I
Domingo
—Debiera tocar la bocina
—observó nerviosamente el profesor Burch cuando el
autobús enfiló una curva cerrada y fue engullido
sin más por un túnel desapareciendo en el vientre
de una ballena petrificada revestido de mellado basalto. El túnel
era angosto y el conductor tenía que avanzar en primera;
parecía que las afiladas acanaladuras que sobresalían
de la roca fueran a arañar o romper los cristales de la
ventanilla en cualquier momento. El motor del viejo autobús
metía tal ruido que el compañero del profesor, un
joven fraile de mejillas de manzana, tuvo que esperar a que terminara
el túnel para contestar.
—Deben ser hombres expertos —dijo tranquilizadoramente—.
Al fin y al cabo, suben desde el valle a Schneedorf tres veces
al día.
—De todos modos debiera tocar la bocina —repitió
Héctor Burch, pero sus palabras fueron engullidas por el
rumor de una cascada que descendía tumultuosamente roca
abajo y se perdía en el precipicio que había bajo
el estrecho puente que estaban cruzando. Penetraron en un segundo
túnel que parecía mucho más estrecho y más
largo que el primero.
El joven fraile cupertino Tony Caspari estaba gozando intensamente
de las emociones de la subida aunque se sentía menos seguro
de lo que aparentaba. Ni él ni Burch sabían que
los aldeanos de Schneedorf, famosos por su cáustico humor,
llamaban a los tres túneles del camino «las vírgenes
claveteadas» y que, de vez en cuando, el autobús
del correo quedaba atascado en el de en medio que, en determinado
punto, sólo ofrecía un espacio libre de unos cinco
centímetros a cada lado. Cuando ello sucedía, un
equipo de peones camineros —porque la carretera estaba constantemente
en obras bien por causa de un corrimiento de tierras o bien por
causa de una tromba de agua—, alertado por los prolongados
gritos cuyo eco repetían las rocas, se dirigía hacia
el atrapado autobús con sus atrapados pasajeros. Los hombres
iban armados con largos palos —erguidos y jóvenes
abetos despojados de la corteza y las ramas— que insertaban
debajo del eje delantero o trasero del autobús según
los casos y, a los estentóreos gritos de «O-o-oh-op»,
«o-o-oh-op», y utilizando los palos en calidad de
palancas, conseguían increíblemente separar el autobús
de la roca. Era más o menos el mismo método utilizado
por los nativos de la isla de Pascua para la erección de
sus gigantescas estatuas y probablemente el mismo que habían
utilizado los antiguos egipcios que construyeron las pirámides.
En invierno el autobús traía sobre todo cargamentos
de Fräuleins, provistas de esquíes y sticks. Algunas
veces éstas se ponían un poco histéricas
a pesar de habérseles explicado que la grava y la sal que
se había esparcido por la helada carretera constituían
una perfecta garantía. El mayor contingente de Fräuleins
estaba integrado por maestras de escuela y empleadas de correos
de Inglaterra y Suecia. A principios de temporada, casi todos
los zafios chicos del pueblo se convertían en deslumbrantes
profesores de esquí vestidos con anoraks de color rojo
adornados con insignias azules que, a la llegada de cada autobús,
se ponían amistosamente de acuerdo entre sí acerca
de cuáles de ellos iban a seducir a las distintas Fräuleins
de más prometedor aspecto. No había rivalidades
ni peleas; los aldeanos tenían sus formas rituales de compartir
el botín de la misma manera que tenían sus formas
habituales de intercambiarse regalos de boda y entierro en cantidades
establecidas de acuerdo con un estilo estrictamente tradicional
y al mismo tiempo eminentemente práctico.
En verano, sin embargo, la aldea adquiría un aspecto totalmente
distinto: se convertía en un centro de congresos científicos
y culturales. En lugar de sonrientes Fräuleins, el autobús
transportaba cargamentos de ancianos intelectuales. La actual
temporada, que acababa de empezar, tenía previstos quince
congresos, conferencias y simposios; todos ellos aparecían
enumerados en un folleto que el profesor Burch había estado
estudiando con su habitual e ingenua concentración antes
de penetrar en los túneles. Iba a efectuarse un Congreso
de la Sociedad para el Estudio de las Afecciones de las Cuerdas
Vocales, un Congreso Internacional de Tecnología de los
Miembros Artificiales; un Simposio sobre las Responsabilidades
de los Científicos en una Sociedad Libre; otro acerca de
la Ética de la Ciencia y el Concepto de la Democracia;
un seminario acerca de la Utilización de los Combustibles
Sólidos en los Sistemas de Propulsión de Cohetes;
un Congreso de la Asociación Europea de Psiquiatría
acerca de los Orígenes de la Violencia, un Simposio de
la Organización Mundial de Psiquiatría acerca de
las Raíces de la Agresión. La Sociedad Internacional
de Estudios Cuantitativos del Comportamiento Social iba a organizar
un seminario acerca de los Mecanismos Autorreguladores de las
Interrelaciones Interpersonales; el Club de Poesía Suizo
iba a organizar una serie de conferencias acerca de los Símbolos
Arquetípicos del Folklore del Oberland bernés e
iban a celebrarse tres Simposios Interdisciplinarios con títulos
que contenían las tres palabras de «Medio ambiente»,
«Contaminación» y «Futuro» en distintas
permutaciones.
