Abril-Junio 2004, Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
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De Flecha en el azul (autobiografía)
Arthur Koestler

 

El camino hacia Marx
1930-1931

Rebelión y fe: rebelión
Para el convertido, su conversión es un acto único e indivisible, un renacimiento espiritual donde la emoción y la razón, los perpetuos duelistas, se encuentran por una vez en perfecta armonía. […]

Mi infancia y mi adolescencia presentaron un sello notablemente individualista; por otra parte, mi progreso hacia el Partido Comunista repitió una actitud típica, y casi convencional, de la época. Parecía confirmar la aseveración de Marx de que el hombre es un producto del ambiente social y su mentalidad un reflejo del mismo.
Aparte de las características individuales de mi espíritu, mi desarrollo político fue en esencia determinado por las condiciones de dicho ambiente; y los que compartían el mismo ambiente social y cultural que yo, por distinta que fuera su conformación psicológica, siguieron en su gran mayoría el mismo camino. Fue una migración en masa de los hijos y las hijas de la burguesía europea, que trataban de eludir el derrumbe del mundo de sus padres. Los años de inflación que siguieron a la primera guerra mundial señalaron el comienzo de la decadencia de Europa; los años de depresión que llegaron una década después aceleraron el proceso; la segunda guerra mundial lo completó. La desintegración moral y económica de la zona media de la sociedad provocó el proceso fatal de polarización que hoy continúa, desde los puertos del Canal hasta el sureste de Asia. Los elementos más activos de la burguesía empobrecida se convirtieron en los rebeldes de la derecha o de la izquierda; los fascistas y los comunistas se repartieron en partes iguales los beneficios de la migración social. El resto, que no encontraba ningún consuelo en el odio, vivía sin sentido, «como una nube de fatigadas moscas invernales que se arrastra por las turbias ventanas de Europa, miembros de una clase desplazada por la Historia».

Al este del Rin, en 1930, no se podía eludir la elección entre el fascismo y el comunismo. Los europeos occidentales no comprendieron nunca completamente el carácter imperativo de este dilema y la fatalidad histórica que implicaba. Como limaduras de hierro entre dos polos magnéticos, la población de Alemania y de los países del sur y del este se ubicó de acuerdo con su posición en el campo de fuerzas.

Sin embargo, éstas son como siempre consideraciones posteriores al hecho. En la época en que se maduraba en mí la decisión de unirme al Partido Comunista ni ese proceso de eliminación, ni el proceso de polarización que me arrastró, aparecían claros en mi mente. La presión social obraba sobre mí; la marca me arrastraba; mis impulsos y mis decisiones eran un reflejo de esta presión, pero no un reflejo consciente. Suponiendo que exista una «conciencia de clase» —es decir, una actitud mental que se adapta a las circunstancias sociales— no nace en el plano consciente. La mente humana normal no piensa: «Soy un chofer de omnibus; por tanto, un obrero a sueldo; por tanto, un miembro del proletariado explotado; por tanto, debo unirme al movimiento revolucionario». Ni tampoco computé mentalmente la decadencia de la clase media europea, más la polarización social, más la eliminación selectiva de las otras posibilidades de acción, en el orden minucioso en que las expuse en estas páginas. El cómputo fue realizado por una especie de razonamiento vago, en parte inconsciente, incoherente, hasta que de pronto se me presentó la solución final; como el resultado que aparece en la esfera de los contadores electrónicos.

Durante ese periodo, mis experiencias conscientes eran de un tipo distinto, casi nunca lógico, sino más bien sentimental. Pueden resumirse en dos palabras: rebelión y fe.

«No se adquiere una fe mediante el razonamiento. Uno no se enamora de una mujer o entra en el seno de una religión como resultado de un razonamiento lógico persuasivo. La razón puede defender un acto de fe; pero sólo cuando el acto ha sido cometido y el hombre se ha comprometido con el acto…

«La devoción hacia la pura Utopía y la rebelión contra una sociedad impura, constituyen los dos polos que proveen la tensión de todos los credos militares. Preguntar cuál de los dos origina la corriente, si ésta nace de la atracción del ideal o de la repulsión del ambiente social es formular la vieja pregunta de la gallina y el huevo…»

No se necesitaba mucha persuasión para convertirme en un rebelde.
Desde la infancia, debo de haber vivido en un estado de Indignación Crónica. Cuando ese estado llegó a su colmo me alisté en el Partido Comunista.

Rousseau observa en alguna parte que también él padeció de esta afección y la explica como una consecuencia de las ignominias y sufrimientos que soportó en la infancia. En esto, por una vez, parece ser injusto consigo mismo, porque los sufrimientos infantiles pueden sensibilizar o anular a una persona de muchas maneras distintas, sin convertirlo necesariamente en un rebelde indignado. Este tipo de carácter parece depender de una cualidad específica: el don de la imaginación proyectiva, o «empatía», que nos obliga a considerar una injusticia infligida a los demás como una indignidad para nosotros; y viceversa, reconocer que una injusticia cometida con nosotros es parte y símbolo de un malestar general de la sociedad. La persona crónicamente indignada no es por fuerza quimerista, pero siempre es un rebelde. Sus campanas incesantes para lograr que se le haga justicia, o se haga justicia a una Causa u otra, a sus amigos o a sus protegidos (porque siempre tiene una amplia clientela de protegidos, a los que causa más molestias que beneficios), le ocupan la mayor parte del tiempo y lo convierten en una especie de admirable fastidioso; por supuesto, estoy hablando de mí. Que parezca más admirable o más fastidioso, eso depende en menor grado de él, y en mayor grado del orden de los acontecimientos. La diferencia de méritos entre Garry Davis y Harry Truman, en su capacidad de hombres de Estado, es incomparablemente menor que lo que podría hacer creer el azar de las circunstancias.

