El
camino hacia Marx
1930-1931
Rebelión
y fe: rebelión
Para el convertido, su conversión es un acto único
e indivisible, un renacimiento espiritual donde la emoción
y la razón, los perpetuos duelistas, se encuentran por
una vez en perfecta armonía. […]
Mi infancia y mi adolescencia presentaron un sello notablemente
individualista; por otra parte, mi progreso hacia el Partido Comunista
repitió una actitud típica, y casi convencional,
de la época. Parecía confirmar la aseveración
de Marx de que el hombre es un producto del ambiente social y
su mentalidad un reflejo del mismo.
Aparte de las características individuales de mi espíritu,
mi desarrollo político fue en esencia determinado por las
condiciones de dicho ambiente; y los que compartían el
mismo ambiente social y cultural que yo, por distinta que fuera
su conformación psicológica, siguieron en su gran
mayoría el mismo camino. Fue una migración en masa
de los hijos y las hijas de la burguesía europea, que trataban
de eludir el derrumbe del mundo de sus padres. Los años
de inflación que siguieron a la primera guerra mundial
señalaron el comienzo de la decadencia de Europa; los años
de depresión que llegaron una década después
aceleraron el proceso; la segunda guerra mundial lo completó.
La desintegración moral y económica de la zona media
de la sociedad provocó el proceso fatal de polarización
que hoy continúa, desde los puertos del Canal hasta el
sureste de Asia. Los elementos más activos de la burguesía
empobrecida se convirtieron en los rebeldes de la derecha o de
la izquierda; los fascistas y los comunistas se repartieron en
partes iguales los beneficios de la migración social. El
resto, que no encontraba ningún consuelo en el odio, vivía
sin sentido, «como una nube de fatigadas moscas invernales
que se arrastra por las turbias ventanas de Europa, miembros de
una clase desplazada por la Historia».
Al este del Rin, en 1930, no se podía eludir la elección
entre el fascismo y el comunismo. Los europeos occidentales no
comprendieron nunca completamente el carácter imperativo
de este dilema y la fatalidad histórica que implicaba.
Como limaduras de hierro entre dos polos magnéticos, la
población de Alemania y de los países del sur y
del este se ubicó de acuerdo con su posición en
el campo de fuerzas.
Sin embargo, éstas son como siempre consideraciones posteriores
al hecho. En la época en que se maduraba en mí la
decisión de unirme al Partido Comunista ni ese proceso
de eliminación, ni el proceso de polarización que
me arrastró, aparecían claros en mi mente. La presión
social obraba sobre mí; la marca me arrastraba; mis impulsos
y mis decisiones eran un reflejo de esta presión, pero
no un reflejo consciente. Suponiendo que exista una «conciencia
de clase» —es decir, una actitud mental que se adapta
a las circunstancias sociales— no nace en el plano consciente.
La mente humana normal no piensa: «Soy un chofer de omnibus;
por tanto, un obrero a sueldo; por tanto, un miembro del proletariado
explotado; por tanto, debo unirme al movimiento revolucionario».
Ni tampoco computé mentalmente la decadencia de la clase
media europea, más la polarización social, más
la eliminación selectiva de las otras posibilidades de
acción, en el orden minucioso en que las expuse en estas
páginas. El cómputo fue realizado por una especie
de razonamiento vago, en parte inconsciente, incoherente, hasta
que de pronto se me presentó la solución final;
como el resultado que aparece en la esfera de los contadores electrónicos.
Durante ese periodo, mis experiencias conscientes eran de un tipo
distinto, casi nunca lógico, sino más bien sentimental.
Pueden resumirse en dos palabras: rebelión y fe.
«No se adquiere una fe mediante el razonamiento. Uno no
se enamora de una mujer o entra en el seno de una religión
como resultado de un razonamiento lógico persuasivo. La
razón puede defender un acto de fe; pero sólo cuando
el acto ha sido cometido y el hombre se ha comprometido con el
acto…
«La devoción hacia la pura Utopía y la rebelión
contra una sociedad impura, constituyen los dos polos que proveen
la tensión de todos los credos militares. Preguntar cuál
de los dos origina la corriente, si ésta nace de la atracción
del ideal o de la repulsión del ambiente social es formular
la vieja pregunta de la gallina y el huevo…»
No se necesitaba mucha persuasión para convertirme en un
rebelde.
Desde la infancia, debo de haber vivido en un estado de Indignación
Crónica. Cuando ese estado llegó a su colmo me alisté
en el Partido Comunista.
Rousseau observa en alguna parte que también él
padeció de esta afección y la explica como una consecuencia
de las ignominias y sufrimientos que soportó en la infancia.
En esto, por una vez, parece ser injusto consigo mismo, porque
los sufrimientos infantiles pueden sensibilizar o anular a una
persona de muchas maneras distintas, sin convertirlo necesariamente
en un rebelde indignado. Este tipo de carácter parece depender
de una cualidad específica: el don de la imaginación
proyectiva, o «empatía», que nos obliga a considerar
una injusticia infligida a los demás como una indignidad
para nosotros; y viceversa, reconocer que una injusticia cometida
con nosotros es parte y símbolo de un malestar general
de la sociedad. La persona crónicamente indignada no es
por fuerza quimerista, pero siempre es un rebelde. Sus campanas
incesantes para lograr que se le haga justicia, o se haga justicia
a una Causa u otra, a sus amigos o a sus protegidos (porque siempre
tiene una amplia clientela de protegidos, a los que causa más
molestias que beneficios), le ocupan la mayor parte del tiempo
y lo convierten en una especie de admirable fastidioso; por supuesto,
estoy hablando de mí. Que parezca más admirable
o más fastidioso, eso depende en menor grado de él,
y en mayor grado del orden de los acontecimientos. La diferencia
de méritos entre Garry Davis y Harry Truman, en su capacidad
de hombres de Estado, es incomparablemente menor que lo que podría
hacer creer el azar de las circunstancias.