El joven fraile estaba estudiando también el folleto.
—No sé por qué —observó—
los psiquiatras europeos y los psiquiatras mundiales no se reúnen,
siendo así que van a discutir el mismo tema.
—Escuelas distintas —replicó Burch malhumorado—.
La orientación analítica contra la orientación
farmacológica. Se tiran de los pelos unos a otros.
—Ahora lo recuerdo —dijo Tony muy animado—.
Leí que no hacían más que excomulgarse unos
a otros. Qué lástima.
—Los métodos de la Iglesia con los herejes todavía
eran más deplorables —dijo Burch con aspereza.
—Pero más eficaces —dijo Tony sonriendo a través
de sus inocentes ojos azules.
—Es una observación muy cínica para un miembro
de su orden.
—Nos enseñan a ser cínicos —dijo Tony
alegremente—. Todos los viernes en el seminario tenemos
que encender una hoguera que evapora todas nuestras ilusiones.
El profesor Burch metió la mano en su cartera y extrajo
las galeradas de la más reciente edición de su texto
acerca de La Medición Cuantitativa del Comportamiento en
sus Aspectos Social y Genético. Constituía lectura
obligatoria para los estudiantes graduados; cuando se publicara,
buena parte de ella estaría pasada de moda y él
tendría que empezar a preparar la siguiente edición
revisada, labor frustradora y lucrativa a un tiempo.
El autobús había emergido ahora de la romántica
aunque en cierto modo siniestra garganta a través de la
cual se había abierto dificultosamente camino; las montañas
de ambos lados se abrieron curvándose a lo lejos en laderas
más suaves que al pobre Tony le recordaron unos senos femeninos
separándose de la hendidura. El cielo, que más abajo
había aparecido cubierto, adquirió ahora el intenso
y saturado azul que sólo se observa en las grandes alturas.
El resto del paisaje presentaba distintos tonos de verde: prados,
colinas, pinares, hierba, musgo y helechos. No había campos
de cereales, no había señal alguna de cultivo; sólo
los pastos y los bosques exhibiendo sus distintas ideas del verde.
—Odio el verde —dijo la doctora Harriet Epsom, que
ocupaba el asiento delante de Burch.
Había girado su fuerte cuello y sus hombros formando un
ángulo de ciento treinta y cinco grados para dirigir diagonalmente
esta observación al joven fraile. Tenía los hombros
llenos de pecas, quemados y pelándosele a tiras, lo cual,
pensó Tony, no debiera sucederle a una zoóloga acostumbrada
al sol tropical.
—¿Qué color le gusta entonces? —le preguntó
él cortésmente.
—El azul. Exactamente el azul de sus ojos.
—Lo siento —balbució Tony enrojeciendo.
El rubor era una costumbre terrible o, mejor dicho, tal como él
sabía, un reflejo fisiológico del que no podía
librarse a pesar de ser tan hábil en toda clase de experimentos
de dominio mental, desde el Yoga al autohipnotismo.
—Tonterías. ¿Por qué tiene que sentirlo?
—dijo bruscamente Harriet Epsom o H. E. para las amistades.
Una de ellas, sentada a su lado y, por consiguiente, delante de
Tony, era una psicóloga infantil kleiniana de Los Ángeles,
con el cabello negro corto y rasurado en la nuca. Tony no podía
apartar los ojos. Se preguntaba si debía hacerlo con una
cuchilla asesina, y se acordó de María, reina de
Escocia.
—No es más que una estúpida costumbre —dijo,
recobrando el aplomo—. ¿Se hizo usted estas quemaduras
en Kenia o dondequiera que estén domiciliados sus mandriles?
—Tonterías. En el Serpentine de Hyde Park. Estaban
atravesando una ola de calor.
