Abril-Junio 2004, Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
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Epílogo a Los sonámbulos
Arthur Koestler

Creo que para una fe activa no hay
obstáculos insalvables en la religión.
Sir Thomas Browne

 

1. Las trampas de la evolución mental
Tenemos el hábito de representarnos la historia política y social del hombre como un violento zigzag en el cual alternan el progreso y el desastre; en cambio, nos imaginamos la historia de la ciencia como un proceso continuado de acumulación, proceso representado por una curva que asciende constantemente pues cada época agrega algún nuevo conocimiento al legado del pretérito, de modo que el templo de la ciencia se eleva, ladrillo sobre ladrillo, cada vez a mayor altura. O bien lo concebimos desde el punto de vista del crecimiento «orgánico»: una infancia de la civilización cargada de mitos y magia, que pasa por las diversas fases de la adolescencia hasta alcanzar una madurez racional y cabal.

Pero hemos comprobado que este progreso no era «continuo», ni «orgánico». La filosofía de la naturaleza se desenvolvió a saltos: hallazgos ocasionales alternaron con búsquedas ingeniosas, culs de sac, retrocesos, períodos de ceguera y amnesia.

Los grandes desscubrimientos que determinaron su curso fueron a veces los inesperados productos accesorios de la búsqueda de cosas muy diferentes. En otras ocasiones el proceso de descubrimiento redundó tan sólo en la limpieza de los escombros que obstruían el camino o en una nueva disposición de conocimientos ya existentes en distintas estructuras. El fantástico mecanismo de relojería de los epiciclos se conservó durante dos mil años; y Europa sabía menos geometría en el siglo xv que en la época de Arquímedes.

Si el progreso hubiera sido continuo y orgánico, todo cuanto sabemos, por ejemplo, de la teoría de los números o de geometría analítica se habría descubierto unas pocas generaciones después de Euclides, pues esta realización no dependía de los progresos técnicos ni del dominio de la naturaleza: todo el cuerpo de las matemáticas reside potencialmente en los diez billones de neuronas de la máquina de calcular que tenemos dentro del cráneo. Sin embargo se supone que el cerebro permaneció anatómicamente inmutable durante unos cien mil años. El progreso esporádico y fundamentalmente irracional del conocimiento tal vez se relacione con el hecho de que la evolución dotó al homo sapiens de un órgano que no podía usar adecuadamente. Los neurólogos estiman que, incluso en nuestro estado actual, sólo usamos un 2 o un 3 por ciento de las potencialidades de las circunvoluciones cerebrales. Desde este punto de vista, la historia de los descubrimientos es una historia de penetraciones casuales en las ignotas Arabias de las circunvoluciones del cerebro humano.

Es ésta, en verdad, una paradoja muy curiosa. Los sentidos y órganos de todas las especies se desarrollan (a través de la mutación y la selección, según suponemos) de acuerdo con necesidades de adaptación; y los elementos nuevos en la estructura anatómica están en gran medida determinados por esas necesidades. La naturaleza satisface las demandas de sus clientes suministrándoles cuellos más largos para que se pueda llegar hasta la copa de los árboles; o cascos y dientes más duros para afrontar los pastos ásperos de estepas resecas; análogamente, limita la parte del cerebro correspondiente al olfato y amplía la corteza visual de las aves, los animales arbóreos y los bípedos, a medida que éstos van levantando lentamente las cabezas del suelo. Pero carece de precedente alguno el hecho de que la naturaleza haya dotado a una especie con un órgano extremadamente complejo y rico, que exceda en mucho las necesidades reales e inmediatas de esa especie. Y de que ésta invierta milenios y milenios para aprender a usarlo adecuadamente..., en el caso de que alguna vez lo haga. Se supone que la evolución satisface demandas de adaptación; en tal caso, los bienes otorgados se anticiparon a la demanda en un período de tiempo de magnitud geológica. Los hábitos y las potencialidades de aprender de todas las especies quedan establecidos dentro de los estrechos límites que permiten su sistema nervioso y sus otros órganos; los del homo sapiens parecen ilimitados, precisamente porque los usos posibles de esa novedad evolutiva que encierra en su cráneo no guardan proporción alguna con las demandas de su mundo circundante natural.

Como la genética evolutiva no puede explicar el hecho de que un género más o menos biológicamente estable evolucione en su mentalidad desde el hombre de las cavernas hasta el hombre que viaja por el espacio, no podemos sino llegar a la conclusión de que la frase «evolución mental» excede los límites de una metáfora y se refiere a un proceso en que obran ciertos factores de los cuales no tenemos aún ningún atisbo. Todo cuanto sabemos es que la evolución mental no puede entenderse como un proceso lineal de acumulación ni como un caso de «crecimiento orgánico», comparable a la maduración del individuo; y que acaso fuera mejor considerarla a la luz de la evolución biológica, de la que aquélla es continuación. Parece en verdad más conveniente tratar la historia del pensamiento desde el punto de vista biológico (aun cuando no obtengamos más que analogías) que desde el punto de vista de la progresión aritmética. El «progreso intelectual» presenta, por así decir, asociaciones lineales, una curva continua, un nivel de agua en permanente ascenso, en tanto que sabemos que la «evolución» es un proceso desmañado, como hecho a tientas, caracterizado por súbitas mutaciones de origen desconocido, por el lento proceso de la selección y por puntos muertos de ultraespecialización y rígida inadaptabilidad. El «progreso» por definición nunca puede ser equivocado. La evolución se equivoca constantemente, y lo mismo ocurre con la evolución de las ideas, incluso las de las «ciencias exactas». Las nuevas ideas nacen espontáneamente, como las mutaciones; la mayor parte de ellas son inútiles y extravagantes teorías equivalentes de los caprichos biológicos que no sobreviven. En cada rama de la historia del pensamiento se registra una lucha constante por sobrevivir, entre teorías contrapuestas. El proceso de la «selección natural» también tiene su equivalente en la evolución mental: de la multitud de nuevos conceptos que nacen, sólo sobreviven aquellos que se adaptan bien al milieu intelectual de la época. Un nuevo concepto teórico perdurará o desaparecerá según pueda adaptarse a su mundo circundante; su valor de supervivencia depende de su capacidad de arrojar resultados. Cuando decimos que las ideas son «fértiles» o «estériles», nos vemos guiados inconscientemente por analogías biológicas. Estos criterios fueron los que decidieron la pugna entre los sistemas ptolemaico, ticónico y copernicano, o entre las concepciones de la gravedad cartesiana y newtoniana. Además, encontramos en la historia de las ideas mutaciones que no parecen corresponder a ninguna necesidad obvia y que, a primera vista, dan la impresión de meros juegos o extravagancias, como la obra de Apolonio sobre las secciones cónicas, o las geometrías no euclidianas, cuyo valor práctico se hizo evidente sólo con posterioridad. Inversamente, hay órganos que perdieron su finalidad y, sin embargo, continúan existiendo como un legado muerto: la ciencia moderna está llena de apéndices y rudimentarios rabos de mono.

En la evolución biológica se dan períodos de crisis y transición, en que aparece una rápida y casi explosiva ramificación en todas las direcciones, lo cual concluye a menudo con un cambio radical en la tendencia dominante del proceso. El mismo tipo de cosas parece que ocurrió en la evolución del pensamiento, en períodos críticos tales como el siglo VI a. C. o el siglo XVII d. C. Tras estos estadios de «estallidos de adaptación», en los cuales la especie es plástica y maleable, suelen seguir períodos de estabilización y especialización, de acuerdo con nuevas normas, lo cual, a su vez conduce frecuentemente a puntos muertos de rígida ultraespecialización. Cuando consideramos retrospectivamente la grotesca decadencia del escolasticismo aristotélico o la ofuscada unilateralidad de la astronomía ptolemaica, nos sentimos llevados a recordar la suerte de aquellos marsupiales «ortodoxos», como el koala que, de trepadores de árboles que eran, se transformaron en animales que viven colgados de los árboles; las manos y los pies se les convirtieron en ganchos; los dedos ya no les sirvieron para arrancar frutos y explorar objetos, sino que degeneraron en garfios curvados, cuya única finalidad es la de fijar el animal a la corteza del árbol del cual dependen para vivir.