Lo que distingue al rebelde crónicamente indignado del
revolucionario consciente es que el primero es capaz de cambiar
de causa y el segundo no. El rebelde dirige su indignación
de pronto contra esta injusticia, de pronto contra aquélla;
el revolucionario es un hombre que odia con método, que
ha reunido toda su capacidad de odio en un solo objeto. El rebelde
siempre tiene algún rasgo quijotesco; el revolucionario
es un burócrata de la Utopía. El rebelde es entusiasta;
el revolucionario fanático. Robespierre, Marx, Lenin eran
revolucionarios; Danton, Bakunin, Trotsky eran rebeldes. Generalmente,
son los revolucionarios los que modifican el curso material de
la historia; pero algunos rebeldes dejan en él una huella
más sutil y, sin embargo, más duradera. De todos
modos, el rebelde, a pesar de sus fatigosas excomuniones e igualmente
fatigosos entusiasmos, es un tipo más atrayente que el
revolucionario; y hablo nuevamente pro domo, por supuesto.
Ya mencioné cómo las ignominias de la administración
colonial de Palestina me convirtieron, de sionista romántico
que era, en sionista activo. El acontecimiento que hizo que mi
indignación llegara a alturas que nunca había alcanzado
jamás fue la política americana de destruir el cereal
almacenado para mantener los precios durante los años de
la depresión, en una época en que millones de desocupados
vivían en la miseria y casi muertos de hambre. Considerada
retrospectivamente, la política económica que obligó
a estas medidas es tema de controversia académica; pero
en 1931 y en el 32, su efecto sobre los europeos fue el de una
conmoción brutal y verdaderamente aterradora, que destruyó
la poca fe que les quedaba en el orden social existente. En 1932
había siete millones de desocupados en Alemania, lo que
quiere decir que uno de cada tres obreros vivía de limosna.
En Austria, Hungría y los países circundantes la
situación era similar o peor. La carne, el café,
la fruta se habían convertido en lujos fuera del alcance
de vastas zonas de la población; hasta el pan se medía
en la mesa en delgadas tajadas; sin embargo, los diarios hablaban
lacónicamente de millones de toneladas de café arrojadas
al mar, de trigo quemado, cerdos cremados, naranjas rociadas con
keroseno para «facilitar las condiciones del mercado».
Era una paradoja grotesca e incomprensible; incomprensible para
sus víctimas más ignorantes, y para los que tenían
alguna conciencia social era un signo del derrumbe total y de
la descomposición del sistema económico. ¿No
había predicho acaso Marx que el capitalismo perecería
a causa de sus contradicciones íntimas; que el ciclo de
periodos prósperos y crisis se repetiría con ritmo
acelerado y que cada crisis sería peor que la anterior,
y que la última representaría la muerte del capitalismo?
Era evidente que la profecía estaba a punto de cumplirse.
Cuando la gente se muere de hambre, y los alimentos son destruidos
ante sus propios ojos para que sus obesos explotadores puedan
ser más obesos todavía no puede faltar mucho para
el momento del Juicio Final.
¡Ay de los pastores que se alimentan a sí mismos,
pero no alimentan sus rebaños! La indignación bullía
en mí como en un horno. A veces me parecía que sus
vapores me ahogaban; otras veces sentía deseos de explotar,
de disparar tiros detrás de una barricada o arrojar cartuchos
de dinamita. ¿Contra quién? Era una furia impersonal,
que no se refería a ningún individuo o grupo social
definido. Yo no odiaba a la policía, o a los dueños
de fábricas, o a los ricos; en esa época tenía
un sueldo bastante considerable. Los Camisas Pardas me parecían
repelentes; pero pertenecían a un mundo extraño
y absurdo. Me desagradaban los ricos ostentosos, pero no a causa
de sus riquezas, sino porque querían utilizar frívolamente
su fortuna y se conducían como sordos y como ciegos. Mi
ferviente indignación carecía de blancos personales:
la suscitaban el Sistema en general, la aceitosa hipocresía
y la estupidez suicida que nos llevaban a todos directamente a
la catástrofe. En mis ensueños de furor no mataba
a nadie; pero enormes edificios se abrían y sus paredes
se desmoronaban como en un terremoto; los ministerios, las oficinas
editoriales, las estaciones de radio, toda la Sieges Allee con
sus horribles estatuas de príncipes y mariscales de campo…
Para borrar definitivamente el pasado
¡Oh ejército de esclavos, seguidnos!
Levantaremos de su eje al globo…
Ecos de los cien días de la Comuna húngara; ecos
de la ira indignada de los profetas judíos y del Apocalipsis
inminente según san Marx; el recuerdo de la quiebra de
mi padre, el ruido de las botas rotas de la marcha del hambre
por las calles y el olor del trigo fresco quemado en los campos;
todos estos ingredientes se confundían en una sola explosión
sentimental. Mi periodo de latencia política había
llegado a su término.