—¿Y qué estaba usted haciendo en Londres?
—¿Qué piensa usted que estaba haciendo? Bostezando
en un simposio acerca del Orden Jerárquico en las Sociedades
de Primates. Ya sabía lo que iban a decir todos ellos —Lonrenz
y la Schaller y los Russell y todos los demás —y
ellos sabían también lo que iba a decir yo, pero
tuve que ir. ¿Por qué? Porque soy como una prostituta
académica a la que se llama por teléfono. En este
autobús todos somos como prostitutas. Aún está
usted muy verde pero, a su debido tiempo, es posible que se convierta
en una.
—Es la primera vez que me invitan a un simposio de esta
clase —confesó Tony—. Y estoy locamente emocionado.
—Tonterías. Se convierte en una costumbre, tal vez
en un hábito. Se recibe una conferencia telefónica
de algún metomentodo profesional de cualquier fundación
o universidad —«Esperamos sinceramente que pueda usted
incluirlo en su programa… será un honor tenerle con
nosotros… Pasaje de ida y vuelta en clase económica
y unos modestos honorarios de…»—. O incluso
sin honorarios y, al final, sale una perdiendo. Le digo que es
un hábito.
—Me está tomando el pelo —protestó Tony.
—Quizás este espectáculo no se parezca tanto
a un circo porque ha sido idea de Solovief y yo soy una entusiasta
de sus ideas, aunque algunos digan que está acabado. De
todos modos, él siempre se saca una sorpresa de la manga.
La doctora Epsom volvió a girar la cabeza a un cuarto de
perfil para reiniciar la conversación con su compañera
de asiento.
—Siempre me han vuelto loca los ojos azules de niño
—observó audiblemente.
La joven de la nuca rasurada contestó algo en un semisusurro,
y las espaldas de ambas experimentaron unas sacudidas, a consecuencia
de la risa contenida.
Tras de una subida final recorriendo dos curvas cerradas separadas
entre sí por otra en S, el autobús llegó
súbitamente a la aldea. Ésta se hallaba situada
sobre una elevada planicie rodeada de ondulados prados, boscosas
montañas y, a lo lejos, algunos glaciares que sólo
eran visibles en los días claros. La aldea estaba integrada
esencialmente por una espaciosa plaza formada por la blanca iglesia
románica, el edificio del ayuntamiento-y-correos y dos
viejas y sólidas granjas convertidas en posadas. De la
plaza irradiaban tres calles en tres direcciones distintas. Cada
una de ellas empezaba esperanzadoramente con un par de tiendas
y casas de huéspedes, pero unos cincuenta metros más
allá desaparecía para convertirse en un camino bordeado
de pastos y granjas. Las granjas eran cuadradas, achaparradas
y sólidas, estaban construidas con madera endurecida altamente
inflamable, rodeadas de balcones adornados con complicadas tallas
y provistas de un campanario para indicar a los hombres de los
campos que la comida estaba a punto o bien para dar la alarma
en caso de incendio. A lo largo de todo aquel paisaje abierto
se observaban siempre dos o tres granjas apiñadas, pero
a una distancia de varios centenares de metros del siguiente apiñamiento.
—¿Dónde está el cine? —le gritó
Harriet Epsom al conductor mientras atravesaban la plaza de la
iglesia, que a aquella hora aparecía blanca, inundada de
sol y vacía.
—¿El Kino? —repitió el conductor volviéndose.
Poseía unos bigotes color jengibre estilo emperador Francisco
José, retorcidos y encerados, como puntas de destornillador
apuntando a los ojos, y hablaba un inglés gutural que sonaba
como árabe—. El Kino está en el valle. Schneedorf
es un pueblo muy atrasado, señorita. No tenemos cine; sólo
televisión en color.
H. E. giró la cabeza en dirección a Tony.
—Este conductor montañés se las quiere dar
de gracioso.
—Creo… —empezó Tony, pero no siguió
porque el bigotudo conductor volvió de nuevo la cabeza
y anunció:
—Señores y señoras, hemos llegado al edificio
de congresos.
Y allí estaba éste, inesperadamente, detrás
de otra esquina repentina que, al mismo tiempo, daba la casualidad
de que era el final de la calle. El estilo arquitectónico
propio de Schneedorf no había variado apreciablemente en
el transcurso de los últimos tres o cuatro siglos, y sin
embargo, súbitamente y sin previa advertencia, todos se
vieron ante aquella enorme casa sádica de vidrio y hormigón
que debía haber ingeniado algún arquitecto escandinavo
en un estado de depresión aguda.
