1.
Platón y Aristóteles
A fines del siglo III a. C. ya había terminado el periodo
heroico de la ciencia griega. Desde Platón y Aristóteles,
las ciencias naturales comenzaron a decaer y a perder reputación,
de manera que las realizaciones de los griegos tornaron a redescubrirse
sólo un milenio y medio después. La aventura prometeica,
comenzada hacia el año 600 a. C., había perdido
su impulso al cabo de tres siglos; a ella siguió un periodo
de invernada, que duró cinco veces más.
De Aristarco a Copérnico no hay, lógicamente, más
que un paso; de Arquímedes a Galileo, sólo un paso.
Sin embargo, la continuidad quedó rota durante un periodo
tan prolongado como el que va desde el comienzo de la era cristiana
a nuestros días. Si se mira retrospectivamente el camino
por donde avanzó la ciencia humana, se verá la imagen
de un puente destruido, con restos de cabrias a uno y a otro lado,
y en el medio, nada.
Sabemos cómo ocurrió tal cosa. Si supiéramos
con exactitud por qué ocurrió, probablemente estaríamos
en posesión del remedio para los males de nuestro tiempo;
pues el colapso de la civilización producido durante la
edad oscura es, en ciertos aspectos, el reverso del colapso, que
comenzó, menos dramáticamente, en la época
del Iluminismo. El primero podría caracterizarse en términos
generales como un apartamiento del mundo material, como un desprecio
por el conocimiento, la ciencia y la técnica, como una
repulsa del cuerpo y de sus placeres, en favor de la vida del
espíritu. Es como si se vieran escritos en un espejo los
principios de la edad del materialismo científico, que
comienza con Galileo y termina con el estado totalitario y la
bomba de hidrógeno. Esas dos edades sólo tienen
un factor en común: el divorcio entre la razón y
la fe.
En la línea divisoria que separa la edad heroica de la
ciencia, por un lado, y la edad de su decadencia, por otro, se
yerguen dos picos gemelos: Platón y Aristóteles.
Dos citas pueden ilustrar la diferencia de clima filosófico
que había entre los dos lados de la vertiente. El primero
es un pasaje perteneciente a un autor de la escuela hipocrática,
que data probablemente del siglo IV a. C. “Me parece —dice
al considerar la misteriosa enfermedad de la epilepsia—
que la enfermedad no es más ‘sagrada’ que ninguna
otra. Tiene una causa natural, como las otras enfermedades.
Los hombres la creen divina tan sólo porque no la comprenden;
pero si llamaran divina a toda cosa que no comprendiesen, no acabarían
nunca con las cosas divinas.” La segunda cita es de la República,
de Platón, y en ese pasaje queda resumida la actitud del
filósofo ante la astronomía. Explica Platón
que los astros, por hermosos que sean, son sólo una parte
del mundo visible, el cual no es sino una tenue y deformada sombra
o copia del mundo real de las ideas. Los empeños para determinar
exactamente los movimientos de esos cuerpos imperfectos son, por
lo tanto, absurdos. En cambio: “concentrémonos en
los problemas (abstractos) —diría yo— de la
astronomía y de la geometría, y desdeñemos
los cuerpos celestes, si es que pretendemos realmente comprender
la astronomía”.
Platón se muestra igualmente hostil contra la primera y
favorita rama de la ciencia de los pitagóricos. “Los
maestros de la armonía —le hace decir a Sócrates,
quejándose— comparan sonidos y consonancias, que
sólo pueden oírse, y sus trabajos, como los de los
astrónomos, son vanos.”
Probablemente no haya que tomar nada de esto al pie de la letra,
pero se lo consideró así —como hizo la escuela
extremista del neoplatonismo que dominó la filosofía
occidental durante varios siglos y sofocó todo progreso
en la ciencia—, hasta que fue redescubierto Aristóteles
y se renovó el interés por la naturaleza. Llamé
a Platón y a Aristóteles dos picos gemelos que separaban
dos épocas del pensamiento; pero en la medida que consideremos
la influencia de ambos en el futuro, Platón y Aristóteles
deberán más bien llamarse astros gemelos con un
mismo centro de gravedad, los cuales, al girar uno alrededor del
otro, proyectaron alternadamente su luz en las generaciones que
los sucedieron. Hasta fines del siglo XII, como veremos, Platón
reinó de manera suprema. Luego Aristóteles resucitó
y durante doscientos años fue el filósofo, como
comúnmente se lo llamaba. Después volvió
a aparecer Platón, con un aspecto enteramente distinto.
