disolvía
pacíficamente en la naturaleza, como un grano de sal se disuelve
en el océano. Al iniciar el viaje había contemplado
las caras de los transeúntes de la calle con impotente envidia;
reían y hablaban; para ellos el mañana sería
como el ayer; sólo yo era distinto. Bajo los copos de nieve
del patio del palacio esto ya no me importaba; me sentía
reconciliado y en paz.
Ese viaje en la ambulancia fue un instante memorable para mí.
Todavía lo seguirían algunos momentos de terror: mientras
me llevaban en la camilla a la sala de operaciones, y el pánico
de la sofocación bajo el efecto del éter. Pero los
fantasmas del mundo recóndito se habían visto obligados
a retroceder ante algún otro poder de origen más misterioso
aún. Más tarde supe que no habían sido derrotados,
sino simplemente obligados a retirarse a posiciones más seguras.
Me dijeron que la operación del apéndice, que había
fracasado la primera vez, sería repetida. Me trataron como
a un niño valiente que nunca tiene miedo del lobo malo; pero
en realidad tenía un miedo mortal de la máscara de
éter, de una repetición de este tormento de ahogo
previo a la pérdida del conocimiento. El viejo enemigo, Horrar,
había aparecido bajo un nuevo aspecto. Pero cierto día,
mientras leía los Cuentos del barón de Munchausen,
tuve una inspiración. El capítulo que leía
en ese momento era el delicioso relato de cómo el barón
mentiroso se cae en un pantano donde se hundirá irremisiblemente.
Cuando ya se ha hundido hasta la barbilla, y sus minutos parecen
contados, se salva mediante el simple recurso de cogerse sus propios
cabellos y tirar hacia arriba, lo que le permite salir de su desesperada
posición.
La salvación del barón me gustó tanto, que
me reí en voz alta; y en ese mismo instante descubrí
la solución del problema que me torturaba. Decidí
arrancarme yo mismo del pantano de mis temores, sosteniendo con
mis propias manos la máscara de éter, hasta perder
el conocimiento. De ese modo sentiría que dominaba la situación
y el terrible instante de la impotencia no se repetiría.
Mencioné mi idea a mi madre, que la comprendió instintivamente
y consiguió que el cirujano satisficiera mi capricho. Aunque
la operación se postergó demasiado, y nuevamente tuvieron
que llevarme deprisa al hospital en la misma ambulancia, por el
mismo camino, no sentí ningún temor cuando me puse
la máscara sobre la cara, ante la sonrisa alentadora del
encargado de la anestesia.
Desde ese día aprendí a burlar mis obsesiones y mis
ansiedades; o por lo menos a llegar a una especie de modus vivendi
con ellas. Llegar a un acuerdo amistoso con nuestras propias neurosis
parece una contradicción; sin embargo, creo que es posible,
siempre que uno reconozca sus complejos y los trate con respetuosa
cortesía, por así decir, en vez de luchar contra ellos
y negar su existencia. Creo profundamente que el hombre posee el
poder de arrancarse a sí mismo del pantano, tirándose
por los cabellos. El Barón en el Pantano, abreviado «Bapán»,
vencedor de «Horrar», ha llegado a ser para mí
un símbolo y una profesión de fe.
El episodio final de esta educación a golpes ocurrió
cuando yo tenía trece años. Me había convertido
en un lector adicto de las fantasias científicas de Julio
Verne.
Mientras leía una escena del Viaje a la Luna surgió
de pronto en mi mente, con extraordinaria nitidez, un recuerdo de
mis primeros días, largamente olvidado; y a continuación
se apoderó de mí una sensación igualmente extraordinaria
de calma y alivio.
El contenido del capítulo que leía en esos momentos
era éste: mientras el obús que lleva a los exploradores
hacia la Luna viaja por el vacío muere uno de los animales
que se encuentran a bordo, un pequeño foxterrier. Después
de algunas dudas, los exploradores deciden arrojar el cadáver
a través de la hermética escotilla. Así lo
hacen; luego, al mirar por la espesa ventana de vidrio, advierten
con horror que el cuerpo del perro vuela paralelamente a ellos por
el espacio. No cae, porque conserva la velocidad del obús,
así como un objeto arrojado por la ventana de un tren en
movimiento conserva la velocidad del tren; y fuera de la atmósfera
terrestre no hay ninguna clase de fricción que pueda frenar
el movimiento.