Aunque la mezcla que provocó la explosión variaba
en cada caso, la reacción fue la misma en una gran cantidad
de escritores e intelectuales, en todas partes del mundo: Barbusse,
Romain Rolland, Gide, Malraux en Francia; Piscator, Becher, Seghers,
Brecht en Alemania; Auden, Isherwood, Spender, Day Lewis en Inglaterra;
Sinclair, Dos Passos, Steinbeck, Caldwell en Estados Unidos…
por mencionar sólo a algunos. En la década del treinta,
la conversión al comunismo no era una moda ni una locura
momentánea; era la expresión sincera y espontánea
de un optimismo surgido de la desesperación; una abortada
revolución del espíritu, un Renacimiento fracasado,
una falsa aurora histórica. Sigo creyendo que ser atraído
por la nueva fe era un error honroso. Estábamos equivocados,
pero nuestros motivos eran justos; y todavía pienso que,
con pocas excepciones —ya mencioné a Bertrand Russell
y a H. G. Wells—, los que repudiaron la Revolución
rusa desde el primer momento lo hicieron en su mayoría
por motivos que eran menos honrosos que nuestro error. Hay una
enorme diferencia entre un amante decepcionado y los que no pueden
amar.
Al
examinar mi caso particular mediante el microscopio psicológico,
después de haberme dispuesto deliberadamente a soportar
este examen, podría por supuesto argüirse que mi conversión
no fue provocada por una conciencia social «genuina»,
sino por mi predisposición neurótica. Pero dudo
que una conciencia social altamente evolucionada sea alguna vez
«genuina», en el sentido de ser totalmente independiente
de las experiencias privadas del pasado del individuo. «Hablaran
de la necesidad de libertad política, o de la situación
del campesino, o de la futura sociedad socialista, siempre era
su propia situación lo que los impulsaba. Y su situación
no se debía especialmente a la necesidad material; era
espiritual.» Esta frase figura en La Internacional Comunista
de Borkenau y se refiere a los intelectuales revolucionarios rusos
del siglo XIX. Pero también podría referirse a los
enciclopedistas franceses, a los liberales de 1848 y a los campeones
de cualquier otro movimiento progresista.
En resumen, detrás de las conquistas de los reformadores,
rebeldes, exploradores e innovadores que mantienen al mundo en
movimiento siempre hay algún motivo íntimo; y en
general este motivo contiene una parte notable de frustración,
de ansiedad o de sensación de culpabilidad. Los felices
pocas veces son curiosos; los que están cómodamente
arrellanados en la jerarquía social no tienen motivos para
destruir el sistema convencional de valores ni para edificar nuevos
sistemas. El desprecio del sano y vigoroso hacia el neurótico
es justificado, mientras la obsesión de este último
siga siendo estéril y no encuentre una vía de escape
constructiva. Pero hay otro tipo de neurótico que se ve
impulsado por la maldición de padecer toda desgracia colectiva
como si fuera un sufrimiento personal, y posee el don simultáneo
de transformar el sufrimiento individual en una conquista social
o artística. En la valuación de esa conquista, los
motivos íntimos que la provocaron no pueden ser considerados.
De este modo, el historiador y el psiquiatra, cada uno dentro
de su esfera, llegan a emitir juicios totalmente distintos ante
la misma acción. «Para el psiquiatra, tanto el anhelo
de una Utopía como la rebelión ante el statu quo
son síntomas de desajuste social. Para el reformador social,
ambos son síntomas de una actitud progresista y racional.
El psiquiatra olvida fácilmente que el hábito de
ajustarse a una sociedad deformada crea individuos deformados.
El reformador olvida fácilmente que el odio, aun el odio
de lo que es objetivamente odioso, no puede dar a luz una sociedad
feliz. Por tanto, cada una de estas actitudes refleja una verdad
a medias. Es verdad que la historia clínica de la mayoría
de los rebeldes revela un conflicto neurótico con la familia
y la sociedad; pero esto sólo demuestra, para citar a Marx,
que una sociedad moribunda se crea sus propios y morbosos enterradores.
También es cierto que frente a una injusticia repugnante
la única actitud honrosa es la rebelión; pero si
uno compara los nobles ideales en cuyo nombre se inician las revoluciones
con el triste fin a que suelen llegar comprende que una sociedad
impura mancha hasta a sus vástagos más revolucionarios.
«Al hacer coincidir ambas medias verdades, la del psiquiatra
y la del reformador social, hay que concluir que, si por una parte
un exceso de sensibilidad ante la injusticia social y un anhelo
obsesivo de la Utopía son signos de predisposición
neurótica, la sociedad puede en cambio llegar a un callejón
sin salida donde el rebelde neurótico causa más
placer a las divinidades que el sensato administrador que ordena
la destrucción de los alimentos ante los ojos de los que
se mueren de hambre. Y justamente ése era el callejón
sin salida en que se encontraba nuestra civilización en
1931.»*
Rebelión
y fe: fe
Ya traté de describir algunas de las razones que durante
la década del treinta convirtieron a millones de europeos,
incluyéndome a mí mismo, en rebeldes. La nueva fe
que surgió de esta rebelión se basaba, y en gran
parte se basa todavía, en la mitología soviética.
El mito soviético —para diferenciarlo de la realidad
soviética— obra sobre sus víctimas tanto en
el plano racional como en el irracional. Por supuesto, ambos están
tan intrincadamente unidos en la experiencia que es difícil
reconstruir en su verdadero orden los diferentes estados de la
transformación en mitómano.
Recuerdo, sin embargo, con notable claridad el primer paso, ya
que me pareció puramente racional y eminentemente razonable.