Lo que distingue al rebelde crónicamente indignado del revolucionario consciente es que el primero es capaz de cambiar de causa y el segundo no. El rebelde dirige su indignación de pronto contra esta injusticia, de pronto contra aquélla; el revolucionario es un hombre que odia con método, que ha reunido toda su capacidad de odio en un solo objeto. El rebelde siempre tiene algún rasgo quijotesco; el revolucionario es un burócrata de la Utopía. El rebelde es entusiasta; el revolucionario fanático. Robespierre, Marx, Lenin eran revolucionarios; Danton, Bakunin, Trotsky eran rebeldes. Generalmente, son los revolucionarios los que modifican el curso material de la historia; pero algunos rebeldes dejan en él una huella más sutil y, sin embargo, más duradera. De todos modos, el rebelde, a pesar de sus fatigosas excomuniones e igualmente fatigosos entusiasmos, es un tipo más atrayente que el revolucionario; y hablo nuevamente pro domo, por supuesto.

Ya mencioné cómo las ignominias de la administración colonial de Palestina me convirtieron, de sionista romántico que era, en sionista activo. El acontecimiento que hizo que mi indignación llegara a alturas que nunca había alcanzado jamás fue la política americana de destruir el cereal almacenado para mantener los precios durante los años de la depresión, en una época en que millones de desocupados vivían en la miseria y casi muertos de hambre. Considerada retrospectivamente, la política económica que obligó a estas medidas es tema de controversia académica; pero en 1931 y en el 32, su efecto sobre los europeos fue el de una conmoción brutal y verdaderamente aterradora, que destruyó la poca fe que les quedaba en el orden social existente. En 1932 había siete millones de desocupados en Alemania, lo que quiere decir que uno de cada tres obreros vivía de limosna. En Austria, Hungría y los países circundantes la situación era similar o peor. La carne, el café, la fruta se habían convertido en lujos fuera del alcance de vastas zonas de la población; hasta el pan se medía en la mesa en delgadas tajadas; sin embargo, los diarios hablaban lacónicamente de millones de toneladas de café arrojadas al mar, de trigo quemado, cerdos cremados, naranjas rociadas con keroseno para «facilitar las condiciones del mercado». Era una paradoja grotesca e incomprensible; incomprensible para sus víctimas más ignorantes, y para los que tenían alguna conciencia social era un signo del derrumbe total y de la descomposición del sistema económico. ¿No había predicho acaso Marx que el capitalismo perecería a causa de sus contradicciones íntimas; que el ciclo de periodos prósperos y crisis se repetiría con ritmo acelerado y que cada crisis sería peor que la anterior, y que la última representaría la muerte del capitalismo? Era evidente que la profecía estaba a punto de cumplirse. Cuando la gente se muere de hambre, y los alimentos son destruidos ante sus propios ojos para que sus obesos explotadores puedan ser más obesos todavía no puede faltar mucho para el momento del Juicio Final.

¡Ay de los pastores que se alimentan a sí mismos, pero no alimentan sus rebaños! La indignación bullía en mí como en un horno. A veces me parecía que sus vapores me ahogaban; otras veces sentía deseos de explotar, de disparar tiros detrás de una barricada o arrojar cartuchos de dinamita. ¿Contra quién? Era una furia impersonal, que no se refería a ningún individuo o grupo social definido. Yo no odiaba a la policía, o a los dueños de fábricas, o a los ricos; en esa época tenía un sueldo bastante considerable. Los Camisas Pardas me parecían repelentes; pero pertenecían a un mundo extraño y absurdo. Me desagradaban los ricos ostentosos, pero no a causa de sus riquezas, sino porque querían utilizar frívolamente su fortuna y se conducían como sordos y como ciegos. Mi ferviente indignación carecía de blancos personales: la suscitaban el Sistema en general, la aceitosa hipocresía y la estupidez suicida que nos llevaban a todos directamente a la catástrofe. En mis ensueños de furor no mataba a nadie; pero enormes edificios se abrían y sus paredes se desmoronaban como en un terremoto; los ministerios, las oficinas editoriales, las estaciones de radio, toda la Sieges Allee con sus horribles estatuas de príncipes y mariscales de campo…

Para borrar definitivamente el pasado
¡Oh ejército de esclavos, seguidnos!
Levantaremos de su eje al globo…

Ecos de los cien días de la Comuna húngara; ecos de la ira indignada de los profetas judíos y del Apocalipsis inminente según san Marx; el recuerdo de la quiebra de mi padre, el ruido de las botas rotas de la marcha del hambre por las calles y el olor del trigo fresco quemado en los campos; todos estos ingredientes se confundían en una sola explosión sentimental. Mi periodo de latencia política había llegado a su término.