Para citar una última analogía, encontramos «concatenamientos defectuosos» en la evolución, que nos recuerdan ciertas mésalliances ideológicas. El sistema nervioso central de un invertebrado como el cangrejo de mar pasa por debajo del tubo digestivo, en tanto que la porción principal de su rudimentario cerebro se halla colocada encima del tubo digestivo, en la parte anterior y superior de la cabeza. En otras palabras: el esófago del cangrejo de mar, desde la boca al estómago, tiene que pasar a través de los ganglios cerebrales. Si el cerebro creciera —y crecería si el cangrejo de mar aumentara su sabiduría— el tubo digestivo quedaría comprimido y el animal moriría de hambre. Con las arañas y los escorpiones ocurrió realmente algo parecido: su masa encefálica comprimió tanto el tubo digestivo que sólo pueden pasar a través de él alimentos fluidos: tuvieron que convertirse en chupadores de sangre. Mutatis mutandis, algo análogo ocurrió también cuando la estrangulación operada por el neoplatonismo impidió que el hombre alimentara su pensamiento con cualquier alimento empírico sólido y lo obligó a alimentarlo, durante toda la edad de las tinieblas, con la dieta líquida del más allá. ¿ Y no produjo acaso el efecto contrario? ¿No trajo acaso el hambre espiritual, la estrangulación del materialismo mecanicista del siglo XIX? En el primer supuesto, la religión contrajo una alianza perniciosa con una ideología que rechazaba la naturaleza; en el segundo, la ciencia se alió con una filosofía árida. Y lo mismo ocurrió con la estrangulación del dogma del movimiento uniforme en círculos perfectos, cosa que convirtió el sistema copernicano en una especie de ideología crustácea. Las analogías podrán parecer exageradas, como en efecto lo son; pero las he empleado para demostrar que esos concatenamientos defectuosos, que por su propia naturaleza determinan frustraciones, se dan tanto en la evolución biológica como en la evolución mental.

2. Separaciones y reintegraciones
El proceso de evolución puede caracterizarse como una diferenciación de estructura e integración de funciones. Cuanto más diferenciadas y especializadas sean las partes, tanto mayor coordinación elaborada se necesitará para crear un todo bien equilibrado. El criterio último del valor de un todo funcional es el grado de su armonía interna o integración, ya se trate de una especie biológica, ya de una civilización, ya de un individuo. Un todo se define por la estructura de las relaciones que hay entre sus partes y no por la suma de esas partes. Y una civilización no se define por la suma de su ciencia, técnica, arte y organización social, sino por la estructura total que forman estas partes y por el grado de integración armoniosa de la estructura. Un médico ha dicho recientemente que «el organismo, en su totalidad, es tan esencial para una explicación de sus elementos como sus elementos lo son para una explicación del organismo». Y esto resulta tan cierto cuando hablamos de las glándulas suprarrenales como cuando hablamos de los elementos de una cultura: arte bizantino o cosmología medieval o ética utilitaria.

Inversamente, el estado de enfermedad de un organismo, de una sociedad o de una cultura, se caracteriza por un debilitamiento de los registros que gobiernan la integración y por la tendencia que tienen sus partes a comportarse de manera independiente y afirmarse a sí mismas, ignorando los intereses superiores del todo o tratando de imponerle sus propias leyes.

Tales estados de desequilibrio pueden reconocer su causa, ora en el debilitamiento de los poderes de coordinación del todo, debilitamiento que llega a un punto que está más allá del límite crítico, la senectud, por ejemplo; ora por el estímulo excesivo de un órgano o parte; ora por haberse cortado la comunicación con el centro integrador. El aislamiento del órgano respecto del gobierno central lleva, según las circunstancias, a la hiperactividad o a la degeneración. En la esfera del espíritu, la «disociación» de los pensamientos y las emociones o de algún otro aspecto de la personalidad, produce resultados parecidos. El término esquizofrenia deriva directamente de este proceso de disociación; los complejos «autónomos» y «repri- midos» apuntan en la misma dirección. En las neurosis de obsesiones, en las «ideas fijas» y en las «normas de conducta fijas» nos hallamos frente a partes de la personalidad disociadas del conjunto.

En una sociedad o cultura, el grado de integración entre sus partes o sus campos de acción es igualmente decisivo. Pero, aquí, el diagnóstico de síntomas desintegradores es mucho más difícil y está siempre sujeto a controversia, porque no existe ningún criterio de normalidad. Creo, así y todo, que el proceso expuesto en este libro habrá de reconocerse como un proceso de disociación y ulterior desarrollo aislado de varias ramas del conocimiento y del empeño humano –geometría del cielo, física terrestre, teología platónica y escolástica—, cada una de las cuales condujo a rígidas ortodoxias, especializaciones unilaterales, obsesiones colectivas, cuya incompatibilidad recíproca se reflejaba en los síntomas del pensamiento doble y de la «esquizofrenia reprimida». Pero trátase también de un proceso de inesperadas conciliaciones y de nuevas síntesis que surgieron de una fragmentación aparentemente irremediable. ¿Podemos obtener algunos atisbos positivos de las condiciones en que se verifican estas curas aparentemente espontáneas?

3. Algunos modelos de descubrimientos
En primer lugar, una nueva síntesis nunca nace de la suma de dos ramas plenamente desarrolladas de la evolución biológica o mental. Cada nuevo punto de partida, cada reintegración de lo que se ha separado supone el colapso de normas rígidas, osificadas de conducta y de pensamiento. Copérnico no consiguió hacerlo; trató de unir la tradición heliocéntrica con la doctrina ortodoxa aristotélica, y fracasó.

Newton obtuvo éxito porque la astronomía ortodoxa ya había sido demolida por Kepler, y la física ortodoxa por Galileo; al intuir una nueva estructura entre las ruinas, Newton unió los fragmentos en un nuevo marco conceptual. Análogamente, la física y la química sólo podían llegar a unirse cuando la física renunciara al dogma de la indivisibilidad e impenetrabilidad del átomo, vale decir, cuando la física destruyó con esta renuncia su propio concepto clásico de materia, y cuando la química, a su turno, hubo renunciado a su doctrina de los elementos últimos inmutables. Un nuevo punto de partida evolutivo sólo es posible después de producida cierta «desdiferenciación», una destrucción y deshielo de las estructuras congeladas, que fueron el resultado de un desarrollo aislado, ultraespecializado.

Casi todos los genios que determinaron las grandes mutaciones en la historia del pensamiento parecen tener ciertos rasgos en común; por un lado, el escepticismo, llevado a menudo al extremo de la iconoclastia, en su actitud para con las ideas, axiomas y dogmas tradicionales, esto es, ante todo cuanto se da por sentado; por otra parte, una amplitud de espíritu, que raya en ingenua credulidad, ante los nuevos conceptos que parecen promisorios para sus atisbos instintivos. De esta combinación surge esa capacidad decisiva de percibir, desde una nueva luz o bajo una nueva relación, objetos, situaciones, problemas o colecciones de hechos familiares: de ver una rama no como parte de un árbol, sino como un arma o una herramienta en potencia; de asociar la caída de una manzana, no con su madurez, sino con el movimiento de la Luna. El descubridor percibe relaciones o analogías funcionales donde nadie las vio antes, así como el poeta percibe la imagen de un camello en una nube que se desplaza por el cielo.

Ese acto de separar un objeto o concepto de sus habituales relaciones de asociación y de verlo en una nueva relación es, como he intentado demostrar, una parte esencial del proceso creador. Es, a la vez, un acto de destrucción y de creación, pues exige la ruptura de un hábito mental, exige que se funda, con el soplete de la duda cartesiana, la helada estructura de las teorías aceptadas, para que pueda verificarse la nueva fusión. Esto tal vez explique la extraña combinación de escepticismo y credulidad que se da en el genio creador. Todo acto de creación –en la ciencia, en el arte o en la religión– supone un retroceso hacia un nivel más primitivo, hacia una nueva inocencia perceptiva, liberada del torrente de creencias aceptadas. Es un proceso de reculer pour mieux sauter, de desintegración que precede a una nueva síntesis, comparable con la noche oscura del alma a través de la cual debe pasar el místico.

Otra condición previa para que se realicen descubrimientos básicos –y para que se los acepte– es lo que podríamos llamar «la madurez de la época.» Trátase de una cualidad engañosa, pues la «madurez» de una ciencia para un cambio decisivo no se determina por la situación de esa ciencia solamente, sino por el clima general de la época. Fue el clima filosófico de Grecia, después de la conquista macedónica, lo que tronchó en flor el concepto heliocéntrico del universo formulado por Aristarco; y la astronomía continuó tranquilamente con sus imposibles epiciclos, porque ése era el tipo de ciencia favorecido por el clima medieval.

Además, era un tipo de ciencia que daba buenos resultados. Esa disciplina osificada, divorciada de la realidad, era capaz de predecir eclipses y conjunciones con bastante precisión, y de suministrar tablas apropiadas, en general, a las exigencias de la época. Por otra parte, la «madurez» del siglo XVII para aceptar a Newton o la «madurez» del siglo XX para aceptar a Einstein y a Freud obedecía a un estado general de transición y de conciencia de la crisis que comprendía todo el espectro humano de actividades, organización social, creencias religiosas, artes, ciencia y costumbres.

