Cuando
los mitos de ciencia y progreso fracasaron y las ideologías
rodaron por tierra, tal y como han reiterado muchos teóricos,
quedó en su lugar un espacio de incertidumbre y desesperanza
que ninguno de los productos del supermercado internacional consiguió
llenar. Este hueco paulatinamente se fue volviendo cada vez más
incómodo y, en algunos casos de naturaleza hipersensible,
hasta doloroso. Como es natural, un nicho que ni la fe, ni la
ciencia, ni el mito de progreso pudieron satisfacer, significó
una gran oportunidad para que los gerentes del mundo intentaran
repellarlo de autos, televisores, cereales, modas, sonrisas y
nuevos mitos.
Sin embargo, para muchos teóricos y pensadores el trueque
de un mito por otro dejó la sensación de un nuevo
desengaño que originó un malestar más profundo
y abrió las puertas al posible fracaso del éxito
que el mundo pregona. El malestar de la cultura se trata, pues,
de una especie de fracaso del elemento humano en la organización
social contemporánea que, al mismo tiempo que resulta un
añadido a la larga historia de guerras, hambres y ecocidios,
no necesariamente tendría que ser de esta manera.
En la siguiente conversación, el teórico argentino
Héctor Schmucler confronta elementos que resultan demasiado
humanos –elementos de la cultura y la vida cotidiana que
no se puedan ofertar, por ocupar un vocablo mercadológicamente
correcto y de reciente admisión en la academia de la lengua–
con las ideas aceptadas y reproducidas en la ideología
dominante. De esta confrontación, naturalmente se desprenden
opiniones que reafirman la idea de que el mundo contemporáneo
no logra aliviarse de malestares invisibles pero cáusticos
que la humanidad ha padecido, según Schmucler, desde siempre.
Asimismo, el escritor discurre sobre el mercado de trabajo y la
dependencia tecnocrática, la historia de la humanidad y
su herencia, los estragos del capitalismo y las posibles soluciones,
temas de los que derivan otras cuestiones como el abandono, la
soledad, los diálogos imposibles, la comprensión,
la solidaridad, las carencias, la enajenación, la libertad…
De esta manera, la siguiente entrevista también puede considerarse
una plácida revisita a las ideas de libertad, espíritu,
comunismo, creación, imaginación, amor, solidaridad,
orígenes, humanidad y otras semejantes que han caído
en desuso.
Se
suele hablar mucho de los malestares del mundo contemporáneo,
del malestar de la sociedad. ¿Cuáles son las dolencias
más identificables? ¿Por qué es un discurso
vigente?
Primero, creo que el mundo tiene malestar desde siempre. No es
una novedad, no es que el mundo haya sido armonioso y feliz y
ahora se haya derrumbado todo. Pienso que vivimos un mundo especialmente
desventurado, con una sensación de malestar que va mucho
más allá de los problemas que generalmente aparecen
en los medios y están en la conciencia de la gente, es
decir, más allá de los conflictos de la vida material.
Esto, claro, es un punto de partida importante: el malestar de
la gente que suma un par de miles de millones de habitantes en
el mundo que están en condición casi de indefensión,
que están en condiciones tales que la vida no se les hace
posible por razones de dificultad en la supervivencia, por enfermedades
que diezman las poblaciones, gente que sufre materialmente…
y, aunque no estén sufriendo como ellos, los que observan
este panorama no pueden sentirse cómodos.
Creo que hay una suma de hechos objetivos: el hambre, las enfermedades,
las guerras monstruosas, la destrucción sistemática
de todo, de la vida, de los bienes, de la naturaleza. Observar
este panorama es inquietante y me parece que es el núcleo
material y concreto de lo que podemos llamar el malestar de la
época contemporánea. A esto se agrega el otro malestar,
el de quienes ven en el planeta una especie de fracaso de lo humano.
Todo esto ocurre no por causas de una naturaleza que se comporta
de una determinada manera, sino por la forma en que el hombre
habita la tierra. De hecho, todo esto no tendría que ser
necesariamente así, aunque hay cosas que sí son
parte de nuestra existencia: la muerte, algunas enfermedades,
ciertas cosas que nos traen un malestar, dolor, duelo, que están
en la naturaleza, que se nos han dado.
