Abril-Junio 2004, Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
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La falla de los nervios
Arthur Koestler

 

1. Platón y Aristóteles
A fines del siglo III a. C. ya había terminado el periodo heroico de la ciencia griega. Desde Platón y Aristóteles, las ciencias naturales comenzaron a decaer y a perder reputación, de manera que las realizaciones de los griegos tornaron a redescubrirse sólo un milenio y medio después. La aventura prometeica, comenzada hacia el año 600 a. C., había perdido su impulso al cabo de tres siglos; a ella siguió un periodo de invernada, que duró cinco veces más.

De Aristarco a Copérnico no hay, lógicamente, más que un paso; de Arquímedes a Galileo, sólo un paso. Sin embargo, la continuidad quedó rota durante un periodo tan prolongado como el que va desde el comienzo de la era cristiana a nuestros días. Si se mira retrospectivamente el camino por donde avanzó la ciencia humana, se verá la imagen de un puente destruido, con restos de cabrias a uno y a otro lado, y en el medio, nada.

Sabemos cómo ocurrió tal cosa. Si supiéramos con exactitud por qué ocurrió, probablemente estaríamos en posesión del remedio para los males de nuestro tiempo; pues el colapso de la civilización producido durante la edad oscura es, en ciertos aspectos, el reverso del colapso, que comenzó, menos dramáticamente, en la época del Iluminismo. El primero podría caracterizarse en términos generales como un apartamiento del mundo material, como un desprecio por el conocimiento, la ciencia y la técnica, como una repulsa del cuerpo y de sus placeres, en favor de la vida del espíritu. Es como si se vieran escritos en un espejo los principios de la edad del materialismo científico, que comienza con Galileo y termina con el estado totalitario y la bomba de hidrógeno. Esas dos edades sólo tienen un factor en común: el divorcio entre la razón y la fe.

En la línea divisoria que separa la edad heroica de la ciencia, por un lado, y la edad de su decadencia, por otro, se yerguen dos picos gemelos: Platón y Aristóteles. Dos citas pueden ilustrar la diferencia de clima filosófico que había entre los dos lados de la vertiente. El primero es un pasaje perteneciente a un autor de la escuela hipocrática, que data probablemente del siglo IV a. C. “Me parece —dice al considerar la misteriosa enfermedad de la epilepsia— que la enfermedad no es más ‘sagrada’ que ninguna otra. Tiene una causa natural, como las otras enfermedades.
Los hombres la creen divina tan sólo porque no la comprenden; pero si llamaran divina a toda cosa que no comprendiesen, no acabarían nunca con las cosas divinas.” La segunda cita es de la República, de Platón, y en ese pasaje queda resumida la actitud del filósofo ante la astronomía. Explica Platón que los astros, por hermosos que sean, son sólo una parte del mundo visible, el cual no es sino una tenue y deformada sombra o copia del mundo real de las ideas. Los empeños para determinar exactamente los movimientos de esos cuerpos imperfectos son, por lo tanto, absurdos. En cambio: “concentrémonos en los problemas (abstractos) —diría yo— de la astronomía y de la geometría, y desdeñemos los cuerpos celestes, si es que pretendemos realmente comprender la astronomía”.

Platón se muestra igualmente hostil contra la primera y favorita rama de la ciencia de los pitagóricos. “Los maestros de la armonía —le hace decir a Sócrates, quejándose— comparan sonidos y consonancias, que sólo pueden oírse, y sus trabajos, como los de los astrónomos, son vanos.”

Probablemente no haya que tomar nada de esto al pie de la letra, pero se lo consideró así —como hizo la escuela extremista del neoplatonismo que dominó la filosofía occidental durante varios siglos y sofocó todo progreso en la ciencia—, hasta que fue redescubierto Aristóteles y se renovó el interés por la naturaleza. Llamé a Platón y a Aristóteles dos picos gemelos que separaban dos épocas del pensamiento; pero en la medida que consideremos la influencia de ambos en el futuro, Platón y Aristóteles deberán más bien llamarse astros gemelos con un mismo centro de gravedad, los cuales, al girar uno alrededor del otro, proyectaron alternadamente su luz en las generaciones que los sucedieron. Hasta fines del siglo XII, como veremos, Platón reinó de manera suprema. Luego Aristóteles resucitó y durante doscientos años fue el filósofo, como comúnmente se lo llamaba. Después volvió a aparecer Platón, con un aspecto enteramente distinto. La famosa observación del profesor Whitehead: “La caracterización general más segura de la tradición filosófica europea según la cual ésta consiste en una serie de escolios a Platón, podría corregirse diciendo: la ciencia, hasta el Renacimiento, consistió en una serie de escolios a Aristóteles”.