Aunque la mezcla que provocó la explosión variaba en cada caso, la reacción fue la misma en una gran cantidad de escritores e intelectuales, en todas partes del mundo: Barbusse, Romain Rolland, Gide, Malraux en Francia; Piscator, Becher, Seghers, Brecht en Alemania; Auden, Isherwood, Spender, Day Lewis en Inglaterra; Sinclair, Dos Passos, Steinbeck, Caldwell en Estados Unidos… por mencionar sólo a algunos. En la década del treinta, la conversión al comunismo no era una moda ni una locura momentánea; era la expresión sincera y espontánea de un optimismo surgido de la desesperación; una abortada revolución del espíritu, un Renacimiento fracasado, una falsa aurora histórica. Sigo creyendo que ser atraído por la nueva fe era un error honroso. Estábamos equivocados, pero nuestros motivos eran justos; y todavía pienso que, con pocas excepciones —ya mencioné a Bertrand Russell y a H. G. Wells—, los que repudiaron la Revolución rusa desde el primer momento lo hicieron en su mayoría por motivos que eran menos honrosos que nuestro error. Hay una enorme diferencia entre un amante decepcionado y los que no pueden amar.

Al examinar mi caso particular mediante el microscopio psicológico, después de haberme dispuesto deliberadamente a soportar este examen, podría por supuesto argüirse que mi conversión no fue provocada por una conciencia social «genuina», sino por mi predisposición neurótica. Pero dudo que una conciencia social altamente evolucionada sea alguna vez «genuina», en el sentido de ser totalmente independiente de las experiencias privadas del pasado del individuo. «Hablaran de la necesidad de libertad política, o de la situación del campesino, o de la futura sociedad socialista, siempre era su propia situación lo que los impulsaba. Y su situación no se debía especialmente a la necesidad material; era espiritual.» Esta frase figura en La Internacional Comunista de Borkenau y se refiere a los intelectuales revolucionarios rusos del siglo XIX. Pero también podría referirse a los enciclopedistas franceses, a los liberales de 1848 y a los campeones de cualquier otro movimiento progresista.

En resumen, detrás de las conquistas de los reformadores, rebeldes, exploradores e innovadores que mantienen al mundo en movimiento siempre hay algún motivo íntimo; y en general este motivo contiene una parte notable de frustración, de ansiedad o de sensación de culpabilidad. Los felices pocas veces son curiosos; los que están cómodamente arrellanados en la jerarquía social no tienen motivos para destruir el sistema convencional de valores ni para edificar nuevos sistemas. El desprecio del sano y vigoroso hacia el neurótico es justificado, mientras la obsesión de este último siga siendo estéril y no encuentre una vía de escape constructiva. Pero hay otro tipo de neurótico que se ve impulsado por la maldición de padecer toda desgracia colectiva como si fuera un sufrimiento personal, y posee el don simultáneo de transformar el sufrimiento individual en una conquista social o artística. En la valuación de esa conquista, los motivos íntimos que la provocaron no pueden ser considerados.

De este modo, el historiador y el psiquiatra, cada uno dentro de su esfera, llegan a emitir juicios totalmente distintos ante la misma acción. «Para el psiquiatra, tanto el anhelo de una Utopía como la rebelión ante el statu quo son síntomas de desajuste social. Para el reformador social, ambos son síntomas de una actitud progresista y racional. El psiquiatra olvida fácilmente que el hábito de ajustarse a una sociedad deformada crea individuos deformados. El reformador olvida fácilmente que el odio, aun el odio de lo que es objetivamente odioso, no puede dar a luz una sociedad feliz. Por tanto, cada una de estas actitudes refleja una verdad a medias. Es verdad que la historia clínica de la mayoría de los rebeldes revela un conflicto neurótico con la familia y la sociedad; pero esto sólo demuestra, para citar a Marx, que una sociedad moribunda se crea sus propios y morbosos enterradores. También es cierto que frente a una injusticia repugnante la única actitud honrosa es la rebelión; pero si uno compara los nobles ideales en cuyo nombre se inician las revoluciones con el triste fin a que suelen llegar comprende que una sociedad impura mancha hasta a sus vástagos más revolucionarios.
«Al hacer coincidir ambas medias verdades, la del psiquiatra y la del reformador social, hay que concluir que, si por una parte un exceso de sensibilidad ante la injusticia social y un anhelo obsesivo de la Utopía son signos de predisposición neurótica, la sociedad puede en cambio llegar a un callejón sin salida donde el rebelde neurótico causa más placer a las divinidades que el sensato administrador que ordena la destrucción de los alimentos ante los ojos de los que se mueren de hambre. Y justamente ése era el callejón sin salida en que se encontraba nuestra civilización en 1931.»*

Rebelión y fe: fe
Ya traté de describir algunas de las razones que durante la década del treinta convirtieron a millones de europeos, incluyéndome a mí mismo, en rebeldes. La nueva fe que surgió de esta rebelión se basaba, y en gran parte se basa todavía, en la mitología soviética.

El mito soviético —para diferenciarlo de la realidad soviética— obra sobre sus víctimas tanto en el plano racional como en el irracional. Por supuesto, ambos están tan intrincadamente unidos en la experiencia que es difícil reconstruir en su verdadero orden los diferentes estados de la transformación en mitómano.