—¿Les gusta? —preguntó el conductor
al detener el autobús.
En el autobús se produjo el silencio. Después se
escuchó desde uno de los asientos de atrás la fina
voz del doctor Wyndham diciendo con una risita distinguida:
—Recuerda más bien una caja de acero con vidrio en
la parte delantera, ¿no les parece?
La observación causó una leve hilaridad que borró
los efectos secundarios de las vírgenes claveteadas y creó
una atmósfera de camaradería entre los convocados
al subir éstos en tropel las escaleras que daban acceso
a la terraza de hormigón de la parte frontal del austero
edificio.
—Ahí viene el mismísimo Nikolai Borisovitch
Solovief —gritó Harriet al emerger del edificio un
corpulento individuo con aspecto de oso, vestido con un arrugado
traje oscuro, para reunirse pausadamente con ellos—. Nuestro
Nikolai —añadió—, en plena floración
de melancolía.
«Parece enfermo», pensó Wyndham tristemente,
extendiendo la regordeta mano. Sin embargo, le dijo con entusiasmo:
—Estas espléndido.
Solovief inclinó la hirsuta cabeza hacia adelante y miró
a Wyndham como si estuviera examinando un ejemplar bajo el microscopio.
—Mientes como siempre —dijo con voz profunda y cascada.
—Han pasado casi dos años desde Estocolmo, ¿verdad?
—dijo Wyndham.
—No has cambiado.
—Ya no podría permitírmelo —contestó
Wyndham riéndose recatadamente.
II
La Kongresshaus era la obra de un intrépido magnate cuya
vida y milagros aparecen rodeados por el misterio. Era hijo de
un cartero de un solitario valle alpino destinado a heredar el
oficio de su padre, en lugar de lo cual huyó a América
del Sur y se hizo millonario. Uno de los rumores afirmaba que
lo había conseguido mediante el contrabando de armas; otro
aseguraba que dirigía una cadena de burdeles en los que
las mujeres vestían dirndls y tenían que cantar
al estilo tirolés cuando llegaba el momento crítico.
Sin embargo, tras sufrir el primer ataque de obstrucción
coronaria, experimentó una conversión espiritual
y entregó el dinero a la Fundación para la Promoción
del Amor entre las Naciones. El mensaje tendría que extenderse
por todo el mundo desde la Kongresshaus construida en las amadas
montañas natales del fundador; pero éste murió
antes de que terminara la construcción del edificio. A
su muerte, los fideicomisarios descubrieron que las inversiones
de la Fundación producían unos intereses que apenas
eran suficientes para el pago de sus emolumentos y que no quedaba
nada para la promoción del mensaje. Decidieron, por tanto,
que el edificio podría utilizarse adecuadamente, alquilándolo
para congresos y simposios y dejando que fueran éstos los
que promovieran el mensaje. En realidad, el edificio se había
llamado al principio La Maison des Nations; pero cuando alguien
descubrió que éste había sido el histórico
nombre del más famoso y deplorado burdel de la Rue de Chabanais,
de París, se efectuó un cambio. Aunque las Frauleins
de la temporada invernal resultaban más lucrativas, los
aldeanos se sentían en cierto modo orgullosos de ser cada
año los anfitriones de varias galaxias de famosos. Pero
no estaban en condiciones de establecer comparaciones y no comprendieron
por ello que aquel cargamento de autobús era de calidad
excepcional, dado que incluía a tres Premios Nobel y a
varios candidatos probables al mismo.
Algunos de los participantes habían llegado en autobús
aquel domingo por la tarde; otros habían subido en automóviles
alquilados. Sólo habría doce personas, número
insólitamente reducido tratándose de un simposio
interdisciplinario, pero Solovief había insistido en que
aquél era el número óptimo que permitía
discusiones constructivas para dolor de la Academia Internacional
de Ciencia y Ética, que había sido la organizadora.
La Academia, financiada por otro magnate arrepentido, estaba regida
por unos expertos en relaciones públicas que consideraban
que el prestigio de un simposio y del bonito volumen en el que
se publicaban posteriormente sus comunicaciones, era proporcional
al número de ilustres participantes. Gustaban de incluir
como fuera cuarenta o cincuenta comunicaciones en cinco días,
lo cual situaba a los participantes en condiciones bastante parecidas
a la de los boxeadores demasiado golpeados, sin dejar tiempo alguno
para las discusiones, a pesar de constituir éstas el principal
propósito declarado de toda la empresa. «Me temo
—decía el agotado presidente— que los tres
últimos comunicantes han rebasado el tiempo que se les
había asignado y el programa se está atrasando.