El síntoma de que una determinada rama de la ciencia o del arte está madura para un cambio es un sentimiento de frustración y malaise causado, no necesariamente por una crisis aguda de esa determinada rama –que puede estar muy bien en sus tradicionales términos de referencia– sino por la sensación de que toda la tradición está, de alguna manera, fuera de lugar, divorciada de la corriente principal, por la sensación de que los criterios tradicionales han perdido su significación, se han separado de la realidad viva y han quedado aislados del todo integral. Éste es el punto donde la hybris del especialista cede ante el alma filosófica indagadora, ante la penosa revaloración de sus axiomas básicos y de la significación de términos que él había dado por sentados. En una palabra, cede ante el deshielo del dogma. Ésa es la situación que ofrece al genio la oportunidad de dar su zambullida creadora en las aguas profundas que se extienden por debajo de la superficie quebrada.

4. El místico y el hombre de ciencia
El aspecto más perturbador de este proceso de separaciones y reintegraciones, el aspecto que he subrayado constantemente, se refiere al místico y al hombre de ciencia.

Al comienzo de este largo examen cité el comentario que Plutarco dedicó a los pitagóricos: «La contemplación de lo eterno es el fin de la filosofía, así como la contemplación de los misterios es el fin de la religión». Para Pitágoras, así como para Kepler, ambas clases de contemplación eran gemelas. Para ellos la filosofía y la religión reconocían el mismo motivo: obtener indicios de eternidad a través de la ventana del tiempo. El místico y el hombre de ciencia satisficieron conjuntamente el anhelo doble de apaciguar las ansiedades cósmicas del yo y trascender sus limitaciones, su doble necesidad de protección y liberación. Crearon tranquilidad mediante la explicación, reduciendo hechos amenazadores e incomprensibles a principios familiares de la experiencia: el rayo y el trueno a estallidos del temperamento de dioses semejantes a los hombres; los eclipses, a la voracidad de cerdos que devoraban la Luna; afirmaron que había consonancia y razón, que había una ley y un orden ocultos detrás del fluir aparentemente arbitrario y caótico, hasta detrás de la muerte de un niño y de la erupción de un volcán. El místico y el hombre de ciencia satisficieron las necesidades fundamentales de los hombres y proclamaron la intuición fundamental de que el universo está lleno de sentido, que es ordenado y racional, y se rige por alguna forma de justicia, aun cuando sus leyes no sean transparentes.

Además de tranquilizar el espíritu consciente, concediendo al universo significación y valor, la religión obró de manera más directa sobre el inconsciente, sobre los estratos prerracionales del yo, a los cuales suministró técnicas intuitivas para trascender las limitaciones del yo en el tiempo y el espacio, por así decir, mediante un cortocircuito místico. El mismo enfoque dual –el racional y el intuitivo– caracteriza, según hemos visto, la indagación científica. Por eso constituye un error craso identificar la necesidad religiosa únicamente con la intuición y la emoción, y la ciencia únicamente con lo lógico y lo racional. Los profetas y los descubridores, los pintores y los poetas comparten, todos ellos, esta cualidad que llamaríamos anfibia, de vivir tanto en tierra fírme como en el océano ilimitado. En la historia del género humano, así como en la historia del individuo, las dos ramas de la indagación cósmica tienen su origen en la misma fuente: los sacerdotes fueron los primeros astrónomos; y quienes practicaban el arte de curar eran tanto profetas como médicos; las técnicas de cazar, pescar, sembrar y cosechar estaban empapadas de ritos mágicos religiosos. En los símbolos y técnicas se advertía división de trabajos y diversidad de métodos, pero unidad de motivos y finalidades.

La primera separación, según lo que sabemos por nuestro conocimiento de la historia, se produjo entre la religión olímpica y la filosofía jónica. El ateísmo urbano de los jonios reflejaba la degeneración de la religión del Estado en un ritual complejo y especializado, revelaba la pérdida de conciencia cosmica. La síntesis pitagórica fue posible merced a la distensión de esa rígida estructura teológica, producida por el renacimiento místico que el orfismo llevaba consigo. Una situación análoga se dio en el siglo XVI, cuando la crisis religiosa conmovió la teología medieval y permitió a Kepler construir, ad majorem Dei gloriam, su nuevo modelo del universo, esa breve unión neopitagórica de inspiración mística y sentido empírico.
Durante toda la edad de tinieblas, los monasterios fueron oasis de erudición en un desierto de ignorancia; y los monjes, los guardianes de las desecadas fuentes. Había fricciones, pero no conflictos entre la teología y la filosofía; ambas disciplinas coincidían en afirmar que la naturaleza vulgar no era objeto digno de conocimiento. Fue ésa una edad de pensamiento doble, de una cultura divorciada de la realidad; pero la separación no era la separación entre el teólogo y el hombre de ciencia, porque este último no existía.

La cosmología medieval tardía de la gran cadena del ser era una cosmología integrada en alto grado. Verdad que «Venus, moviéndose en el tercer epiciclo», de la Divina Comedia, no podía representarse mediante un modelo mecánico; pero tampoco aquí el muro divisorio se levantaba entre la filosofía religiosa y la filosofía natural, sino que lo hacía entre la matemática y la física, entre la física y la astronomía, como lo pedía la doctrina aristotélica. Verdad también que la Iglesia era en parte responsable de este estado de cosas porque se había aliado con Aristóteles, así como antes lo había hecho con Platón; pero no se trataba de una alianza absoluta, como lo demuestra el ejemplo de los franciscanos y de la escuela occamista.

No es necesario que recapitulemos aquí la reentronización que santo Tomás de Aquino hace de la razón, considerada como activa compañera de la gracia, ni el papel rector que los dominicos, los franciscanos y los eclesiásticos, corno los obispo Oresme, Nicolás de Cusa o Giese, desempeñaron en el renacimiento de la ilustración. Ni es menester que volvamos a considerar el impacto que hizo la recuperación de los textos griegos de la Septuaquinta y de Euclides. La reforma religiosa y el renacimiento de la ciencia fueron procesos afines que destruyeron estructuras petrificadas y se remontaron a las fuentes de éstas para descubrir dónde las cosas habían comenzado a marchar mal. Erasmo y Reuchlin, Lutero y Melanchton, se remontaron a los textos griegos y hebreos, así como Copérnico y sus sucesores se remontaron a Pitágoras y Arquímedes, impulsados por la misma necesidad de reculer pour mieux sauter, de volver a cobrar una visión unificadora, que se había perdido a causa de una ultraespecialización doctrinaria. Durante toda la edad de oro del humanismo e incluso en la edad de la pólvora de la Contrarreforma, los hombres de ciencia siguieron siendo las vacas sagradas de cardenales y papas, desde Pablo III hasta Urbano VIII; al propio tiempo, el Colegio Romano y la Orden de los jesuitas asumieron la dirección en las matemáticas y la astronomía.

El primer conflicto abierto entre la Iglesia y la ciencia fue el escándalo de Galileo. Y he procurado demostrar que, excepto si uno cree en el dogma de lo inevitable en la historia –esa forma de fatalismo al revés– debe considerarse como una escándalo evitable.

Y no es difícil imaginar que la Iglesia católica hubiera adoptado la cosmología copernicana, después de una transición ticónica, unos doscientos años antes de lo que realmente lo hizo. La cuestión de Galileo fue un episodio aislado, y en verdad nada típico, en la historia de las relaciones entre la ciencia y la teología: pero sus circunstancias dramáticas lo magnificaron fuera de toda proporción y engendraron la creencia popular de que la ciencia propugnaba la libertad de pensamiento, y la Iglesia, la opresión del pensamiento. Esto sólo es cierto en un sentido limitado, y durante un limitado período de transición. Algunos historiadores, por ejemplo, pretenden hacernos creer que la decadencia de la ciencia, en Italia, obedeció al «terror» causado por el juicio de Galileo; mas la generación siguiente vio el surgimiento de Toricelli, Cavallieri, Borelli, cuyas contribuciones a la ciencia fueron más sustanciales que las de cualquier otra generación italiana anterior a Galileo o contemporánea de Galileo. El desplazamiento del centro de la actividad científica a Inglaterra y Francia, y la gradual decadencia de la ciencia italiana, así como de la pintura italiana, reconocen diferentes causas históricas. Desde la guerra de los Treinta Años, la Iglesia no coartó jamás la libertad de pensamiento y expresión llevándola a un extremo comparable con el terror fundado en las ideologías «científicas» de la Alemania nazi o de la Rusia soviética.