El malestar surge fundamentalmente cuando uno comprueba que la
historia se construye de una manera que no necesariamente tiene
que ser así. Y considero que los que más sentimos
el malestar –yo soy una de esas personas– somos los
que creemos que lo que sucede en el orbe no necesariamente tenía
que ocurrir, que podía ser de otra manera, y no de esta
forma en que se ha construido el mundo, la cual ha dado por resultado
la falta de solidaridad, de comunidad con el otro, de amor hacia
el prójimo, valores que han sido remplazados por una competitividad
atroz donde la vida en común se ha dispersado. Con esto
no quiero decir que no exista tal solidaridad; existe y hay muchas
buenas excepciones, pero estoy hablando en general de lo que pasa
en la Tierra, donde toda la promesa del pensamiento de hacer un
mundo mejor choca con una realidad que nos muestra una realidad
siniestra.
El siglo XX era el lugar para acoger las esperanzas de centurias
anteriores, la realización de la libertad humana, la capacidad
humana de ser creadores (se había prometido que el conocimiento,
la mayor conciencia, la mayor voluntad de autonomía de
los seres humanos, iba a traer un mundo más favorable para
todos). Lo que el siglo XX mostró fueron las catástrofes
más terribles que se hayan imaginado. No hace falta nombrarlas,
son conocidas, pero son las peores que la historia de la humanidad
ha registrado, son de un desprecio terrible, absoluto, hacia el
otro.
La historia del siglo xx, a su vez, se caracteriza por esta permanente
verificación de hechos espantosos y de una reiterada promesa
de que vamos a vivir mejor. Si tuviera que describir qué
sentido tiene esto del malestar del mundo, yo diría que
hablamos de la sensación de abandono que siente la mayoría
de las personas, aun aquellas que están rodeadas de multitudes.
El abandono, una especie de soledad, que no es la soledad creadora
donde el espíritu puede crecer –la necesaria soledad
donde el hombre se encuentra a sí mismo–, sino el
aislamiento, que no es lo mismo que soledad. Es una soledad de
no encontrar en el otro la posibilidad del diálogo, la
facultad de comprender, de ser solidario y la capacidad del amor.
Me gusta insistir en esto último porque me parece que es
clave en las carencias del mundo contemporáneo, cuyo malestar
se debe también a otro factor: la pérdida de identidad
de los seres humanos, que los está convirtiendo, cada vez
más, en cosas. En este viejo problema (la mutación
de los hombres en cosas), planteado hace dos siglos, los hombres
dejan de ser ellos mismos para convertirse en apenas un elemento
de la gran máquina en que se transforma la sociedad, donde
cada uno no es más que una pieza de esa maquinaria y donde
la ilusión de la libertad, en realidad, enajena cada vez
más su propia voluntad para incorporarse a una estructura
que le otorga un lugar. Es decir, yo no elijo qué ser,
sino que el sistema me da opciones donde yo me puedo colocar.
Pero esto no tiene nada que ver con el espíritu, que es
el rasgo que al parecer puede hacer felices a los hombres. Esto
es lo que considero se está negando, se niega crecientemente
pues vivimos un mundo construido a partir de estructuras técnicas
que remplazan sistemáticamente la labor creativa del hombre,
empezando desde el trabajo. El hombre ha sido enajenado de su
trabajo, de su capacidad creadora para ser remplazado por elementos
de producción automática, proceso en el que el ser
humano, en vez de incorporar su saber y habilidad en la elaboración
de cosas, en realidad es quien atiende a las máquinas.
La vieja idea de que las máquinas estaban para facilitar
la vida a los hombres, o sea que primero estaba el ser humano
y luego las máquinas, se ha invertido.
De hecho, aunque parezca exagerado, los seres humanos nos estamos
convirtiendo cada vez más en subsidiarios de las máquinas,
las hacemos funcionar, pero el mundo está concebido a través
de estructuras técnicas que piensan que los problemas humanos
son de orden técnico. No estoy hablando de las máquinas,
sino de pensar que éstas sustituyan a los seres humanos.