Si queremos almorzar algo antes de la próxima comunicación,
tendremos que aplazar la discusión al término de
la sesión de la tarde.» Pero, cuando al final se
había leído la última comunicación
de la tarde, ya había llegado la hora del coctel.
—Doce es mi número límite —le había
dicho Solovief al director encargado de los Programas de la Academia—.
Si desea usted montar un circo, tendrá que buscarse un
director de circo.
—Pero ha excluido usted a varias de las personas más
conspicuas en sus respectivos campos.
—¿Acaso nos proponemos lo conspicuo?
—Doce comunicaciones en cinco días —había
reflexionado el director—. Eso nos dejará de dieciocho
a veinte horas para las discusiones que tienen que grabarse en
cinta magnetofónica. La transcripción de las cintas
cuesta mucho dinero.
—Si no le interesan las discusiones, la reunión no
tiene objeto.
—Su lógica es impecable —había dicho
el preocupado director—, pero he aprendido en quince años
de experiencia que las discusiones tienden a degenerar en juegos
de la gallina ciega. Por eso prefiero un circo bien organizado
en el que cada cual lleva a cabo su actuación entre corteses
aplausos.
—¿Y qué objeto tiene eso?
—La ley de Parkinson. Las fundaciones tienen que gastarse
los fondos. Los organizadores tienen que encontrar proyectos que
puedan patrocinar. Los directores de programas deben disponer
de programas que poder dirigir. Lo que hace circular el aire caliente
es un perpetum mobile. El aire caliente tiende a extenderse. Para
ser uno de los más brillantes físicos atómicos
de nuestro tiempo, resulta usted asombrosamente ingenuo.
Solovief le permitió proseguir sin articular palabra. Sus
pobladas cejas y las pesadas bolsas que se observaban bajo sus
ojos formaban un extraño contraste con la expresión
incurablemente inocente de éstos. No podía explicarle
al director —a pesar de que Gerald Hoffman no era malo si
se tenía en cuenta la clase de funcionarios y de organizadores
que corrían —lo que pensaba de aquella reunión,
la sensación de desesperación que le había
inducido a organizarla y su temor de que pudiera tratarse de un
proyecto descabellado.
—… No obstante —prosiguió Hoffman—,
usted gana, como siempre. Quería usted doce y serán
doce, el mismo número que los apóstoles. Pero, por
el amor de Dios, cámbiele el título. No podemos
llamar a un simposio «S. O. S.» y nada más.
O incluso es posible que quisiera usted añadirle un punto
exclamativo. Carece de dignidad, es sensacionalista, poco académico
y apocalíptico; igual podríamos llamarlo «La
última Trompeta».
—O «Los Cuatro Jinetes». Eso sugeriría
cierta idea de circo.
—Por el amor de Dios, hable en serio por unos momentos.
¿Qué le parecería «Estrategias de Supervivencia»?
—No. Suena a juegos de guerra de computadora acerca de estallidos
bélicos y matanzas. Llámelo «Estudios acerca
de la Supervivencia».
—Estupendo. Pongamos «Estudios Científicos».
—No sé lo que significa «científico».
¿Y usted? Pongamos simplemente «Estudios».
—Muy bien, pues: Estudios acerca de la supervivencia —anotó
Hoffman con un suspiro de conformidad y alivio.
Se produjo una pausa. Hoffman observó que los fuertes y
atléticos hombros de Solovief estaban empezando a encorvarse.
Y, sin embargo, las mujeres enloquecían por él,
incluida la señora Hoffman, ja, ja. Se debía, explicaba
ella, a aquel rostro moreno y áspero que le recordaba a
los cosacos del Don (Pero ¿qué decir de aquellas
bolsas que tenía bajo los ojos?) y a aquella profunda voz
con ligero acento ruso (que, decía ella, le recordaba a
Chaliapin). Solovief apagó el puro en el cenicero y se
levantó para marcharse. Después cambió de
idea, volvió a sentarse y preguntó con indiferencia:
—¿Cree usted que merece la pena?
El director le miró asombrado y después estudió
atentamente las condiciones en que se hallaba su propio puro.
—Debiera usted saberlo mejor que yo —repuso—.
Si cualquier otro me hubiera sugerido reunir a doce sabios (incluso
los individuos más sabios en sus respectivos campos) con
objeto de elaborar un plan para salvar al mundo, le hubiera dicho
que era un chiflado y que se fuera a paseo.
Solovief jugueteó con un lápiz que había
sobre el escritorio de Hoffman.