El actual divorcio entre la fe y la razón es el resultado no de una pugna por el dominio del poder o por el monopolio intelectual sino el de una separación progresiva, sin hostilidad ni dramatismo, tanto más por esa misma terrible causa. Esto se evidencia si apartamos nuestra atención de Italia para concentrarla en los países protestantes de Europa y en Francia: Kepler, Descartes, Barrow, Leibniz, Gilbert, Boyle y el propio Newton –la generación de pioneros contemporáneos y sucesores de Galileo– eran todos pensadores profunda y genuinamente religiosos. Pero la imagen que tenían de la divinidad esos pensadores había ido sufriendo un cambio sutil y paulatino. Había quedado liberada de su rígido marco escolástico, había superado el dualismo de Platón, había dado en la concepción mística, pitagórica, de Dios, el Supremo Matemático. Los pioneros de la nueva cosmología, de Kepler a Newton, y aún más adelante, fundaron su investigación de la naturaleza en la convicción mística de que debían existir leyes recatadas detrás de la confusión de los fenómenos, que el mundo era una creación completamente racional, ordenada y armónica. Un historiador moderno lo dice con las siguientes palabras: «La aspiración a demostrar que el universo se comportaba como un mecanismo de relojería... era inicialmente, y en sí misma, una aspiración religiosa.
Se sentía que debía haber algo defectuoso en la propia creación –algo en modo alguno digno de Dios– si no se conseguía demostrar que todo el sistema del universo estaba entrelazado, de suerte que trasuntara la estructura de la razón y del orden. Kepler, que inauguró en el siglo XVII el afán del hombre de ciencia por buscar un universo mecanicista es, en esto, muy significativo; su misticismo, su música de las esferas, su deidad racional, exigían un sistema que tuviera la belleza de una configuración matemática.» En lugar de buscar milagros específicos como pruebas de la existencia de Dios, Kepler descubrió el supremo milagro de la armonía de las esferas.

5. La separación fatal
Y, sin embargo, esta nueva unidad pitagórica duró sólo breve tiempo; hubo de seguirla una nueva separación que nos parece más irrevocable que ninguna otra anterior. Los primeros signos de esta separación aparecen ya en los escritos del propio Kepler:

¿Qué otra cosa puede comprender el espíritu humano además de los números y las magnitudes? Solo éstos podemos aprehender correctamente, y si la piedad nos permite decirlo así, nuestra comprensión es, en este caso, del mismo género que la de Dios, por lo menos en la medida que somos capaces de entender, en esta vida mortal.

La geometría es única y eterna, es un reflejo del Espíritu de Dios. El hecho de que los hombres sean capaces de participar en ella es una de las razones que prueban que el hombre es una imagen de Dios.

Por eso me aventuro a pensar que toda la naturaleza y el cielo lleno de Gracia se simbolizan en el arte de la geometría. Y a medida que Dios Hacedor jugaba, enseñaba el juego a la naturaleza que Él creó a su imagen; le enseñaba el mismo juego que él jugaba con ella.

Todo esto era enteramente admirable e intachable desde el punto de vista teológico; pero en los escritos posteriores de Kepler puede distinguirse una nueva nota. Nos dice que «la geometría suministró al Creador un modelo para adornar todo el mundo»; que la geometría en cierto modo precedió a la Creación del mundo y que «las cantidades son los arquetipos del mundo».

Hay aquí un sutil desplazamiento del acento que da la impresión de que Dios hubiera copiado el universo de arquetipos geométricos que existían con Él desde la eternidad y que, en el acto de la Creación Dios, de alguna manera, estaba obligado a atenerse a modelos preexistentes. Paracelso expresó la misma idea, de manera menos delicada: «Dios puede hacer un asno con tres colas; pero no puede hacer un triángulo de cuatro lados».

También para Galileo, «el libro de la naturaleza fue escrito en lenguaje matemático… sin el cual es imposible comprender una sola palabra de ese libro». El «matemático supremo» de Galileo es llamado «naturaleza», pero no Dios; y las referencias que Galileo hace a este último suenan como expresadas de labios para afuera. Galileo también da un paso decisivo más en cuanto a la estabilización de la matemática, reduciendo toda la naturaleza a «dimensiones, figuras, números y movimientos lentos o rápidos», y relegando al limbo de las cualidades «subjetivas» o «secundarias» todo cuanto no pueda reducirse a aquellos elementos, incluso, como queda implícito, los valores éticos y los fenómenos del espíritu.

Descartes concretó la división del mundo en cualidades «primarias» y «secundarias». Luego redujo las cualidades primarias a la «extensión» y el «movimiento», que constituyen la «esfera de la extensión» —res extensa— y puso todo lo demás en la res cognitans, la esfera del espíritu, alojada, de manera algún tanto mezquina, en la diminuta glándula pituitaria. Para Descartes los animales son máquinas y el cuerpo humano también lo es; el universo (con la excepción de unos pocos millones de glándulas pituitarias del tamaño de un guisante) quedó entonces tan por entero mecanizado, que Descartes pudo decir: «Dadme materia y movimiento y construiré el mundo». Y, sin embargo, también Descartes era un pensador profundamente religioso, que dedujo su ley de la inmutabilidad de la cantidad total de movimiento en el universo de la inmutabilidad de Dios. Pero si, dados la materia y el movimiento Descartes habría creado el mismo universo gobernado por las mismas leyes, ¿ era realmente necesaria la deducción partiendo del Espíritu de Dios? La respuesta está en el aforismo de Bertrand Russell sobre Descartes: «Ni Dios, ni geometría; pero la geometría es deliciosa. Por eso Dios debe existir».

En cuanto a Newton, que era mejor hombre de ciencia y, por lo tanto, metafísico más chapucero que Galileo o Descartes, asignó a Dios una doble función: Creador del mecanismo de relojería universal y Supervisor para repararlo y mantenerlo en funcionamiento. Creía que la colocación de todas las órbitas planetarias en un mismo plano y de manera tan ordenada y que el hecho de que hubiera sólo un Sol en el sistema, suficiente para dar al resto de los planetas luz y calor, en lugar de que hubiera varios soles o ningún Sol, eran pruebas de que la Creación constituía la obra de un «agente inteligente… ni ciego ni casual, sino muy diestro en la mecánica y la geometría». Creía, además, que bajo la presión de la gravedad el universo se destruiría, «sin un poder divino que lo sostuviera». Y, luego, que las pequeñas irregularidades de los movimientos planetarios se acumularían y harían salir de quicio todo el sistema, si Dios, de tiempo en tiempo, no las corrigiera.

Newton era un teólogo extravagante, lo mismo que Kepler y, también como Kepler, adicto a la cronología. Fechaba la Creación en el año 4004 a. C., de acuerdo con el obispo Usher, y sostenía que el décimo cuerno de la cuarta bestia del Apocalipsis representaba la Iglesia de Roma. Desesperadamente trató de encontrar un lugar para Dios entre las ruedas del mecanismo de relojería, así como posteriormente Jeans y otros trataron de encontrarlo en el principio de la indeterminación de Heisenberg. Pero, como ya hemos visto, tales sumas mecánicas de dos disciplinas plenamente desarrolladas y especializadas, nunca producen buen resultado. La teoría Kant-Laplace del origen del sistema solar demostraba que la disposición ordenada de éste podía explicarse por razones puramente físicas, sin recurrir a la inteligencia divina; y los propios contemporáneos de Newton, principalmente Leibniz, ridiculizaron los supuestos deberes de Dios como ingeniero supervisor:

Según su doctrina [la de Newton y sus discípulos], Dios Todopoderoso tiene que dar cuerda a su reloj de cuando en cuando, porque de otra manera el reloj dejaría de funcionar. Parece que no tuvo la previsión suficiente para infundirle movimiento perpetuo. Es más aún: la máquina hecha por Dios es tan imperfecta, según estos caballeros, que Dios se ve obligado a limpiarla periódicamente, y a corregirla inclusive, como hace el relojero con un reloj… y yo sostengo que cuando Dios obra milagros lo hace no para satisfacer las exigencias de la naturaleza, sino las de la Gracia. Quienquiera que piense de otra manera debe tener una noción muy pobre de la sabiduría y del poder de Dios.

En una palabra: los ateos constituían la excepción entre los pioneros de la revolución científica. Eran todos hombres devotos, que no pretendían desterrar de su universo a la divinidad; pero que no podían encontrar le ningún lugar en ese universo, así como literalmente, no eran capaces de establecer sitios para el paraíso y el infierno. El Matemático Supremo se hizo redundante, se convirtió en una elegante ficción que fue quedando gradualmente absorbida entre la urdimbre de las leyes naturales. El universo mecánico no podía acomodar en él ningún factor trascendental. La teología y la física se apartaron la una de la otra, no airadamente, sino con pena, no a causa del señor Galileo, sino porque una se aburrió de la otra, y ya no tuvieron nada que decirse.