Gradualmente, el cadáver va separándose de la ventana,
impelido por la persistencia del suave envión que lo había
arrojado por la escotilla; pero aunque retrocede lentamente, conserva
su velocidad paralela y sigue frente a la ventana.
El perro muerto se ha convertido en un planeta o en un meteoro que
seguirá girando sobre su oscura órbita elíptica
alrededor de la tierra, eternamente.
Al leer esta escena se me ocurrió que tal vez un día
los criminales fueran arrojados al espacio mediante cohetes interplanetarios,
en vez de ser colgados o electrocutados. La temperatura cósmica
de cero absoluto los conservaría para siempre e impediría
su desintegración. Esa cantidad de cuerpos astrales, que
flotarían alrededor de la tierra, como permanentes satélites,
tal vez resultara inconveniente y diera origen a diversas supersticiones,
pero para esto había un remedio fácil: en el momento
de la expulsión, bastaba hacer seguir al cohete la trayectoria
abierta de una parábola, en vez de la órbita cerrada
de una elipse. En ese caso el cadáver no seguiría
la trayectoria de un planeta, sino la de un cometa; daría
una vuelta semicircular frente al sol y luego se alejaría
cada vez más y más hacia el espacio interestelar,
más allá de las estrellas fijas y de las nebulosas
espirales, hacia el infinito.
Consideré que este método era bastante practicable,
no sólo para ejecuciones, sino también para deshacerse
de los muertos en general. Después de todo, ya existía
la costumbre de cremarlos y dispersar sus cenizas al viento. Librar
a los muertos de la esclavitud de la tierra y dispararlos en un
viaje eterno por el espacio, transformados en silenciosos cometas,
con las manos cruzadas sobre el pecho, era una idea llena de paz
y de consuelo, y lo más parecido que se me ocurría
a la idea de la inmortalidad; convertía la muerte en una
aventura envidiable. La comodidad no consistía justamente
en la posibilidad de conservar el cuerpo en vuelo por el refrigerador
cósmico, sino en el hecho de que, por más eones de
años de luz que viajara a lo largo de su parábola,
no podría nunca desprenderse de este mundo.
Durante esta meditación, un recuerdo largamente olvidado
surgió en mi conciencia, tan claramente como si siempre hubiera
estado presente. Era el recuerdo de una escena ocurrida aunque
parezca casi increíble cuando yo apenas tendría
dos años. Me habían encerrado en el cuarto de baño,
a oscuras, para castigarme por algo que había hecho. Me sentía
presa de un temor, de un pánico salvaje; creía que
tendría que quedarme para siempre en la oscuridad y que no
volvería a ver nunca más a mi madre, ni la luz del
día, ni ninguna otra cosa. Luego, hay una laguna en mi memoria,
o más bien una mancha negra, como la repentina oscuridad
de la pantalla cuando se rompe la película en el cuarto de
proyección. Recuerdo que me lancé de cabeza contra
el soporte de hierro del lavabo; a continuación, una oleada
repentina de luz, cuando mi madre abrió la puerta de par
en par y vino a rescatarme, mientras yo aullaba en un éxtasis
de alivio, de amor y de compasión hacia mí mismo.
También recuerdo haber registrado con satisfacción
sus ademanes preocupados y culpables; y la confusa nube naciente
de un pensamiento, que en lenguaje coherente significaba más
o menos: «Esto le servirá de lección.»
Ésta era la escena que recordé tan inesperadamente,
mientras soñaba con cohetes interestelares y cometas, y descubría
que, vivo o muerto, uno no puede desprenderse de este mundo. El
recuerdo había perdido su espina ponzoñosa, el horror
primitivo de la prisión oscura. Me parecía que desde
ese momento me había sentido más o menos libre del
miedo a la muerte; aunque no del miedo al hecho de morir, con todos
sus agregados dolorosos y degradantes. A medida que envejezco, este
segundo miedo aumenta, como el temor de una operación dolorosa
a la que uno se somete de mala gana, aunque sabe que es para su
propio bien.
Traducción
de J. R. Wilcock.
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