—Quizá me hubiera usted hecho un favor de habérmelo
dicho.
—Es posible, pero no es usted un chiflado. ¿Qué
perdemos con ello? En el peor de los casos, habrá usted
gastado nuestro dinero y su tiempo.
—¿Y en el mejor?
—No me pida esfuerzos de imaginación; carezco de
ella. Eso es cosa suya.
Y de esta forma se había iniciado el proyecto.
III
Uno de los rituales aprobados de todos los congresos, conferencias,
simposios y seminarios es el coctel de trabar-amistad que se organiza
la tarde de la víspera de la inauguración. En este
caso, trabar amistad apenas resultaba necesario, porque la mayoría
de los presentes se conocían de otras ocasiones. En el
programa, el coctel estaba anunciado para las 6 de la tarde y,
con la excepción de unos pocos, los participantes empezaron
a llegar a la hora exacta. Si se incluían las esposas,
el equipo secretarial y algunos observadores representantes de
la Academia, había como unas treinta personas incómodamente
de pie en el salón, con vasos de whisky o copas de jerez
en la mano, intercambiándose reminiscencias de la última
vez que se habían visto. Parecía que la mayoría
de ellas no se percataban del magnífico panorama alpino
que podía contemplarse a través de las puertas de
cristales. En aquel estadio inicial, la atmósfera resultaba
más bien comedida. Pero todos sabían que, con toda
seguridad y casi sin transición, pasaría a ser ruidosa
y animada.
—Parecemos un grupo de habitantes de los suburbios saliendo
un domingo de la iglesia —le dijo Harriet Epsom a Tony en
voz alta—. La culpa la tienen las esposas. No se acerque
a las esposas académicas. Constituyen una raza aparte:
desaliñadas, ponzoñosas y siempre cansadas. ¿Y
de qué, me pregunto yo?
H. E. no daba la impresión ni de desaliñada ni de
cansada. Se apoyaba en un pesado bastón cuyo extremo era
de goma y lucía una minifalda confeccionada con una tela
exótica que dejaba al descubierto un par de muslos formidables
que resultaban más fascinantes si cabe gracias a las venas
azules que avanzaban sinuosamente entre valles de carne de gallina.
—Mírelas, gastadas y marchitas. ¿Cuál
será la causa de que se marchiten así?
—¿Sus maridos, quizá? —preguntó
Tony con tono de duda en la voz.
—Ha acertado usted. Pero es que los científicos sienten
debilidad por estas pequeñas mártires.
—Ojo con las generalizaciones —dijo una voz a su espalda.
Harriet dio un pequeño respingo. Claire Solovief, que había
escuchado su última observación, depositó
un beso cariñoso sobre la colorada mejilla de Harriet excesivamente
cubierta de polvos—. No estoy marchita y no aspiro al martirio
—afirmó—. ¿Cómo me describiría
usted, Tony?
—Una… encantadora beldad sureña —dijo
Tony, ruborizándose, dado que su vocabulario galante era
muy limitado.
—Tonto —dijo Claire ligeramente sorprendida y, al
mismo tiempo, complacida.
Acababa de doblar la esquina de los cuarenta y estaba tan deslumbrante
como en sus mejores tiempos, pero, por desgracia, se había
convertido en abuela quince días antes de que abandonaran
Harvard. ¿Por qué se había casado con Nikolai
a los dieciocho años cuando él le doblaba la edad?
¿Y por qué Clairette, su hija, se había casado
también a los dieciocho años con un cirujano que
le doblaba la edad? Debía ser un rasgo característico
de la familia, pensó; debía estar todo escrito en
aquellos pequeños genes.
—Eres como una serpiente entre la hierba…, acechándome
de esta manera —dijo Harriet con inesperada amabilidad;
sentía predilección por Claire. —Y ahora voy
a quitarte al hermano Tony —dijo Claire—. Todavía
no conoce a la mayoría de la gente.
Éste había sido, en efecto, el propósito
de su intromisión.
—Llévatelo y que te sea leve —dijo Harriet
con un bufido—. Pero ojalá pudieras protegerme de
Halder.
Sin embargo, no existía protección eficaz alguna
contra el profesor Otto von Halder. Con su gran cabellera blanca
despeinada agitándose por encima de todas las cabezas,
un rey Lear de los pies a la cabeza se les estaba acercando con
su inimitable forma de andar, una combinación entre el
paso de la oca y el majestuoso avance de un ciervo. No podía
evitarse mirarle las piernas: mocasines, calcetines a cuadros
escoceses, vello, nudosas rodillas, calzones cortos color kaki,
en este orden.