El divorcio deparó consecuencias que nos son familiares por análogas situaciones del pasado. Separada de lo que se llamaba antes filosofía de la naturaleza, y ahora ciencia exacta, la teología continuó en su propia línea especializada, doctrinaria. En la investigación había pasado la época de la guía benedictina, franciscana, tomista, jesuítica. Para el intelecto indagador, las iglesias establecidas se convirtieron en venerables anacronismos aunque fueran todavía capaces de producir la esporádica elevación de un número cada vez menor de individuos, si bien al precio de dividir su espíritu en mitades incompatibles. El admirable resumen de la situación, en 1926, hecho por Whitehead, es más verdadero aún hoy después de pasada una generación:

Hubo reacciones y reavivamientos pero, en general, durante muchas generaciones, se produjo una gradual decadencia de la influencia religiosa en la civilización europea. Cada reavivamiento alcanza un punto máximo más bajo que el anterior, y cada periodo de relajamiento, un punto más bajo. El promedio de la curva señala una permanente caída de lo religioso… La religión tiende a degenerar en una fórmula decente, destinada a embellecer una vida confortable.

Durante más de dos siglos la religión estuvo en la defensiva, en una débil defensiva. Fue ése un periodo de progreso intelectual sin prececedentes. Se produjo así una nueva serie de situaciones para el pensamiento. Cada nueva ocasión encontró a los pensadores religiosos faltos de preparación. Algo que había sido proclamado como vital terminaba, después de luchas, zozobras y anatemas, por modificarse e interpretarse de otra manera. La siguiente generación de apologistas religiosos felicita entonces al mundo religioso por la comprensión más profunda que se ha cobrado de las cosas. El resultado de la continua repetición de esta retirada sin dignidad, durante muchas generaciones, ha llegado a destruir casi por entero la autoridad intelectual de los pensadores religiosos. Considérese esta diferencia: cuando Darwin o Einstein proclaman teorías que modifican nuestras ideas, representa ello un triunfo para la ciencia. No diremos que se trata de otra derrota para la ciencia, ya que ésta tuvo que abandonar sus viejas ideas. Sabemos que se ha dado otro paso en el progreso del conocimiento científico.

La religión no recobrará su antiguo poder mientras no pueda afrontar los cambios con el mismo espíritu con que lo hace la ciencia. Los principios de la religión podrán ser eternos pero la expresión de tales principios exige un desarrollo continuo.
Las controversias religiosas de los siglos XVI y XVII pusieron a los teólogos en un desdichadísimo estado espiritual. Tuvieron que hallarse continuamente en el ataque y en la defensa, se pintaron a sí mismos como los miembros de la guarnición de un fuerte sitiado por tropas hostiles. Todas esas imágenes expresan verdades a medias. Por eso son tan populares. Pero son peligrosas. Esa imagen especial fomentó el espíritu belicoso de partido que realmente viene a expresar una falta última de fe. Los teólogos no se atrevieron a cambiar de actitud porque eludieron la tarea de desembarazar su mensaje espiritual de las asociaciones de una serie de imágenes particulares...

… Tenemos que establecer qué entendemos por religión. Las iglesias, al exponernos sus respuestas a este punto, han invocado ante todo aspectos de la religión que se expresan en términos adecuados a las reacciones emocionales de tiempos idos, o dirigidos a excitar intereses emocionales modernos que no tienen carácter religioso...

La religión es la visión de algo que está más allá, detrás y dentro del pasajero fluir de las cosas inmediatas; algo que es real y, que sin embargo, aguarda a realizarse; algo que es una posibilidad remota y que, sin embargo, es el más grande de los hechos presentes; algo que da sentido a todo lo que pasa y que, sin embargo, escapa a la aprehensión; algo cuya posesión es el bien último y que, sin embargo, es inaccesible, algo que es el ideal último, una búsqueda sin esperanzas.

6. El desvanecimiento
Para la otra parte divorciada, la ciencia, la bifurcación de los caminos pareció al principio una bendición sin reservas. Liberada del lastre místico, la ciencia podía navegar a gran velocidad hacia la conquista de nuevas tierras que superaban todos los sueños. Al cabo de dos siglos, la ciencia transformó la visión mental del homo sapiens y la superficie del planeta.

Pero hubo que pagar un precio proporcionado: la hazaña llevó al género humano al borde de la destrucción física, a un callejón espiritual sin salida que, del mismo modo, no reconocía precedente alguno. Al navegar sin lastre, la realidad fue disolviéndose gradualmente entre las manos del físico; hasta la propia materia se evaporó del universo del materialista.

Este solapado acto de desvanecimiento comenzó, como vimos, con Galileo y Descartes. En aquel famoso pasaje de Il Saggiatore, Galileo desterró las cualidades que connotan la esencia misma del mundo sensible —el color y el sonido, el calor, el olor y el sabor—, de la esfera física, y las relegó a la esfera de las ilusiones subjetivas. Descartes hizo que el proceso avanzara un paso más reduciendo la realidad del mundo exterior a partículas cuya única cualidad era la extensión en el espacio y el movimiento en el espacio y en el tiempo. Al principio, este enfoque revolucionario de la naturaleza pareció tan promisorio que Descartes se creía capaz de completar todo el edificio de la nueva física por sí mismo. Sus contemporáneos, menos entusiastas, pensaban que, a lo sumo, se necesitarían dos generaciones para arrebatar a la naturaleza su último secreto. Los «fenómenos particulares de las artes y las ciencias no son en realidad más que un puñado», dijo Francis Bacon. «El descubrimiento de todas las causas y ciencias sería labor de sólo unos pocos años».

Pero en los dos siglos que siguieron continuó la operación de desvanecimiento. Cada una de las cualidades primarias –«última» e «irreductible»– del mundo de la física venía a demostrar, a su vez, que era una ilusión. Los sólidos átomos de materia se incendiaron; los conceptos de sustancia, fuerza, efectos determinados por causas y, por último, la estructura misma del espacio y del tiempo, resultaron ser tan ilusorios como los «sabores, olores y colores» que Galileo había tratado tan desdeñosamente. Cada nuevo paso de progreso en la teoría física, con su copiosa cosecha técnica, se pagaba con una pérdida de inteligibilidad. Pero esas pérdidas registradas en el balance intelectual eran, sin embargo, mucho menos evidentes que las espectaculares ganancias; se las aceptaba con ligereza, como nubes pasajeras que disiparía el paso siguiente del progreso. La gravedad de la situación se hizo evidente sólo en el segundo cuarto de nuestro siglo. Y eso sólo entre los hombres de ciencia de espíritu más filosófico, que habían conservado cierta inmunidad contra lo que podríamos llamar el nuevo escolasticismo de la física teórica.

Comparado con la imagen del mundo de los físicos modernos, el universo ptolemaico de epiciclos y esferas de cristal era un modelo lleno de sensatez. La silla sobre la cual estoy sentado parece ser un hecho sólido; pero yo sé que estoy sentado sobre un vacío casi perfecto. La madera de la silla está hecha de fibras las cuales, a su vez, están hechas de moléculas, y éstas de átomos, que son sistemas solares en miniatura, con un núcleo central y electrones que vienen a ser los planetas. Todo esto parece muy bonito, pero lo que cuenta aquí son las dimensiones. El espacio que ocupa un electrón es, en su diámetro, de sólo 1/50.000 de la distancia a que se halla del núcleo. El resto del interior atómico está vacío. Si el núcleo se ampliase hasta alcanzar las dimensiones de un guisante seco, el electrón más próximo a él se movería circularmente, a una distancia de unos 160 metros. Una habitación con unas pocas motitas de polvo que flotaran en el aire estaría repleta, comparada con la vacuidad de lo que yo llamo una silla y en lo que estoy sentado.

Pero no es seguro que sea lícito afirmar que el electrón «ocupe un espacio». Los átomos tienen la capacidad de absorber energía y liberar energía, en la forma de rayos luminosos, por ejemplo. Cuando un átomo de hidrógeno, el más sencillo de todos, con su único planeta electrón, absorbe energía, el planeta salta de su órbita a una órbita más amplia, digamos, de la órbita de la Tierra a la órbita de Marte; cuando emite energía, vuelve a saltar a la órbita más pequeña. Pero el planeta da estos saltos sin pasar a través del espacio que separa las dos órbitas. En cierto modo, se desmaterializa en la órbita A y se rematerializa en la órbita B. Además, puesto que la cantidad de «acción» realizada por el electrón de hidrógeno, cuando recorre su órbita, es el cuanto de acción indivisiblemente mínimo (la constante básica h de Planck), no tiene sentido preguntar en qué punto preciso de su órbita se encuentra el electrón en un determinado momento. Está igualmente en todas partes.

