1.
Las trampas de la evolución mental
Tenemos el hábito de representarnos la historia política
y social del hombre como un violento zigzag en el cual alternan
el progreso y el desastre; en cambio, nos imaginamos la historia
de la ciencia como un proceso continuado de acumulación,
proceso representado por una curva que asciende constantemente
pues cada época agrega algún nuevo conocimiento
al legado del pretérito, de modo que el templo de la ciencia
se eleva, ladrillo sobre ladrillo, cada vez a mayor altura. O
bien lo concebimos desde el punto de vista del crecimiento «orgánico»:
una infancia de la civilización cargada de mitos y magia,
que pasa por las diversas fases de la adolescencia hasta alcanzar
una madurez racional y cabal.
Pero hemos comprobado que este progreso no era «continuo»,
ni «orgánico». La filosofía de la naturaleza
se desenvolvió a saltos: hallazgos ocasionales alternaron
con búsquedas ingeniosas, culs de sac, retrocesos, períodos
de ceguera y amnesia.
Los grandes desscubrimientos que determinaron su curso fueron
a veces los inesperados productos accesorios de la búsqueda
de cosas muy diferentes. En otras ocasiones el proceso de descubrimiento
redundó tan sólo en la limpieza de los escombros
que obstruían el camino o en una nueva disposición
de conocimientos ya existentes en distintas estructuras. El fantástico
mecanismo de relojería de los epiciclos se conservó
durante dos mil años; y Europa sabía menos geometría
en el siglo xv que en la época de Arquímedes.
Si el progreso hubiera sido continuo y orgánico, todo cuanto
sabemos, por ejemplo, de la teoría de los números
o de geometría analítica se habría descubierto
unas pocas generaciones después de Euclides, pues esta
realización no dependía de los progresos técnicos
ni del dominio de la naturaleza: todo el cuerpo de las matemáticas
reside potencialmente en los diez billones de neuronas de la máquina
de calcular que tenemos dentro del cráneo. Sin embargo
se supone que el cerebro permaneció anatómicamente
inmutable durante unos cien mil años. El progreso esporádico
y fundamentalmente irracional del conocimiento tal vez se relacione
con el hecho de que la evolución dotó al homo sapiens
de un órgano que no podía usar adecuadamente. Los
neurólogos estiman que, incluso en nuestro estado actual,
sólo usamos un 2 o un 3 por ciento de las potencialidades
de las circunvoluciones cerebrales. Desde este punto de vista,
la historia de los descubrimientos es una historia de penetraciones
casuales en las ignotas Arabias de las circunvoluciones del cerebro
humano.
Es ésta, en verdad, una paradoja muy curiosa. Los sentidos
y órganos de todas las especies se desarrollan (a través
de la mutación y la selección, según suponemos)
de acuerdo con necesidades de adaptación; y los elementos
nuevos en la estructura anatómica están en gran
medida determinados por esas necesidades. La naturaleza satisface
las demandas de sus clientes suministrándoles cuellos más
largos para que se pueda llegar hasta la copa de los árboles;
o cascos y dientes más duros para afrontar los pastos ásperos
de estepas resecas; análogamente, limita la parte del cerebro
correspondiente al olfato y amplía la corteza visual de
las aves, los animales arbóreos y los bípedos, a
medida que éstos van levantando lentamente las cabezas
del suelo. Pero carece de precedente alguno el hecho de que la
naturaleza haya dotado a una especie con un órgano extremadamente
complejo y rico, que exceda en mucho las necesidades reales e
inmediatas de esa especie. Y de que ésta invierta milenios
y milenios para aprender a usarlo adecuadamente..., en el caso
de que alguna vez lo haga. Se supone que la evolución satisface
demandas de adaptación; en tal caso, los bienes otorgados
se anticiparon a la demanda en un período de tiempo de
magnitud geológica. Los hábitos y las potencialidades
de aprender de todas las especies quedan establecidos dentro de
los estrechos límites que permiten su sistema nervioso
y sus otros órganos; los del homo sapiens parecen ilimitados,
precisamente porque los usos posibles de esa novedad evolutiva
que encierra en su cráneo no guardan proporción
alguna con las demandas de su mundo circundante natural.
Como la genética evolutiva no puede explicar el hecho de
que un género más o menos biológicamente
estable evolucione en su mentalidad desde el hombre de las cavernas
hasta el hombre que viaja por el espacio, no podemos sino llegar
a la conclusión de que la frase «evolución
mental» excede los límites de una metáfora
y se refiere a un proceso en que obran ciertos factores de los
cuales no tenemos aún ningún atisbo. Todo cuanto
sabemos es que la evolución mental no puede entenderse
como un proceso lineal de acumulación ni como un caso de
«crecimiento orgánico», comparable a la maduración
del individuo; y que acaso fuera mejor considerarla a la luz de
la evolución biológica, de la que aquélla
es continuación. Parece en verdad más conveniente
tratar la historia del pensamiento desde el punto de vista biológico
(aun cuando no obtengamos más que analogías) que
desde el punto de vista de la progresión aritmética.
El «progreso intelectual» presenta, por así
decir, asociaciones lineales, una curva continua, un nivel de
agua en permanente ascenso, en tanto que sabemos que la «evolución»
es un proceso desmañado, como hecho a tientas, caracterizado
por súbitas mutaciones de origen desconocido, por el lento
proceso de la selección y por puntos muertos de ultraespecialización
y rígida inadaptabilidad. El «progreso» por
definición nunca puede ser equivocado. La evolución
se equivoca constantemente, y lo mismo ocurre con la evolución
de las ideas, incluso las de las «ciencias exactas».
Las nuevas ideas nacen espontáneamente, como las mutaciones;
la mayor parte de ellas son inútiles y extravagantes teorías
equivalentes de los caprichos biológicos que no sobreviven.
En cada rama de la historia del pensamiento se registra una lucha
constante por sobrevivir, entre teorías contrapuestas.
El proceso de la «selección natural» también
tiene su equivalente en la evolución mental: de la multitud
de nuevos conceptos que nacen, sólo sobreviven aquellos
que se adaptan bien al milieu intelectual de la época.
Un nuevo concepto teórico perdurará o desaparecerá
según pueda adaptarse a su mundo circundante; su valor
de supervivencia depende de su capacidad de arrojar resultados.
Cuando decimos que las ideas son «fértiles»
o «estériles», nos vemos guiados inconscientemente
por analogías biológicas. Estos criterios fueron
los que decidieron la pugna entre los sistemas ptolemaico, ticónico
y copernicano, o entre las concepciones de la gravedad cartesiana
y newtoniana. Además, encontramos en la historia de las
ideas mutaciones que no parecen corresponder a ninguna necesidad
obvia y que, a primera vista, dan la impresión de meros
juegos o extravagancias, como la obra de Apolonio sobre las secciones
cónicas, o las geometrías no euclidianas, cuyo valor
práctico se hizo evidente sólo con posterioridad.
Inversamente, hay órganos que perdieron su finalidad y,
sin embargo, continúan existiendo como un legado muerto:
la ciencia moderna está llena de apéndices y rudimentarios
rabos de mono.
En la evolución biológica se dan períodos
de crisis y transición, en que aparece una rápida
y casi explosiva ramificación en todas las direcciones,
lo cual concluye a menudo con un cambio radical en la tendencia
dominante del proceso. El mismo tipo de cosas parece que ocurrió
en la evolución del pensamiento, en períodos críticos
tales como el siglo VI a. C. o el siglo XVII d. C. Tras estos
estadios de «estallidos de adaptación», en
los cuales la especie es plástica y maleable, suelen seguir
períodos de estabilización y especialización,
de acuerdo con nuevas normas, lo cual, a su vez conduce frecuentemente
a puntos muertos de rígida ultraespecialización.
Cuando consideramos retrospectivamente la grotesca decadencia
del escolasticismo aristotélico o la ofuscada unilateralidad
de la astronomía ptolemaica, nos sentimos llevados a recordar
la suerte de aquellos marsupiales «ortodoxos», como
el koala que, de trepadores de árboles que eran, se transformaron
en animales que viven colgados de los árboles; las manos
y los pies se les convirtieron en ganchos; los dedos ya no les
sirvieron para arrancar frutos y explorar objetos, sino que degeneraron
en garfios curvados, cuya única finalidad es la de fijar
el animal a la corteza del árbol del cual dependen para
vivir.