Recuerdo, sin embargo, con notable claridad el primer paso, ya que me pareció puramente racional y eminentemente razonable. Toda comparación entre el estado de cosas en Rusia y en el mundo occidental parecía hablar con elocuencia a favor de la primera. En el Occidente imperaba la desocupación en masa; en Rusia había escasez de brazos. En el Occidente había huelgas crónicas y perturbaciones sociales que en algunos países amenazaban desencadenar la guerra civil; en Rusia, donde todas las fábricas pertenecían al pueblo, los obreros intervenían en concursos de competencia para lograr un mayor rendimiento de producción. En el Occidente, la anarquía del laissez faire hundía al sistema capitalista en el caos y la depresión económica; en Rusia, el Primer Plan Quinquenal transformaba, mediante una serie de gigantescos atrevimientos, el país más atrasado de Europa en el más adelantado. Aun si la Historia misma hubiera sido un simpatizante comunista, no habría conseguido una coincidencia más ingeniosa de acontecimientos que esta simultaneidad de la crisis más grave del mundo occidental con la fase inicial de la revolución industrial rusa. El contraste entre la tendencia decadente del capitalismo y el ascenso gigantesco y simultáneo de la economía planificada del Soviet era tan llamativo y evidente que incitaba a una conclusión igualmente evidente: ellos son el porvenir; nosotros, el pasado. Por lo menos en lo que se refiere a Europa oriental, esta predicción, de una manera inesperada y terrible, se ha cumplido.

El paso siguiente consistió en enamorarme del Plan Quinquenal. Sobre una superficie que abarcaba un sexto de nuestro enfermo planeta había empezado el esfuerzo constructivo más gigantesco de todos los tiempos; allí se construía la Utopía, con acero y hormigón. Imbuido de literatura soviética, en un periodo en que su único tema era la construcción de fábricas, de plantas generadoras de energía, tractores, silos, y en general la realización del Plan, consideré casi en serio la posibilidad de escribir una versión moderna del Cantar de los Cantares:

«Los ojos de mi bienamada brillan como hornos de fundición en la estepa; sus labios se diseñan atrevidamente como el Canal del Mar Blanco; sus hombros son esbeltos y curvos como el Embalse del Dnieper; su espalda es larga y derecha, como el ferrocarril del Turkestán a Siberia…» Y los zorros, los zorritos que arruinaban el viñedo, eran los saboteadores fascistas contrarrevolucionarios.

No es fácil volver a sentir lo que sentía en aquellos días. La ironía se entremete constantemente; la amargura de la experiencia posterior siempre está presente. Podemos agregar algo a nuestros conocimientos; pero no podemos sustraerle nada voluntariamente; ningún cirujano del cerebro puede devolvernos la virginidad de una ilusión.

En La edad del anhelo traté de revivir la ilusión perdida, vista a través de los ojos de un muchacho ruso de quince años cuyo padre murió como un mártir de la revolución:

«El anuncio del Primer Plan Quinquenal fue como un trueno repentino que estremeció el país y cuyos ecos resonaron por todo el mundo. El barco de la revolución había llegado a la calma; ahora se lanzaba hacia adelante, como ante el influjo de un latigazo, con sus mástiles crujientes y las velas tensas hasta el límite… La disciplina en el colegio se volvió más estricta; cada curso, explicó el profesor, debía considerarse como un batallón de asalto en la batalla por el porvenir. En la cabeza de Fedya bullían las cifras del Plan, aprendidas de memoria; tantos millones de toneladas de hierro en bruto después del primer año, tantos millones de kilovatios hora, tantos millones de analfabetos convertidos en cultos miembros de la sociedad. La resonancia de todos esos millones de riquezas, producidas por el pueblo para el pueblo, lo embriagaba. Los kilovatios hora, las toneladas, los litros y los kilómetros se convertían en personajes de una epopeya…»

Cuando digo que me enamoré del Plan Quinquenal no exagero mucho. A los veinticinco años todavía consideraba la felicidad como un problema de ingeniería social. Rusia había emprendido el experimento de ingeniería más grande de la historia, en un momento en que los cinco sextos restantes del mundo se venían abajo. La teoría marxista y la práctica soviética constituían la realización admirable y última del ideal de progreso del siglo XIX, cuyo siervo yo era todavía. Evidentemente, el embalse generador de energía eléctrica más grande del mundo traería la mayor cantidad posible de felicidad al mayor número de personas.

Cinco años antes me había escapado de mi casa para ayudar a construir la Nueva Jerusalén. La resurrección del Estado judío después de dos mil años no sólo me parecía una empresa romántica, sino también una especie de cura milagrosa de una raza enferma. Me había decepcionado el chauvinismo provinciano de Palestina; ahora aparecía ante la vista una nueva Sión, de escala infinitamente más grande y más comprensiva. Nuevamente me prometía una cura mágica, no sólo para un pequeño grupo étnico, sino para toda la humanidad. Y así como el nuevo Estado judío debía revivir las antiguas épocas de los profetas, así la Sociedad Sin Clases, según Marx, sería un renacimiento, al final de una espiral evolutiva, de la primitiva sociedad comunista de una edad de oro olvidada.