El secreto de la extraordinaria influencia que ejercieron estos dos pensadores, al estimular y escandalizar intermitentemente, el pensamiento europeo durante un periodo casi astronómico, fue tema de apasionadas e interminables controversias. Ese influjo no obedeció desde luego a una sola razón, sino a la confluencia de una multitud de causas que operaron en momentos particularmente críticos de la historia. Para mencionar sólo unas pocas comencemos con la más obvia: Platón y Aristóteles son los primeros filósofos de la antigüedad cuyos escritos han llegado hasta nosotros no en fragmentos aislados, o en citas de segunda o tercera mano, sino en un bloque macizo (los diálogos auténticos de Platón forman por sí solos un volumen de las dimensiones de la Biblia) que comprende todos los dominios del conocimiento y la esencia de las enseñanzas de quienes vivieron antes, como si después de una guerra atómica se hubiera conservado, entre los fragmentos desgarrados y destruidos, una Encyclopaedia Britannica completa.

Independientemente del hecho de haber reunido todos los puntos importantes de conocimiento útil en una síntesis individual, fueron desde luego pensadores originales de gran poder creador en campos tan variados como la metafísica, la biología, la lógica, la epistemología y la física. Ambos fundaron “escuelas” de un nuevo tipo: la primera Academia y el primer Liceo, que sobrevivieron durante varios siglos como instituciones organizadas y transformaron las antes fluidas ideas de los fundadores en rígidas ideologías, las hipótesis de Aristóteles, en dogmas, las visiones de Platón, en teología. Además, fueron verdaderos astros gemelos nacidos para complementarse recíprocamente: Platón, el místico; Aristóteles, el lógico; Platón, desdeñador de las ciencias naturales; Aristóteles, observador de delfines y ballenas; Platón, tejedor de fábulas alegóricas; Aristóteles, dialéctico y casuista; Platón, vago y ambiguo; Aristóteles, preciso y pedante. Por último —pues este catálogo podría continuar indefinidamente— desarrollaron sistemas de filosofía que, aunque distintos y hasta opuestos en los detalles, juntos parecían suministrar una respuesta completa a la situación de su época.

Esa situación era la bancarrota política, económica y moral de la Grecia clásica, anterior a la conquista macedónica. Un siglo de guerras constantes y luchas civiles habían desangrado el país así en hombres como en dinero; la venalidad y la corrupción envenenaban la vida pública; hordas de desterrados políticos, reducidos a la existencia de aventureros sin hogar, vagaban por el interior del país; el aborto y el infanticidio legalizados raleaban cada vez más las filas de los ciudadanos. La historia del siglo IV —ha escrito una autoridad moderna— es, en algunos de sus aspectos, la del fracaso mayor de la historia… Platón y Aristóteles… cada uno de manera diferente… trata (al sugerir formas de constitución distintas de aquellas bajo las cuales se había llegado a la decadencia política) de salvar aquel mundo griego, que tanto significaba para él, del desastre político y social al que se estaba precipitando; pero el mundo griego ya había pasado.

Las reformas políticas que ellos sugirieron nos interesan sólo en la medida que revelan las tendencias inconscientes que informan sus respectivas cosmologías; pero en ese aspecto son importantes. La utopía de Platón es más tremenda que 1984 de Orwell, porque Platón desea que ocurra lo que Orwell teme que pueda ocurrir. “Que la República de Platón haya sido admirada en su aspecto político por personas sensatas constituye acaso el ejemplo más pasmoso de esnobismo literario de toda la historia” —observó Bertrand Russell. En la República de Platón la aristocracia gobierna en virtud de la “noble mentira”, según la cual Dios habría creado tres clases de hombres hechos, respectivamente, de oro (los gobernantes), de plata (los soldados) y de metales bajos (los hombres comunes). Otra mentira piadosa ayudará a mejorar el género humano: cuando el matrimonio quede abolido, la gente se apareará, pero los gobernantes determinarán secretamente las parejas según los principios de la eugenesia. Habrá una rígida censura; a ningún joven se le permitirá la lectura de Homero, porque éste suscita la falta de respeto a los dioses, la diversión indecorosa y el temor a la muerte, que quita a los hombres el valor de morir en la batalla.