No son las máquinas las que nos remplazan, esta es una
idea vulgar, pero son los hombres quienes hacen que aquéllas
los suplan.
Es un pensamiento el que está detrás de esta estructura,
y este pensamiento es el que debería ser discutido y puesto
en duda, por lo menos, o debería ser combatido en algún
sentido. Al universo tecnocientífico yo le pondría
un mundo en donde la técnica y la ciencia sean aquello
que necesitan los seres humanos para su propio espíritu
creador y no para servir a un sistema que parece que está
por encima de las necesidades
individuales.
¿Podríamos
estar hablando en este caso de la transformación del hombre
en mono a partir de esto que menciona?
No me animaría a decirlo porque los monos son muy nobles.
No me gusta mucho la metáfora porque los monos y los hombres
están en su lugar. No estoy muy seguro de que descendamos
de los monos como aseguran algunas teorías un poco simplificadas
que ya casi nadie las cree: todo lo que el darwinismo presentó
como verdades reveladas cada día es puesto en tela de juicio,
dado que hay más dudas sobre la posibilidad de que somos
una especie de evolución del mono y el mono es inferior.
No es cierto, los monos son perfectos en su medida, como los leones
son perfectos en la suya y los pájaros en la suya.
El ser humano es otra cosa. Al margen de cuál es su origen,
no sé si se trata de un proceso de evolución biológica
que nos colocó en este lugar o somos producto de la creación
de algún ser o de alguna fuerza trascendente a nosotros
mismos. Nadie lo ha podido demostrar, pero no sabemos si sea lo
más importante. Lo cierto es que hay algo que define al
humano y es su capacidad de libertad, de actuar electivamente,
es decir, el hombre no está condicionado por leyes biológicas
que le exijan actuar o pensar de una manera determinada.
La biología exige el funcionamiento de su cuerpo, por supuesto,
no se pueden alterar las normas estructurales de lo biológico
en lo humano, pero su manera de ser en el mundo no está
condicionada. Para nada creo que haya condicionamiento genético
que haga que la gente sea simpática, inteligente, que piense
de una forma o de otra.
Yo creo que se trata de procesos espirituales y también
de toda la zona de misterio que comprende el porqué somos
así, temas de los que ha hablado la humanidad desde hace
miles de años. Por eso cuando uno lee las obras que quedaron
de hace 2 000 ó 3 000 años, las tragedias griegas
que hablaban sobre el ser humano o la filosofía clásica,
vemos que tratan de los mismos problemas que ahora estamos considerando
frente a esta grabadora. Parece que hay algo que está en
la naturaleza del ser humano, eso es lo que somos, así
como los leones son lo que son. Uno no podría decir que
los leones son malos porque atrapan alguna presa para comerla,
porque está en su naturaleza. Me parece que en la naturaleza
del ser humano se encuentra esta especie de construcción
de sí mismo, esta posibilidad de construir, la capacidad
de optar, de imaginar.
Nosotros podemos imaginar el mundo y hacerlo de acuerdo con nuestra
imaginación, con los límites que nos dan nuestra
propia biología y las creencias éticas y morales
con que nos manejamos. Y aquí se abre un abanico de posibilidades.
Pero esta capacidad de imaginar cómo vivir sólo
es propia del hombre, es lo que le da libertad, y ninguna otra
especie puede hacerlo. Los pájaros construyen sus nidos
eternamente, pero no pueden realizar otra cosa; las abejas edifican
sus panales y no pueden dejar de hacerlos. Este es el rasgo distintivo
del humano, pero también su profunda responsabilidad, porque,
si es libre, todo lo que emprende y realiza implica la responsabilidad
de lo que está haciendo. Por lo tanto, se le puede pedir
cuentas de lo que hace, y nadie puede decir que lo hace por una
especie de naturaleza.