Poco antes de alistarme realmente en el partido proyecté abandonar mi empleo e irme, durante uno o dos años, a manejar tractores en Rusia. El Estado soviético necesitaba conductores expertos de tractores y yo era mecánico; de modo que el proyecto parecía lógico. Pero los oficiales del partido que se encargaban de mi educación me explicaron que era una idea típica de la mentalidad romántica del pequeño burgués, de modo que tuve que abandonarla. Menciono este proyecto porque tendía a una exacta, aunque inconsciente, repetición de mi peregrinaje a la Kvutsa Heftsebá para convertirme en «un aguatero y un leñador». Esta vez, sin embargo, tenía más de veinticinco años, era un corresponsal extranjero veterano y periodista de experiencia. La facilidad con que me disponía a repetir el mismo proceso revela que sentimentalmente seguía siendo un adolescente; pero también revela que en medio de una sociedad que se desintegraba tenía sed de fe, sed de una oportunidad de edificar, crear y construir.

Crear, edificar, conectar y construir… ésta era la atracción de la nueva fe. La revolución mundial era una formalidad inevitable, que debía llevarse a cabo antes de que la Sociedad Sin Clases pudiera edificarse, así como el Juicio Final debe preceder al establecimiento del Reino Celestial en la tierra. Por supuesto, había que abolir el orden burgués y arrojar a la basura sus valores, sus códigos, tabúes y costumbres; del mismo modo que la revolución burguesa de 1789 había terminado con el feudalismo, la aristocracia, el jus primae notis y todas esas tonterías. Esto no se lograría sin un poco de lucha y derramamiento de sangre; pero esa parte del programa me dejaba más bien indiferente. Sólo me interesaba lo que vendría después; la construcción de esa sociedad comunista que significaba la realización suprema del destino del hombre. Liberaría sus inmensas posibilidades, ahora anuladas y comprimidas por el yugo económico. «El ciudadano común de la sociedad común», escribía Trotsky, «se elevará al nivel de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx.» Una vez destruido el yugo, las energías prometeicas del hombre se expandirían como la lava después de una erupción volcánica.
«Levantarían de su eje al globo» y lo uncirían a la flecha en el espacio…

Era una fe poderosa, y su pérdida un empobrecimiento para siempre. La mayoría de mis camaradas se sentían impulsados por las mismas ideas; por lo menos durante sus primeros pasos en su carrera partidaria, la visión prometeica dominaba la tendencia destructiva. Años después los vi cambiar, uno por uno, a medida que los Fines se alejaban cada vez más ante sus ojos y sólo quedaban los Medios. Pero no podíamos preverlo cuando, como la Tribu cautiva, emprendimos nuestro viaje dejando atrás las riquezas de Egipto. Todavía no sabíamos nada del desierto; sólo sabíamos que había una Tierra Prometida y que las plagas que acosaban al Faraón respondían a un plan.

En cierto modo, estábamos en una situación privilegiada. A diferencia de todos los otros movimientos revolucionarios, desde el cristianismo hasta el socialismo, cuyos programas eran meros planos del porvenir, nuestra Utopía se encarnaba ya en un país verdadero, con gente verdadera. Su inaccesibilidad y su lejanía eran una ventaja más; permitía dar rienda suelta a la imaginación, estimulada por la pintoresca vestimenta y las nostálgicas canciones de las estepas. El progreso, la justicia, el socialismo eran palabras abstractas que no daban alimento a los sueños, ni oportunidad a la veneración, el amor y la identificación. Pero ahora el movimiento socialista, sin hogar y disperso, había logrado un país, una bandera, una sensación de poder y de confianza en sí mismo; y hasta una imagen paternal verdaderamente amada, en la silueta de Lenin, con la astuta mirada mogólica de sus ojos alegres y brillantes. La lucha épica de un gran pueblo, que sostenía sus batallas por la libertad y en los intervalos tocaba la balalaika, satisfacía nuestro anhelo romántico y nos infundía un nuevo sentimiento de patriotismo.

Nuestro conocimiento fragmentario de lo que ocurría en Rusia asumía el carácter de una leyenda homérica:

El pueblo había llegado al poder sobre un sexto de la Tierra. La propiedad privada, la avidez de poder, las distinciones sociales, los tabúes sexuales, habían sido abolidos de un solo golpe. Ya no había ni ricos ni pobres, ni amos ni criados, ni oficiales y otras jerarquías. La historia del homo sapiens empezaba nuevamente, desde el principio. Se oía un trueno detrás de cada uno de estos nuevos decretos, como la voz de Sinaí que profería los Diez Mandamientos. Los que lo oían sentían que se abría de pronto dentro de ellos una costra rígida, la costra apergaminada del escepticismo, de la frustración y del resignado sentido común. Sentían una inundación de sentimientos que ya no se hubieran creído capaces de sentir. Una fe se había liberado en ellos, tan profundamente reprimida que ni sabían que existía; una esperanza tan profundamente enterrada que la habían olvidado…

El fragmento citado (de El yoga y el comisario) se refiere a los primeros años de la Revolución rusa. Pero en 1930 el régimen soviético estaba todavía en su primera adolescencia; resultaba muy difícil para los de afuera descubrir la realidad que el mito ocultaba; además, la eficacia de la atracción rusa era mil veces mayor a causa de la crisis económica y de la amenaza del fascismo en Europa. Los gentiles liberales, que desaprobaban a Marx y aborrecían la violencia, volvían de sus giras dirigidas por Rusia con una actitud cambiada y amistosa hacia «el gran experimento soviético». Los industriales preocupados y los banqueros admitían que, después de todo, «tal vez no fuera tan malo como decían». Las diversas «Sociedades para promover las relaciones culturales con la URSS» incluían en sus comités a todo el mundo, desde las duquesas hasta los dentistas. Y las inolvidables películas rusas de esa época recibían la bienvenida entusiasmada de los críticos y del público, fueran cuales fuesen sus opiniones políticas.