La Política de Aristóteles tiene una orientación esencialmente análoga, si bien menos extremosa; critica algunas de las más provocadoras formulaciones de Platón; pero no sólo considera la esclavitud como la base natural del orden social (“el esclavo está por completo desprovisto de toda facultad de razonamiento”), sino que también deplora la existencia de una clase “media”, es decir, de artesanos libres y profesionales, en virtud de la semejanza superficial que esta clase tiene con la de los gobernantes, lo cual desacredita a esta última. En consecuencia, en el estado modelo se despojaría de los derechos de la ciudadanía a todos los profesionales. Es importante comprender la fuente de este desprecio de Aristóteles por los artesanos, arquitectos, ingenieros, etc., a diferencia, digamos, de la alta estima de que en Samos gozaba Eupalino, el constructor del túnel. Lo cierto es que Aristóteles ya no los creía necesarios, porque la ciencia aplicada a la técnica había cumplido ya su misión. Nada más podía inventarse o era necesario inventar para hacer la vida más agradable y cómoda, porque “estaban aseguradas casi todas las condiciones de comodidad y refinamiento social” y “ya se habían logrado todas las cosas de este género”. La ciencia pura y la filosofía, “que no tratan de las necesidades ni del goce de la vida”, son las únicas que deben cultivarse —a juicio de Aristóteles—, una vez que las ciencias prácticas hagan todo cuanto puedan hacer y el progreso material se haya detenido.

Aun estas sucintas observaciones pueden indicar la tendencia general de tales filosofías: el inconsciente anhelo de estabilidad y permanencia en un mundo que se desmoronaba, donde el “cambio” sólo podía consumarse para empeorar, y el “progreso” sólo podía significar un progreso hacia el desastre. Para Platón, “cambio” es virtualmente sinónimo de degeneración; su historia de la creación es un proceso en el que surgen sucesivamente formas de vida cada vez más inferiores y menos dignas: Dios, sumo bien en sí mismo, el mundo de la realidad, que consiste sólo en Formas perfectas o Ideas, el mundo de las apariencias, que es una copia y una sombra del anterior; y así llega al hombre: “aquellos hombres creados primero, que llevaron una vida de cobardía e injusticia, renacieron apropiadamente como mujeres en la segunda generación. Y de ahí que en esa fase particular, los dioses inventaran el placer de la cópula”. Después de las mujeres siguen los animales: “las bestias que andan en cuatro patas proceden de hombres completamente impermeables a la filosofía y que nunca contemplaron los cielos”. Trátase del relato de una caída en la permanencia, de una teoría de descenso e involución, opuesta a la evolución por ascenso.

Como ocurre frecuentemente con Platón, es imposible establecer si todo esto ha de tomarse literal o alegóricamente o como una broma esotérica; pero no podemos abrigar dudas sobre cuál es la tendencia básica de todo el sistema.

Tendremos que remontarnos mucho en el tiempo y volver otra vez a Platón para recoger la pista de alguna otra concepción particular posterior. Por ahora tengamos presente sólo esta clave esencial de la cosmología platónica: el temor al cambio, el desprecio y la aversión por los conceptos de evolución y mutabilidad. Este rasgo esencial reverberará a través de toda la Edad Media, junto con el concomitante anhelo de un mundo de perfección eterna, inmutable.

Then again I think on that which Nature said
Of that same time when no more chance shall be,
But steadfast rest of all thinks, firmly stay’d
Upon the pillars of eternity
That is contrary to mutability.1

(Torno a pensar entonces en cuanto la naturaleza dijo del momento aquél sin cambio alguno, con la permanente quietud de todas las cosas firmemente establecidas sobre las columnas de la eternidad, que es contraria a la mutabilidad.)