Sin duda, hay una diferencia sustancial entre esto que digo y
la idea de que el hombre está totalmente condicionado por
su mapa genético. Si esto último fuera cierto, entonces,
nada de lo que estamos hablando ahora tendría sentido,
porque no podríamos imaginar nada, ya que –según
el pensamiento actual– estamos condicionados. Yo no creo
en la predeterminación, sin embargo, lo que nos hace seres
humanos es un misterio, pero esa es nuestra condición en
la Tierra, por eso somos humanos, si no, seríamos otra
cosa. Esto es muy elemental, no obstante, es el punto de partida
para reconocer por qué ciertas cosas nos gustan o no.
En suma, considero que si somos libres, si podemos imaginar al
mundo, esto que hoy nos muestra la ciencia como un destino único
para la humanidad no tiene sentido.
Esto
recuerda lo que decía Schopenhauer, que para que el mundo
pudiera cambiar, el hombre tendría que dejar de serlo y
convertirse en cualquier otra cosa.
Exactamente, pero en el momento en que se transforma deja de ser
hombre. Quiero decir que todo esto que hoy está en la mesa,
el gran tema de la ciencia, la ingeniería genética
y las modificaciones, al margen de todo lo que tiene de bambolla
–porque tiene mucho de espectacularidad mediática,
más que de verdad de laboratorio, pero esta es una historia
que tiene que ver con la política de la ciencia, cómo
se produce y al servicio de qué está–, no
es nuestro tema, pero es interesante y merecería atenderse
por los propios científicos, entre otros. Aunque debemos
ser conscientes de que no hay un único camino en la construcción
científica, sino que a veces los caminos que toman son
producto de una ideología dominante o de intereses puestos
en juego.
Pero, volviendo a la idea de que podemos hacernos distintos, puede
ser cierto, mas no lo creo; de hecho, las más recientes
investigaciones demuestran que es muy difícil llegar a
hacer un hombre diferente, y si lo hicieran, ya no sería
un ser humano. Insisto, la diferencia sustancial entre nosotros
y cualquier robot, máquina o computadora, por más
capacidad que tengan para procesar información, es que
éstas no imaginan su propio mundo. Y vuelvo a esta palabra,
imaginar, porque está vinculada con la libertad y la responsabilidad
de los seres
humanos.
Es, pues, este conjunto de cosas que se vinculan a una ética,
a una manera de existir, lo que se ha diluido como problema en
el mundo contemporáneo, aunque el hecho de que en el planeta
se esté hablando de ello quiere decir que no se ha diluido
del todo, que algunos siguen preocupados por el tema. Y me parece
que a quienes lo observan así, como lo estoy narrando,
provoca un profundo malestar.
A la gente que está al margen, esos 2 000 millones de habitantes
o algo por el estilo, que está condenada a la nada, pero
por deterioro económico, por incapacidad de subsistencia
material, la dejamos un momento a un lado. Pero los otros, los
miles de millones que estamos rodeados cada vez más y según
los niveles económicos de más sofisticadas máquinas,
de mayores conexiones con redes que parecen hacer del mundo una
aldea donde cada uno está al lado del otro, todos estos
que parece que están en el apogeo de una existencia plena,
se van de la máquina, apagan el televisor o están
solos en sus casas y se dan cuenta del enorme aislamiento. Sí,
del aislamiento porque ningún contacto nos permite sentir
que estamos con el otro: la amistad no es solamente un diálogo
permanente, sino poder estar a solas con alguien sin hablar, es
esta especie de encuentro en un mundo en común donde nos
sintamos
hermanados.
No hay sistema de comunicaciones, por sofisticado que sea, que
remplace estar con el otro, sentirse en común, gozar de
la capacidad imaginativa y de la libertad creadora. Ahora tenemos
este otro mundo que genera la ilusión de estar con el otro
porque tenemos la posibilidad de apretar una tecla y enviar un
mensaje o encontrar un diálogo virtual; sin embargo, también
es un mundo de aislamiento, de desolación, de pérdida
del sentido del trabajo, de extravío de la identidad que
los seres humanos tenían a partir del trabajo que se va
diluyendo en función de esta realidad de puros contactos
que es la realidad globalizada.