Cuando recuerdo películas como Tormenta sobre Asia o El acorazado «Potemkin», todavía creo que se contaron entre las experiencias emotivas más poderosas de mi pasado. En menor grado, también es cierto esto de las representaciones en Europa de los teatros de Tairoffy Meyerhold; y de los libros de los nuevos novelistas soviéticos; de El ladrón de Leonof, El Don silencioso de Sholojof, El río de hierro de Serafimovich y los relatos de la Guerra Civil de Isaac Babel. No sé, ni quiero saber, qué efecto me producirían ahora; en esa época parecía que la Rusia soviética se encaminaba hacia una cultura fresca y radiante que a su debido tiempo —probablemente al terminar el Segundo Plan Quinquenal— igualaría las glorias del Renacimiento y de la Edad de Oro de Grecia.

Y pensar que las obras maestras de Eisenstein y Pudovkin eran financiadas por el Estado; que Stanislavsky y Meyerhold y Wachtangof eran empleados del gobierno; que toda la literatura, la poesía y la prosa era publicada por el Estado; es decir, por el Pueblo soberano, los obreros y los campesinos, el mecenas más grande y más original que el arte hubiera conocido jamás. Un régimen capaz de esas conquistas sólo podía inspirar amor y admiración y una nueva fe en la humanidad.

También me parecía que la Rusia comunista recogía la antorcha que los liberales de la casa Ullstein habían abandonado. El supertrust a cuyo servicio había dedicado los últimos cinco años en Oriente Medio, en París y Berlín, y al que me sentía íntimamente ligado, había representado para mí la encarnación del liberalismo progresista y de la más atrevida vanguardia. Los escritores y poetas revolucionarios de Alemania habían hallado cálida acogida en nuestras páginas literarias. Para mí no había interrupción, sino continuidad lógica, entre el modernismo de Weimar y la nueva cultura soviética, que parecía destinada a ser su heredera.

Esta sensación de continuidad también se extendía a la esfera de los problemas sociales. Ya hablé de mi desaliento cuando los Ullstein abandonaron su campaña contra la pena capital. La campaña fue mantenida por la prensa comunista y simpatizante de Alemania, ofreciendo como ejemplo el nuevo código penal ruso. Lo mismo ocurrió con otras cruzadas sociales que la prensa liberal abandonó por temor a los nazis. Especialmente recuerdo nuestras campañas en pro de una reforma de las leyes sobre la homosexualidad y el aborto. Ambos eran problemas urgentes en Alemania. La homosexualidad prosperaba abiertamente; a consecuencia de la prohibición legal del aborto, entraban por año más o menos 500.000 mujeres de las clases pobres en los hospitales, con infecciones o hemorragias, provocadas por las operaciones ilegales que ejecutaban los curanderos o ellas mismas. En ambos casos, la prisión no era ni un medio de contención ni un remedio. En ambos casos, la prensa liberal, atemorizada ante la acusación de promover la inmoralidad, abandonó la campaña en pro de una reforma legal; nuevamente la continuó el Partido Comunista.

Donde yo mirara, en todos los campos de la actividad social y cultural, el movimiento comunista aparecía como una prolongación lógica de la tendencia humanística progresista. Era la continuación y la realización de la gran tradición judío-cristiana; una nueva y fresca rama del árbol del progreso europeo, arraigado en el Renacimiento y la Reforma, en la Revolución Francesa y el Liberalismo del siglo XIX, que crecía hacia la perfecta consumación socialista.

¿Cómo podría conciliarse este concepto de continuidad histórica del Partido Comunista como heredero respetable de un legado cultural venerable, con su otro aspecto de odio destructivo, su intención declarada de «abolir el pasado» completamente y para siempre? La contradicción no se me ocurrió sino algunos años después; pero ya mi entrenamiento dialéctico, recientemente adquirido, estaba en condiciones de encargarse de la objeción. Me explicó que el aspecto dual, aparentemente contradictorio, de todos los fenómenos sociales, era la esencia misma de la evolución, que se abría camino mediante la negación de las negaciones. De este modo, en el momento actual, la civilización capitalista debe ser considerada como la tesis, la revolución proletaria como su antítesis; la sociedad comunista sin clases del futuro como la síntesis, donde se niega la cultura del pasado, pero también se niega su negación. Por tanto, todo estaba bien y no había por qué preocuparse.

Este carácter bifronte, tipo Jekyll y Hyde, del movimiento comunista, llegaría a ser un factor internacional decisivo durante los veinte años siguientes. El suave doctor Jekyll, con sus modales de médico de cabecera, se puso en evidencia durante los años 1934-39 y 1941-45; era un demócrata amante de la libertad, de la paz, antifascista, estilo Frente Popular, de vocabulario cortés y respetable, donde brillaban por su ausencia las palabras feas como «lucha de clases», «revolución» y hasta la distinción entre burgueses y proletarios. El camarada Hyde, en cambio, que dominó el escenario en 1929-34 y 1939-41, declaraba que la democracia era un fraude y una mera forma disfrazada de la dominación capitalista, de la cual el fascismo era una simple variante más declarada, de modo que no había mucho que elegir entre ambos; sus modales toscos y sus discursos inflamados contrastaban abiertamente con los del cortés doctor Jekyll. A partir de 1945, el doctor Jekyll y el camarada Hyde aparecen en escena con rápidas alternativas, y a veces hasta aparecen simultáneamente; se colocan espalda contra espalda y se dirigen con diferentes expresiones a las distintas partes del auditorio.