Para citar una última analogía, encontramos «concatenamientos
defectuosos» en la evolución, que nos recuerdan ciertas
mésalliances ideológicas. El sistema nervioso central
de un invertebrado como el cangrejo de mar pasa por debajo del
tubo digestivo, en tanto que la porción principal de su
rudimentario cerebro se halla colocada encima del tubo digestivo,
en la parte anterior y superior de la cabeza. En otras palabras:
el esófago del cangrejo de mar, desde la boca al estómago,
tiene que pasar a través de los ganglios cerebrales. Si
el cerebro creciera —y crecería si el cangrejo de
mar aumentara su sabiduría— el tubo digestivo quedaría
comprimido y el animal moriría de hambre. Con las arañas
y los escorpiones ocurrió realmente algo parecido: su masa
encefálica comprimió tanto el tubo digestivo que
sólo pueden pasar a través de él alimentos
fluidos: tuvieron que convertirse en chupadores de sangre. Mutatis
mutandis, algo análogo ocurrió también cuando
la estrangulación operada por el neoplatonismo impidió
que el hombre alimentara su pensamiento con cualquier alimento
empírico sólido y lo obligó a alimentarlo,
durante toda la edad de las tinieblas, con la dieta líquida
del más allá. ¿ Y no produjo acaso el efecto
contrario? ¿No trajo acaso el hambre espiritual, la estrangulación
del materialismo mecanicista del siglo XIX? En el primer supuesto,
la religión contrajo una alianza perniciosa con una ideología
que rechazaba la naturaleza; en el segundo, la ciencia se alió
con una filosofía árida. Y lo mismo ocurrió
con la estrangulación del dogma del movimiento uniforme
en círculos perfectos, cosa que convirtió el sistema
copernicano en una especie de ideología crustácea.
Las analogías podrán parecer exageradas, como en
efecto lo son; pero las he empleado para demostrar que esos concatenamientos
defectuosos, que por su propia naturaleza determinan frustraciones,
se dan tanto en la evolución biológica como en la
evolución mental.
2.
Separaciones y reintegraciones
El proceso de evolución puede caracterizarse como una diferenciación
de estructura e integración de funciones. Cuanto más
diferenciadas y especializadas sean las partes, tanto mayor coordinación
elaborada se necesitará para crear un todo bien equilibrado.
El criterio último del valor de un todo funcional es el
grado de su armonía interna o integración, ya se
trate de una especie biológica, ya de una civilización,
ya de un individuo. Un todo se define por la estructura de las
relaciones que hay entre sus partes y no por la suma de esas partes.
Y una civilización no se define por la suma de su ciencia,
técnica, arte y organización social, sino por la
estructura total que forman estas partes y por el grado de integración
armoniosa de la estructura. Un médico ha dicho recientemente
que «el organismo, en su totalidad, es tan esencial para
una explicación de sus elementos como sus elementos lo
son para una explicación del organismo». Y esto resulta
tan cierto cuando hablamos de las glándulas suprarrenales
como cuando hablamos de los elementos de una cultura: arte bizantino
o cosmología medieval o ética utilitaria.
Inversamente, el estado de enfermedad de un organismo, de una
sociedad o de una cultura, se caracteriza por un debilitamiento
de los registros que gobiernan la integración y por la
tendencia que tienen sus partes a comportarse de manera independiente
y afirmarse a sí mismas, ignorando los intereses superiores
del todo o tratando de imponerle sus propias leyes.
Tales estados de desequilibrio pueden reconocer su causa, ora
en el debilitamiento de los poderes de coordinación del
todo, debilitamiento que llega a un punto que está más
allá del límite crítico, la senectud, por
ejemplo; ora por el estímulo excesivo de un órgano
o parte; ora por haberse cortado la comunicación con el
centro integrador. El aislamiento del órgano respecto del
gobierno central lleva, según las circunstancias, a la
hiperactividad o a la degeneración. En la esfera del espíritu,
la «disociación» de los pensamientos y las
emociones o de algún otro aspecto de la personalidad, produce
resultados parecidos. El término esquizofrenia deriva directamente
de este proceso de disociación; los complejos «autónomos»
y «repri- midos» apuntan en la misma dirección.
En las neurosis de obsesiones, en las «ideas fijas»
y en las «normas de conducta fijas» nos hallamos frente
a partes de la personalidad disociadas del conjunto.
En una sociedad o cultura, el grado de integración entre
sus partes o sus campos de acción es igualmente decisivo.
Pero, aquí, el diagnóstico de síntomas desintegradores
es mucho más difícil y está siempre sujeto
a controversia, porque no existe ningún criterio de normalidad.
Creo, así y todo, que el proceso expuesto en este libro
habrá de reconocerse como un proceso de disociación
y ulterior desarrollo aislado de varias ramas del conocimiento
y del empeño humano –geometría del cielo,
física terrestre, teología platónica y escolástica—,
cada una de las cuales condujo a rígidas ortodoxias, especializaciones
unilaterales, obsesiones colectivas, cuya incompatibilidad recíproca
se reflejaba en los síntomas del pensamiento doble y de
la «esquizofrenia reprimida». Pero trátase
también de un proceso de inesperadas conciliaciones y de
nuevas síntesis que surgieron de una fragmentación
aparentemente irremediable. ¿Podemos obtener algunos atisbos
positivos de las condiciones en que se verifican estas curas aparentemente
espontáneas?
3.
Algunos modelos de descubrimientos
En primer lugar, una nueva síntesis nunca nace de la suma
de dos ramas plenamente desarrolladas de la evolución biológica
o mental. Cada nuevo punto de partida, cada reintegración
de lo que se ha separado supone el colapso de normas rígidas,
osificadas de conducta y de pensamiento. Copérnico no consiguió
hacerlo; trató de unir la tradición heliocéntrica
con la doctrina ortodoxa aristotélica, y fracasó.
Newton obtuvo éxito porque la astronomía ortodoxa
ya había sido demolida por Kepler, y la física ortodoxa
por Galileo; al intuir una nueva estructura entre las ruinas,
Newton unió los fragmentos en un nuevo marco conceptual.
Análogamente, la física y la química sólo
podían llegar a unirse cuando la física renunciara
al dogma de la indivisibilidad e impenetrabilidad del átomo,
vale decir, cuando la física destruyó con esta renuncia
su propio concepto clásico de materia, y cuando la química,
a su turno, hubo renunciado a su doctrina de los elementos últimos
inmutables. Un nuevo punto de partida evolutivo sólo es
posible después de producida cierta «desdiferenciación»,
una destrucción y deshielo de las estructuras congeladas,
que fueron el resultado de un desarrollo aislado, ultraespecializado.
Casi todos los genios que determinaron las grandes mutaciones
en la historia del pensamiento parecen tener ciertos rasgos en
común; por un lado, el escepticismo, llevado a menudo al
extremo de la iconoclastia, en su actitud para con las ideas,
axiomas y dogmas tradicionales, esto es, ante todo cuanto se da
por sentado; por otra parte, una amplitud de espíritu,
que raya en ingenua credulidad, ante los nuevos conceptos que
parecen promisorios para sus atisbos instintivos. De esta combinación
surge esa capacidad decisiva de percibir, desde una nueva luz
o bajo una nueva relación, objetos, situaciones, problemas
o colecciones de hechos familiares: de ver una rama no como parte
de un árbol, sino como un arma o una herramienta en potencia;
de asociar la caída de una manzana, no con su madurez,
sino con el movimiento de la Luna. El descubridor percibe relaciones
o analogías funcionales donde nadie las vio antes, así
como el poeta percibe la imagen de un camello en una nube que
se desplaza por el cielo.
Ese acto de separar un objeto o concepto de sus habituales relaciones
de asociación y de verlo en una nueva relación es,
como he intentado demostrar, una parte esencial del proceso creador.
Es, a la vez, un acto de destrucción y de creación,
pues exige la ruptura de un hábito mental, exige que se
funda, con el soplete de la duda cartesiana, la helada estructura
de las teorías aceptadas, para que pueda verificarse la
nueva fusión. Esto tal vez explique la extraña combinación
de escepticismo y credulidad que se da en el genio creador. Todo
acto de creación –en la ciencia, en el arte o en
la religión– supone un retroceso hacia un nivel más
primitivo, hacia una nueva inocencia perceptiva, liberada del
torrente de creencias aceptadas. Es un proceso de reculer pour
mieux sauter, de desintegración que precede a una nueva
síntesis, comparable con la noche oscura del alma a través
de la cual debe pasar el místico.
Otra condición previa para que se realicen descubrimientos
básicos –y para que se los acepte– es lo que
podríamos llamar «la madurez de la época.»
Trátase de una cualidad engañosa, pues la «madurez»
de una ciencia para un cambio decisivo no se determina por la
situación de esa ciencia solamente, sino por el clima general
de la época. Fue el clima filosófico de Grecia,
después de la conquista macedónica, lo que tronchó
en flor el concepto heliocéntrico del universo formulado
por Aristarco; y la astronomía continuó tranquilamente
con sus imposibles epiciclos, porque ése era el tipo de
ciencia favorecido por el clima medieval.
Además, era un tipo de ciencia que daba buenos resultados.
Esa disciplina osificada, divorciada de la realidad, era capaz
de predecir eclipses y conjunciones con bastante precisión,
y de suministrar tablas apropiadas, en general, a las exigencias
de la época. Por otra parte, la «madurez» del
siglo XVII para aceptar a Newton o la «madurez» del
siglo XX para aceptar a Einstein y a Freud obedecía a un
estado general de transición y de conciencia de la crisis
que comprendía todo el espectro humano de actividades,
organización social, creencias religiosas, artes, ciencia
y costumbres.