Toda comparación entre el estado de cosas en Rusia y en
el mundo occidental parecía hablar con elocuencia a favor
de la primera. En el Occidente imperaba la desocupación
en masa; en Rusia había escasez de brazos. En el Occidente
había huelgas crónicas y perturbaciones sociales
que en algunos países amenazaban desencadenar la guerra
civil; en Rusia, donde todas las fábricas pertenecían
al pueblo, los obreros intervenían en concursos de competencia
para lograr un mayor rendimiento de producción. En el Occidente,
la anarquía del laissez faire hundía al sistema
capitalista en el caos y la depresión económica;
en Rusia, el Primer Plan Quinquenal transformaba, mediante una
serie de gigantescos atrevimientos, el país más
atrasado de Europa en el más adelantado. Aun si la Historia
misma hubiera sido un simpatizante comunista, no habría
conseguido una coincidencia más ingeniosa de acontecimientos
que esta simultaneidad de la crisis más grave del mundo
occidental con la fase inicial de la revolución industrial
rusa. El contraste entre la tendencia decadente del capitalismo
y el ascenso gigantesco y simultáneo de la economía
planificada del Soviet era tan llamativo y evidente que incitaba
a una conclusión igualmente evidente: ellos son el porvenir;
nosotros, el pasado. Por lo menos en lo que se refiere a Europa
oriental, esta predicción, de una manera inesperada y terrible,
se ha cumplido.
El paso siguiente consistió en enamorarme del Plan Quinquenal.
Sobre una superficie que abarcaba un sexto de nuestro enfermo
planeta había empezado el esfuerzo constructivo más
gigantesco de todos los tiempos; allí se construía
la Utopía, con acero y hormigón. Imbuido de literatura
soviética, en un periodo en que su único tema era
la construcción de fábricas, de plantas generadoras
de energía, tractores, silos, y en general la realización
del Plan, consideré casi en serio la posibilidad de escribir
una versión moderna del Cantar de los Cantares:
«Los ojos de mi bienamada brillan como hornos de fundición
en la estepa; sus labios se diseñan atrevidamente como
el Canal del Mar Blanco; sus hombros son esbeltos y curvos como
el Embalse del Dnieper; su espalda es larga y derecha, como el
ferrocarril del Turkestán a Siberia…» Y los
zorros, los zorritos que arruinaban el viñedo, eran los
saboteadores fascistas contrarrevolucionarios.
No es fácil volver a sentir lo que sentía en aquellos
días. La ironía se entremete constantemente; la
amargura de la experiencia posterior siempre está presente.
Podemos agregar algo a nuestros conocimientos; pero no podemos
sustraerle nada voluntariamente; ningún cirujano del cerebro
puede devolvernos la virginidad de una ilusión.
En La edad del anhelo traté de revivir la ilusión
perdida, vista a través de los ojos de un muchacho ruso
de quince años cuyo padre murió como un mártir
de la revolución:
«El anuncio del Primer Plan Quinquenal fue como un trueno
repentino que estremeció el país y cuyos ecos resonaron
por todo el mundo. El barco de la revolución había
llegado a la calma; ahora se lanzaba hacia adelante, como ante
el influjo de un latigazo, con sus mástiles crujientes
y las velas tensas hasta el límite… La disciplina
en el colegio se volvió más estricta; cada curso,
explicó el profesor, debía considerarse como un
batallón de asalto en la batalla por el porvenir. En la
cabeza de Fedya bullían las cifras del Plan, aprendidas
de memoria; tantos millones de toneladas de hierro en bruto después
del primer año, tantos millones de kilovatios hora, tantos
millones de analfabetos convertidos en cultos miembros de la sociedad.
La resonancia de todos esos millones de riquezas, producidas por
el pueblo para el pueblo, lo embriagaba. Los kilovatios hora,
las toneladas, los litros y los kilómetros se convertían
en personajes de una epopeya…»
Cuando digo que me enamoré del Plan Quinquenal no exagero
mucho. A los veinticinco años todavía consideraba
la felicidad como un problema de ingeniería social. Rusia
había emprendido el experimento de ingeniería más
grande de la historia, en un momento en que los cinco sextos restantes
del mundo se venían abajo. La teoría marxista y
la práctica soviética constituían la realización
admirable y última del ideal de progreso del siglo XIX,
cuyo siervo yo era todavía. Evidentemente, el embalse generador
de energía eléctrica más grande del mundo
traería la mayor cantidad posible de felicidad al mayor
número de personas.
Cinco años antes me había escapado de mi casa para
ayudar a construir la Nueva Jerusalén. La resurrección
del Estado judío después de dos mil años
no sólo me parecía una empresa romántica,
sino también una especie de cura milagrosa de una raza
enferma. Me había decepcionado el chauvinismo provinciano
de Palestina; ahora aparecía ante la vista una nueva Sión,
de escala infinitamente más grande y más comprensiva.
Nuevamente me prometía una cura mágica, no sólo
para un pequeño grupo étnico, sino para toda la
humanidad. Y así como el nuevo Estado judío debía
revivir las antiguas épocas de los profetas, así
la Sociedad Sin Clases, según Marx, sería un renacimiento,
al final de una espiral evolutiva, de la primitiva sociedad comunista
de una edad de oro olvidada.
Poco antes de alistarme realmente en el partido proyecté
abandonar mi empleo e irme, durante uno o dos años, a manejar
tractores en Rusia. El Estado soviético necesitaba conductores
expertos de tractores y yo era mecánico; de modo que el
proyecto parecía lógico. Pero los oficiales del
partido que se encargaban de mi educación me explicaron
que era una idea típica de la mentalidad romántica
del pequeño burgués, de modo que tuve que abandonarla.