La famosa observación del profesor Whitehead: “La
caracterización general más segura de la tradición
filosófica europea según la cual ésta consiste
en una serie de escolios a Platón, podría corregirse
diciendo: la ciencia, hasta el Renacimiento, consistió
en una serie de escolios a Aristóteles”.
El secreto de la extraordinaria influencia que ejercieron estos
dos pensadores, al estimular y escandalizar intermitentemente,
el pensamiento europeo durante un periodo casi astronómico,
fue tema de apasionadas e interminables controversias. Ese influjo
no obedeció desde luego a una sola razón, sino a
la confluencia de una multitud de causas que operaron en momentos
particularmente críticos de la historia. Para mencionar
sólo unas pocas comencemos con la más obvia: Platón
y Aristóteles son los primeros filósofos de la antigüedad
cuyos escritos han llegado hasta nosotros no en fragmentos aislados,
o en citas de segunda o tercera mano, sino en un bloque macizo
(los diálogos auténticos de Platón forman
por sí solos un volumen de las dimensiones de la Biblia)
que comprende todos los dominios del conocimiento y la esencia
de las enseñanzas de quienes vivieron antes, como si después
de una guerra atómica se hubiera conservado, entre los
fragmentos desgarrados y destruidos, una Encyclopaedia Britannica
completa.
Independientemente del hecho de haber reunido todos los puntos
importantes de conocimiento útil en una síntesis
individual, fueron desde luego pensadores originales de gran poder
creador en campos tan variados como la metafísica, la biología,
la lógica, la epistemología y la física.
Ambos fundaron “escuelas” de un nuevo tipo: la primera
Academia y el primer Liceo, que sobrevivieron durante varios siglos
como instituciones organizadas y transformaron las antes fluidas
ideas de los fundadores en rígidas ideologías, las
hipótesis de Aristóteles, en dogmas, las visiones
de Platón, en teología. Además, fueron verdaderos
astros gemelos nacidos para complementarse recíprocamente:
Platón, el místico; Aristóteles, el lógico;
Platón, desdeñador de las ciencias naturales; Aristóteles,
observador de delfines y ballenas; Platón, tejedor de fábulas
alegóricas; Aristóteles, dialéctico y casuista;
Platón, vago y ambiguo; Aristóteles, preciso y pedante.
Por último —pues este catálogo podría
continuar indefinidamente— desarrollaron sistemas de filosofía
que, aunque distintos y hasta opuestos en los detalles, juntos
parecían suministrar una respuesta completa a la situación
de su época.
Esa situación era la bancarrota política, económica
y moral de la Grecia clásica, anterior a la conquista macedónica.
Un siglo de guerras constantes y luchas civiles habían
desangrado el país así en hombres como en dinero;
la venalidad y la corrupción envenenaban la vida pública;
hordas de desterrados políticos, reducidos a la existencia
de aventureros sin hogar, vagaban por el interior del país;
el aborto y el infanticidio legalizados raleaban cada vez más
las filas de los ciudadanos. La historia del siglo IV —ha
escrito una autoridad moderna— es, en algunos de sus aspectos,
la del fracaso mayor de la historia… Platón y Aristóteles…
cada uno de manera diferente… trata (al sugerir formas de
constitución distintas de aquellas bajo las cuales se había
llegado a la decadencia política) de salvar aquel mundo
griego, que tanto significaba para él, del desastre político
y social al que se estaba precipitando; pero el mundo griego ya
había pasado.
Las reformas políticas que ellos sugirieron nos interesan
sólo en la medida que revelan las tendencias inconscientes
que informan sus respectivas cosmologías; pero en ese aspecto
son importantes. La utopía de Platón es más
tremenda que 1984 de Orwell, porque Platón desea que ocurra
lo que Orwell teme que pueda ocurrir. “Que la República
de Platón haya sido admirada en su aspecto político
por personas sensatas constituye acaso el ejemplo más pasmoso
de esnobismo literario de toda la historia” —observó
Bertrand Russell. En la República de Platón la aristocracia
gobierna en virtud de la “noble mentira”, según
la cual Dios habría creado tres clases de hombres hechos,
respectivamente, de oro (los gobernantes), de plata (los soldados)
y de metales bajos (los hombres comunes). Otra mentira piadosa
ayudará a mejorar el género humano: cuando el matrimonio
quede abolido, la gente se apareará, pero los gobernantes
determinarán secretamente las parejas según los
principios de la eugenesia. Habrá una rígida censura;
a ningún joven se le permitirá la lectura de Homero,
porque éste suscita la falta de respeto a los dioses, la
diversión indecorosa y el temor a la muerte, que quita
a los hombres el valor de morir en la batalla.