—Hola a todo el mundo —ladró—. ¡Cuando
se reúnen los hombres y las montañas, es necesario
que sucedan grandes cosas!
Pero entre tanto, gracias a una hábil maniobra, Claire
consiguió llevarse a Tony hacia otra dirección,
fingiendo no haber visto ni oído acercarse a Halder.
—Bien hecho —dijo Tony cuando ya se encontraban lejos
del alcance de éste—. Me he sentido como un buque
de vapor remolcado por un remolcador ligero.
—Aprendí esta técnica de papá —dijo
Claire—. Era diplomático, si bien su verdadera misión
consistía en echar diplomáticamente a la gente que
no acababa de marcharse de las recepciones… De todos modos,
ya conoce usted a Halder. Es un exhibicionista, aunque no tan
tonto como parece; por consiguiente, no se deje influir por su
comportamiento de enfant terrible.
—No se trata de eso —dijo Tony—. Pero he leído
su obra Homo Homicidus y no estoy de acuerdo con él.
—Nikolai tampoco. Cuidado, ahí viene Valenti; vayámonos
hacia otra parte. Ojalá Nikolai no hubiera invitado a Valenti.
Hay algo de siniestro en su aire de Valentino y discúlpeme
la broma. Y ese pañuelo de seda que lleva en el bolsillo
de la chaqueta…
—¿No se dice que es un mago de la neurocirugía,
galardonado con un Premio Nobel?
—Lo sé. También es el mayor cazador de Lolitas
que vive en la actualidad. Me ataca los nervios.
Acompañó a Tony a la presencia del bajito y rechoncho
doctor Wyndham, de enorme cabeza calva y hoyuelos en las mejillas,
que estaba escuchando pacientemente lo que le estaba explicando
la muchacha de la nuca rasurada.
—Le presento al hermano Tony, que representará al
Todopoderoso en nuestro simposio —les interrumpió
Claire—. Tony, le presento al doctor Wyndham que, tal como
usted sabe, convertirá en genios a nuestros nietos. Y a
la doctora Helen Porter, que los salvará de los horrores
de las tempranas enseñanzas de lavabo.
—Todas las madres cristianas la bendecirán por sus
desvelos —le dijo Tony solemnemente a Helen Porter—.
Pero no me había dado cuenta de que teníamos a otra
dama en el simposio…, además de la doctora Epsom
quiero decir.
—Yo no participo —dijo la doctora Porter—. Harriet
me ha traído en calidad de una especie de dama de compañía.
—Pobrecita —dijo Claire—. Es posible que Nikolai
se ablande y te permita intervenir en las discusiones de alguna
de las sesiones.
—Protesto, protesto y protesto —dijo Horace Wyndham,
todo hoyuelos y risitas, extendiendo las manos—. No quiero
que me haga pedazos una kleiniana.
—Siempre había deseado conocer a un kleiniano —dijo
Tony.
—¿Por qué?
—Porque me gusta la idea de que todos empezamos a vivir
siendo paranoicos transformándonos posteriormente en depresivos.
—Eso no tiene demasiada gracia, ¿sabe usted? —dijo
Helen, dirigiendo después ostensiblemente la atención
a Wyndham—. Estaba usted diciendo hace un momento…
Claire y Tony se alejaron.
—Me parece que me han hecho un desaire —dijo Tony
alegremente.
—Es una perra. Aunque inteligente… Hola, profesor
Burch. ¿Conoce usted…?
—Estaba sentado a mi lado en el autobús —contestó
Burch sin excesivo entusiasmo.
—Esa perra kleiniana le acaba de hacer un desaire.
—No sabía que hubiera sido invitada una kleiniana
—dijo Burch—. De haberlo sabido, no hubiera tenido
más remedio que reconsiderar mi aceptación. Solovief
tiene unas ideas de lo más curiosas.
—No la han invitado. Es una especie de compañera
de campamento que se ha traído Harriet.
—¿Por qué le desagradan los kleinianos? —preguntó
Tony—. ¿Le desagradan éstos en particular
o le desagradan todos los freudianos en general?
—No sé que haya diferencia alguna —contestó
Burch, mirando por encima de sus medias gafas de montura de oro—,
y ello me interesa tan poco como las disputas entre los jansenistas
y los jesuitas. Da la casualidad de que soy un científico,
y, como tal, me interesa el comportamiento observable. Muéstreme
una rebanada del super-yo bajo el microscopio y creeré
en su existencia.