El síntoma de que una determinada rama de la ciencia o
del arte está madura para un cambio es un sentimiento de
frustración y malaise causado, no necesariamente por una
crisis aguda de esa determinada rama –que puede estar muy
bien en sus tradicionales términos de referencia–
sino por la sensación de que toda la tradición está,
de alguna manera, fuera de lugar, divorciada de la corriente principal,
por la sensación de que los criterios tradicionales han
perdido su significación, se han separado de la realidad
viva y han quedado aislados del todo integral. Éste es
el punto donde la hybris del especialista cede ante el alma filosófica
indagadora, ante la penosa revaloración de sus axiomas
básicos y de la significación de términos
que él había dado por sentados. En una palabra,
cede ante el deshielo del dogma. Ésa es la situación
que ofrece al genio la oportunidad de dar su zambullida creadora
en las aguas profundas que se extienden por debajo de la superficie
quebrada.
4.
El místico y el hombre de ciencia
El aspecto más perturbador de este proceso de separaciones
y reintegraciones, el aspecto que he subrayado constantemente,
se refiere al místico y al hombre de ciencia.
Al comienzo de este largo examen cité el comentario que
Plutarco dedicó a los pitagóricos: «La contemplación
de lo eterno es el fin de la filosofía, así como
la contemplación de los misterios es el fin de la religión».
Para Pitágoras, así como para Kepler, ambas clases
de contemplación eran gemelas. Para ellos la filosofía
y la religión reconocían el mismo motivo: obtener
indicios de eternidad a través de la ventana del tiempo.
El místico y el hombre de ciencia satisficieron conjuntamente
el anhelo doble de apaciguar las ansiedades cósmicas del
yo y trascender sus limitaciones, su doble necesidad de protección
y liberación. Crearon tranquilidad mediante la explicación,
reduciendo hechos amenazadores e incomprensibles a principios
familiares de la experiencia: el rayo y el trueno a estallidos
del temperamento de dioses semejantes a los hombres; los eclipses,
a la voracidad de cerdos que devoraban la Luna; afirmaron que
había consonancia y razón, que había una
ley y un orden ocultos detrás del fluir aparentemente arbitrario
y caótico, hasta detrás de la muerte de un niño
y de la erupción de un volcán. El místico
y el hombre de ciencia satisficieron las necesidades fundamentales
de los hombres y proclamaron la intuición fundamental de
que el universo está lleno de sentido, que es ordenado
y racional, y se rige por alguna forma de justicia, aun cuando
sus leyes no sean transparentes.
Además de tranquilizar el espíritu consciente, concediendo
al universo significación y valor, la religión obró
de manera más directa sobre el inconsciente, sobre los
estratos prerracionales del yo, a los cuales suministró
técnicas intuitivas para trascender las limitaciones del
yo en el tiempo y el espacio, por así decir, mediante un
cortocircuito místico. El mismo enfoque dual –el
racional y el intuitivo– caracteriza, según hemos
visto, la indagación científica. Por eso constituye
un error craso identificar la necesidad religiosa únicamente
con la intuición y la emoción, y la ciencia únicamente
con lo lógico y lo racional. Los profetas y los descubridores,
los pintores y los poetas comparten, todos ellos, esta cualidad
que llamaríamos anfibia, de vivir tanto en tierra fírme
como en el océano ilimitado. En la historia del género
humano, así como en la historia del individuo, las dos
ramas de la indagación cósmica tienen su origen
en la misma fuente: los sacerdotes fueron los primeros astrónomos;
y quienes practicaban el arte de curar eran tanto profetas como
médicos; las técnicas de cazar, pescar, sembrar
y cosechar estaban empapadas de ritos mágicos religiosos.
En los símbolos y técnicas se advertía división
de trabajos y diversidad de métodos, pero unidad de motivos
y finalidades.
La primera separación, según lo que sabemos por
nuestro conocimiento de la historia, se produjo entre la religión
olímpica y la filosofía jónica. El ateísmo
urbano de los jonios reflejaba la degeneración de la religión
del Estado en un ritual complejo y especializado, revelaba la
pérdida de conciencia cosmica. La síntesis pitagórica
fue posible merced a la distensión de esa rígida
estructura teológica, producida por el renacimiento místico
que el orfismo llevaba consigo. Una situación análoga
se dio en el siglo XVI, cuando la crisis religiosa conmovió
la teología medieval y permitió a Kepler construir,
ad majorem Dei gloriam, su nuevo modelo del universo, esa breve
unión neopitagórica de inspiración mística
y sentido empírico.
Durante toda la edad de tinieblas, los monasterios fueron oasis
de erudición en un desierto de ignorancia; y los monjes,
los guardianes de las desecadas fuentes. Había fricciones,
pero no conflictos entre la teología y la filosofía;
ambas disciplinas coincidían en afirmar que la naturaleza
vulgar no era objeto digno de conocimiento. Fue ésa una
edad de pensamiento doble, de una cultura divorciada de la realidad;
pero la separación no era la separación entre el
teólogo y el hombre de ciencia, porque este último
no existía.
La cosmología medieval tardía de la gran cadena
del ser era una cosmología integrada en alto grado. Verdad
que «Venus, moviéndose en el tercer epiciclo»,
de la Divina Comedia, no podía representarse mediante un
modelo mecánico; pero tampoco aquí el muro divisorio
se levantaba entre la filosofía religiosa y la filosofía
natural, sino que lo hacía entre la matemática y
la física, entre la física y la astronomía,
como lo pedía la doctrina aristotélica. Verdad también
que la Iglesia era en parte responsable de este estado de cosas
porque se había aliado con Aristóteles, así
como antes lo había hecho con Platón; pero no se
trataba de una alianza absoluta, como lo demuestra el ejemplo
de los franciscanos y de la escuela occamista.
No es necesario que recapitulemos aquí la reentronización
que santo Tomás de Aquino hace de la razón, considerada
como activa compañera de la gracia, ni el papel rector
que los dominicos, los franciscanos y los eclesiásticos,
corno los obispo Oresme, Nicolás de Cusa o Giese, desempeñaron
en el renacimiento de la ilustración. Ni es menester que
volvamos a considerar el impacto que hizo la recuperación
de los textos griegos de la Septuaquinta y de Euclides. La reforma
religiosa y el renacimiento de la ciencia fueron procesos afines
que destruyeron estructuras petrificadas y se remontaron a las
fuentes de éstas para descubrir dónde las cosas
habían comenzado a marchar mal. Erasmo y Reuchlin, Lutero
y Melanchton, se remontaron a los textos griegos y hebreos, así
como Copérnico y sus sucesores se remontaron a Pitágoras
y Arquímedes, impulsados por la misma necesidad de reculer
pour mieux sauter, de volver a cobrar una visión unificadora,
que se había perdido a causa de una ultraespecialización
doctrinaria. Durante toda la edad de oro del humanismo e incluso
en la edad de la pólvora de la Contrarreforma, los hombres
de ciencia siguieron siendo las vacas sagradas de cardenales y
papas, desde Pablo III hasta Urbano VIII; al propio tiempo, el
Colegio Romano y la Orden de los jesuitas asumieron la dirección
en las matemáticas y la astronomía.
El primer conflicto abierto entre la Iglesia y la ciencia fue
el escándalo de Galileo. Y he procurado demostrar que,
excepto si uno cree en el dogma de lo inevitable en la historia
–esa forma de fatalismo al revés– debe considerarse
como una escándalo evitable.
Y no es difícil imaginar que la Iglesia católica
hubiera adoptado la cosmología copernicana, después
de una transición ticónica, unos doscientos años
antes de lo que realmente lo hizo. La cuestión de Galileo
fue un episodio aislado, y en verdad nada típico, en la
historia de las relaciones entre la ciencia y la teología:
pero sus circunstancias dramáticas lo magnificaron fuera
de toda proporción y engendraron la creencia popular de
que la ciencia propugnaba la libertad de pensamiento, y la Iglesia,
la opresión del pensamiento. Esto sólo es cierto
en un sentido limitado, y durante un limitado período de
transición. Algunos historiadores, por ejemplo, pretenden
hacernos creer que la decadencia de la ciencia, en Italia, obedeció
al «terror» causado por el juicio de Galileo; mas
la generación siguiente vio el surgimiento de Toricelli,
Cavallieri, Borelli, cuyas contribuciones a la ciencia fueron
más sustanciales que las de cualquier otra generación
italiana anterior a Galileo o contemporánea de Galileo.
El desplazamiento del centro de la actividad científica
a Inglaterra y Francia, y la gradual decadencia de la ciencia
italiana, así como de la pintura italiana, reconocen diferentes
causas históricas. Desde la guerra de los Treinta Años,
la Iglesia no coartó jamás la libertad de pensamiento
y expresión llevándola a un extremo comparable con
el terror fundado en las ideologías «científicas»
de la Alemania nazi o de la Rusia soviética.