La Política de Aristóteles tiene una orientación
esencialmente análoga, si bien menos extremosa; critica
algunas de las más provocadoras formulaciones de Platón;
pero no sólo considera la esclavitud como la base natural
del orden social (“el esclavo está por completo desprovisto
de toda facultad de razonamiento”), sino que también
deplora la existencia de una clase “media”, es decir,
de artesanos libres y profesionales, en virtud de la semejanza
superficial que esta clase tiene con la de los gobernantes, lo
cual desacredita a esta última. En consecuencia, en el
estado modelo se despojaría de los derechos de la ciudadanía
a todos los profesionales. Es importante comprender la fuente
de este desprecio de Aristóteles por los artesanos, arquitectos,
ingenieros, etc., a diferencia, digamos, de la alta estima de
que en Samos gozaba Eupalino, el constructor del túnel.
Lo cierto es que Aristóteles ya no los creía necesarios,
porque la ciencia aplicada a la técnica había cumplido
ya su misión. Nada más podía inventarse o
era necesario inventar para hacer la vida más agradable
y cómoda, porque “estaban aseguradas casi todas las
condiciones de comodidad y refinamiento social” y “ya
se habían logrado todas las cosas de este género”.
La ciencia pura y la filosofía, “que no tratan de
las necesidades ni del goce de la vida”, son las únicas
que deben cultivarse —a juicio de Aristóteles—,
una vez que las ciencias prácticas hagan todo cuanto puedan
hacer y el progreso material se haya detenido.
Aun estas sucintas observaciones pueden indicar la tendencia general
de tales filosofías: el inconsciente anhelo de estabilidad
y permanencia en un mundo que se desmoronaba, donde el “cambio”
sólo podía consumarse para empeorar, y el “progreso”
sólo podía significar un progreso hacia el desastre.
Para Platón, “cambio” es virtualmente sinónimo
de degeneración; su historia de la creación es un
proceso en el que surgen sucesivamente formas de vida cada vez
más inferiores y menos dignas: Dios, sumo bien en sí
mismo, el mundo de la realidad, que consiste sólo en Formas
perfectas o Ideas, el mundo de las apariencias, que es una copia
y una sombra del anterior; y así llega al hombre: “aquellos
hombres creados primero, que llevaron una vida de cobardía
e injusticia, renacieron apropiadamente como mujeres en la segunda
generación. Y de ahí que en esa fase particular,
los dioses inventaran el placer de la cópula”. Después
de las mujeres siguen los animales: “las bestias que andan
en cuatro patas proceden de hombres completamente impermeables
a la filosofía y que nunca contemplaron los cielos”.
Trátase del relato de una caída en la permanencia,
de una teoría de descenso e involución, opuesta
a la evolución por ascenso.
Como ocurre frecuentemente con Platón, es imposible establecer
si todo esto ha de tomarse literal o alegóricamente o como
una broma esotérica; pero no podemos abrigar dudas sobre
cuál es la tendencia básica de todo el sistema.
Tendremos que remontarnos mucho en el tiempo y volver otra vez
a Platón para recoger la pista de alguna otra concepción
particular posterior. Por ahora tengamos presente sólo
esta clave esencial de la cosmología platónica:
el temor al cambio, el desprecio y la aversión por los
conceptos de evolución y mutabilidad. Este rasgo esencial
reverberará a través de toda la Edad Media, junto
con el concomitante anhelo de un mundo de perfección eterna,
inmutable.
Then again I think on that which Nature said
Of that same time when no more chance shall be,
But steadfast rest of all thinks, firmly stay’d
Upon the pillars of eternity
That is contrary to mutability.1
(Torno a pensar entonces en cuanto la naturaleza dijo del momento
aquél sin cambio alguno, con la permanente quietud de todas
las cosas firmemente establecidas sobre las columnas de la eternidad,
que es contraria a la mutabilidad.)