—No me importa ni el super-yo ni el complejo de castración
—dijo Tony—. Quédese usted con ambas cosas.
Pero en sus libros también niega usted la existencia de
la mente, ¿no es cierto?
—Puedo observar un fragmento de tejido cerebral bajo el
microscopio. Muéstreme un fragmento de mente bajo el microscopio
y creeré en su existencia. Si no puede hacerlo, tendré
que considerar la existencia de la mente como algo que nada tiene
que ver con el cerebro, como una hipótesis gratuita que
debe ser eliminada.
—Pero un cerebro no es más que un trozo de materia
y, según me dicen, los físicos han desmaterializado
la materia convirtiéndola en remolinos de energía
y qué sé yo.
—Está repitiendo uno de los argumentos preferidos
de los se
militerarios científicos.
Tony cambió de táctica.
—Considere la hipnosis. ¿Le parece que demuestra
el poder de la mente sobre la materia?
—La hipnosis es una variación de una técnica
científica llamada condicionamiento. Demuestra cambios
observables de comportamiento debidos al condicionamiento de las
reacciones del sujeto.
—Pero yo he visto que un hipnotizador lograba que desaparecieran
en una semana las verrugas del rostro de una anciana. ¿Le
parece a usted que una verruga es un comportamiento?
—Desde luego, no considero que una verruga sea un comportamiento
y no tengo tiempo para tonterías. ¿Puede usted curarme
esto? —preguntó señalando una coriácea
excrecencia en forma de lenteja que tenía en el mentón.
—Yo no soy hipnotizador. Pero creo que el hombre que le
he citado podría…
—Ya le he dicho que no tengo tiempo para idioteces…
Claire se preguntó cómo era posible que Tony, a
pesar de su buen carácter, aceptara de buen grado sufrir
otro desaire cuando, afortunadamente, vio acercarse a Nikolai
con su gran cabeza cubierta de abundante cabello canoso y gacha
como la de un toro que fuera a atacar, aunque con lentitud. ¿Sería
«afortunadamente…» la palabra más apropiada?
Sabía positivamente —por mucho que tal sugerencia
pudiera indignar al profesor Burch— que Niko presentía
siempre infaliblemente cuándo le necesitaba ella, tanto
si ella se encontraba al otro extremo de un salón abarrotado
de gente como escuchando una conferencia al otro lado del Atlántico.
—¿Ya se están peleando? —preguntó
apoyando paternalmente la mano sobre el hombro de Tony.
—Tony está intentando convertir al profesor Burch
al dualismo cartesiano.
—Antes me mostraría inclinado a creer en la existencia
de los hombrecillos verdes de Venus que viajan en teteras volantes
que en una mente o alma que no está localizada ni en el
espacio ni en el tiempo y que no posee temperatura ni peso mensurables
—dijo Burch con acaloramiento.
Con Tony se había mostrado condescendiente; en presencia
de Solovief se había hecho agresivo.
—En nuestros laboratorios —dijo Solovief, señalando
acusadoramente con el dedo a Burch —manejamos las partículas
elementales de la materia, electrones, positrones, neutrinos y
todo lo que se quiera, algunas de las cuales carecen de peso,
masa y localización precisa en el espacio.
—Todos hemos oído hablar de estos portentos. No ha
faltado la publicidad. Pero explíqueme usted qué
es lo que demuestra.
—Demuestra que el materialismo es vieux jeux, algo pasado
de moda desde hace un siglo. Sólo los psicólogos
siguen creyendo en él. Es una situación muy graciosa.
Nosotros sabemos que el comportamiento de un electrón no
está determinado completamente por las leyes de la física.
Ustedes creen que el comportamiento de un ser humano está
determinado completamente por las leyes de la física. La
conducta de los electrones no puede predecirse pero, en cambio,
la conducta de las personas es predecible. Y a eso le llaman ustedes
psicología.
Inclinó la cabeza en dirección a Burch como si fuera
duro de oído y no deseara perderse ni una sola palabra
de lo que dijera el otro, actitud de cortesía estilo antiguo
que ejercía el efecto de poner furiosos a sus interlocutores.
Burch no se puso furioso, pero poco le faltó. Contestó
con voz quebrada:
—Mi respuesta es que los físicos debieran limitarse
a sus propias observaciones, absteniéndose de llegar a
espaciosas conclusiones metafísicas.
—La filosofía es demasiado seria para que la dejemos
exclusivamente en manos de los filósofos —dijo Solovief
meneando suavemente la cabeza cubierta de abundante cabello.
Traducción
de M. A. Menini