Esta “fobia por la mutación” parece ser la causa principal de los aspectos chocantes del platonismo. La síntesis pitagórica de religión y ciencia, de experiencia mística e investigación empírica, se torna ahora vacilante. El misticismo de los pitagóricos se lleva a extremos estériles, en tanto que se ridiculiza y se desalienta la ciencia empírica. La física queda separada de la matemática y se convierte en una sección de la teología. Los miembros de la Fraternidad Pitagórica se transforman en los guías de una utopía totalitaria. La transmigración de las almas, en su tránsito hacia Dios, queda rebajada por los cuentos de viejas o las mentiras edificantes sobre cobardes castigados con reencarnaciones femeninas; el ascetismo órfico degenera en odio del cuerpo y en desprecio de los sentidos. El verdadero conocimiento no puede obtenerse estudiando la naturaleza, pues “si pretendiéramos tener verdadero conocimiento de cualquier cosa deberíamos estar desprovistos del cuerpo…, mientras que, en compañía del cuerpo, el alma carece de verdadero conocimiento”. Todo esto no es una expresión de humildad (ni de la humildad del místico que busca a Dios, ni de la humildad de la razón que reconoce sus límites); es la filosofía, a medias temerosa, a medias arrogante, del genio de una aristocracia condenada y de una civilización en bancarrota. Cuando la realidad se hace intolerable el espíritu se aparta de ella y crea un mundo de perfección artificial. El mundo de Platón, el mundo de las ideas y formas puras, que es el único que ha de considerarse real —en tanto que el mundo de la naturaleza que percibimos es tan sólo una copia barata de aquel otro— constituye una fuga hacia el engaño. La verdad intuitiva expresada en la alegoría de la caverna queda reducida al absurdo por un exceso de concreción, como si el autor de las palabras “este mundo es un valle de lágrimas” hubiera de examinar positivamente la distribución de las gotas de lágrimas del valle.

Es menester recordar también que en la cosmogonía surealista del Timeo es imposible trazar una línea divisoria entre filosofía y poesía, afirmación metafórica y afirmación positiva, y que los largos pasajes del Parménides destruyen virtualmente la doctrina de que el mundo es una copia de modelos celestiales. Y si algunos de mis párrafos anteriores parecen una burda y unilateral versión de cuanto Platón quiso significar, eso es precisamente cuanto llegó a significar para una larga serie de generaciones futuras. Esa fue la sombra unilateral que él proyectó. Asimismo veremos que el segundo renacimiento platónico producido en el siglo XV iluminó un lado completamente distinto de Platón, y proyectó la sombra de éste en la dirección opuesta. Pero para que ello ocurriera debía pasar aún mucho tiempo.

2. Surgimiento del dogma circular
Debemos volver ahora a ocuparnos de la contribución que Platón hizo a la astronomía, contribución que en materia de progresos concretos equivale a la nada, pues Platón no entendía gran cosa de astronomía, y ésta, evidentemente, lo aburría. Los pocos pasajes en que se siente movido a tocar el tema son tan confusos, ambiguos o contradictorios, que todos los esfuerzos de la erudición no han logrado explicar su sentido.

Con todo, mediante un proceso de razonamiento metafísico a priori, Platón llegó a ciertas conclusiones generales respecto de la forma y de los movimientos del universo. Y esas conclusiones, de capital importancia para todo cuando sigue, fueron: que la forma del mundo tenía que ser una esfera perfecta y que todo el movimiento debía desarrollarse en círculos perfectos, con velocidad uniforme.
Y dio al universo la forma propia y natural… Por eso lo moldeó como en un torno y lo hizo redondo y esférico, con sus extremidades equidistantes del centro en todas las direcciones —la forma de todas las formas, la más perfecta y la más semejante a sí misma; pues él creía que lo semejante era más hermoso que lo desemejante. Dio al conjunto, en la parte exterior, una superficie perfectamente acabada y lisa, por muchas razones. No tenía necesidad de ojos, pues nada visible quedaba fuera de él; ni de oído, pues nada podía oírse fuera de él; y no había aliento fuera de él que fuese necesario insuflarle… Le dio el movimiento que correspondía a su forma física. ese movimiento que, de los siete movimientos, es el más afín al entendimiento y la inteligencia. Por eso lo hizo girar sobre sí mismo, en uno y el mismo lugar, lo hizo mover en rotación circular; los otros seis movimientos [es decir el movimiento recto hacia arriba y hacia abajo, hacia adelante y hacia atrás, hacia la derecha e izquierda] quedaron eliminados de él, y el mundo quedó así libre de sus extravíos. Y, puesto que para esta revolución el mundo no tenía necesidad de pies, lo creó sin piernas y sin pies… liso y parejo y equidistante en todas partes del centro, era un todo perfecto, hecho de cuerpos perfectos…