En la actualidad ya casi no existen las certidumbres: tú
trabajas en esto hoy y mañana vas a laborar en lo que el
mercado te ofrezca, pero la capacidad de sentir pertenencia al
trabajo, de sentir la vida en aquello que trabaja, depende ahora,
en el mundo globalizado, de la flexibilización, que quiere
decir que trabajas en lo que se te propone y que estás
dispuesto a todo. A propósito, debo destacar que uno de
los términos más horribles para mí que se
utiliza actualmente
–incluso, a veces, en las propias universidades se plantea
como ideal– es el de reciclarse. Para los que piensan esto,
el hombre debe reciclarse en el sentido de que debe adaptarse,
estar siempre disponible para aprender aquello que ha dejado algún
hueco en el sistema mercantil y meterse ahí. Yo no estoy
de acuerdo, porque “reciclarse” inhibe la autonomía,
la capacidad creadora del ser humano.
Estamos, me parece, en un mundo donde el aislamiento crece en
medio de una aparente interconexión, donde la falta de
solidaridad se expresa a cada momento en medio de grandes planes
de solidaridad colectiva y de planes gubernamentales u organizaciones
que parecieran vincular a la gente, donde se pierde el sentido
del amor a la familia, de la tradición, donde el olvido
va imponiéndose en vez de una memoria que nos haga sentir
con raíces. Todo esto es, precisamente, la pérdida
de identidad y es uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo
que producen este malestar.
En
esto encuentro correspondencia con el discurso de Baudrillard,
para quien estamos viviendo una cultura de simulación y
que, al vivir en un mundo de contactos, llega un momento donde
todos somos todo y, por tanto, nadie puede ser alguien...
Sí, creo que Baudrillard apunta bien en algún sentido.
Me parece que, si tuviera que agregar algo a lo que él
dice, es que todo esto construye un poder. No es un problema ajeno
a las formas de poder que giran en el mundo, que rigen al mundo.
Por ejemplo, es como cuando se habla de la globalización
como un fenómeno de nuestra época, como se habla
de un manzano o un durazno que ha madurado. No, esto no es natural:
la globalización es la forma en que el capitalismo contemporáneo
se expresa, con muchas diferencias en cuanto a otras épocas,
pero no es algo que viene al margen, es una necesidad, un proceso
que el propio sistema va generando para constituirse de esta manera.
Es decir, la globalización es, en algún sentido
–no quiero decirlo demasiado esquemáticamente–
algo así como la norteamericanización del mundo.
Y esto, que ya muchos teóricos del propio establishment
norteamericano habían planteado hace 40 años, es
la realización de su propuesta, de un modelo por el cual
el capitalismo se universaliza con rasgos culturales que lo impregnan
y que no podían ser de otra manera sino así. Dichos
rasgos culturales originan las nuevas formas de convivencia, las
pérdidas de identidades, el extravío de convicciones
fuertes. ¿Por qué?, porque toda convicción
fuerte es como una especie de límite para el flujo permanente,
es como los baches, y lo que se quiere lograr es una especie de
mundo en permanente flujo, que es, en última instancia,
el gran flujo de capitales que circulan permanentemente
en el orbe.
No quiero simplificarlo, porque no es un problema meramente económico
ni mucho menos. Lo que ocurre es que las estructuras cultural
y económica son partes de un mismo fenómeno, de
una manera de pensar la existencia de los seres en el mundo, donde
–insisto– las diferencias son aparentes porque en
realidad todos estamos unificados en algo que puede vivir en contacto.
En cuanto salimos del contacto, en cuanto no somos hábiles
para relacionar, quedamos excluidos. Tan sólo esta conversación
contigo me excluye del mundo, de este mundo despersonalizado,
es decir, cuando yo lo critico, me excluyo, entonces viajo a contracorriente
de lo que ocurre, por eso, a veces, esta manera de pensar ofrece
muchas resistencias.