Aunque me anticipo, corresponde aquí mencionar un hecho psicológico curioso. El carácter doble y contradictorio de la propaganda comunista inspira una mentalidad igualmente doble y esquizofrénica en aquellos que están expuestos a la misma. Éstos sólo ven, según la inclinación del momento, uno solo de los dos aspectos gemelos y niegan la existencia del otro. Los inclinados al radicalismo creen en las promesas revolucionarias del camarada Hyde, sin preocuparse por las transacciones diplomáticas, las transigencias y las traiciones del doctor Jekyll; en esta categoría se incluyen los millones de votantes comunistas de Europa y Asia, económicamente insatisfechos, políticamente inocentes. Los liberales de mentalidad confusa, en cambio, rechazan la existencia del camarada Hyde, considerándolo un fantasma inventado por los cazadores de brujas de la reacción. Esta categoría incluye a una cantidad de hombres de Estado (desde el difunto presidente Roosevelt hacia abajo), políticos, sabios y artistas occidentales.

Estas confusiones y estas ilusiones eran, sin embargo, más explicables en 1930 que en 1951. Después de las purgas, los procesos espectaculares, el pacto Hitler-Stalin, etcétera, se necesita una mancha ciega cada vez más grande en la retina para no ver lo evidente. De aquí el extraño fenómeno siguiente: entre los ex comunistas se otorga cierta importancia a la época o «cosecha» de la entrada en el partido de la persona en consideración. Esto puede parecer una nueva forma de esnobismo; pero evidentemente existe cierta diferencia de mentalidad entre la gente que se alistó en el movimiento en la década del veinte, cuando todavía quedaban esperanzas, y los que se decidieron después de la liquidación de la Guardia Vieja y la deificación de Joseph Djugashwili.

Mi lealtad debió soportar una primera prueba aun antes de haberme inscrito oficialmente en el partido. Como ya mencioné, en marzo de 1931 los comunistas alemanes hicieron causa común con los nazis, para instigar un referéndum cuyo fin era eliminar el gobierno socialista de Prusia. Los argumentos dialécticos con que los dirigentes del partido trataron de justificar esta jugada absurda y suicida son demasiado tediosos para ser relatados; lo notable es que, a pesar de mis facultades de discernimiento y de mi intenso entrenamiento en la política práctica, los aceptara. Ya había entrado en el «sistema cerrado» y probado el nuevo brebaje de las brujas, que hace parecer lógico lo absurdo.

Con este paso, comienza una evolución mental que retrospectivamente me parece un ataque de locura progresiva y que duró varios años; un estado de «esquizofrenia dirigida», para citar al profesor Klaus Fuchs, que por puro idealismo llegó a ser espía atómico para la URSS. Fue un proceso mental que obraba simultáneamente en dos direcciones opuestas.

Por una parte, el estudio de Marx, Engels y Lenin (en el partido, nadie tomaba en serio a Stalin como filósofo) abría perspectivas realmente nuevas en la consideración de la historia y de las relaciones sociales presentes y pasadas; permitía un estudio metódico de los fenómenos sociales, más exacto y concreto que el de los sociólogos burgueses; servía de brújula, por así decir, una brújula que ante cualquier problema que la vida nos presentara señalaba, si no su solución, por lo menos la dirección en que había que encararlo. Aunque hoy rechazo la ética del marxismo, donde el fin justifica los medios, su rígido determinismo económico; su dogma de la irreconciliable hostilidad entre las clases, el carácter rudimentario de su psicología de las masas y en realidad la mayoría de sus dogmas básicos, me ha quedado, sin embargo, como valiosa posesión, un residuo del método marxista de encarar los problemas. También sigo creyendo que la eliminación de Marx y de Engels de la historia del pensamiento humano dejaría un abismo casi tan grande como la eliminación de Darwin. Sin embargo, durante los últimos cien años tanto la sociología como la genética han descubierto nuevos horizontes; de modo que ser hoy un «marxista ortodoxo» es tan anacrónico como lo sería para un biólogo considerarse un «darwinista ortodoxo».

Mientras mi entrenamiento marxista enriquecía así mi amplitud de miras y agudizaba mis facultades de discernimiento, les imponía al mismo tiempo una tendencia hacia una forma de pensar abstracta, esquemática y demasiado simplificada, que, a pesar de la ingeniosa escolástica que implicaba, era a menudo asombrosamente inocente. El peligro de estos cortos circuitos lógicos de la complicación a la simplicidad es fundamental en todos los sistemas cerrados. Dejando por una vez a un lado los paralelos obvios de las Iglesias freudiana y católica, encontramos un ejemplo reciente y llamativo en las conclusiones que deduce el profesor Toynbee de su monumental Estudio de la Historia. Según este eminente historiador, cada civilización que desaparece deja tras de sí una nueva religión, que se convierte en crisálida de la civilización siguiente, excepto en nuestro caso, porque el cristianismo es la religión última y definitiva. Aunque el sistema del profesor Toynbee no es estrictamente un sistema cerrado, y contemplado desde cierta distancia escéptica resulta inmensamente interesante, como sistema posee la condición fatal de poner en movimiento montañas de hechos para dar a luz una conclusión chica como un ratón.