En consecuencia, la tarea de los matemáticos consistía ahora en inventar un sistema que redujera las aparentes irregularidades de los movimientos de los planetas a movimientos regulares desarrollados en círculos perfectamente regulares. Y esa tarea ocupó a los matemáticos durante los siguientes dos mil años. Con su poética e inocente exigencia, Platón echó a la astronomía una maldición, y los efectos de esa maldición iban a durar hasta principios del siglo XVII, cuando Kepler demostró que los planetas se mueven en órbitas ovales y no circulares. Acaso no haya en la historia del pensamiento ningún otro caso de una persistencia en el error tan tenaz como la de la falacia circular, que hechizó la astronomía durante dos milenios.

Pero también aquí Platón no había hecho sino esbozar, en un lenguaje semialegórico, una sugestión que pertenecía ya a la tradición pitagórica; fue Aristóteles quien elevó la idea del movimiento circular a la condición de dogma astronómico.

3. El temor al cambio
En el mundo de Platón los límites entre lo metafórico y lo positivo son fluidos; pero toda esa ambigüedad desaparece de los elementos platónicos cuando Aristóteles los recoge. Aristóteles diseca acabadamente la visión. Conserva in vitro su tejido poético, condensa su espíritu volátil y lo congela. El resultado es el modelo aristotélico del universo.

Los jónicos habían abierto la ostra del mundo; los pitagóricos habían puesto la bola terrestre al garete en el universo; los atomistas disolvieron los límites del universo en el infinito; Aristóteles volvió a cerrar la tapa, empujó la Tierra al centro del mundo y la privó de movimiento.

Describiré primero el modelo aristotélico en líneas generales, y me ocuparé luego de los detalles.

La inmóvil Tierra está rodeada, como en la cosmología anterior, por nueve esferas concéntricas y transparentes que se encierran como las telas de una cebolla. La capa más interior es la esfera de la Luna; las dos más exteriores son la esfera de las estrellas fijas y, más allá de ésta, la esfera del Primer Motor que mantiene en movimiento todo el mecanismo, Dios.

El Dios de Aristóteles ya no rige el mundo desde adentro, sino desde fuera. Esto significa el fin del fuego central de los pitagóricos, el fogón de Zeus, considerado como divina fuente de energía cósmica, el fin de la concepción mística de Platón, del anima mundi, del mundo como un animal vivo con alma divina. El dios de Aristóteles, el Motor Inmóvil que gobierna el mundo desde fuera, es el dios de la teología abstracta. Parece que aspirase al Dios descrito por Goethe: Was wär’ein Gott der nur von aussen stiesse. El traslado de la morada de Dios desde el centro a la periferia transformó automáticamente la región central, ocupada por la Tierra y la Luna, en la región más alejada de Él: la región más humilde y baja de todo el universo. El espacio ocupado por la esfera de la Luna, que contenía la Tierra —la “región sublunar”— se consideró ahora definitivamente inferior. A esta región —y sólo a ella— se limitan los horrores del cambio, de la mutación. Mas allá de la esfera de la Luna los cielos son eternos e inalterables.