El actual divorcio entre la fe y la razón es el resultado
no de una pugna por el dominio del poder o por el monopolio intelectual
sino el de una separación progresiva, sin hostilidad ni
dramatismo, tanto más por esa misma terrible causa. Esto
se evidencia si apartamos nuestra atención de Italia para
concentrarla en los países protestantes de Europa y en
Francia: Kepler, Descartes, Barrow, Leibniz, Gilbert, Boyle y
el propio Newton –la generación de pioneros contemporáneos
y sucesores de Galileo– eran todos pensadores profunda y
genuinamente religiosos. Pero la imagen que tenían de la
divinidad esos pensadores había ido sufriendo un cambio
sutil y paulatino. Había quedado liberada de su rígido
marco escolástico, había superado el dualismo de
Platón, había dado en la concepción mística,
pitagórica, de Dios, el Supremo Matemático. Los
pioneros de la nueva cosmología, de Kepler a Newton, y
aún más adelante, fundaron su investigación
de la naturaleza en la convicción mística de que
debían existir leyes recatadas detrás de la confusión
de los fenómenos, que el mundo era una creación
completamente racional, ordenada y armónica. Un historiador
moderno lo dice con las siguientes palabras: «La aspiración
a demostrar que el universo se comportaba como un mecanismo de
relojería... era inicialmente, y en sí misma, una
aspiración religiosa.
Se sentía que debía haber algo defectuoso en la
propia creación –algo en modo alguno digno de Dios–
si no se conseguía demostrar que todo el sistema del universo
estaba entrelazado, de suerte que trasuntara la estructura de
la razón y del orden. Kepler, que inauguró en el
siglo XVII el afán del hombre de ciencia por buscar un
universo mecanicista es, en esto, muy significativo; su misticismo,
su música de las esferas, su deidad racional, exigían
un sistema que tuviera la belleza de una configuración
matemática.» En lugar de buscar milagros específicos
como pruebas de la existencia de Dios, Kepler descubrió
el supremo milagro de la armonía de las esferas.
5.
La separación fatal
Y, sin embargo, esta nueva unidad pitagórica duró
sólo breve tiempo; hubo de seguirla una nueva separación
que nos parece más irrevocable que ninguna otra anterior.
Los primeros signos de esta separación aparecen ya en los
escritos del propio Kepler:
¿Qué
otra cosa puede comprender el espíritu humano además
de los números y las magnitudes? Solo éstos podemos
aprehender correctamente, y si la piedad nos permite decirlo así,
nuestra comprensión es, en este caso, del mismo género
que la de Dios, por lo menos en la medida que somos capaces de
entender, en esta vida mortal.
La geometría es única y eterna, es un reflejo del
Espíritu de Dios. El hecho de que los hombres sean capaces
de participar en ella es una de las razones que prueban que el
hombre es una imagen de Dios.
Por eso me aventuro a pensar que toda la naturaleza y el cielo
lleno de Gracia se simbolizan en el arte de la geometría.
Y a medida que Dios Hacedor jugaba, enseñaba el juego a
la naturaleza que Él creó a su imagen; le enseñaba
el mismo juego que él jugaba con ella.
Todo
esto era enteramente admirable e intachable desde el punto de
vista teológico; pero en los escritos posteriores de Kepler
puede distinguirse una nueva nota. Nos dice que «la geometría
suministró al Creador un modelo para adornar todo el mundo»;
que la geometría en cierto modo precedió a la Creación
del mundo y que «las cantidades son los arquetipos del mundo».
Hay aquí un sutil desplazamiento del acento que da la impresión
de que Dios hubiera copiado el universo de arquetipos geométricos
que existían con Él desde la eternidad y que, en
el acto de la Creación Dios, de alguna manera, estaba obligado
a atenerse a modelos preexistentes. Paracelso expresó la
misma idea, de manera menos delicada: «Dios puede hacer
un asno con tres colas; pero no puede hacer un triángulo
de cuatro lados».
También para Galileo, «el libro de la naturaleza
fue escrito en lenguaje matemático… sin el cual es
imposible comprender una sola palabra de ese libro». El
«matemático supremo» de Galileo es llamado
«naturaleza», pero no Dios; y las referencias que
Galileo hace a este último suenan como expresadas de labios
para afuera. Galileo también da un paso decisivo más
en cuanto a la estabilización de la matemática,
reduciendo toda la naturaleza a «dimensiones, figuras, números
y movimientos lentos o rápidos», y relegando al limbo
de las cualidades «subjetivas» o «secundarias»
todo cuanto no pueda reducirse a aquellos elementos, incluso,
como queda implícito, los valores éticos y los fenómenos
del espíritu.
Descartes concretó la división del mundo en cualidades
«primarias» y «secundarias». Luego redujo
las cualidades primarias a la «extensión» y
el «movimiento», que constituyen la «esfera
de la extensión» —res extensa— y puso
todo lo demás en la res cognitans, la esfera del espíritu,
alojada, de manera algún tanto mezquina, en la diminuta
glándula pituitaria. Para Descartes los animales son máquinas
y el cuerpo humano también lo es; el universo (con la excepción
de unos pocos millones de glándulas pituitarias del tamaño
de un guisante) quedó entonces tan por entero mecanizado,
que Descartes pudo decir: «Dadme materia y movimiento y
construiré el mundo». Y, sin embargo, también
Descartes era un pensador profundamente religioso, que dedujo
su ley de la inmutabilidad de la cantidad total de movimiento
en el universo de la inmutabilidad de Dios. Pero si, dados la
materia y el movimiento Descartes habría creado el mismo
universo gobernado por las mismas leyes, ¿ era realmente
necesaria la deducción partiendo del Espíritu de
Dios? La respuesta está en el aforismo de Bertrand Russell
sobre Descartes: «Ni Dios, ni geometría; pero la
geometría es deliciosa. Por eso Dios debe existir».
En cuanto a Newton, que era mejor hombre de ciencia y, por lo
tanto, metafísico más chapucero que Galileo o Descartes,
asignó a Dios una doble función: Creador del mecanismo
de relojería universal y Supervisor para repararlo y mantenerlo
en funcionamiento. Creía que la colocación de todas
las órbitas planetarias en un mismo plano y de manera tan
ordenada y que el hecho de que hubiera sólo un Sol en el
sistema, suficiente para dar al resto de los planetas luz y calor,
en lugar de que hubiera varios soles o ningún Sol, eran
pruebas de que la Creación constituía la obra de
un «agente inteligente… ni ciego ni casual, sino muy
diestro en la mecánica y la geometría». Creía,
además, que bajo la presión de la gravedad el universo
se destruiría, «sin un poder divino que lo sostuviera».
Y, luego, que las pequeñas irregularidades de los movimientos
planetarios se acumularían y harían salir de quicio
todo el sistema, si Dios, de tiempo en tiempo, no las corrigiera.
Newton era un teólogo extravagante, lo mismo que Kepler
y, también como Kepler, adicto a la cronología.
Fechaba la Creación en el año 4004 a. C., de acuerdo
con el obispo Usher, y sostenía que el décimo cuerno
de la cuarta bestia del Apocalipsis representaba la Iglesia de
Roma. Desesperadamente trató de encontrar un lugar para
Dios entre las ruedas del mecanismo de relojería, así
como posteriormente Jeans y otros trataron de encontrarlo en el
principio de la indeterminación de Heisenberg. Pero, como
ya hemos visto, tales sumas mecánicas de dos disciplinas
plenamente desarrolladas y especializadas, nunca producen buen
resultado. La teoría Kant-Laplace del origen del sistema
solar demostraba que la disposición ordenada de éste
podía explicarse por razones puramente físicas,
sin recurrir a la inteligencia divina; y los propios contemporáneos
de Newton, principalmente Leibniz, ridiculizaron los supuestos
deberes de Dios como ingeniero supervisor:
Según
su doctrina [la de Newton y sus discípulos], Dios Todopoderoso
tiene que dar cuerda a su reloj de cuando en cuando, porque de
otra manera el reloj dejaría de funcionar. Parece que no
tuvo la previsión suficiente para infundirle movimiento
perpetuo. Es más aún: la máquina hecha por
Dios es tan imperfecta, según estos caballeros, que Dios
se ve obligado a limpiarla periódicamente, y a corregirla
inclusive, como hace el relojero con un reloj… y yo sostengo
que cuando Dios obra milagros lo hace no para satisfacer las exigencias
de la naturaleza, sino las de la Gracia. Quienquiera que piense
de otra manera debe tener una noción muy pobre de la sabiduría
y del poder de Dios.
En
una palabra: los ateos constituían la excepción
entre los pioneros de la revolución científica.
Eran todos hombres devotos, que no pretendían desterrar
de su universo a la divinidad; pero que no podían encontrar
le ningún lugar en ese universo, así como literalmente,
no eran capaces de establecer sitios para el paraíso y
el infierno. El Matemático Supremo se hizo redundante,
se convirtió en una elegante ficción que fue quedando
gradualmente absorbida entre la urdimbre de las leyes naturales.
El universo mecánico no podía acomodar en él
ningún factor trascendental. La teología y la física
se apartaron la una de la otra, no airadamente, sino con pena,
no a causa del señor Galileo, sino porque una se aburrió
de la otra, y ya no tuvieron nada que decirse.
El divorcio deparó consecuencias que nos son familiares
por análogas situaciones del pasado. Separada de lo que
se llamaba antes filosofía de la naturaleza, y ahora ciencia
exacta, la teología continuó en su propia línea
especializada, doctrinaria. En la investigación había
pasado la época de la guía benedictina, franciscana,
tomista, jesuítica. Para el intelecto indagador, las iglesias
establecidas se convirtieron en venerables anacronismos aunque
fueran todavía capaces de producir la esporádica
elevación de un número cada vez menor de individuos,
si bien al precio de dividir su espíritu en mitades incompatibles.