Podríamos prolongar indefinidamente la lista de estas paradojas; en verdad, la nueva mecánica cuántica no es sino un conjunto de paradojas, pues ha llegado a ser una verdad, trillada y aceptada entre los físicos, que la estructura subatómica de cualquier objeto, incluso de la silla en que estoy sentado, no puede hacerse encajar en una estructura de espacio y tiempo. Palabras tales como «materia» y «sustancia» han quedado desprovistas de sentido o han adquirido simultáneas significaciones contradictorias. Por ejemplo, los rayos de electrones que, según se supone, son partículas elementales de materia, se comportan en un tipo de experimento como menudos perdigones, pero, en otro tipo de experimento, se comportan como ondas; inversamente, los rayos de luz se comportan a veces como ondas y, otras veces, como corpúsculos sólidos. En consecuencia, los elementos constitutivos últimos de la materia son, a la vez, sustancia y no sustancia, masas y ondas. Pero, ¿ ondas en qué, sobre qué, de qué? Una onda es un movimiento, una ondulación; pero ¿qué cosa es lo que se mueve y ondula para producir mi silla? No es nada que la mente pueda concebir. No es ni siquiera el espacio vacío, pues cada electrón necesita un espacio tridimensional para sí mismo; dos electrones necesitan seis dimensiones; tres electrones, nueve dimensiones, para coexistir. En cierto sentido esas ondas son reales: podemos fotografiar el conocido espectro de un tablero para tiro al blanco que producen, cuando pasan a través de una red de difracción; pero, así y todo, son incomprensibles. «Por lo que sabemos –dice Bertrand Russell– un átomo puede estar hecho enteramente de las irradiaciones que emanan de él. Es inútil alegar que las irradiaciones no pueden provenir de nada… La idea de que existe una pequeñísima masa sólida que es el electrón o el protón, constituye una intrusión ilegítima de nociones del sentido común, derivadas del tacto… La materia es una fórmula conveniente para designar lo que ocurre donde ella no está».

Estas ondas, pues, sobre las que estoy sentado, que proceden de nada y que se mueven a través de ningún medio, en un no-espacio pluridimensional, constituyen la respuesta última que la física moderna puede ofrecer al interrogante del hombre sobre la naturaleza de la realidad. Algunos físicos interpretan las ondas que parecen constituir la materia, como «ondas de probabilidad», enteramente inmateriales que indican «áreas de perturbación», en las cuales es probable «que se dé» un electrón. Son «tan inmateriales como las olas de depresión, fidelidad, suicidio, etcétera, que caen sobre un país». De aquí sólo hay un paso para llamarlas ondas abstractas, mentales o cerebrales, del Espíritu Universal… sin ninguna ironía. Hombres de ciencia, llenos de imaginación, y de posiciones tan distintas como la de Bertrand Russell por un lado, y la de Eddington y la de Jeans por otro, han estado en verdad muy cerca de dar ese paso. […]

De manera que el universo amurallado medieval, con su jerarquía de materia, mente y espíritu, ha quedado sustituido por un universo en expansión, de espacio vacío, curvo, pluridimensional, en el cual los astros, los planetas y sus habitantes están absorbidos en las sinuosidades espaciales del continuo abstracto, un burbujeo que surge del «espacio vacío, soldado en el tiempo vacío».

¿Cómo se produjo esta situación? Ya en 1925, antes de haber nacido la nueva mecánica cuántica, Whitehead escribió que «la doctrina física del átomo ha llegado a un estado tal que nos recuerda vivamente los epiciclos de la astronomía anterior a Copérnico». El rasgo común que tienen la astronomía prekepleriana y la física moderna es el de que ambas se desarrollaron en relativo aislamiento, como «sistemas cerrados» que manejaban una serie de símbolos de acuerdo con ciertas reglas del juego. Los dos sistemas dieron buenos resultados. La física moderna liberó energía nuclear y la astronomía ptolemaica hizo predicciones cuya precisión sobrecogió a Tico. Los astrónomos medievales manejaban sus símbolos de epiciclos así como el físico moderno maneja las ecuaciones de onda de Schroedinger o las matrices de Dirac, y obtenían buenos resultados, y aunque nada sabían de la gravedad ni de las órbitas elípticas, creían en el dogma del movimiento circular y no tenían la menor idea de por qué obtenían esos resultados. Esto nos recuerda el famoso argumento de Urbano VIII, que Galileo trató desdeñosamente, o sea: que una hipótesis que parece valedera no tiene necesariamente que ver con la realidad, pues puede haber otras explicaciones de la manera en que el Señor Todopoderoso produce los fenómenos a que se refiere la hipótesis. Si de todo nuestro estudio se desprende una lección, ésta es la de que el manejo (de acuerdo con reglas estrictamente coherentes) de una serie de símbolos que representa un solo aspecto de los fenómenos, puede arrojar predicciones correctas y verificables, y sin embargo puede ignorar por completo todos los otros aspectos cuyo conjunto constituye la realidad. Como lo señala Sullivan:

… La ciencia trata tan sólo un aspecto parcial de la realidad, y no hay la menor razón para suponer que todo aquello que la ciencia ignora sea menos real que lo que acepta... ¿Por qué la ciencia forma un sistema cerrado? ¿Por qué los elementos de la realidad que ella ignora nunca llegan a perturbarla? La razón de ello es que todos los términos de la física se definen recíprocamente. Las abstracciones con que comienza la física son todas aquellas con que la física tiene que ver.

La física moderna no se refiere en verdad a «cosas», sino a las relaciones matemáticas que hay entre ciertas abstracciones que obran como residuo de las cosas desvanecidas. En el universo aristotélico la cantidad era tan sólo un atributo de las cosas, y un atributo de importancia menor. Los contemporáneos de Galileo consideraban paradojal la afirmación de éste en el sentido de que «el libro de la naturaleza está escrito con el lenguaje de la matemática». Hoy día esto se ha convertido en un dogma incuestionable. Durante largo tiempo la reducción de la cualidad a la cantidad –del color, del sonido, de la irradiación, a frecuencias de vibración– tuvo éxito tan eminente que parecía responder a todas las cuestiones; pero cuando la física abordó los últimos elementos constitutivos de la materia, la cualidad se tomó su venganza: el método de la reducción a la cantidad daba aún buenos resultados, pero ya no sabemos exactamente qué cosa sea la que se reduce de ese modo. Todo cuanto en verdad sabemos es que leemos nuestros instrumentos –el número de tictacs del contador Geiger o la posición de una aguja en una esfera– e interpretamos los signos de acuerdo con las reglas del juego. Eddington apunta:

Y, de esta manera, en su procedimiento real, la física estudia no estas cualidades inescrutables [del mundo material], sino las lecturas de señales que puede observar. Verdad que las lecturas reflejan las fluctuaciones de las cualidades del mundo; pero nuestro conocimiento exacto es el de esas lecturas y no el de las cualidades en sí. Las primeras se parecen a las segundas tanto como un número de teléfono a su abonado.

Bertrand Russell expresó este estado de cosas aún más sucintamente: «La física es matemática no porque sepamos mucho del mundo físico, sino porque sabemos muy poco: lo que podemos descubrir sólo son las propiedades matemáticas del mundo físico».

7. El carácter conservador de la ciencia moderna
Hay dos maneras de interpretar esta situación. La estructura del universo es, en verdad, de una índole tal que no puede comprenderse desde el punto de vista del espacio y del tiempo humanos, de la razón humana y de la imaginación humana, y en este caso la ciencia exacta ha dejado de ser filosofía de la naturaleza, y ya no tiene gran inspiración que ofrecer al espíritu humano indagador. De ser así, sería legítimo que el hombre de ciencia se retirase a su sistema cerrado, manejara sus símbolos puramente formales y eludiera cuestiones referentes a la «significación real» de estos símbolos, que «carecen de significación», como en efecto se hace en la actualidad. Y si esto es así, el hombre de ciencia debe aceptar su papel de mero técnico, cuya misión es, por un lado, producir mejores bombas y mejores fibras plásticas y, por el otro, crear sistemas más elegantes de epiciclos para explicar los fenómenos.

La segunda posibilidad consiste en ver en la actual crisis en que se halla la física un fenómeno transitorio, el resultado de un desarrollo unilateral, ultraespecializado, como el cuello de la jirafa, uno de esos culs de sac de la evolución mental, que tan a menudo observamos en el pasado. Pero si ello fuera así, ¿ en qué punto del proceso de tres siglos que va desde «la filosofía de la naturaleza» a la «ciencia exacta» comenzó el divorcio de la realidad? ¿En qué punto se formuló la nueva versión de la maldición de Platón: «¿ Pensarás en círculos?» Si conociéramos la respuesta, desde luego conoceríamos también el remedio, y una vez conocida la respuesta todo parecerá de nuevo tan obvio como la posición central que ocupa el Sol en el sistema solar. «Somos en verdad una raza de ciegos», escribió un hombre de ciencia contemporáneo, «y la generación siguiente, ciega a su propia ceguera, se asombrará de la nuestra».