Esta “fobia por la mutación” parece ser la
causa principal de los aspectos chocantes del platonismo. La síntesis
pitagórica de religión y ciencia, de experiencia
mística e investigación empírica, se torna
ahora vacilante. El misticismo de los pitagóricos se lleva
a extremos estériles, en tanto que se ridiculiza y se desalienta
la ciencia empírica. La física queda separada de
la matemática y se convierte en una sección de la
teología. Los miembros de la Fraternidad Pitagórica
se transforman en los guías de una utopía totalitaria.
La transmigración de las almas, en su tránsito hacia
Dios, queda rebajada por los cuentos de viejas o las mentiras
edificantes sobre cobardes castigados con reencarnaciones femeninas;
el ascetismo órfico degenera en odio del cuerpo y en desprecio
de los sentidos. El verdadero conocimiento no puede obtenerse
estudiando la naturaleza, pues “si pretendiéramos
tener verdadero conocimiento de cualquier cosa deberíamos
estar desprovistos del cuerpo…, mientras que, en compañía
del cuerpo, el alma carece de verdadero conocimiento”. Todo
esto no es una expresión de humildad (ni de la humildad
del místico que busca a Dios, ni de la humildad de la razón
que reconoce sus límites); es la filosofía, a medias
temerosa, a medias arrogante, del genio de una aristocracia condenada
y de una civilización en bancarrota. Cuando la realidad
se hace intolerable el espíritu se aparta de ella y crea
un mundo de perfección artificial. El mundo de Platón,
el mundo de las ideas y formas puras, que es el único que
ha de considerarse real —en tanto que el mundo de la naturaleza
que percibimos es tan sólo una copia barata de aquel otro—
constituye una fuga hacia el engaño. La verdad intuitiva
expresada en la alegoría de la caverna queda reducida al
absurdo por un exceso de concreción, como si el autor de
las palabras “este mundo es un valle de lágrimas”
hubiera de examinar positivamente la distribución de las
gotas de lágrimas del valle.
Es menester recordar también que en la cosmogonía
surealista del Timeo es imposible trazar una línea divisoria
entre filosofía y poesía, afirmación metafórica
y afirmación positiva, y que los largos pasajes del Parménides
destruyen virtualmente la doctrina de que el mundo es una copia
de modelos celestiales. Y si algunos de mis párrafos anteriores
parecen una burda y unilateral versión de cuanto Platón
quiso significar, eso es precisamente cuanto llegó a significar
para una larga serie de generaciones futuras. Esa fue la sombra
unilateral que él proyectó. Asimismo veremos que
el segundo renacimiento platónico producido en el siglo
XV iluminó un lado completamente distinto de Platón,
y proyectó la sombra de éste en la dirección
opuesta. Pero para que ello ocurriera debía pasar aún
mucho tiempo.
2.
Surgimiento del dogma circular
Debemos volver ahora a ocuparnos de la contribución que
Platón hizo a la astronomía, contribución
que en materia de progresos concretos equivale a la nada, pues
Platón no entendía gran cosa de astronomía,
y ésta, evidentemente, lo aburría. Los pocos pasajes
en que se siente movido a tocar el tema son tan confusos, ambiguos
o contradictorios, que todos los esfuerzos de la erudición
no han logrado explicar su sentido.
Con todo, mediante un proceso de razonamiento metafísico
a priori, Platón llegó a ciertas conclusiones generales
respecto de la forma y de los movimientos del universo. Y esas
conclusiones, de capital importancia para todo cuando sigue, fueron:
que la forma del mundo tenía que ser una esfera perfecta
y que todo el movimiento debía desarrollarse en círculos
perfectos, con velocidad uniforme.