El admirable resumen de la situación, en 1926, hecho por
Whitehead, es más verdadero aún hoy después
de pasada una generación:
Hubo reacciones y reavivamientos pero, en general, durante muchas
generaciones, se produjo una gradual decadencia de la influencia
religiosa en la civilización europea. Cada reavivamiento
alcanza un punto máximo más bajo que el anterior,
y cada periodo de relajamiento, un punto más bajo. El promedio
de la curva señala una permanente caída de lo religioso…
La religión tiende a degenerar en una fórmula decente,
destinada a embellecer una vida confortable.
Durante más de dos siglos la religión estuvo en
la defensiva, en una débil defensiva. Fue ése un
periodo de progreso intelectual sin prececedentes. Se produjo
así una nueva serie de situaciones para el pensamiento.
Cada nueva ocasión encontró a los pensadores religiosos
faltos de preparación. Algo que había sido proclamado
como vital terminaba, después de luchas, zozobras y anatemas,
por modificarse e interpretarse de otra manera. La siguiente generación
de apologistas religiosos felicita entonces al mundo religioso
por la comprensión más profunda que se ha cobrado
de las cosas. El resultado de la continua repetición de
esta retirada sin dignidad, durante muchas generaciones, ha llegado
a destruir casi por entero la autoridad intelectual de los pensadores
religiosos. Considérese esta diferencia: cuando Darwin
o Einstein proclaman teorías que modifican nuestras ideas,
representa ello un triunfo para la ciencia. No diremos que se
trata de otra derrota para la ciencia, ya que ésta tuvo
que abandonar sus viejas ideas. Sabemos que se ha dado otro paso
en el progreso del conocimiento científico.
La religión no recobrará su antiguo poder mientras
no pueda afrontar los cambios con el mismo espíritu con
que lo hace la ciencia. Los principios de la religión podrán
ser eternos pero la expresión de tales principios exige
un desarrollo continuo.
Las controversias religiosas de los siglos XVI y XVII pusieron
a los teólogos en un desdichadísimo estado espiritual.
Tuvieron que hallarse continuamente en el ataque y en la defensa,
se pintaron a sí mismos como los miembros de la guarnición
de un fuerte sitiado por tropas hostiles. Todas esas imágenes
expresan verdades a medias. Por eso son tan populares. Pero son
peligrosas. Esa imagen especial fomentó el espíritu
belicoso de partido que realmente viene a expresar una falta última
de fe. Los teólogos no se atrevieron a cambiar de actitud
porque eludieron la tarea de desembarazar su mensaje espiritual
de las asociaciones de una serie de imágenes particulares...
… Tenemos que establecer qué entendemos por religión.
Las iglesias, al exponernos sus respuestas a este punto, han invocado
ante todo aspectos de la religión que se expresan en términos
adecuados a las reacciones emocionales de tiempos idos, o dirigidos
a excitar intereses emocionales modernos que no tienen carácter
religioso...
La religión es la visión de algo que está
más allá, detrás y dentro del pasajero fluir
de las cosas inmediatas; algo que es real y, que sin embargo,
aguarda a realizarse; algo que es una posibilidad remota y que,
sin embargo, es el más grande de los hechos presentes;
algo que da sentido a todo lo que pasa y que, sin embargo, escapa
a la aprehensión; algo cuya posesión es el bien
último y que, sin embargo, es inaccesible, algo que es
el ideal último, una búsqueda sin esperanzas.
6.
El desvanecimiento
Para la otra parte divorciada, la ciencia, la bifurcación
de los caminos pareció al principio una bendición
sin reservas. Liberada del lastre místico, la ciencia podía
navegar a gran velocidad hacia la conquista de nuevas tierras
que superaban todos los sueños. Al cabo de dos siglos,
la ciencia transformó la visión mental del homo
sapiens y la superficie del planeta.
Pero hubo que pagar un precio proporcionado: la hazaña
llevó al género humano al borde de la destrucción
física, a un callejón espiritual sin salida que,
del mismo modo, no reconocía precedente alguno. Al navegar
sin lastre, la realidad fue disolviéndose gradualmente
entre las manos del físico; hasta la propia materia se
evaporó del universo del materialista.
Este solapado acto de desvanecimiento comenzó, como vimos,
con Galileo y Descartes. En aquel famoso pasaje de Il Saggiatore,
Galileo desterró las cualidades que connotan la esencia
misma del mundo sensible —el color y el sonido, el calor,
el olor y el sabor—, de la esfera física, y las relegó
a la esfera de las ilusiones subjetivas. Descartes hizo que el
proceso avanzara un paso más reduciendo la realidad del
mundo exterior a partículas cuya única cualidad
era la extensión en el espacio y el movimiento en el espacio
y en el tiempo. Al principio, este enfoque revolucionario de la
naturaleza pareció tan promisorio que Descartes se creía
capaz de completar todo el edificio de la nueva física
por sí mismo. Sus contemporáneos, menos entusiastas,
pensaban que, a lo sumo, se necesitarían dos generaciones
para arrebatar a la naturaleza su último secreto. Los «fenómenos
particulares de las artes y las ciencias no son en realidad más
que un puñado», dijo Francis Bacon. «El descubrimiento
de todas las causas y ciencias sería labor de sólo
unos pocos años».
Pero en los dos siglos que siguieron continuó la operación
de desvanecimiento. Cada una de las cualidades primarias –«última»
e «irreductible»– del mundo de la física
venía a demostrar, a su vez, que era una ilusión.
Los sólidos átomos de materia se incendiaron; los
conceptos de sustancia, fuerza, efectos determinados por causas
y, por último, la estructura misma del espacio y del tiempo,
resultaron ser tan ilusorios como los «sabores, olores y
colores» que Galileo había tratado tan desdeñosamente.
Cada nuevo paso de progreso en la teoría física,
con su copiosa cosecha técnica, se pagaba con una pérdida
de inteligibilidad. Pero esas pérdidas registradas en el
balance intelectual eran, sin embargo, mucho menos evidentes que
las espectaculares ganancias; se las aceptaba con ligereza, como
nubes pasajeras que disiparía el paso siguiente del progreso.
La gravedad de la situación se hizo evidente sólo
en el segundo cuarto de nuestro siglo. Y eso sólo entre
los hombres de ciencia de espíritu más filosófico,
que habían conservado cierta inmunidad contra lo que podríamos
llamar el nuevo escolasticismo de la física teórica.
Comparado con la imagen del mundo de los físicos modernos,
el universo ptolemaico de epiciclos y esferas de cristal era un
modelo lleno de sensatez. La silla sobre la cual estoy sentado
parece ser un hecho sólido; pero yo sé que estoy
sentado sobre un vacío casi perfecto. La madera de la silla
está hecha de fibras las cuales, a su vez, están
hechas de moléculas, y éstas de átomos, que
son sistemas solares en miniatura, con un núcleo central
y electrones que vienen a ser los planetas. Todo esto parece muy
bonito, pero lo que cuenta aquí son las dimensiones. El
espacio que ocupa un electrón es, en su diámetro,
de sólo 1/50.000 de la distancia a que se halla del núcleo.
El resto del interior atómico está vacío.
Si el núcleo se ampliase hasta alcanzar las dimensiones
de un guisante seco, el electrón más próximo
a él se movería circularmente, a una distancia de
unos 160 metros. Una habitación con unas pocas motitas
de polvo que flotaran en el aire estaría repleta, comparada
con la vacuidad de lo que yo llamo una silla y en lo que estoy
sentado.
Pero no es seguro que sea lícito afirmar que el electrón
«ocupe un espacio». Los átomos tienen la capacidad
de absorber energía y liberar energía, en la forma
de rayos luminosos, por ejemplo. Cuando un átomo de hidrógeno,
el más sencillo de todos, con su único planeta electrón,
absorbe energía, el planeta salta de su órbita a
una órbita más amplia, digamos, de la órbita
de la Tierra a la órbita de Marte; cuando emite energía,
vuelve a saltar a la órbita más pequeña.
Pero el planeta da estos saltos sin pasar a través del
espacio que separa las dos órbitas. En cierto modo, se
desmaterializa en la órbita A y se rematerializa en la
órbita B. Además, puesto que la cantidad de «acción»
realizada por el electrón de hidrógeno, cuando recorre
su órbita, es el cuanto de acción indivisiblemente
mínimo (la constante básica h de Planck), no tiene
sentido preguntar en qué punto preciso de su órbita
se encuentra el electrón en un determinado momento. Está
igualmente en todas partes.
Podríamos prolongar indefinidamente la lista de estas paradojas;
en verdad, la nueva mecánica cuántica no es sino
un conjunto de paradojas, pues ha llegado a ser una verdad, trillada
y aceptada entre los físicos, que la estructura subatómica
de cualquier objeto, incluso de la silla en que estoy sentado,
no puede hacerse encajar en una estructura de espacio y tiempo.