Aduciré dos ejemplos que, a mi juicio, ilustran esta ceguera. La filosofía materialista, a la cual se ha aferrado el hombre de ciencia medio, conservó su poder dogmático sobre el espíritu de aquél aunque la materia misma se hubiera evaporado; y el hombre de ciencia reacciona ante fenómenos que no se ajustan a ese dogma, más o menos del mismo modo con el que reaccionaban sus antepasados escolásticos ante la sugestión de que pudieran aparecer nuevas estrellas en la inmutable octava esfera. De esta suerte, durante los últimos treinta años, se ha reunido un impresionante conjunto de pruebas, en condiciones de estricto laboratorio, que sugiere que el espíritu, sin la acción intermedia de los órganos sensoriales, podría percibir estímulos emanados de personas u objetos; y que en experimentos «controlados» estos fenómenos se dan con una frecuencia estadística que invita a la investigación científica. Sin embargo, la ciencia académica reacciona ante los fenómenos de «percepción extrasensorial» más o menos como reaccionó la Liga de las Palomas ante los astros mediceos. Y, a mi juicio, con no mejores razones. Si hemos de aceptar que un electrón puede saltar de una órbita a otra, sin atravesar el espacio que las separa, ¿por qué tendremos que excluir la posibilidad de que una señal de índole no más desconcertante que las ondas electrónicas de Schroedinger, se emita y se reciba sin intervención sensorial? Si la cosmología moderna tiene una lección amplia que darnos, ésta es la de que los hechos fundamentales del mundo físico no pueden representarse en el espacio tridimensional y en el tiempo. Sin embargo, la versión moderna del escolasticismo niega al espíritu o al cerebro dimensiones adicionales que, con todo, acuerda a las partículas de la materia. No empleo aquí la palabra «dimensión» como una analogía mecánica, como hacen con la «cuarta dimensión» los charlatanes del ocultismo. Digo sencillamente que, puesto que la física moderna abandonó la estructura de tiempo y espacio y los conceptos de materia y causalidad, tal como los entendía la física clásica y los entiende la experiencia del sentido común, no me parece justificado negarse a investigar fenómenos empíricos porque éstos no encajen en aquella filosofía ya abandonada.

Un segundo ejemplo de la hybris de la ciencia contemporánea es el riguroso destierro de su vocabulario de la palabra «finalidad». Ésta, probablemente, sea una consecuencia de la reacción contra el animismo de la física aristotélica, según la cual las piedras aceleraban la velocidad de su caída a causa de la impaciencia por alcanzar el lugar que les correspondía, y contra una cosmovisión teleológica, en la cual la finalidad de las estrellas era servir como cronómetros en beneficio del hombre. A partir de Galileo, las «causas finales» (o finalidad) quedaron relegadas a la esfera de la superstición, y la causalidad mecánica reinó como soberana. En el universo mecánico de los átomos, sólidos, pequeños e indivisibles, la causalidad obraba por impacto, como en una mesa de billar; los acontecimientos se producían por el empuje mecánico del pasado, y no por un «tirón» del futuro. Ésta es la razón por la cual la gravedad, y otras formas de acción a distancia, no entraban en el cuadro y se consideraban sospechosas, por la cual el éter y los vórtices tuvieron que inventarse para remplazar ese tirón oculto por un impulso mecánico. El universo mecanicista fue desintegrándose gradualmente, pero la noción mecanicista de la causalidad sobrevivió hasta que el principio de la indeterminación de Heisenberg demostró que era insostenible. Hoy sabemos que, en el nivel subatómico, la suerte de un electrón o de todo un átomo no está determinada por su pasado. Pero este descubrimiento no condujo a ningún nuevo punto de partida fundamental en la filosofía de la naturaleza, sino que determinó sólo un estado de desconcierto y embarazo, otra retirada de la física hacia un lenguaje simbólico más abstracto aún. Sin embargo, si la causalidad se desmoronó y los hechos no están rígidamente gobernados por empujes y presiones del pasado, ¿no podrían sufrir de algún modo la influencia del «tirón» del futuro, lo cual es una manera de decir que «la finalidad» puede ser un factor físico concreto en la evolución del universo, tanto en el plano orgánico como en el plano inorgánico? En el cosmos relativista, la gravitación es un resultado de las curvaturas y pliegues del espacio, que continuamente tienden a enderezarse, lo cual, como observó Whittaker, «es una enunciación tan completamente teleológica que habría deleitado ciertamente los corazones de los escolásticos». Si en la física moderna se trata el tiempo como una dimensión casi del mismo alcance que las dimensiones del espacio, ¿por qué habríamos de excluir a priori la posibilidad de que seamos tirados, así como empujados, a lo largo del eje del tiempo? Después de todo, el futuro tiene tanta realidad, o tan poca realidad, como el pasado, y no hay nada lógicamente inconcebible en el hecho de introducir como hipótesis un elemento de finalidad, complementario del elemento de la causalidad, en nuestras ecuaciones. Creer que el concepto de «finalidad» tiene que asociarse necesariamente con alguna deidad antropomórfica revela gran falta de imaginación.

Éstas son cuestiones especulativas que, posiblemente estén muy fuera de lugar aquí; pero sabemos, por el pasado, que los puntos muertos en la evolución sólo pueden superarse con algún nuevo punto de partida hacia una dirección inesperada. Cuando una rama del conocimiento se aísla de la corriente principal, su helada superficie ha de quebrarse y deshelarse, antes de que pueda volver a unirse con la realidad viva.

8. De la jerarquía al continuo
Como consecuencia de su división, ni la fe ni la ciencia pueden satisfacer los anhelos intelectuales del hombre. En la casa dividida, los dos habitantes llevan una existencia frustrada.

La ciencia posterior a Galileo pretendía ser un sustituto de la religión o la legítima sucesora de ésta. Y de ahí que, al no poder dar las respuestas fundamentales, determinara no sólo frustración intelectual, sino además languidecimiento espiritual. Una recapitulación sumaria de la cosmovisión del hombre europeo, anterior y posterior a la revolución científica, puede contribuir a que veamos la situación con relieve más agudo. Si tomamos el año 1600 como nuestra línea divisoria de las aguas comprobaremos que, en verdad, virtualmente todos los ríos del pensamiento y las corrientes del sentimiento fluyen en direcciones opuestas. El europeo «precientífico» vivía en un universo cerrado, con límites firmes en el espacio y en el tiempo: unos pocos millones de kilómetros de diámetro y unos pocos millares de años de duración. El espacio no existía como concepto abstracto; era tan sólo un atributo de los cuerpos materiales: su longitud, anchura y altura; y de ahí que el espacio vacío fuera inconcebible, una contradicción, lo mismo que el espacio infinito. Análogamente, el tiempo era sencillamente la duración de un hecho. Nadie que estuviera en sus cabales habría dicho que las cosas se mueven a través del espacio o del tiempo o en el espacio o el tiempo. ¿Cómo puede una cosa moverse a través de un atributo de sí misma o en un atributo de sí misma? ¿Cómo puede lo concreto moverse a través de lo abstracto?

En ese mundo seguramente limitado y de cómodas dimensiones desarrollaba su curso preestablecido un drama bien ordenado. El escenario permanecía estático desde el principio al fin: no había cambio alguno en las especies de animales y plantas; no había cambio alguno en la naturaleza, en el orden social o en la mentalidad del hombre; no había ni progreso ni decadencia dentro de la jerarquía natural y espiritual. El cuerpo total de conocimiento posible era tan limitado como el propio universo. Toda cosa que pudiera conocerse sobre el Creador, y su creación, había sido revelada en las Sagradas Escrituras y en las obras de los sabios antiguos. No existía límite preciso entre lo natural y lo sobrenatural: la materia estaba animada con espíritus animales; la ley natural, interpenetrada con finalidad divina. No se producía ningún hecho sin que tuviera una causa final. La justicia trascendental y los valores humanos eran inseparables del orden natural; ni un solo hecho era éticamente neutro. Ninguna planta o metal, ningún insecto o ángel, estaba libre del juicio moral. Ningún fenómeno se hallaba fuera de la jerarquía de valores. Todo sufrimiento tenía su recompensa; cada desastre, su significación. El drama seguía una línea de desarrollo sencilla; tenía un comienzo claro y un claro final.