No estoy diciendo que tenga la verdad revelada, sólo externo
mi opinión, una opinión que me parece vale la pena
tenerla en cuenta, sobre todo cuando uno ve los efectos: una humanidad
que promete libertad, entendimiento, amor y solidaridad y muestra
exactamente lo contrario: un mundo regido por un pensamiento único;
un planeta donde existe sólo un poder que se maquilla de
muchas formas, pero que, a fin de cuentas, es el que impone su
voluntad... De manera que es como para estar un poco
a disgusto.
A
pesar de que se piensa que la respuesta está en los académicos
o autores que hablan sobre los riesgos que corre la humanidad,
éstos muy poco pueden hacer. ¿Qué es lo que
podemos esperar? ¿Un cambio de mentalidad o que se diluyan
los efectos? ¿El Apocalipsis acaso?
No puedo vaticinar nada. Lo que digo es que aquellos que pensamos
en contra de lo que ocurre en nuestro globo estamos reducidos
a una expresión muy pequeña, porque lo dominante
es lo otro. Quiero dar un ejemplo aquí que estamos en un
ámbito universitario: las universidades se han ido plegando
a la idea de que deben contribuir a construir ese mundo que estamos
criticando ahora, no a ser un lugar de reflexión crítica
y audaz. Yo mismo en diversos simposios he oído conferencias,
magníficas muchas de ellas, pero he escuchado pocos cuestionamientos,
poca reflexión; y cuando digo cuestionamientos no quiero
decir “estoy en contra”, sino “esto tal vez
tendríamos que reflexionarlo”.
Es cierto, en el mundo crecen los usuarios de Internet, aumentan
las tecnologías, se multiplican las potencialidades de
transmisión de información, pero ¿qué
significa todo esto? En fin, lo que me preocupa no es saber hacia
dónde marchan las cosas porque creo que han marchado muy
mal siempre, o casi siempre, sino qué significa todo esto.
Me parece que ésta tendría que ser la obsesión
del trabajo universitario, no tanto cómo seguimos el camino
trazado por la humanidad al margen de nuestra voluntad, sino qué
significa esto, y no para ponernos en contra, sino para no dejar
de pensar qué es lo que significa, porque, si no lo hacemos,
estaríamos aceptando que lo que ocurre es lo mejor, y tal
vez no sea lo mejor; al contrario, quizá sea algo que nos
lleve a un mayor grado de infelicidad y que nos impida caminar
hacia el bienestar, el cual consiste principalmente en poder ser
uno, no sólo en
tener más.
Esta es, pues, la realidad que tenemos actualmente y que no necesariamente
tendría que ser así. Pero es así, ¿qué
podemos hacer?, por lo menos reflexionar. Yo no sé si va
a cambiar. Todo apunta a que la humanidad va a seguir creciendo
de la misma manera; de hecho, no veo nada que haga dudar que la
globalización va a continuar, que el dominio norteamericano
va a seguir vigente, nada serio veo que pueda poner en duda todo
esto.
Bueno, el hecho de que el sistema actual esté triunfante
no tendría que obnubilarnos y hacer creer que es lo bueno,
sino que debería impulsar la valentía, sobre todo
la audacia intelectual, para decir: “pensémoslo”
y decir “no” si hiciera falta. Pero esta es parte
de la responsabilidad que nos genera la libertad, dado que, si
somos libres, es porque también podemos decir “no”,
y como somos libres, somos responsables de lo que externamos.
No podemos lavarnos las manos, tranquilizarnos la conciencia y
decir: “bueno, qué voy a hacer si el mundo está
así”. Ciertamente, así está, pero uno
debe pensar y actuar de otra manera, aunque no pueda cambiar el
mundo.
Los que están a favor del establishment normalmente descalifican
posiciones críticas con cualquier cantidad de adjetivos,
como retrógrada y demás...
Por supuesto. Es curioso, porque, hasta hace no muchos años,
ser revolucionario era querer cambiar el sistema. Y es cierto,
se han invertido los papeles: ser comunista era ser revolucionario
–ser comunista quiere decir imaginar un mundo distinto y
creo que el comunismo ha sido una experiencia fracasada porque
nadie aspira a la idea de comunión, aunque este es otro
tema–. Ahora, los que piensan que este sistema es negativo
para el ser humano aparecen como retrógradas, pero criticar
al capitalismo contemporáneo no necesariamente implica
ser así.