Palabras tales como «materia» y «sustancia»
han quedado desprovistas de sentido o han adquirido simultáneas
significaciones contradictorias. Por ejemplo, los rayos de electrones
que, según se supone, son partículas elementales
de materia, se comportan en un tipo de experimento como menudos
perdigones, pero, en otro tipo de experimento, se comportan como
ondas; inversamente, los rayos de luz se comportan a veces como
ondas y, otras veces, como corpúsculos sólidos.
En consecuencia, los elementos constitutivos últimos de
la materia son, a la vez, sustancia y no sustancia, masas y ondas.
Pero, ¿ ondas en qué, sobre qué, de qué?
Una onda es un movimiento, una ondulación; pero ¿qué
cosa es lo que se mueve y ondula para producir mi silla? No es
nada que la mente pueda concebir. No es ni siquiera el espacio
vacío, pues cada electrón necesita un espacio tridimensional
para sí mismo; dos electrones necesitan seis dimensiones;
tres electrones, nueve dimensiones, para coexistir. En cierto
sentido esas ondas son reales: podemos fotografiar el conocido
espectro de un tablero para tiro al blanco que producen, cuando
pasan a través de una red de difracción; pero, así
y todo, son incomprensibles. «Por lo que sabemos –dice
Bertrand Russell– un átomo puede estar hecho enteramente
de las irradiaciones que emanan de él. Es inútil
alegar que las irradiaciones no pueden provenir de nada…
La idea de que existe una pequeñísima masa sólida
que es el electrón o el protón, constituye una intrusión
ilegítima de nociones del sentido común, derivadas
del tacto… La materia es una fórmula conveniente
para designar lo que ocurre donde ella no está».
Estas ondas, pues, sobre las que estoy sentado, que proceden de
nada y que se mueven a través de ningún medio, en
un no-espacio pluridimensional, constituyen la respuesta última
que la física moderna puede ofrecer al interrogante del
hombre sobre la naturaleza de la realidad. Algunos físicos
interpretan las ondas que parecen constituir la materia, como
«ondas de probabilidad», enteramente inmateriales
que indican «áreas de perturbación»,
en las cuales es probable «que se dé» un electrón.
Son «tan inmateriales como las olas de depresión,
fidelidad, suicidio, etcétera, que caen sobre un país».
De aquí sólo hay un paso para llamarlas ondas abstractas,
mentales o cerebrales, del Espíritu Universal… sin
ninguna ironía. Hombres de ciencia, llenos de imaginación,
y de posiciones tan distintas como la de Bertrand Russell por
un lado, y la de Eddington y la de Jeans por otro, han estado
en verdad muy cerca de dar ese paso. […]
De manera que el universo amurallado medieval, con su jerarquía
de materia, mente y espíritu, ha quedado sustituido por
un universo en expansión, de espacio vacío, curvo,
pluridimensional, en el cual los astros, los planetas y sus habitantes
están absorbidos en las sinuosidades espaciales del continuo
abstracto, un burbujeo que surge del «espacio vacío,
soldado en el tiempo vacío».
¿Cómo se produjo esta situación? Ya en 1925,
antes de haber nacido la nueva mecánica cuántica,
Whitehead escribió que «la doctrina física
del átomo ha llegado a un estado tal que nos recuerda vivamente
los epiciclos de la astronomía anterior a Copérnico».
El rasgo común que tienen la astronomía prekepleriana
y la física moderna es el de que ambas se desarrollaron
en relativo aislamiento, como «sistemas cerrados»
que manejaban una serie de símbolos de acuerdo con ciertas
reglas del juego. Los dos sistemas dieron buenos resultados. La
física moderna liberó energía nuclear y la
astronomía ptolemaica hizo predicciones cuya precisión
sobrecogió a Tico. Los astrónomos medievales manejaban
sus símbolos de epiciclos así como el físico
moderno maneja las ecuaciones de onda de Schroedinger o las matrices
de Dirac, y obtenían buenos resultados, y aunque nada sabían
de la gravedad ni de las órbitas elípticas, creían
en el dogma del movimiento circular y no tenían la menor
idea de por qué obtenían esos resultados. Esto nos
recuerda el famoso argumento de Urbano VIII, que Galileo trató
desdeñosamente, o sea: que una hipótesis que parece
valedera no tiene necesariamente que ver con la realidad, pues
puede haber otras explicaciones de la manera en que el Señor
Todopoderoso produce los fenómenos a que se refiere la
hipótesis. Si de todo nuestro estudio se desprende una
lección, ésta es la de que el manejo (de acuerdo
con reglas estrictamente coherentes) de una serie de símbolos
que representa un solo aspecto de los fenómenos, puede
arrojar predicciones correctas y verificables, y sin embargo puede
ignorar por completo todos los otros aspectos cuyo conjunto constituye
la realidad. Como lo señala Sullivan:
… La ciencia trata tan sólo un aspecto parcial de
la realidad, y no hay la menor razón para suponer que todo
aquello que la ciencia ignora sea menos real que lo que acepta...
¿Por qué la ciencia forma un sistema cerrado? ¿Por
qué los elementos de la realidad que ella ignora nunca
llegan a perturbarla? La razón de ello es que todos los
términos de la física se definen recíprocamente.
Las abstracciones con que comienza la física son todas
aquellas con que la física tiene que ver.
La
física moderna no se refiere en verdad a «cosas»,
sino a las relaciones matemáticas que hay entre ciertas
abstracciones que obran como residuo de las cosas desvanecidas.
En el universo aristotélico la cantidad era tan sólo
un atributo de las cosas, y un atributo de importancia menor.
Los contemporáneos de Galileo consideraban paradojal la
afirmación de éste en el sentido de que «el
libro de la naturaleza está escrito con el lenguaje de
la matemática». Hoy día esto se ha convertido
en un dogma incuestionable. Durante largo tiempo la reducción
de la cualidad a la cantidad –del color, del sonido, de
la irradiación, a frecuencias de vibración–
tuvo éxito tan eminente que parecía responder a
todas las cuestiones; pero cuando la física abordó
los últimos elementos constitutivos de la materia, la cualidad
se tomó su venganza: el método de la reducción
a la cantidad daba aún buenos resultados, pero ya no sabemos
exactamente qué cosa sea la que se reduce de ese modo.
Todo cuanto en verdad sabemos es que leemos nuestros instrumentos
–el número de tictacs del contador Geiger o la posición
de una aguja en una esfera– e interpretamos los signos de
acuerdo con las reglas del juego. Eddington apunta:
Y,
de esta manera, en su procedimiento real, la física estudia
no estas cualidades inescrutables [del mundo material], sino las
lecturas de señales que puede observar. Verdad que las
lecturas reflejan las fluctuaciones de las cualidades del mundo;
pero nuestro conocimiento exacto es el de esas lecturas y no el
de las cualidades en sí. Las primeras se parecen a las
segundas tanto como un número de teléfono a su abonado.
Bertrand
Russell expresó este estado de cosas aún más
sucintamente: «La física es matemática no
porque sepamos mucho del mundo físico, sino porque sabemos
muy poco: lo que podemos descubrir sólo son las propiedades
matemáticas del mundo físico».
7.
El carácter conservador de la ciencia moderna
Hay dos maneras de interpretar esta situación. La estructura
del universo es, en verdad, de una índole tal que no puede
comprenderse desde el punto de vista del espacio y del tiempo
humanos, de la razón humana y de la imaginación
humana, y en este caso la ciencia exacta ha dejado de ser filosofía
de la naturaleza, y ya no tiene gran inspiración que ofrecer
al espíritu humano indagador. De ser así, sería
legítimo que el hombre de ciencia se retirase a su sistema
cerrado, manejara sus símbolos puramente formales y eludiera
cuestiones referentes a la «significación real»
de estos símbolos, que «carecen de significación»,
como en efecto se hace en la actualidad. Y si esto es así,
el hombre de ciencia debe aceptar su papel de mero técnico,
cuya misión es, por un lado, producir mejores bombas y
mejores fibras plásticas y, por el otro, crear sistemas
más elegantes de epiciclos para explicar los fenómenos.
La segunda posibilidad consiste en ver en la actual crisis en
que se halla la física un fenómeno transitorio,
el resultado de un desarrollo unilateral, ultraespecializado,
como el cuello de la jirafa, uno de esos culs de sac de la evolución
mental, que tan a menudo observamos en el pasado. Pero si ello
fuera así, ¿ en qué punto del proceso de
tres siglos que va desde «la filosofía de la naturaleza»
a la «ciencia exacta» comenzó el divorcio de
la realidad? ¿En qué punto se formuló la
nueva versión de la maldición de Platón:
«¿ Pensarás en círculos?» Si
conociéramos la respuesta, desde luego conoceríamos
también el remedio, y una vez conocida la respuesta todo
parecerá de nuevo tan obvio como la posición central
que ocupa el Sol en el sistema solar. «Somos en verdad una
raza de ciegos», escribió un hombre de ciencia contemporáneo,
«y la generación siguiente, ciega a su propia ceguera,
se asombrará de la nuestra».
Aduciré dos ejemplos que, a mi juicio, ilustran esta ceguera.
