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José
Luis Cuevas nació y creció en los viejos barrios de
la Ciudad de México. Vivió su niñez rodeado
de la calidez de la familia extensiva –abuelos, tíos,
nanas–, en los altos de la fábrica de lápices
“El Águila”, propiedad del abuelo. Situada en
los rumbos del Centro Histórico, eran vecinos de la mal afamada
calle Cuauhtemotzin, corazón de la prostitución citadina.
En los alrededores pululaban los desprotegidos de Dios, las mujeres
mal llamadas de la “vida alegre”, vagos, malvivientes
y sifilíticos, que en esas épocas se iban tornando
en seres monstruosos como efecto de la enfermedad. El pequeño
niño rubio, bello y sensible, percibía este mundo
a través de sus grandes ojos verdes e iba tornándolos
en forma fantásticas, en su precoz mente infantil, ya de
artista. Sus familiares cuentan que a los dos años hizo su
primer dibujo, sentado en el suelo junto a un espejo: sin duda su
primer autorretrato.
A partir de ahí nunca dejó de pintar.
Sus tesoros más preciados eran los lápices, de los
que tenía la fábrica y todos los papeles que caían
en sus manos, así fuesen los de envolver. Él aprovechaba
todo. Estos papeles se iban llenando de imágenes que lo impactaban,
como la visión de los damnificados de un temblor, que aconteció
cuando el artista era niño, a los que vio envueltos en sus
petates, como gigantescos tacos mientras dormían en los albergues.
Años después fueron tema de excelentes dibujos.
Fanático cineasta, el cine también lo nutrió
de imágenes que se reflejan en su magna obra. El gusto por
el séptimo arte se le desarrolló en los cines del
centro, ubicados principalmente en la célebre avenida San
Juan de Letrán, a los que asistía en compañía
de su tío, al igual que al famoso Teatro Politeama. Cuando
su familia se trasladó a vivir en la colonia Roma, el Balmori
y el Roma fueron los cines que alimentaron su afición.
Todos estos recuerdos plasmados en deliciosas crónicas tituladas
Cuevario se han publicado a lo largo de muchos años en distintos
periódicos y afortunadamente, crónicas que han sido
recogidas en libros, lo que nos permite conocer la vida de la Ciudad
de México a partir de los años cuarenta: sus calles,
gente, cines, arquitectura y maneras de pensar. El detalle con que
describe situaciones, lugares y personas, convierten a José
Luis Cuevas en uno de los grandes cronistas de la capital.
Es fascinante caminar con él, a través de sus relatos,
por las calles del Centro Histórico; entrar a su estudio
en Donceles e imaginarlo cubierto de sus dibujos precoces de los
15 años e impregnado de sus momentos amorosos con Mireya,
su primera amante; visitar el llamado Seminario Axiológico,
que en un despacho del mismo edificio organizaba su hermano Alberto,
y constatar la influencia que tuvo su cercanía con ese grupo
que lo llevó a estudiar filosofía con José
Gaos y Ramón Xirau, de donde nació una entrañable
amistad que aún perdura.
Es también deleitoso acompañarlo a merendar a los
cafés de chinos en la calle de Dolores, a donde solía
ir con su tío después del cine, sin olvidar los paseos
por San Ángel, la corta época que vivió en
ese lugar durante su infancia. Pocos han descrito mejor que él
la personalidad de la gente que vivía en ese barrio. Ese
es un aspecto que quisiera destacar: la notable percepción
que tiene de la psicología de las personas. Yo siento conocer
íntimamente a muchos personajes, tanto de nuestro país
como extranjeros, por la descripción que hace José
Luis de su personalidad, gestos, manera de pensar y atuendos, pues
famosos o desconocidos nos los hace cercanos.