Menciono este proyecto porque tendía a una exacta, aunque
inconsciente, repetición de mi peregrinaje a la Kvutsa
Heftsebá para convertirme en «un aguatero y un leñador».
Esta vez, sin embargo, tenía más de veinticinco
años, era un corresponsal extranjero veterano y periodista
de experiencia. La facilidad con que me disponía a repetir
el mismo proceso revela que sentimentalmente seguía siendo
un adolescente; pero también revela que en medio de una
sociedad que se desintegraba tenía sed de fe, sed de una
oportunidad de edificar, crear y construir.
Crear, edificar, conectar y construir… ésta era la
atracción de la nueva fe. La revolución mundial
era una formalidad inevitable, que debía llevarse a cabo
antes de que la Sociedad Sin Clases pudiera edificarse, así
como el Juicio Final debe preceder al establecimiento del Reino
Celestial en la tierra. Por supuesto, había que abolir
el orden burgués y arrojar a la basura sus valores, sus
códigos, tabúes y costumbres; del mismo modo que
la revolución burguesa de 1789 había terminado con
el feudalismo, la aristocracia, el jus primae notis y todas esas
tonterías. Esto no se lograría sin un poco de lucha
y derramamiento de sangre; pero esa parte del programa me dejaba
más bien indiferente. Sólo me interesaba lo que
vendría después; la construcción de esa sociedad
comunista que significaba la realización suprema del destino
del hombre. Liberaría sus inmensas posibilidades, ahora
anuladas y comprimidas por el yugo económico. «El
ciudadano común de la sociedad común», escribía
Trotsky, «se elevará al nivel de un Aristóteles,
de un Goethe, de un Marx.» Una vez destruido el yugo, las
energías prometeicas del hombre se expandirían como
la lava después de una erupción volcánica.
«Levantarían de su eje al globo» y lo uncirían
a la flecha en el espacio…
Era una fe poderosa, y su pérdida un empobrecimiento para
siempre. La mayoría de mis camaradas se sentían
impulsados por las mismas ideas; por lo menos durante sus primeros
pasos en su carrera partidaria, la visión prometeica dominaba
la tendencia destructiva. Años después los vi cambiar,
uno por uno, a medida que los Fines se alejaban cada vez más
ante sus ojos y sólo quedaban los Medios. Pero no podíamos
preverlo cuando, como la Tribu cautiva, emprendimos nuestro viaje
dejando atrás las riquezas de Egipto. Todavía no
sabíamos nada del desierto; sólo sabíamos
que había una Tierra Prometida y que las plagas que acosaban
al Faraón respondían a un plan.
En cierto modo, estábamos en una situación privilegiada.
A diferencia de todos los otros movimientos revolucionarios, desde
el cristianismo hasta el socialismo, cuyos programas eran meros
planos del porvenir, nuestra Utopía se encarnaba ya en
un país verdadero, con gente verdadera. Su inaccesibilidad
y su lejanía eran una ventaja más; permitía
dar rienda suelta a la imaginación, estimulada por la pintoresca
vestimenta y las nostálgicas canciones de las estepas.
El progreso, la justicia, el socialismo eran palabras abstractas
que no daban alimento a los sueños, ni oportunidad a la
veneración, el amor y la identificación. Pero ahora
el movimiento socialista, sin hogar y disperso, había logrado
un país, una bandera, una sensación de poder y de
confianza en sí mismo; y hasta una imagen paternal verdaderamente
amada, en la silueta de Lenin, con la astuta mirada mogólica
de sus ojos alegres y brillantes. La lucha épica de un
gran pueblo, que sostenía sus batallas por la libertad
y en los intervalos tocaba la balalaika, satisfacía nuestro
anhelo romántico y nos infundía un nuevo sentimiento
de patriotismo.
Nuestro conocimiento fragmentario de lo que ocurría en
Rusia asumía el carácter de una leyenda homérica:
El pueblo había llegado al poder sobre un sexto de la Tierra.
La propiedad privada, la avidez de poder, las distinciones sociales,
los tabúes sexuales, habían sido abolidos de un
solo golpe. Ya no había ni ricos ni pobres, ni amos ni
criados, ni oficiales y otras jerarquías. La historia del
homo sapiens empezaba nuevamente, desde el principio. Se oía
un trueno detrás de cada uno de estos nuevos decretos,
como la voz de Sinaí que profería los Diez Mandamientos.
Los que lo oían sentían que se abría de pronto
dentro de ellos una costra rígida, la costra apergaminada
del escepticismo, de la frustración y del resignado sentido
común. Sentían una inundación de sentimientos
que ya no se hubieran creído capaces de sentir. Una fe
se había liberado en ellos, tan profundamente reprimida
que ni sabían que existía; una esperanza tan profundamente
enterrada que la habían olvidado…
El fragmento citado (de El yoga y el comisario) se refiere a los
primeros años de la Revolución rusa. Pero en 1930
el régimen soviético estaba todavía en su
primera adolescencia; resultaba muy difícil para los de
afuera descubrir la realidad que el mito ocultaba; además,
la eficacia de la atracción rusa era mil veces mayor a
causa de la crisis económica y de la amenaza del fascismo
en Europa. Los gentiles liberales, que desaprobaban a Marx y aborrecían
la violencia, volvían de sus giras dirigidas por Rusia
con una actitud cambiada y amistosa hacia «el gran experimento
soviético». Los industriales preocupados y los banqueros
admitían que, después de todo, «tal vez no
fuera tan malo como decían». Las diversas «Sociedades
para promover las relaciones culturales con la URSS» incluían
en sus comités a todo el mundo, desde las duquesas hasta
los dentistas. Y las inolvidables películas rusas de esa
época recibían la bienvenida entusiasmada de los
críticos y del público, fueran cuales fuesen sus
opiniones políticas.