La filosofía materialista, a la cual se ha aferrado el
hombre de ciencia medio, conservó su poder dogmático
sobre el espíritu de aquél aunque la materia misma
se hubiera evaporado; y el hombre de ciencia reacciona ante fenómenos
que no se ajustan a ese dogma, más o menos del mismo modo
con el que reaccionaban sus antepasados escolásticos ante
la sugestión de que pudieran aparecer nuevas estrellas
en la inmutable octava esfera. De esta suerte, durante los últimos
treinta años, se ha reunido un impresionante conjunto de
pruebas, en condiciones de estricto laboratorio, que sugiere que
el espíritu, sin la acción intermedia de los órganos
sensoriales, podría percibir estímulos emanados
de personas u objetos; y que en experimentos «controlados»
estos fenómenos se dan con una frecuencia estadística
que invita a la investigación científica. Sin embargo,
la ciencia académica reacciona ante los fenómenos
de «percepción extrasensorial» más o
menos como reaccionó la Liga de las Palomas ante los astros
mediceos. Y, a mi juicio, con no mejores razones. Si hemos de
aceptar que un electrón puede saltar de una órbita
a otra, sin atravesar el espacio que las separa, ¿por qué
tendremos que excluir la posibilidad de que una señal de
índole no más desconcertante que las ondas electrónicas
de Schroedinger, se emita y se reciba sin intervención
sensorial? Si la cosmología moderna tiene una lección
amplia que darnos, ésta es la de que los hechos fundamentales
del mundo físico no pueden representarse en el espacio
tridimensional y en el tiempo. Sin embargo, la versión
moderna del escolasticismo niega al espíritu o al cerebro
dimensiones adicionales que, con todo, acuerda a las partículas
de la materia. No empleo aquí la palabra «dimensión»
como una analogía mecánica, como hacen con la «cuarta
dimensión» los charlatanes del ocultismo. Digo sencillamente
que, puesto que la física moderna abandonó la estructura
de tiempo y espacio y los conceptos de materia y causalidad, tal
como los entendía la física clásica y los
entiende la experiencia del sentido común, no me parece
justificado negarse a investigar fenómenos empíricos
porque éstos no encajen en aquella filosofía ya
abandonada.
Un segundo ejemplo de la hybris de la ciencia contemporánea
es el riguroso destierro de su vocabulario de la palabra «finalidad».
Ésta, probablemente, sea una consecuencia de la reacción
contra el animismo de la física aristotélica, según
la cual las piedras aceleraban la velocidad de su caída
a causa de la impaciencia por alcanzar el lugar que les correspondía,
y contra una cosmovisión teleológica, en la cual
la finalidad de las estrellas era servir como cronómetros
en beneficio del hombre. A partir de Galileo, las «causas
finales» (o finalidad) quedaron relegadas a la esfera de
la superstición, y la causalidad mecánica reinó
como soberana. En el universo mecánico de los átomos,
sólidos, pequeños e indivisibles, la causalidad
obraba por impacto, como en una mesa de billar; los acontecimientos
se producían por el empuje mecánico del pasado,
y no por un «tirón» del futuro. Ésta
es la razón por la cual la gravedad, y otras formas de
acción a distancia, no entraban en el cuadro y se consideraban
sospechosas, por la cual el éter y los vórtices
tuvieron que inventarse para remplazar ese tirón oculto
por un impulso mecánico. El universo mecanicista fue desintegrándose
gradualmente, pero la noción mecanicista de la causalidad
sobrevivió hasta que el principio de la indeterminación
de Heisenberg demostró que era insostenible. Hoy sabemos
que, en el nivel subatómico, la suerte de un electrón
o de todo un átomo no está determinada por su pasado.
Pero este descubrimiento no condujo a ningún nuevo punto
de partida fundamental en la filosofía de la naturaleza,
sino que determinó sólo un estado de desconcierto
y embarazo, otra retirada de la física hacia un lenguaje
simbólico más abstracto aún. Sin embargo,
si la causalidad se desmoronó y los hechos no están
rígidamente gobernados por empujes y presiones del pasado,
¿no podrían sufrir de algún modo la influencia
del «tirón» del futuro, lo cual es una manera
de decir que «la finalidad» puede ser un factor físico
concreto en la evolución del universo, tanto en el plano
orgánico como en el plano inorgánico? En el cosmos
relativista, la gravitación es un resultado de las curvaturas
y pliegues del espacio, que continuamente tienden a enderezarse,
lo cual, como observó Whittaker, «es una enunciación
tan completamente teleológica que habría deleitado
ciertamente los corazones de los escolásticos». Si
en la física moderna se trata el tiempo como una dimensión
casi del mismo alcance que las dimensiones del espacio, ¿por
qué habríamos de excluir a priori la posibilidad
de que seamos tirados, así como empujados, a lo largo del
eje del tiempo? Después de todo, el futuro tiene tanta
realidad, o tan poca realidad, como el pasado, y no hay nada lógicamente
inconcebible en el hecho de introducir como hipótesis un
elemento de finalidad, complementario del elemento de la causalidad,
en nuestras ecuaciones. Creer que el concepto de «finalidad»
tiene que asociarse necesariamente con alguna deidad antropomórfica
revela gran falta de imaginación.
Éstas son cuestiones especulativas que, posiblemente estén
muy fuera de lugar aquí; pero sabemos, por el pasado, que
los puntos muertos en la evolución sólo pueden superarse
con algún nuevo punto de partida hacia una dirección
inesperada. Cuando una rama del conocimiento se aísla de
la corriente principal, su helada superficie ha de quebrarse y
deshelarse, antes de que pueda volver a unirse con la realidad
viva.
8.
De la jerarquía al continuo
Como consecuencia de su división, ni la fe ni la ciencia
pueden satisfacer los anhelos intelectuales del hombre. En la
casa dividida, los dos habitantes llevan una existencia frustrada.
La ciencia posterior a Galileo pretendía ser un sustituto
de la religión o la legítima sucesora de ésta.
Y de ahí que, al no poder dar las respuestas fundamentales,
determinara no sólo frustración intelectual, sino
además languidecimiento espiritual. Una recapitulación
sumaria de la cosmovisión del hombre europeo, anterior
y posterior a la revolución científica, puede contribuir
a que veamos la situación con relieve más agudo.
Si tomamos el año 1600 como nuestra línea divisoria
de las aguas comprobaremos que, en verdad, virtualmente todos
los ríos del pensamiento y las corrientes del sentimiento
fluyen en direcciones opuestas. El europeo «precientífico»
vivía en un universo cerrado, con límites firmes
en el espacio y en el tiempo: unos pocos millones de kilómetros
de diámetro y unos pocos millares de años de duración.
El espacio no existía como concepto abstracto; era tan
sólo un atributo de los cuerpos materiales: su longitud,
anchura y altura; y de ahí que el espacio vacío
fuera inconcebible, una contradicción, lo mismo que el
espacio infinito. Análogamente, el tiempo era sencillamente
la duración de un hecho. Nadie que estuviera en sus cabales
habría dicho que las cosas se mueven a través del
espacio o del tiempo o en el espacio o el tiempo. ¿Cómo
puede una cosa moverse a través de un atributo de sí
misma o en un atributo de sí misma? ¿Cómo
puede lo concreto moverse a través de lo abstracto?
En ese mundo seguramente limitado y de cómodas dimensiones
desarrollaba su curso preestablecido un drama bien ordenado. El
escenario permanecía estático desde el principio
al fin: no había cambio alguno en las especies de animales
y plantas; no había cambio alguno en la naturaleza, en
el orden social o en la mentalidad del hombre; no había
ni progreso ni decadencia dentro de la jerarquía natural
y espiritual. El cuerpo total de conocimiento posible era tan
limitado como el propio universo. Toda cosa que pudiera conocerse
sobre el Creador, y su creación, había sido revelada
en las Sagradas Escrituras y en las obras de los sabios antiguos.
No existía límite preciso entre lo natural y lo
sobrenatural: la materia estaba animada con espíritus animales;
la ley natural, interpenetrada con finalidad divina. No se producía
ningún hecho sin que tuviera una causa final. La justicia
trascendental y los valores humanos eran inseparables del orden
natural; ni un solo hecho era éticamente neutro. Ninguna
planta o metal, ningún insecto o ángel, estaba libre
del juicio moral. Ningún fenómeno se hallaba fuera
de la jerarquía de valores. Todo sufrimiento tenía
su recompensa; cada desastre, su significación. El drama
seguía una línea de desarrollo sencilla; tenía
un comienzo claro y un claro final.
Esta era, brevemente esbozada, la concepción del mundo
que tenían nuestros antepasados, hace menos de quince generaciones.
