Abril-Junio 2004, Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
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Nuestro artista invitado
Manel Pujol: los silencios
se pueblan de pigmentos

José Ángel Leyva

 

Manel Pujol Baladas es un ar tista plástico en el que se resume la tradición no sólo catalana sino, en general, europea. En su pensamiento y en su gestualidad creadora reposan los pulsos de una época de transformaciones que ambicionan nuevos lenguajes y territorios estéticos donde lo genuino, lo

original, lo absolutamente moderno y revolu-cionador es determinante.

En su caso, la herencia vanguardista se resume de manera sosegada, natural, sin pretender un estilo particular que lo delimite, sino como una actitud permanente de búsqueda en una época en que la pintura –como muchas otras tradiciones– es dada, si no por muerta, al menos sí en proceso de extinción.
Manel transita sin dificultad por los diversos lenguajes pictóricos, sin ataduras ideológicas ni compromisos nacionales, sin reparar en la utilización de recursos y técnicas para dar cauce a su propia dinámica creativa. Atento a los flujos actuales del arte, no pierde de vista la invaluable tradición concentrada en los museos, su milenario
aporte, ni desdeña la fuerza libertaria de la modernidad, cuya esencia está en el cambio. Aprovecha, eso sí, el bagaje de técnicas, materiales, ideas y posibilidades que nos dejaron los ismos luego de su desvanecimiento en las consignas y manifiestos.

La natural tendencia del artista catalán de conservar el balance aun en el exceso quizá se explique por su misma formación: estudió en la Escuela de Artes y Oficios Massana y en Bellas Artes de Barcelona, y realizó constantes visitas y estancias en los talleres de artes gráficas y de pintura de París. A todo ello debemos sumar la atmósfera intelectual de Barcelona en particular y de Cataluña en general, donde han existido monstruos de las artes plásticas: Gaudí, Dalí, Miró y, por supuesto, los integrantes del movimiento de la posguerra que lleva el nombre de la revista Dau at Set: Antoni Tápies, Modest Cuixart, Joan Joseph Tharrast.
 

Pero los contactos que realmente inciden en la biografía de Manel son los seis años de convivencia con Dalí y Gala, la breve pero honda impresión que le dejan algunas semanas de trabajo en París con la genialidad infatigable de Picasso y los no pocos encuentros con Miró en esa misma ciudad, donde tuvo la fortuna de recibir sugerencias del maestro en la elaboración de litografías y grabados. El rigor, la exigencia académica con el resplandor de estas luminarias del arte han empujado a Pujol hacia una libertad creadora siempre atenta a la solidez de la factura.

Desde finales de 1997, cuando arribó a México, ha desplegado una vasta obra en la que prácticamente desaparece la figura humana y los objetos para insinuar su presencia a través de la música o de su representación plástica. Manel se asume como un pintor figurativo por excelencia, no obstante que en diversos momentos de su trabajo hay muestras claras de su pasión abstracta, o sea de una expresión cromática en donde sólo dialogan el color y los ritmos del deseo, del impulso y la noción del ser de la técnica y la razón absorta en su memoria visual. Junto al action painting desata los signos de una caligrafía sonora que no pretenden cifrar la música sino anunciarla. Hacerla evidente para quien pase sin advertir la dinámica melódica del cuadro.

La estación mexicana de Pujol Baladas es, por lo que nos muestra en sus series dedicadas a la música, no un sincretismo sino un florecimiento cultural que evoca e invoca, sin restricciones: paisajes, emociones e ideas, experiencias sensitivas e irracionales, recuerdos, fantasías, tiempos y espacios. Los silencios se pueblan de pigmentos y líneas vibrátiles, de chorros de pintura y de manchas, de signos y cifras. La música habla de la naturaleza anímica de sus autores y de la sociedad en que viven y crean, pero sobre todo es un lenguaje espiritual donde dialogan los sentidos con la mente, y a menudo también el cuerpo. Manel dota a sus atmósferas específicas donde la luz y la temperatura responden a los ritmos e intensidades de sinfonías, conciertos y sonatas, piezas de distinto formato e instrumentaciones.

Los azules cobalto y prusia del paisaje que alude a Sibelius contrastan con los rojos y amarillos de Revueltas, Moncayo y José Rolón. Verdi, Strauss, Grieg también mantienen conversación con Carlos Chávez en los escenarios pictóricos de Pujol Balada. El cromatismo de Míró y de Kandinski se insinúa en la reverberancia florida del huapango y del color de fiesta concebida por Silvestre Revueltas.

Manel atiende a su pasión por la música dando lugar a un paisajismo abstracto donde coloca el signo, la escritura, como la liga que induce al ojo a reconocer la marca de lo racional sensitivo, es decir, del hombre. Pero aun sin las corcheas existe la certeza del espectador de que el artista le pone color a su propia dimensión sinfónica. El simbolismo que figura sobre esa acción sinestésica, donde los ojos escuchan lo que ven y los oídos observan los sonidos, confirman lo racional sensitivo de un artista que reflexiona el acto creador, al tiempo en que se fuga en la exaltación de una armonía de luces y de formas, tal como lo concibiera Calder en estructuras móviles y en cuerpos. Pujol Baladas trabaja en el silencio.