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El
poder de la escritura
José
Martín Méndez González /
Alumno de la carrera de Ingeniería Química, en Coatzacoalcos.
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Este
trabajo fue merecedor del primer lugar del V Premio al Estudiante
Universitario, en la categoría de Ensayo Humanístico
“Librado Basilio”, convocado por la Universidad Veracruzana
y entregado en el marco de la Feria Internacional del Libro Universitario
(FILU 2003)
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Sumeria,
al sur de Mesopotamia, aproximadamente 3000 a. C.
El Dios del Sol, Shamash1, hace sentir su presencia en estas tierras
casi desérticas. Observa desde su trono cómo su pueblo,
el cual le rinde sacrificios para agradarle y merecer su benevolencia,
emplea un invento concebido por el más pequeño de
sus hijos: la rueda. Pero pronto, muy pronto quedará opacado
por uno nuevo, un invento que revolucionará la historia de
sus descendientes...
Oresh camina por entre los vericuetos de la ciudad llena de comerciantes,
de personas extranjeras, cuyas lenguas se mezclan armoniosamente
junto con el aroma de los dátiles, inundando el ambiente,
perfumándolo. Trata de mantenerse ajeno a tanta algarabía,
de tener clara la mente, porque tiene que presentar cuentas a su
maestro y no quiere olvidarse de ni un número. Quiere que
las cuentas cuadren, no quiere tener que poner de sus ya de por
sí mermadas ganancias lo que pudiera faltar. Por eso camina
sin poner atención a los transeúntes que se aglomeran,
que compran y venden, que lo empujan despiadadamente, como si supieran
que le cuesta trabajo memorizar las cuentas y se divirtieran tratando
de hacerle perder el hilo de sus cavilaciones matemáticas.
Oresh está tan ensimismado repitiendo una y otra vez las
mismas cuentas, que no se percata del ladrón que viene huyendo...
y lo impacta.
Risas… es lo primero de lo que tiene conciencia Oresh. Está
tirado en medio de un lodazal, de barro húmedo, las ropas
manchadas, las cuentas perdidas, quizás hasta robadas por
el ladrón. Se incorpora penosamente, tratando de aparentar
un poco de dignidad ante las risas aún no sofocadas de los
que están a su alrededor. Y es ahí justo cuando intenta
recordar las cuentas y mira el lodazal en el cual ha quedado moldeada
su figura, que tiene la Revelación, la Idea, el Invento.
Juega con ella un momento, la analiza, hace una lista mental de
lo que necesita para importarla del mundo abstracto al real. Toma
un poco de ese barro y comienza a darle forma entre sus manos febriles
y, con el tallo de caña que llevaba en la boca, rasga su
superficie, marca en ella figuras en forma de cuñas. Y mientras
la marca y crea nuevas figuras, marca también el mayor hito
en la historia de la civilización humana, el verdadero salto
evolutivo: el nacimiento de la escritura.
Comunicar es una característica que nos ha distinguido desde
tiempos milenarios. Primero le dimos “significado” a
los sonidos guturales, que más tarde promovieron la evolución
de nuestras cuerdas vocales. Y, casi al mismo tiempo, también
fuimos artistas, pintamos escenas de cacerías en nuestras
cuevas, ya sea impulsados por un sentimiento de superstición
o por el deseo innato de nuestra especie de representar lo que imaginamos,
de asir esa esencia del mundo de los sueños para darle consistencia
en forma de pinturas, después en escritos y ya, más
tarde, en imágenes con movimiento.
Es ineludible el hecho de que la escritura cambió radicalmente
la manera de comunicarnos, ya que dio a nuestros antepasados la
posibilidad de plasmar pensamientos, sentimientos, hechos históricos,
cuentas, farsas, todo, cualquier cosa que se deseaba transmitir
a otros sin estar presente la persona que quería comunicarlo
de forma clara, entendible para cualquier persona instruida en la
lectura de los símbolos que representan sonidos.
Y es que la escritura no sólo ofrece un medio para comunicarnos,
lo que verdaderamente ofrece, es un pedazo de eternidad. Ver tu
obra escrita, saber que te va sobrevivir, que le vas a ganar a la
muerte, es una adicción tan fácil de adquirir porque,
en cierta medida, también es una forma de ser Dios.
Víctor Hugo, esa dínamo literaria, en una ocasión
me dijo en Las contemplaciones (y a muchos otros se los dirá
también, sin duda): “Y todo hombre es un libro en el
que el propio Dios escribe”. Porque esa hoja en blanco no
sólo es una hoja en blanco, es el barro primigenio que espera
a ser moldeado por tus pensamientos, por las historias que te susurran
las voces de la imaginación, por los sentimientos que nacen
en ti a causa de esa musa que ha besado tu frente.
Si bien es cierto que escribir puede llegar a ser un acto egoísta,
el hecho es que es una forma de comulgar, para bien o para mal,
pero así es. Y cuando la fuerza de esta comunión crece
y crece, ganando adeptos a diestra y siniestra, es cuando suceden
los cambios sociales de los más variados estilos y matices:
revoluciones, movimientos de independencias, guerras, avances tecnológicos...
Creo que no existen ejemplos más reveladores, en la historia
de la humanidad, del poder de la escritura, del uso de su poder,
como la Segunda Guerra Mundial y la Biblia, acontecimientos tan
contrastantes entre sí como una prostituta y una santa.
Adolf Hitler creó más que un imperio nazi a partir
de su Mein Kampf. Creó una religión basada en la idea
del “Superhombre”, idea ya expuesta por Friedrich Nietsche,
pero cuya prosa no bastó para esculpir en cientos y cientos
de personas la creencia y el fervor de exterminar al débil
para proclamar como heredera de todo lo creado a la raza aria. No.