Y dio al universo la forma propia y natural… Por eso lo
moldeó como en un torno y lo hizo redondo y esférico,
con sus extremidades equidistantes del centro en todas las direcciones
—la forma de todas las formas, la más perfecta y
la más semejante a sí misma; pues él creía
que lo semejante era más hermoso que lo desemejante. Dio
al conjunto, en la parte exterior, una superficie perfectamente
acabada y lisa, por muchas razones. No tenía necesidad
de ojos, pues nada visible quedaba fuera de él; ni de oído,
pues nada podía oírse fuera de él; y no había
aliento fuera de él que fuese necesario insuflarle…
Le dio el movimiento que correspondía a su forma física.
ese movimiento que, de los siete movimientos, es el más
afín al entendimiento y la inteligencia. Por eso lo hizo
girar sobre sí mismo, en uno y el mismo lugar, lo hizo
mover en rotación circular; los otros seis movimientos
[es decir el movimiento recto hacia arriba y hacia abajo, hacia
adelante y hacia atrás, hacia la derecha e izquierda] quedaron
eliminados de él, y el mundo quedó así libre
de sus extravíos. Y, puesto que para esta revolución
el mundo no tenía necesidad de pies, lo creó sin
piernas y sin pies… liso y parejo y equidistante en todas
partes del centro, era un todo perfecto, hecho de cuerpos perfectos…
En consecuencia, la tarea de los matemáticos consistía
ahora en inventar un sistema que redujera las aparentes irregularidades
de los movimientos de los planetas a movimientos regulares desarrollados
en círculos perfectamente regulares. Y esa tarea ocupó
a los matemáticos durante los siguientes dos mil años.
Con su poética e inocente exigencia, Platón echó
a la astronomía una maldición, y los efectos de
esa maldición iban a durar hasta principios del siglo XVII,
cuando Kepler demostró que los planetas se mueven en órbitas
ovales y no circulares. Acaso no haya en la historia del pensamiento
ningún otro caso de una persistencia en el error tan tenaz
como la de la falacia circular, que hechizó la astronomía
durante dos milenios.
Pero también aquí Platón no había
hecho sino esbozar, en un lenguaje semialegórico, una sugestión
que pertenecía ya a la tradición pitagórica;
fue Aristóteles quien elevó la idea del movimiento
circular a la condición de dogma astronómico.
3.
El temor al cambio
En el mundo de Platón los límites entre lo metafórico
y lo positivo son fluidos; pero toda esa ambigüedad desaparece
de los elementos platónicos cuando Aristóteles los
recoge. Aristóteles diseca acabadamente la visión.
Conserva in vitro su tejido poético, condensa su espíritu
volátil y lo congela. El resultado es el modelo aristotélico
del universo.
Los jónicos habían abierto la ostra del mundo; los
pitagóricos habían puesto la bola terrestre al garete
en el universo; los atomistas disolvieron los límites del
universo en el infinito; Aristóteles volvió a cerrar
la tapa, empujó la Tierra al centro del mundo y la privó
de movimiento.
Describiré primero el modelo aristotélico en líneas
generales, y me ocuparé luego de los detalles.
La inmóvil Tierra está rodeada, como en la cosmología
anterior, por nueve esferas concéntricas y transparentes
que se encierran como las telas de una cebolla. La capa más
interior es la esfera de la Luna; las dos más exteriores
son la esfera de las estrellas fijas y, más allá
de ésta, la esfera del Primer Motor que mantiene en movimiento
todo el mecanismo, Dios.
El Dios de Aristóteles ya no rige el mundo desde adentro,
sino desde fuera. Esto significa el fin del fuego central de los
pitagóricos, el fogón de Zeus, considerado como
divina fuente de energía cósmica, el fin de la concepción
mística de Platón, del anima mundi, del mundo como
un animal vivo con alma divina. El dios de Aristóteles,
el Motor Inmóvil que gobierna el mundo desde fuera, es
el dios de la teología abstracta. Parece que aspirase al
Dios descrito por Goethe: Was wär’ein Gott der nur
von aussen stiesse. El traslado de la morada de Dios desde el
centro a la periferia transformó automáticamente
la región central, ocupada por la Tierra y la Luna, en
la región más alejada de Él: la región
más humilde y baja de todo el universo. El espacio ocupado
por la esfera de la Luna, que contenía la Tierra —la
“región sublunar”— se consideró
ahora definitivamente inferior. A esta región —y
sólo a ella— se limitan los horrores del cambio,
de la mutación. Mas allá de la esfera de la Luna
los cielos son eternos e inalterables.
Esta división del universo en dos regiones, una inferior,
otra superior, una sometida al cambio, la otra no, iba a convertirse
en otra doctrina básica de la filosofía y la cosmología
medievales. Aportaba una serena tranquilidad cósmica a
un mundo espantado, al afirmar la esencial estabilidad y permanencia
del universo, pero sin llegar a asegurar que todo cambio fuese
mera ilusión, sin negar la realidad del crecimiento y la
decadencia, de la generación y la destrucción. No
se trataba de una conciliación de lo temporal y lo eterno,
ni de una mera confrontación entre ambas esferas, sino
de la posibilidad de alcanzar cierta tranquilidad, al abarcar
las dos, por así decirlo, en una sola mirada.