Cuando recuerdo películas como Tormenta sobre Asia o El
acorazado «Potemkin», todavía creo que se contaron
entre las experiencias emotivas más poderosas de mi pasado.
En menor grado, también es cierto esto de las representaciones
en Europa de los teatros de Tairoffy Meyerhold; y de los libros
de los nuevos novelistas soviéticos; de El ladrón
de Leonof, El Don silencioso de Sholojof, El río de hierro
de Serafimovich y los relatos de la Guerra Civil de Isaac Babel.
No sé, ni quiero saber, qué efecto me producirían
ahora; en esa época parecía que la Rusia soviética
se encaminaba hacia una cultura fresca y radiante que a su debido
tiempo —probablemente al terminar el Segundo Plan Quinquenal—
igualaría las glorias del Renacimiento y de la Edad de
Oro de Grecia.
Y pensar que las obras maestras de Eisenstein y Pudovkin eran
financiadas por el Estado; que Stanislavsky y Meyerhold y Wachtangof
eran empleados del gobierno; que toda la literatura, la poesía
y la prosa era publicada por el Estado; es decir, por el Pueblo
soberano, los obreros y los campesinos, el mecenas más
grande y más original que el arte hubiera conocido jamás.
Un régimen capaz de esas conquistas sólo podía
inspirar amor y admiración y una nueva fe en la humanidad.
También
me parecía que la Rusia comunista recogía la antorcha
que los liberales de la casa Ullstein habían abandonado.
El supertrust a cuyo servicio había dedicado los últimos
cinco años en Oriente Medio, en París y Berlín,
y al que me sentía íntimamente ligado, había
representado para mí la encarnación del liberalismo
progresista y de la más atrevida vanguardia. Los escritores
y poetas revolucionarios de Alemania habían hallado cálida
acogida en nuestras páginas literarias. Para mí
no había interrupción, sino continuidad lógica,
entre el modernismo de Weimar y la nueva cultura soviética,
que parecía destinada a ser su heredera.
Esta sensación de continuidad también se extendía
a la esfera de los problemas sociales. Ya hablé de mi desaliento
cuando los Ullstein abandonaron su campaña contra la pena
capital. La campaña fue mantenida por la prensa comunista
y simpatizante de Alemania, ofreciendo como ejemplo el nuevo código
penal ruso. Lo mismo ocurrió con otras cruzadas sociales
que la prensa liberal abandonó por temor a los nazis. Especialmente
recuerdo nuestras campañas en pro de una reforma de las
leyes sobre la homosexualidad y el aborto. Ambos eran problemas
urgentes en Alemania. La homosexualidad prosperaba abiertamente;
a consecuencia de la prohibición legal del aborto, entraban
por año más o menos 500.000 mujeres de las clases
pobres en los hospitales, con infecciones o hemorragias, provocadas
por las operaciones ilegales que ejecutaban los curanderos o ellas
mismas. En ambos casos, la prisión no era ni un medio de
contención ni un remedio. En ambos casos, la prensa liberal,
atemorizada ante la acusación de promover la inmoralidad,
abandonó la campaña en pro de una reforma legal;
nuevamente la continuó el Partido Comunista.
Donde yo mirara, en todos los campos de la actividad social y
cultural, el movimiento comunista aparecía como una prolongación
lógica de la tendencia humanística progresista.
Era la continuación y la realización de la gran
tradición judío-cristiana; una nueva y fresca rama
del árbol del progreso europeo, arraigado en el Renacimiento
y la Reforma, en la Revolución Francesa y el Liberalismo
del siglo XIX, que crecía hacia la perfecta consumación
socialista.
¿Cómo podría conciliarse este concepto de
continuidad histórica del Partido Comunista como heredero
respetable de un legado cultural venerable, con su otro aspecto
de odio destructivo, su intención declarada de «abolir
el pasado» completamente y para siempre? La contradicción
no se me ocurrió sino algunos años después;
pero ya mi entrenamiento dialéctico, recientemente adquirido,
estaba en condiciones de encargarse de la objeción. Me
explicó que el aspecto dual, aparentemente contradictorio,
de todos los fenómenos sociales, era la esencia misma de
la evolución, que se abría camino mediante la negación
de las negaciones. De este modo, en el momento actual, la civilización
capitalista debe ser considerada como la tesis, la revolución
proletaria como su antítesis; la sociedad comunista sin
clases del futuro como la síntesis, donde se niega la cultura
del pasado, pero también se niega su negación. Por
tanto, todo estaba bien y no había por qué preocuparse.
Este carácter bifronte, tipo Jekyll y Hyde, del movimiento
comunista, llegaría a ser un factor internacional decisivo
durante los veinte años siguientes. El suave doctor Jekyll,
con sus modales de médico de cabecera, se puso en evidencia
durante los años 1934-39 y 1941-45; era un demócrata
amante de la libertad, de la paz, antifascista, estilo Frente
Popular, de vocabulario cortés y respetable, donde brillaban
por su ausencia las palabras feas como «lucha de clases»,
«revolución» y hasta la distinción entre
burgueses y proletarios. El camarada Hyde, en cambio, que dominó
el escenario en 1929-34 y 1939-41, declaraba que la democracia
era un fraude y una mera forma disfrazada de la dominación
capitalista, de la cual el fascismo era una simple variante más
declarada, de modo que no había mucho que elegir entre
ambos; sus modales toscos y sus discursos inflamados contrastaban
abiertamente con los del cortés doctor Jekyll. A partir
de 1945, el doctor Jekyll y el camarada Hyde aparecen en escena
con rápidas alternativas, y a veces hasta aparecen simultáneamente;
se colocan espalda contra espalda y se dirigen con diferentes
expresiones a las distintas partes del auditorio.