Esta división del universo en dos regiones, una inferior, otra superior, una sometida al cambio, la otra no, iba a convertirse en otra doctrina básica de la filosofía y la cosmología medievales. Aportaba una serena tranquilidad cósmica a un mundo espantado, al afirmar la esencial estabilidad y permanencia del universo, pero sin llegar a asegurar que todo cambio fuese mera ilusión, sin negar la realidad del crecimiento y la decadencia, de la generación y la destrucción. No se trataba de una conciliación de lo temporal y lo eterno, ni de una mera confrontación entre ambas esferas, sino de la posibilidad de alcanzar cierta tranquilidad, al abarcar las dos, por así decirlo, en una sola mirada.

La división se hizo intelectualmente más satisfactoria y más fácil de comprender al asignarse a las dos partes del universo diversas materias primas y diversos movimientos. En la región sublunar toda la materia estaba formada por distintas combinaciones de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, que en sí mismos eran combinaciones de dos pares de opuestos: calor y frío, sequedad y humedad. La naturaleza de estos elementos exige que se muevan en línea recta: la tierra, hacia abajo; el fuego, hacia arriba; el agua y el aire, horizontalmente. La atmósfera llena toda la esfera sublunar, aunque su borde superior no consista propiamente en aire, sino en una sustancia que al ponerse en movimiento arde y produce cometas y meteoros. Los cuatro elementos se transforman constantemente uno en otro, y en esto estriba la esencia de todo cambio.

Pero más allá de la esfera de la Luna nada cambia, ni está presente ninguno de los cuatro elementos terrestres. Los cuerpos celestes se componen de un “quinto elemento” diferente, puro e inmutable, que se hace más puro cuanto más se alejan de la Tierra. El movimiento natural del quinto elemento —distinto del de los cuatro elementos terrestres— es circular, porque la esfera es la única forma perfecta y el movimiento circular es el único movimiento perfecto. El movimiento circular no tiene principio ni fin; vuelve sobre sí mismo, y continúa así para siempre: es un movimiento sin cambio.

El sistema tenía empero otra ventaja. Tratábase de una componenda entre dos tendencias filosóficas opuestas. Por un lado, la tendencia “materialista”, iniciada con los jónicos, había continuado con hombres como Anaxágoras, quien creía que el homo sapiens debía su superioridad a la destreza de su mano, y como Heráclito, que consideraba el universo como un producto de fuerzas dinámicas en eterno fluir; y había culminado con Leucipo y Demócrito, los primeros atomistas. La tendencia opuesta, que nació con los eleáticos, encontró su expresión suprema en Parménides, quien enseñó que todo cambio aparente, toda evolución y decadencia eran ilusiones de los sentidos, porque lo que existe no puede nacer de algo que no exista o que sea diferente de ello. Y enseñó que la realidad que había detrás de la ilusión es indivisible, inmutable y de una condición de estática perfección. De suerte que para Heráclito la realidad es un proceso continuo de cambio y acaecer; un mundo de tensiones dinámicas, creadoras, entre opuestos; en tanto que, para Parménides, la realidad es una esfera uniforme, sólida, increada, eterna, inmóvil, inmutable.

Desde luego que el párrafo anterior es un resumen ultra simplificado de uno de los periodos más vívidos de debate filosófico; pero mi finalidad consiste tan sólo en mostrar cuán nítidamente el modelo aristotélico del universo resolvió el dilema básico, al entregar la región sublunar a los materialistas y hacer que la gobernara la divisa de Heráclito (“todo es cambio”), en tanto que el resto del universo, eterno e inmutable, permanecía bajo el signo de Parménides: “nunca cambia nada”.

Tampoco aquí se trataba de una conciliación; era una yuxtaposición de dos concepciones del mundo o “sentimientos del mundo”, que atraían profundamente el espíritu de los hombres. Esa atracción aumentó su poder cuando, en una fase ulterior, la yuxtaposición se convirtió en gradación entre los opuestos; cuando el original universo aristotélico de dos pisos —sólo sótano y desván— fue sustituido por una estructura elaboradamente gradual, de muchos pisos, una jerarquía cósmica, en que cada objeto y cada criatura tenían su “lugar” exacto, porque su posición en el espacio de muchas capas, que se extendía entre la Tierra inferior y el cielo superior, definía su lugar en la escala de valores, en la cadena del ser. Ya veremos que este concepto de un cosmos jerárquico y cerrado en sí mismo, como la Administración pública (salvo que no había en él ningún progreso, sino sólo retroceso), sobrevivió durante casi un milenio y medio. Era en verdad un universo de mandarines. En esos largos siglos el pensamiento europeo guardó mayor afinidad con la filosofía china o india que con su propio pasado y futuro.