Luego, bruscamente, en el término de cinco generaciones,
desde la del canónigo Koppernigk hasta la de Isaac Newton,
el homo sapiens sufrió el cambio más decisivo de
su historia. Burtt destaca:
El glorioso universo romántico de Dante y Milton, que no
ponía límites a la imaginación del hombre
en cuanto al tiempo y el espacio, ha quedado ahora barrido. El
espacio se identificó con la esfera de la geometría;
el tiempo, con la continuidad del número. El mundo en que
los hombres creían vivir —un mundo rico de colores
y sonidos, lleno de fragancia, pleno de alegría, amor y
belleza, que hablaba en todas partes de armonía con finalidad
y de ideales creadores— quedó apiñado ahora
en diminutos rincones de los cerebros de seres orgánicos
diseminados. El mundo exterior realmente importante se convirtió
en un mundo duro, frío, incoloro, silencioso y muerto;
en el mundo de la cantidad, en un mundo de movimientos de regularidad
mecánica, matemáticamente calculables. El mundo
de las cualidades, tal como es inmediatamente percibido por el
hombre, se convirtió en un curioso efecto menor de esa
máquina infinita, que está más allá
de él.
El
uomo universale del Renacimiento, que era artista y artesano,
filósofo e inventor, humanista y hombre de ciencia, astrónomo
y monje, todo en uno, se dividió en sus elementos componentes.
El arte perdió su inspiración mítica; la
ciencia, su inspiración mística. El hombre tornó
a hacerse sordo a la armonía de las esferas. La filosofía
de la naturaleza se hizo éticamente neutra, y «ciego»
llegó a ser el adjetivo favorito, aplicado a la acción
de las leyes de la naturaleza. La jerarquía espíritu-espacio
quedó remplazada por el continuo espacio-tiempo.
Como consecuencia de ello, el destino del hombre ya no estuvo
determinado desde «arriba» por una sabiduría
y una voluntad sobrehumanas, sino desde «abajo», por
la acción infrahumana de glándulas, genes, átomos
u ondas de probabilidad. Este desplazamiento del lugar del destino
fue decisivo. Mientras el destino obró desde un plano de
jerarquía superior al del hombre, no sólo había
modelado la suerte de éste, sino que también había
guiado su conciencia y conferido al mundo significación
y valor. Los nuevos amos del destino se hallaban en un lugar de
la escala inferior al que ocupaba el ser que ellos dominaban;
determinaban el destino de éste, pero no le daban ninguna
guía moral, ni valores, ni sentido. Un títere de
los dioses es una figura trágica; un títere que
depende de sus cromosomas es meramente grotesco.
Antes de este cambio las diversas religiones habían dado
al hombre explicaciones de un tipo que confería significación
a todo lo que pudiera ocurrirle, en el sentido más amplio
de la causalidad trascendental y de la justicia transcendental.
Pero las explicaciones de la nueva filosofía estaban desprovistas
de significación en este sentido amplio. Las respuestas
del pasado eran variadas, contradictorias, primitivas, supersticiosas
o como queramos llamarlas; pero eran firmes, definidas, imperativas.
Satisfacían, por lo menos durante cierto tiempo y en una
cultura dada, la necesidad del hombre de sentirse tranquilizado
y protegido en un mundo insondablemente cruel, de contar con cierta
guía en medio de sus perplejidades. Las nuevas respuestas
—para citar a William James— «hicieron imposible
ver en el flotar a la deriva de los átomos cósmicos,
ya sea que obraran en la dimensión universal, ya que obraran
en la dimensión particular, otra cosa que vicisitudes sin
objeto, un hacer y un deshacer que no realizaba una historia propia
y no producía ningún resultado». En una palabra:
las explicaciones antiguas, con toda su arbitrariedad y todos
sus remiendos, respondían al interrogante sobre «el
sentido de la vida», en tanto que las explicaciones nuevas,
con toda su precisión, convertían la cuestión
del sentido en algo carente de sentido. A medida que la ciencia
del hombre se iba haciendo más abstracta, su arte se hacía
más esotérico y sus placeres más químicos;
por fin no le quedó nada sino «un cielo abstracto,
extendido sobre una pelada roca».
El hombre entró en una edad de hielo espiritual; las iglesias
establecidas ya no podían ofrecer otra cosa que iglúes
de esquimales donde apiñaban muertos de frío, sus
rebaños, en tanto que las hogueras de campaña de
las ideologías rivales ahuyentaban en tropel a las masas,
a través del hielo.
9.
La decisión última
Conjuntamente con esta progresiva desecación espiritual,
los siglos posrenacentistas trajeron consigo un aumento sin precedentes
del poder del hombre, tanto para construir como para destruir.
La expresión cabal es aquí «sin precedentes».
Todas las comparaciones con épocas pasadas se disuelven
ante el hecho de que nuestro género haya adquirido los
medios para aniquilarse a sí mismo y para hacer inhabitable
la Tierra. Y el hecho de que, en un futuro previsible, el hombre
podrá convertir este planeta en una nova, en un rival del
Sol en este sistema solar. Toda época tuvo sus Casandras
y uno tiende a buscar consuelo en el hecho de que la Humanidad,
después de todo, logró sobrevivir a pesar de sus
profecías pesimistas; pero semejantes analogías
ya no son válidas, pues ninguna edad pasada, ni siquiera
la más convulsa, poseyó los medios actuales de cometer
un suicidio en masa y de perturbar el orden del sistema solar.
La novedad fundamental de nuestra era estriba en la combinación
de este súbito y único aumento de poder físico
con un reflujo espiritual igualmente sin precedentes. Para apreciar
esta novedad debemos abandonar las perspectivas limitadas de la
historia europea y pensar en las dimensiones de la historia del
género humano. En otro lugar sugerí que el proceso
que condujo a nuestra actual situación podía representarse
por dos curvas gráficas, una de las cuales mostrara el
crecimiento del poder físico del género y la otra,
su visión espiritual, su conciencia moral, su caridad y
valores afines. Durante varios centenares de miles de años,
es decir, desde el hombre de Cromagnon hasta alrededor de 5000
a. C., la primera curva se aparta muy poco de la línea
horizontal. Con el invento de la polea, la palanca y otros artefactos
mecánicos sencillos, la fuerza muscular del hombre se habrá
multiplicado, digamos, unas cinco veces; después de ello,
la curva vuelve a permanecer horizontal durante cinco o seis mil
años; más en el curso de los últimos doscientos
años —un período de menos de 1/1000 del total
de años que se considera en el gráfico—, la
curva, por primera vez en la historia del género humano,
se eleva súbitamente a saltos; y en los últimos
cincuenta años —alrededor de 1/100.000 del total—,
la curva se eleva tan empinadamente que casi sigue una línea
vertical. Un ejemplo habrá de ilustrar esto: después
de la primera guerra mundial, es decir, a menos de una generación
antes de Hiroshima, las estadísticas demostraban que se
necesitaba un promedio de diez mil balas de fusil o de diez bombas
de artillería para dar muerte a un soldado enemigo.
Comparada con la primera, la segunda curva muestra una elevación
muy lenta durante casi todo el período prehistórico;
luego ondula con indecisas subidas y bajadas a través de
la historia de la civilización, y por último, en
la postrera fracción dramática del gráfico,
donde la curva del poder material se eleva en línea recta
como una cobra erguida hacia el cielo, la curva espiritual registra
una pronunciada caída.
El diagrama podrá ultrasimplificarse; pero, ciertamente,
no exagera el drama. Para trazar el gráfico en su verdadera
escala, debiéramos emplear papel de un centenar de metros
de longitud, y aun así la porción importante no
ocuparía más que un par de centímetros. Al
principio, nos vemos obligados a emplear unidades de tiempo de
cien mil años, luego de mil años, en tanto que,
a medida que nos aproximamos al presente, la elevación
vertical de la curva del poder físico es mayor en un solo
año que en diez mil años pasados.
De manera que, en un futuro previsible, el hombre estará
en condiciones de aniquilarse o de volar a las estrellas. Es dudoso
que una argumentación razonada desempeñe algún
papel importante en cuanto concierne a la adopción de la
decisión última; pero, si puede hacerlo, una visión
más clara de la evolución de las ideas que condujeron
a la actual situación puede resultar de algún valor.
Lo confuso de las inspiraciones, los desengaños, las concepciones
visionarias y la ceguera dogmática, las obsesiones de milenios
y el pensamiento doble disciplinado, cosas que en este libro hemos
procurado rastrear, pueden servir como admonición contra
la hybris de la ciencia o, mejor dicho, de la concepción
filosófica basada en ella. Los cuadrantes y esferas de
los tableros de nuestros laboratorios se están convirtiendo
en otra versión de las sombras de la caverna. Nuestra sujeción
hipnótica a los aspectos numéricos de la realidad
ha embotado nuestra percepción de valores morales no cuantitativos.
La resultante ética de que el fin justifica los medios
puede ser un factor importante de nuestra propia anulación.
Inversamente, el ejemplo de la obsesión de Platón
con las esferas perfectas; el de la obsesión de Aristóteles
con la flecha impulsada por el aire circundante; la de los cuarenta
y ocho epiciclos del canónigo Koppernigk y su cobardía
moral, la manía de grandeza de Tico, los rayos solares
barredores de Kepler, las supercherías de Galileo y el
alma pituitaria de Descartes pueden ejercer alguna influencia
moderadora en los adoradores del nuevo Baal, que reina con su
cerebro electrónico sobre el vacío moral.
Marzo
1955-mayo 1958
Traducción
de Alberto Luis Bixio