No digo que al capitalismo hay que oponerle el socialismo, sino
que el capitalismo ha sido y es una de las razones fundamentales
del malestar y de la infelicidad humana. Para algunos puede ser
de la felicidad, para mi gusto es de la infelicidad. Hay que criticarlo,
hay que hacer otra cosa porque esto no necesariamente es lo que
tiene que ocurrir, porque esto no nos trae bienestar. Que hay
que arriesgarse a todos los calificativos es cierto, pero siempre
hubo que exponerse a esto, porque todo ejercicio de responsabilidad
trae riesgo.
Yo creo profundamente que si la libertad implica responsabilidad,
ser responsable quiere decir también saber quedarse al
margen, renunciar, y con estas ideas uno no puede hacer carrera
exitosa dentro del establishment. Pero, tal vez la vida no sea
hacer una carrera exitosa en el establishment, sino vivirla. Quizá
los exitosos piensen más de una vez, si tienen tiempo de
hacerlo cuando reposan la cabeza en la almohada, “¿qué
estoy haciendo en mi vida?”, porque pueden sentir que no
viven, a pesar de estar como en la cima del poder y de la disponibilidad
de recursos. Son maneras distintas de pensar, y el hecho de que
exista tal diversidad de pensamiento me parece muy importante.
Si
el éxito tiene que ver con el hecho de perder mucho del
espíritu humano, ¿quiere decir que los críticos
están condenados al fracaso dentro de este esquema?
Esta es la paradoja: yo diría que están destinados
al fracaso, que es el triunfo, pero el fracaso en el sentido de
que seguramente no serán ejecutivos de una empresa ni tendrán
altos cargos; sin embargo, me parece que ése es el triunfo
de la vida. Claro, tanto uno como otro dependen de lo que uno
desee. Si uno aspira a la vida interior, bienvenido, pues no tener
poder no significa la infelicidad, para nada. Ahora, hay gente
que sólo anhela el poder porque, tal vez, no ha tenido
ocasión de reflexionar
sobre esto.
Ante todo ello, reitero que el fracaso para unos, puede ser el
triunfo para otros, porque cada quien tiene su propia manera de
vivir. Yo puedo estar todo el día metido en la Internet
para hacer negocios, pero quizá me gusta más escuchar
música, trabajar las horas que necesito trabajar para sobrevivir
y porque el mundo lo exige, pensar en mí, leer un poema
o escribir; y creo que esta experiencia, estando con mi familia,
con mi hijo, amando, no tiene nada que ver con el éxito
o el fracaso, simplemente es un modo de vida.
El cambio está en lo que cada uno tendría que hacer
personalmente, pues nadie desde afuera puede hacerlo si no hay
una convicción. Sin embargo, en el ámbito universitario
sí tenemos la obligación de reflexionar, no para
coincidir con lo que he dicho, sino para desechar la idea de que
lo que hay es lo único que podría existir. Considero
que este es un mundo en el que hay que pensar sobre el placer
de otra manera, y la experiencia es muy larga, muy amplia.
¿Un
mundo de sibaritas frente a uno de enajenados?
La voluntad de dejar de ser enajenado tiene que pasar primero
por la certeza de que se está enajenado. Habría
que reflexionar cuán enajenados estamos, cuántos
somos los que no somos, es decir, cuánto de nuestra vida
depende del cumplimiento de pautas que no son las que a nosotros
se nos ocurrirían. Pienso que esto que hacen las máquinas
no es un destino para los hombres, las máquinas cumplen
su función, aunque se está inventando un mundo donde
todo parezca máquina y donde cada uno tenga una función
preasignada.
Creo que los seres humanos se caracterizan porque todos los días
y todo el día pueden, desde su interior, inventar el mundo,
no solamente observarlo y plegarse a él. Este asunto no
es meramente teórico, económico o político
en sí; este es el gran problema de la cultura de nuestra
época, de una cultura que ha ido crecientemente olvidando
esta capacidad creadora del ser humano.
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