Con todo, aun cuando la filosofía europea fuese tan sólo una serie de escolios a Platón, y aun cuando Aristóteles sofocara durante un milenio la física y la astronomía, la influencia de ambos filósofos obedeció, en última instancia, no tanto a la originalidad de sus doctrinas, cuanto a un proceso de selección natural en la evolución de las ideas. De un determinado número de revoluciones ideológicas cada sociedad elige la filosofía que, de manera inconsciente, percibe como la más apropiada para sus necesidades. En los siglos posteriores, siempre que en Europa cambió el clima cultural también los dos astros gemelos cambiaron de aspecto y color: Agustín y Tomás de Aquino, Erasmo y Kepler, Descartes y Newton, cada cual interpretó en ambos filósofos un mensaje diferente. Las ambigüedades y contradicciones de Platón y las contorsiones dialécticas de Aristóteles no sólo admitían un vasto campo de interpretación y grandes desplazamientos del acento, sino que, tomados ambos conjunta o alternadamente, combinando facetas escogidas de cada uno, el efecto total podía llegar a ser virtualmente inverso: veremos que el “nuevo platonismo” del siglo XVI era en muchos aspectos opuesto al neoplatonismo de principios de la Edad Media.

Aquí debemos volver a considerar brevemente la aversión que Platón sentía por el cambio —por la “generación y decadencia”—, que convertía la esfera sublunar en un despreciable suburbio del universo. El propio Aristóteles no compartía tal aversión. En su condición de biólogo sagaz, consideraba todo cambio, todo movimiento de la naturaleza, como algo que tenía una finalidad y se encaminaba hacia una meta, aun los movimientos de los cuerpos inanimados: una piedra caerá hacia la tierra, así como el caballo irá a su establo, porque ése es su “lugar natural” en la jerarquía universal. Más adelante tendremos ocasión de apreciar los desastrosos efectos de esta concepción aristotélica en el desarrollo de la ciencia europea; por el momento quisiera sólo señalar que la actitud de Aristóteles respecto del cambio, aunque el filósofo rechace la evolución y el progreso, no es tan derrotista como la de Platón. Sin embargo, el neoplatonismo, en su tendencia dominante, ignora el hecho de que Aristóteles disintiera en este punto esencial, y se las arregla para tomar lo peor de los dos mundos. Adopta el esquema aristotélico del universo, pero hace de la esfera sublunar un valle de sombras platónico; sigue la doctrina platónica del mundo natural como débil copia de formas ideales —que Aristóteles rechazó—, pero coincide con Aristóteles en cuanto a colocar el Primer Motor fuera de los confines del mundo. Sigue a los dos en los ansiosos esfuerzos por construir un universo amurallado, protegido contra las incursiones bárbaras del cambio, un juego de esferas dentro de esferas, que giran eternamente sobre sí mismas, pero que permanecen en el mismo lugar, ocultando así su vergonzoso secreto, ese centro de infección, seguramente aislado en la cuarentena sublunar.

En la inmortal parábola de la caverna, donde los hombres están encadenados de espaldas a la luz, con lo cual sólo ven el juego de sombras proyectado en la pared, sin saber que éstas no son sino sombras, sin saber que la realidad luminosa está fuera de la caverna, en esta alegoría de la condición humana Platón hizo sonar una cuerda arquetípica de ecos tan punzantes como la armonía de las esferas de Pitágoras; pero cuando consideramos el neoplatonismo y el escolasticismo como filosofías concretas y preceptos de vida, nos sentimos tentados a invertir las cosas y a pintar a los fundadores de la Academia y del Liceo como si fuesen dos hombres temerosos, que están de pie en la caverna hecha por ellos mismos, mirando a la pared, encadenados a sus lugares, en una edad catastrófica, volviendo las espaldas a la llama de la edad heroica de Grecia y proyectando grotescas sombras, que habrán de ser la obsesión de la humanidad durante más de mil años.

Traducción de Alberto Luis Bixi