Cuando se habla de personas renombradas, es un absoluto deleite
conocerlos de cerca: nos describe el ambiente que rodeaba el encuentro
y a veces hasta el menú y los atuendos, incluso suele imitarlos
con enorme gracia. Esta sola descripción de una época
de la vida de la Ciudad, sus sitios y personajes, le merecería
un homenaje a José Luis Cuevas, pero en primerísimo
lugar está su gran obra artística, que ha llevado
el nombre de México por el mundo y que aquí ha enriquecido
nuestro patrimonio cultural y ha emocionado nuestras almas con la
visión de seres y lugares que plasma con genialidad en pinturas,
dibujos grabados y esculturas.
De ellos dice Ramón Xirau: “Extraordinaria facilidad
de línea desde los primeros dibujos infantiles; extraordinaria
fundación, sobre todo de una mirada, que es un mirada a partir
del cuadro, a partir de los ojos interiores de las figuras transfiguradas
en personas que nos ven. Ahora puede verse que Cuevas es un artista
en estado constante de crecimiento. Como artista es de los que instauran
y dan fundamento; y como el instaurar y dar fundamento son movimientos
en el tiempo, Cuevas se desarrolla más y más, al fundar
cada vez ‘de nuevo’”.
El reconocimiento de José Luis Cuevas como uno de los más
grandes artistas contemporáneos de México y del mundo
no fue fácil. Su rompimiento con la Escuela Mexicana de Pintura,
enfrentándose a los tres grandes, le costó años
de ostracismo, críticas feroces y ataques de toda índole,
que tuvieron como resultado varios años de exilio en Europa
y los Estados Unidos, donde tuvo desde un principio amplio reconocimiento.
Esta rebeldía se ha manifestado de diferentes formas: José
Luis Cuevas es un hombre que ha roto con convencionalismos, que
se ha enfrentado con arrojo en defensa de sus ideas, sin importarle
el precio a pagar, que a veces ha sido muy alto. “Sin pelos
en la lengua”, como se dice vulgarmente, expresa sin temor
sus opiniones –aunque afecten a personajes importantes–
cuando así se lo dicta su convicción íntima.
Igualmente apasionado, es como amigo incondicional, abierto, leal
y de una gran calidez. Es un privilegio contar con su amistad, además
del placer que brinda con su inmenso sentido del humor, a veces
poco comprendido. Su agudeza y fina ironía, en ocasiones
son tomadas en serio y llevan a pensar a los que no poseen ese talento
que es presumido o arrogante, sin entender la finura del humor que
lo convierte en un ser especialmente gozoso.
Un aspecto que quiero destacar de José Luis es su enorme
amor por el Centro Histórico de la Ciudad de México,
amor que lo llevó a emprender una lucha de muchos años
para encontrar un edificio antiguo y convencer a las autoridades
de que lo restauraran, con el propósito de alojar la magnifica
colección de artistas latinoamericanos y grabados de Picasso
y Rembrandt, que generosamente donó al pueblo de México.
Así se logró rescatar el antiguo convento de Santa
Inés, construcción maravillosa del siglo XVIII.
Esta joya arquitectónica estaba convertida en bodegas de
pedacería de trapos y su soberbio patio estaba invadido por
construcciones viles, pero finalmente lograron que se desalojara
y restaurara para convertirse en el extraordinario Museo José
Luis Cuevas, en cuyo majestuoso patio se yergue la monumental “Giganta”,
obra maestra de la escultura.
Curiosamente, en la iglesia del viejo convento, se estableció
siglos atrás la cofradía de los pintores; incluso,
en ella están enterrados varios de los más importantes
de la época virreinal. Seguramente todos ellos están
felices de tener junto este centro de arte, ya que el museo, además
de la colección permanente, de la Sala Erótica con
dibujos de José Luis y de frecuentes exposiciones temporales,
es foro para obras de teatro, conciertos, conferencias e infinidad
de actividades más que lo han tornado en uno de los lugares
con más vida cultural del centro histórico.
El doctorado Honoris Causa que le otorga hoy esta prestigiada universidad
es una merecida distinción a su gloriosa trayectoria como
artista, pero también a esas otras facetas que hemos mencionado
y que han enriquecido la vida cultural de nuestro país.
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