El sistema marxista, a pesar de su coherencia interior, sustituía el retrato del hombre por una placa radiográfica de su esqueleto económico. Con ella uno podía diagnosticar una fractura, o un ablandamiento óseo, pero nada más. Por tanto, el esquema era notablemente útil dentro de sus límites; pero las predicciones del comportamiento humano basadas en él, invariablemente erróneas. Un mínimo de comprensión psicológica de la mentalidad del campesino ruso, tal como era realmente, y no como hubiera debido ser según el esquema, habría permitido prever que la colectivización forzada de 1930-31 conducía al desastre. Y una consideración más realista del fenómeno del fascismo habría por lo menos impedido a los comunistas lanzar la absurda profecía de que «el año 1932 verá el triunfo final de la revolución comunista en Alemania».

Otra consecuencia de la aplicación de este método marxista de los rayos equis a una situación compleja es que los colores y los matices desaparecen de la imagen y la realidad aparece en blanco y negro. Los estudios analíticos publicados en 1930 en los periódicos oficiales del Cominterm podían señalar con considerable exactitud las causas de la crisis económica, o las vinculaciones políticas entre el movimiento nacional-socialista y los industriales del Ruhr, los Junker prusianos, etcétera.
También predecían correctamente que, a pesar de todas las afirmaciones contrarias, los dirigentes de la Reichswehr se someterían a Hitler en bloque y que los socialistas no le ofrecerían ninguna resistencia seria. Estos estudios eran en general agudos, concisos y documentados con mucho detalle; sin embargo, resultaban al mismo tiempo totalmente inútiles como guías políticos, porque utilizando el sistema del blanco y negro reunían en un solo grupo difuso a los «fascistas de Hitler», los «fascistas socialistas» (es decir, el Partido Socialista), los «fascistas de Bruening» (es decir, el Partido Católico) y los «regímenes imperialistas semifascistas», con lo que se referían a los gobiernos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos.

Éste es un simple ejemplo de lo que quise decir cuando me referí a la mentalidad que había adoptado, una mentalidad de esquizofrenia progresiva, un método de pensamiento que, aunque en sí era coherente y hasta ingenioso, había perdido el contacto con la realidad o me la ofrecía absurdamente deformada.
Uno de los métodos principales de distorsión del pensamiento comunista es lo que podríamos llamar las «polarizaciones arbitrarias». Un ejemplo de polarización arbitraria es la afirmación: «Hay dos categorías de personas: a) los buenos, que viajan en tren, y b) los malos, que viajan en avión». Con un poco de casuística puede demostrarse inmediatamente que la gente que viaja por mar es a) buena, porque no vuela, y b) mala, porque no viaja en ferrocarril. Para los comunistas, el mundo estuvo sucesivamente polarizado, en diversas épocas, de este modo:
1930: Rusia soviética, más la clase obrera internacional, versus el mundo capitalista, que era un mundo fascista, porque el «fascismo es la última fase inevitable del capitalismo». 1940: El pueblo ruso y alemán amante de la paz versus los agresores pluto democráticos imperialistas: Inglaterra y Francia. 1941: Los bestiales fascistas alemanes agresores versus las naciones democráticas unidas: Rusia, Inglaterra, Francia y Estados Unidos. 1950: Los criminales imperialistas aprovechadores de la guerra: Inglaterra, Francia y Estados Unidos versus las Democracias Populares del Este, amantes de la paz.

Cada una de estas polarizaciones arbitrarias era presentada al creyente como un dualismo eterno entre el mal y el bien, entre la oscuridad y la luz, y justificada mediante la persuasiva astucia de la lógica de todo sistema cerrado. Y en cada caso había millones de personas que, gracias a la espontánea amnesia que es una de las características de la mentalidad esquizofrénica, olvidaban rápidamente la última distribución y creían qne la presente sería eternamente cierta.

Cuando me pregunto, con la melancólica experiencia que sólo se logra después del error, cómo pude vivir durante años en este trance mental, encuentro algún consuelo en el hecho de que la escolástica medieval y la exégesis aristotélica duraran un periodo mucho más largo y perturbaran completamente los mejores cerebros de la época; y además, en el hecho de que aun en nuestros días muchos aprueben la idea de que el noventa por ciento de sus contemporáneos están destinados por su amante Padre en el cielo a una especie de súper-Auschwitz eterno.

En fin, la mentalidad de una persona que vive dentro de un sistema cerrado de pensamiento, ya sea el comunista u otro, puede resumirse en una sola fórmula: puede probar todo lo que cree y cree todo lo que puede probar. El sistema cerrado agudiza las facultades mentales, como una piedra de afilar ultraeficaz, hasta un filo increíblemente frágil; produce un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica, minuciosa, que no le ofrece ninguna protección cuando quiere cometer las más toscas imbecilidades. La gente de este tipo se encuentra notablemente a menudo entre los intelectuales. Me gusta llamarlos los «ingeniosos imbéciles», expresión que no considero ofensiva, ya que yo fui uno de ellos.


Traducción de J. R. Wilcock