Aunque me anticipo, corresponde aquí mencionar un hecho
psicológico curioso. El carácter doble y contradictorio
de la propaganda comunista inspira una mentalidad igualmente doble
y esquizofrénica en aquellos que están expuestos
a la misma. Éstos sólo ven, según la inclinación
del momento, uno solo de los dos aspectos gemelos y niegan la
existencia del otro. Los inclinados al radicalismo creen en las
promesas revolucionarias del camarada Hyde, sin preocuparse por
las transacciones diplomáticas, las transigencias y las
traiciones del doctor Jekyll; en esta categoría se incluyen
los millones de votantes comunistas de Europa y Asia, económicamente
insatisfechos, políticamente inocentes. Los liberales de
mentalidad confusa, en cambio, rechazan la existencia del camarada
Hyde, considerándolo un fantasma inventado por los cazadores
de brujas de la reacción. Esta categoría incluye
a una cantidad de hombres de Estado (desde el difunto presidente
Roosevelt hacia abajo), políticos, sabios y artistas occidentales.
Estas confusiones y estas ilusiones eran, sin embargo, más
explicables en 1930 que en 1951. Después de las purgas,
los procesos espectaculares, el pacto Hitler-Stalin, etcétera,
se necesita una mancha ciega cada vez más grande en la
retina para no ver lo evidente. De aquí el extraño
fenómeno siguiente: entre los ex comunistas se otorga cierta
importancia a la época o «cosecha» de la entrada
en el partido de la persona en consideración. Esto puede
parecer una nueva forma de esnobismo; pero evidentemente existe
cierta diferencia de mentalidad entre la gente que se alistó
en el movimiento en la década del veinte, cuando todavía
quedaban esperanzas, y los que se decidieron después de
la liquidación de la Guardia Vieja y la deificación
de Joseph Djugashwili.
Mi lealtad debió soportar una primera prueba aun antes
de haberme inscrito oficialmente en el partido. Como ya mencioné,
en marzo de 1931 los comunistas alemanes hicieron causa común
con los nazis, para instigar un referéndum cuyo fin era
eliminar el gobierno socialista de Prusia. Los argumentos dialécticos
con que los dirigentes del partido trataron de justificar esta
jugada absurda y suicida son demasiado tediosos para ser relatados;
lo notable es que, a pesar de mis facultades de discernimiento
y de mi intenso entrenamiento en la política práctica,
los aceptara. Ya había entrado en el «sistema cerrado»
y probado el nuevo brebaje de las brujas, que hace parecer lógico
lo absurdo.
Con este paso, comienza una evolución mental que retrospectivamente
me parece un ataque de locura progresiva y que duró varios
años; un estado de «esquizofrenia dirigida»,
para citar al profesor Klaus Fuchs, que por puro idealismo llegó
a ser espía atómico para la URSS. Fue un proceso
mental que obraba simultáneamente en dos direcciones opuestas.
Por una parte, el estudio de Marx, Engels y Lenin (en el partido,
nadie tomaba en serio a Stalin como filósofo) abría
perspectivas realmente nuevas en la consideración de la
historia y de las relaciones sociales presentes y pasadas; permitía
un estudio metódico de los fenómenos sociales, más
exacto y concreto que el de los sociólogos burgueses; servía
de brújula, por así decir, una brújula que
ante cualquier problema que la vida nos presentara señalaba,
si no su solución, por lo menos la dirección en
que había que encararlo. Aunque hoy rechazo la ética
del marxismo, donde el fin justifica los medios, su rígido
determinismo económico; su dogma de la irreconciliable
hostilidad entre las clases, el carácter rudimentario de
su psicología de las masas y en realidad la mayoría
de sus dogmas básicos, me ha quedado, sin embargo, como
valiosa posesión, un residuo del método marxista
de encarar los problemas. También sigo creyendo que la
eliminación de Marx y de Engels de la historia del pensamiento
humano dejaría un abismo casi tan grande como la eliminación
de Darwin. Sin embargo, durante los últimos cien años
tanto la sociología como la genética han descubierto
nuevos horizontes; de modo que ser hoy un «marxista ortodoxo»
es tan anacrónico como lo sería para un biólogo
considerarse un «darwinista ortodoxo».
Mientras mi entrenamiento marxista enriquecía así
mi amplitud de miras y agudizaba mis facultades de discernimiento,
les imponía al mismo tiempo una tendencia hacia una forma
de pensar abstracta, esquemática y demasiado simplificada,
que, a pesar de la ingeniosa escolástica que implicaba,
era a menudo asombrosamente inocente. El peligro de estos cortos
circuitos lógicos de la complicación a la simplicidad
es fundamental en todos los sistemas cerrados. Dejando por una
vez a un lado los paralelos obvios de las Iglesias freudiana y
católica, encontramos un ejemplo reciente y llamativo en
las conclusiones que deduce el profesor Toynbee de su monumental
Estudio de la Historia. Según este eminente historiador,
cada civilización que desaparece deja tras de sí
una nueva religión, que se convierte en crisálida
de la civilización siguiente, excepto en nuestro caso,
porque el cristianismo es la religión última y definitiva.