La división se hizo intelectualmente más satisfactoria
y más fácil de comprender al asignarse a las dos
partes del universo diversas materias primas y diversos movimientos.
En la región sublunar toda la materia estaba formada por
distintas combinaciones de los cuatro elementos: tierra, agua,
aire y fuego, que en sí mismos eran combinaciones de dos
pares de opuestos: calor y frío, sequedad y humedad. La
naturaleza de estos elementos exige que se muevan en línea
recta: la tierra, hacia abajo; el fuego, hacia arriba; el agua
y el aire, horizontalmente. La atmósfera llena toda la
esfera sublunar, aunque su borde superior no consista propiamente
en aire, sino en una sustancia que al ponerse en movimiento arde
y produce cometas y meteoros. Los cuatro elementos se transforman
constantemente uno en otro, y en esto estriba la esencia de todo
cambio.
Pero más allá de la esfera de la Luna nada cambia,
ni está presente ninguno de los cuatro elementos terrestres.
Los cuerpos celestes se componen de un “quinto elemento”
diferente, puro e inmutable, que se hace más puro cuanto
más se alejan de la Tierra. El movimiento natural del quinto
elemento —distinto del de los cuatro elementos terrestres—
es circular, porque la esfera es la única forma perfecta
y el movimiento circular es el único movimiento perfecto.
El movimiento circular no tiene principio ni fin; vuelve sobre
sí mismo, y continúa así para siempre: es
un movimiento sin cambio.
El sistema tenía empero otra ventaja. Tratábase
de una componenda entre dos tendencias filosóficas opuestas.
Por un lado, la tendencia “materialista”, iniciada
con los jónicos, había continuado con hombres como
Anaxágoras, quien creía que el homo sapiens debía
su superioridad a la destreza de su mano, y como Heráclito,
que consideraba el universo como un producto de fuerzas dinámicas
en eterno fluir; y había culminado con Leucipo y Demócrito,
los primeros atomistas. La tendencia opuesta, que nació
con los eleáticos, encontró su expresión
suprema en Parménides, quien enseñó que todo
cambio aparente, toda evolución y decadencia eran ilusiones
de los sentidos, porque lo que existe no puede nacer de algo que
no exista o que sea diferente de ello. Y enseñó
que la realidad que había detrás de la ilusión
es indivisible, inmutable y de una condición de estática
perfección. De suerte que para Heráclito la realidad
es un proceso continuo de cambio y acaecer; un mundo de tensiones
dinámicas, creadoras, entre opuestos; en tanto que, para
Parménides, la realidad es una esfera uniforme, sólida,
increada, eterna, inmóvil, inmutable.
Desde luego que el párrafo anterior es un resumen ultra
simplificado de uno de los periodos más vívidos
de debate filosófico; pero mi finalidad consiste tan sólo
en mostrar cuán nítidamente el modelo aristotélico
del universo resolvió el dilema básico, al entregar
la región sublunar a los materialistas y hacer que la gobernara
la divisa de Heráclito (“todo es cambio”),
en tanto que el resto del universo, eterno e inmutable, permanecía
bajo el signo de Parménides: “nunca cambia nada”.
Tampoco aquí se trataba de una conciliación; era
una yuxtaposición de dos concepciones del mundo o “sentimientos
del mundo”, que atraían profundamente el espíritu
de los hombres. Esa atracción aumentó su poder cuando,
en una fase ulterior, la yuxtaposición se convirtió
en gradación entre los opuestos; cuando el original universo
aristotélico de dos pisos —sólo sótano
y desván— fue sustituido por una estructura elaboradamente
gradual, de muchos pisos, una jerarquía cósmica,
en que cada objeto y cada criatura tenían su “lugar”
exacto, porque su posición en el espacio de muchas capas,
que se extendía entre la Tierra inferior y el cielo superior,
definía su lugar en la escala de valores, en la cadena
del ser. Ya veremos que este concepto de un cosmos jerárquico
y cerrado en sí mismo, como la Administración pública
(salvo que no había en él ningún progreso,
sino sólo retroceso), sobrevivió durante casi un
milenio y medio. Era en verdad un universo de mandarines. En esos
largos siglos el pensamiento europeo guardó mayor afinidad
con la filosofía china o india que con su propio pasado
y futuro.