Hacía falta un Adolf Hitler que lograra hacer “comulgar”
su “palabra escrita” –escribo comulgar entre comillas
porque darle el significado que comúnmente se le da en la
religión cristiana (recibir el cuerpo de Cristo, habitar
de manera íntima en él) sería, para mí,
una blasfemia; pero, al mismo tiempo, no encuentro otro verbo que
describa el grado tan alto de fanatismo que logró inculcar
Hitler en el corazón y mente de esas personas– con
todo un pueblo ávido de una victoria. Hacía falta
un Adolf Hitler conocedor y manipulador del poder de la palabra
escrita; un Adolf Hitler que redefinió la humillación
y la vergüenza humanas. “El exterminio emprendido por
los nazis destruyó dos seguridades del hombre moderno: la
belleza del desnudo y la confianza en el lenguaje. Acerca de lo
primero, después de los campos de concentración (y
sus filas, dormitorios, vagones, hambrunas, experimentos, fotografías,
cámaras de gas y fosas comunes) el desnudo perdió
toda la belleza que el arte moderno le había concedido. El
cuerpo humano perdió su dignidad: fue amontonado, eliminado
en masa y exhibido como objeto desechable y horrible”2. Hacia
falta un Adolf Hitler que reinó por un tiempo entre montañas
de cuerpos y lamentos... todo ese holocausto, ese parpadeo al infierno,
por las ideas que leyó en un libro...
La Biblia, el libro que narra los hechos acontecidos hace más
de 2 000 años y cuyo personaje principal es el Cordero de
Dios, aquél que con sus acciones nos mostró la Palabra
de Dios, una palabra que, aunque escrita, tendrá vigencia
por sobre cualquier otra cosa que se haya escrito. Esa es su fuerza:
la vigencia. Porque es una palabra viva, ajena al tiempo, sin importar
cuántas veces reinventemos el mundo, siempre estará
ahí: el pasado, el presente, el futuro se esconden en sus
páginas de Verdad.
Quizás no sea propiamente el libro como objeto lo que le
da vigencia sino los acontecimientos del Cordero en Jerusalén.
Pero el Cordero sabía que, al ser escritas –después
de todo su “venida” estaba escrita–, sería
como grabar en piedra su misión, y que continuaría
predicándose por sí sola, de generación en
generación, porque la verdad de su vida, de sus acciones,
de su misión quedaría simbióticamente unida
a la palabra escrita concediéndole presencia eterna hasta
el fin de los tiempos.
Y es que, quizás, ese libro es la fina línea que nos
separa del salvajismo, de la involución, porque es el más
influyente en la historia de la conducta humana, y toda persona
que intente desacreditarlo promueve un acto que desequilibra el
frágil pedestal en el que brilla la obra maestra del artista:
el ser humano.
Como he dicho líneas atrás, la palabra escrita posee
influencia en las mentes de las personas, y con la influencia viene
el poder. Cuando los que poseen el poder –si esto es posible,
más bien sucede lo contrario– se percatan de tu influencia
que pone en jaque la de ellos, hacen todo lo posible por suprimir
tu escritura.
El caso más impactante de este tipo de situación que
conozco es el del chino Wei Jingsheng. Su crimen: escribir ensayos
a favor de la democracia en la China comunista. Detenido el 29 de
mayo de 1979, pasó 18 años en una prisión de
Beijín. Su celda medía 1.4 por 2.7 metros. Los guardias
tenían órdenes de no hablar con él, no tenía
permitido leer ni, por supuesto, escribir (en su celda la luz la
mantenían encendida las 24 horas), hasta que un día,
en la cacerola de su desayuno, encontró un bolígrafo.
Wei comenzó a escribir en el papel sanitario que tenía
a su disposición. Los escritos y el bolígrafo los
escondía en las huecas varillas de metal de su cama.
Dos años después de su arresto, las autoridades le
concedieron la libertad de escribir una carta mensual para su familia,
por lo que le proporcionaron bolígrafos y papel de mejor
calidad, con la condición de que no escribiera sobre las
golpizas ni los dolores de cabeza y pecho, tampoco acerca de la
putrefacción de sus dientes. Como Wei continuaba criticando
a los líderes que lo tenían preso, en ocasiones le
quitaban los bolígrafos, pero los mismos prisioneros robaban
a los carceleros bolígrafos y los hacían llegar a
la celda de Wei.
A finales de 1993, China deseaba ser anfitrión de los Juegos
Olímpicos, por lo que, en una muestra de buena voluntad,
dejó en libertad a Wei. Al no obtener la sede de los Olímpicos,
Wei fue nuevamente encerrado, esta vez en una celda en la que dos
de las paredes eran de vidrio para evitar que escribiera. Sin embargo,
en 1997 se publica un libro en Estados Unidos, El valor de estar
solo, compendio de sus cartas redactadas en prisión, las
cuales fueron transcritas por Tong Yi, sentenciada a dos y medio
años en un campo de trabajo. Debido a esto, la presión
internacional doblegó finalmente a China y liberó
a Wei en noviembre de 1997.
Quiero ser como él, me dije cuando leí su historia.
Quiero desarrollar mi capacidad de escribir pensamientos para motivar
a otros, para abrir nuevas rutas de pensamiento en cualquier persona
de cualquier país de cualquier nivel cultural y económico.
Quiero “comulgar” con otras personas. Quiero cambiarle,
al menos, la vida a una de ellas. Quiero, después de todo,
mi trozo de eternidad…
Referencias
1. Shamash, Dios del Sol para los sumerios.
2. Yépez, Heriberto. La tempestad, año 4, núm.
22, enero-febrero 2002, pág. 20.
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