Aunque el sistema del profesor Toynbee no es estrictamente un
sistema cerrado, y contemplado desde cierta distancia escéptica
resulta inmensamente interesante, como sistema posee la condición
fatal de poner en movimiento montañas de hechos para dar
a luz una conclusión chica como un ratón.
El sistema marxista, a pesar de su coherencia interior, sustituía
el retrato del hombre por una placa radiográfica de su
esqueleto económico. Con ella uno podía diagnosticar
una fractura, o un ablandamiento óseo, pero nada más.
Por tanto, el esquema era notablemente útil dentro de sus
límites; pero las predicciones del comportamiento humano
basadas en él, invariablemente erróneas. Un mínimo
de comprensión psicológica de la mentalidad del
campesino ruso, tal como era realmente, y no como hubiera debido
ser según el esquema, habría permitido prever que
la colectivización forzada de 1930-31 conducía al
desastre. Y una consideración más realista del fenómeno
del fascismo habría por lo menos impedido a los comunistas
lanzar la absurda profecía de que «el año
1932 verá el triunfo final de la revolución comunista
en Alemania».
Otra consecuencia de la aplicación de este método
marxista de los rayos equis a una situación compleja es
que los colores y los matices desaparecen de la imagen y la realidad
aparece en blanco y negro. Los estudios analíticos publicados
en 1930 en los periódicos oficiales del Cominterm podían
señalar con considerable exactitud las causas de la crisis
económica, o las vinculaciones políticas entre el
movimiento nacional-socialista y los industriales del Ruhr, los
Junker prusianos, etcétera.
También predecían correctamente que, a pesar de
todas las afirmaciones contrarias, los dirigentes de la Reichswehr
se someterían a Hitler en bloque y que los socialistas
no le ofrecerían ninguna resistencia seria. Estos estudios
eran en general agudos, concisos y documentados con mucho detalle;
sin embargo, resultaban al mismo tiempo totalmente inútiles
como guías políticos, porque utilizando el sistema
del blanco y negro reunían en un solo grupo difuso a los
«fascistas de Hitler», los «fascistas socialistas»
(es decir, el Partido Socialista), los «fascistas de Bruening»
(es decir, el Partido Católico) y los «regímenes
imperialistas semifascistas», con lo que se referían
a los gobiernos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
Éste es un simple ejemplo de lo que quise decir cuando
me referí a la mentalidad que había adoptado, una
mentalidad de esquizofrenia progresiva, un método de pensamiento
que, aunque en sí era coherente y hasta ingenioso, había
perdido el contacto con la realidad o me la ofrecía absurdamente
deformada.
Uno de los métodos principales de distorsión del
pensamiento comunista es lo que podríamos llamar las «polarizaciones
arbitrarias». Un ejemplo de polarización arbitraria
es la afirmación: «Hay dos categorías de personas:
a) los buenos, que viajan en tren, y b) los malos, que viajan
en avión». Con un poco de casuística puede
demostrarse inmediatamente que la gente que viaja por mar es a)
buena, porque no vuela, y b) mala, porque no viaja en ferrocarril.
Para los comunistas, el mundo estuvo sucesivamente polarizado,
en diversas épocas, de este modo:
1930: Rusia soviética, más la clase obrera internacional,
versus el mundo capitalista, que era un mundo fascista, porque
el «fascismo es la última fase inevitable del capitalismo».
1940: El pueblo ruso y alemán amante de la paz versus los
agresores pluto democráticos imperialistas: Inglaterra
y Francia. 1941: Los bestiales fascistas alemanes agresores versus
las naciones democráticas unidas: Rusia, Inglaterra, Francia
y Estados Unidos. 1950: Los criminales imperialistas aprovechadores
de la guerra: Inglaterra, Francia y Estados Unidos versus las
Democracias Populares del Este, amantes de la paz.
Cada una de estas polarizaciones arbitrarias era presentada al
creyente como un dualismo eterno entre el mal y el bien, entre
la oscuridad y la luz, y justificada mediante la persuasiva astucia
de la lógica de todo sistema cerrado. Y en cada caso había
millones de personas que, gracias a la espontánea amnesia
que es una de las características de la mentalidad esquizofrénica,
olvidaban rápidamente la última distribución
y creían qne la presente sería eternamente cierta.
Cuando me pregunto, con la melancólica experiencia que
sólo se logra después del error, cómo pude
vivir durante años en este trance mental, encuentro algún
consuelo en el hecho de que la escolástica medieval y la
exégesis aristotélica duraran un periodo mucho más
largo y perturbaran completamente los mejores cerebros de la época;
y además, en el hecho de que aun en nuestros días
muchos aprueben la idea de que el noventa por ciento de sus contemporáneos
están destinados por su amante Padre en el cielo a una
especie de súper-Auschwitz eterno.
En fin, la mentalidad de una persona que vive dentro de un sistema
cerrado de pensamiento, ya sea el comunista u otro, puede resumirse
en una sola fórmula: puede probar todo lo que cree y cree
todo lo que puede probar. El sistema cerrado agudiza las facultades
mentales, como una piedra de afilar ultraeficaz, hasta un filo
increíblemente frágil; produce un tipo de inteligencia
escolástica, talmúdica, minuciosa, que no le ofrece
ninguna protección cuando quiere cometer las más
toscas imbecilidades. La gente de este tipo se encuentra notablemente
a menudo entre los intelectuales. Me gusta llamarlos los «ingeniosos
imbéciles», expresión que no considero ofensiva,
ya que yo fui uno de ellos.
Traducción de J. R. Wilcock