Con todo, aun cuando la filosofía europea fuese tan sólo
una serie de escolios a Platón, y aun cuando Aristóteles
sofocara durante un milenio la física y la astronomía,
la influencia de ambos filósofos obedeció, en última
instancia, no tanto a la originalidad de sus doctrinas, cuanto
a un proceso de selección natural en la evolución
de las ideas. De un determinado número de revoluciones
ideológicas cada sociedad elige la filosofía que,
de manera inconsciente, percibe como la más apropiada para
sus necesidades. En los siglos posteriores, siempre que en Europa
cambió el clima cultural también los dos astros
gemelos cambiaron de aspecto y color: Agustín y Tomás
de Aquino, Erasmo y Kepler, Descartes y Newton, cada cual interpretó
en ambos filósofos un mensaje diferente. Las ambigüedades
y contradicciones de Platón y las contorsiones dialécticas
de Aristóteles no sólo admitían un vasto
campo de interpretación y grandes desplazamientos del acento,
sino que, tomados ambos conjunta o alternadamente, combinando
facetas escogidas de cada uno, el efecto total podía llegar
a ser virtualmente inverso: veremos que el “nuevo platonismo”
del siglo XVI era en muchos aspectos opuesto al neoplatonismo
de principios de la Edad Media.
Aquí debemos volver a considerar brevemente la aversión
que Platón sentía por el cambio —por la “generación
y decadencia”—, que convertía la esfera sublunar
en un despreciable suburbio del universo. El propio Aristóteles
no compartía tal aversión. En su condición
de biólogo sagaz, consideraba todo cambio, todo movimiento
de la naturaleza, como algo que tenía una finalidad y se
encaminaba hacia una meta, aun los movimientos de los cuerpos
inanimados: una piedra caerá hacia la tierra, así
como el caballo irá a su establo, porque ése es
su “lugar natural” en la jerarquía universal.
Más adelante tendremos ocasión de apreciar los desastrosos
efectos de esta concepción aristotélica en el desarrollo
de la ciencia europea; por el momento quisiera sólo señalar
que la actitud de Aristóteles respecto del cambio, aunque
el filósofo rechace la evolución y el progreso,
no es tan derrotista como la de Platón. Sin embargo, el
neoplatonismo, en su tendencia dominante, ignora el hecho de que
Aristóteles disintiera en este punto esencial, y se las
arregla para tomar lo peor de los dos mundos. Adopta el esquema
aristotélico del universo, pero hace de la esfera sublunar
un valle de sombras platónico; sigue la doctrina platónica
del mundo natural como débil copia de formas ideales —que
Aristóteles rechazó—, pero coincide con Aristóteles
en cuanto a colocar el Primer Motor fuera de los confines del
mundo. Sigue a los dos en los ansiosos esfuerzos por construir
un universo amurallado, protegido contra las incursiones bárbaras
del cambio, un juego de esferas dentro de esferas, que giran eternamente
sobre sí mismas, pero que permanecen en el mismo lugar,
ocultando así su vergonzoso secreto, ese centro de infección,
seguramente aislado en la cuarentena sublunar.
En la inmortal parábola de la caverna, donde los hombres
están encadenados de espaldas a la luz, con lo cual sólo
ven el juego de sombras proyectado en la pared, sin saber que
éstas no son sino sombras, sin saber que la realidad luminosa
está fuera de la caverna, en esta alegoría de la
condición humana Platón hizo sonar una cuerda arquetípica
de ecos tan punzantes como la armonía de las esferas de
Pitágoras; pero cuando consideramos el neoplatonismo y
el escolasticismo como filosofías concretas y preceptos
de vida, nos sentimos tentados a invertir las cosas y a pintar
a los fundadores de la Academia y del Liceo como si fuesen dos
hombres temerosos, que están de pie en la caverna hecha
por ellos mismos, mirando a la pared, encadenados a sus lugares,
en una edad catastrófica, volviendo las espaldas a la llama
de la edad heroica de Grecia y proyectando grotescas sombras,
que habrán de ser la obsesión de la humanidad durante
más de mil años.
Traducción
de Alberto Luis Bixi