Esta era, brevemente esbozada, la concepción del mundo que tenían nuestros antepasados, hace menos de quince generaciones. Luego, bruscamente, en el término de cinco generaciones, desde la del canónigo Koppernigk hasta la de Isaac Newton, el homo sapiens sufrió el cambio más decisivo de su historia. Burtt destaca:

El glorioso universo romántico de Dante y Milton, que no ponía límites a la imaginación del hombre en cuanto al tiempo y el espacio, ha quedado ahora barrido. El espacio se identificó con la esfera de la geometría; el tiempo, con la continuidad del número. El mundo en que los hombres creían vivir —un mundo rico de colores y sonidos, lleno de fragancia, pleno de alegría, amor y belleza, que hablaba en todas partes de armonía con finalidad y de ideales creadores— quedó apiñado ahora en diminutos rincones de los cerebros de seres orgánicos diseminados. El mundo exterior realmente importante se convirtió en un mundo duro, frío, incoloro, silencioso y muerto; en el mundo de la cantidad, en un mundo de movimientos de regularidad mecánica, matemáticamente calculables. El mundo de las cualidades, tal como es inmediatamente percibido por el hombre, se convirtió en un curioso efecto menor de esa máquina infinita, que está más allá de él.

El uomo universale del Renacimiento, que era artista y artesano, filósofo e inventor, humanista y hombre de ciencia, astrónomo y monje, todo en uno, se dividió en sus elementos componentes. El arte perdió su inspiración mítica; la ciencia, su inspiración mística. El hombre tornó a hacerse sordo a la armonía de las esferas. La filosofía de la naturaleza se hizo éticamente neutra, y «ciego» llegó a ser el adjetivo favorito, aplicado a la acción de las leyes de la naturaleza. La jerarquía espíritu-espacio quedó remplazada por el continuo espacio-tiempo.

Como consecuencia de ello, el destino del hombre ya no estuvo determinado desde «arriba» por una sabiduría y una voluntad sobrehumanas, sino desde «abajo», por la acción infrahumana de glándulas, genes, átomos u ondas de probabilidad. Este desplazamiento del lugar del destino fue decisivo. Mientras el destino obró desde un plano de jerarquía superior al del hombre, no sólo había modelado la suerte de éste, sino que también había guiado su conciencia y conferido al mundo significación y valor. Los nuevos amos del destino se hallaban en un lugar de la escala inferior al que ocupaba el ser que ellos dominaban; determinaban el destino de éste, pero no le daban ninguna guía moral, ni valores, ni sentido. Un títere de los dioses es una figura trágica; un títere que depende de sus cromosomas es meramente grotesco.

Antes de este cambio las diversas religiones habían dado al hombre explicaciones de un tipo que confería significación a todo lo que pudiera ocurrirle, en el sentido más amplio de la causalidad trascendental y de la justicia transcendental. Pero las explicaciones de la nueva filosofía estaban desprovistas de significación en este sentido amplio. Las respuestas del pasado eran variadas, contradictorias, primitivas, supersticiosas o como queramos llamarlas; pero eran firmes, definidas, imperativas. Satisfacían, por lo menos durante cierto tiempo y en una cultura dada, la necesidad del hombre de sentirse tranquilizado y protegido en un mundo insondablemente cruel, de contar con cierta guía en medio de sus perplejidades. Las nuevas respuestas —para citar a William James— «hicieron imposible ver en el flotar a la deriva de los átomos cósmicos, ya sea que obraran en la dimensión universal, ya que obraran en la dimensión particular, otra cosa que vicisitudes sin objeto, un hacer y un deshacer que no realizaba una historia propia y no producía ningún resultado». En una palabra: las explicaciones antiguas, con toda su arbitrariedad y todos sus remiendos, respondían al interrogante sobre «el sentido de la vida», en tanto que las explicaciones nuevas, con toda su precisión, convertían la cuestión del sentido en algo carente de sentido. A medida que la ciencia del hombre se iba haciendo más abstracta, su arte se hacía más esotérico y sus placeres más químicos; por fin no le quedó nada sino «un cielo abstracto, extendido sobre una pelada roca».

El hombre entró en una edad de hielo espiritual; las iglesias establecidas ya no podían ofrecer otra cosa que iglúes de esquimales donde apiñaban muertos de frío, sus rebaños, en tanto que las hogueras de campaña de las ideologías rivales ahuyentaban en tropel a las masas, a través del hielo.

9. La decisión última
Conjuntamente con esta progresiva desecación espiritual, los siglos posrenacentistas trajeron consigo un aumento sin precedentes del poder del hombre, tanto para construir como para destruir. La expresión cabal es aquí «sin precedentes». Todas las comparaciones con épocas pasadas se disuelven ante el hecho de que nuestro género haya adquirido los medios para aniquilarse a sí mismo y para hacer inhabitable la Tierra. Y el hecho de que, en un futuro previsible, el hombre podrá convertir este planeta en una nova, en un rival del Sol en este sistema solar. Toda época tuvo sus Casandras y uno tiende a buscar consuelo en el hecho de que la Humanidad, después de todo, logró sobrevivir a pesar de sus profecías pesimistas; pero semejantes analogías ya no son válidas, pues ninguna edad pasada, ni siquiera la más convulsa, poseyó los medios actuales de cometer un suicidio en masa y de perturbar el orden del sistema solar.

La novedad fundamental de nuestra era estriba en la combinación de este súbito y único aumento de poder físico con un reflujo espiritual igualmente sin precedentes. Para apreciar esta novedad debemos abandonar las perspectivas limitadas de la historia europea y pensar en las dimensiones de la historia del género humano. En otro lugar sugerí que el proceso que condujo a nuestra actual situación podía representarse por dos curvas gráficas, una de las cuales mostrara el crecimiento del poder físico del género y la otra, su visión espiritual, su conciencia moral, su caridad y valores afines. Durante varios centenares de miles de años, es decir, desde el hombre de Cromagnon hasta alrededor de 5000 a. C., la primera curva se aparta muy poco de la línea horizontal. Con el invento de la polea, la palanca y otros artefactos mecánicos sencillos, la fuerza muscular del hombre se habrá multiplicado, digamos, unas cinco veces; después de ello, la curva vuelve a permanecer horizontal durante cinco o seis mil años; más en el curso de los últimos doscientos años —un período de menos de 1/1000 del total de años que se considera en el gráfico—, la curva, por primera vez en la historia del género humano, se eleva súbitamente a saltos; y en los últimos cincuenta años —alrededor de 1/100.000 del total—, la curva se eleva tan empinadamente que casi sigue una línea vertical. Un ejemplo habrá de ilustrar esto: después de la primera guerra mundial, es decir, a menos de una generación antes de Hiroshima, las estadísticas demostraban que se necesitaba un promedio de diez mil balas de fusil o de diez bombas de artillería para dar muerte a un soldado enemigo.

Comparada con la primera, la segunda curva muestra una elevación muy lenta durante casi todo el período prehistórico; luego ondula con indecisas subidas y bajadas a través de la historia de la civilización, y por último, en la postrera fracción dramática del gráfico, donde la curva del poder material se eleva en línea recta como una cobra erguida hacia el cielo, la curva espiritual registra una pronunciada caída.

El diagrama podrá ultrasimplificarse; pero, ciertamente, no exagera el drama. Para trazar el gráfico en su verdadera escala, debiéramos emplear papel de un centenar de metros de longitud, y aun así la porción importante no ocuparía más que un par de centímetros. Al principio, nos vemos obligados a emplear unidades de tiempo de cien mil años, luego de mil años, en tanto que, a medida que nos aproximamos al presente, la elevación vertical de la curva del poder físico es mayor en un solo año que en diez mil años pasados.

De manera que, en un futuro previsible, el hombre estará en condiciones de aniquilarse o de volar a las estrellas. Es dudoso que una argumentación razonada desempeñe algún papel importante en cuanto concierne a la adopción de la decisión última; pero, si puede hacerlo, una visión más clara de la evolución de las ideas que condujeron a la actual situación puede resultar de algún valor. Lo confuso de las inspiraciones, los desengaños, las concepciones visionarias y la ceguera dogmática, las obsesiones de milenios y el pensamiento doble disciplinado, cosas que en este libro hemos procurado rastrear, pueden servir como admonición contra la hybris de la ciencia o, mejor dicho, de la concepción filosófica basada en ella. Los cuadrantes y esferas de los tableros de nuestros laboratorios se están convirtiendo en otra versión de las sombras de la caverna. Nuestra sujeción hipnótica a los aspectos numéricos de la realidad ha embotado nuestra percepción de valores morales no cuantitativos. La resultante ética de que el fin justifica los medios puede ser un factor importante de nuestra propia anulación. Inversamente, el ejemplo de la obsesión de Platón con las esferas perfectas; el de la obsesión de Aristóteles con la flecha impulsada por el aire circundante; la de los cuarenta y ocho epiciclos del canónigo Koppernigk y su cobardía moral, la manía de grandeza de Tico, los rayos solares barredores de Kepler, las supercherías de Galileo y el alma pituitaria de Descartes pueden ejercer alguna influencia moderadora en los adoradores del nuevo Baal, que reina con su cerebro electrónico sobre el vacío moral.

Marzo 1955-mayo 1958

Traducción de Alberto Luis Bixio