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Victor
Serge (Bruselas, Bélgica, 1890-Ciudad de México, 1947)
nació en el seno de una fami lia de intelectuales rusos emigrados.
Su nombre civil era Victor Lvovich Kibalchich. Sus parientes habían
huido de la persecución y represión de la policía
zarista luego del magnicidio del Zar Alejandro Segundo a manos de
los terroristas «populares» o «populistas»
(narodnik) en 1881. En su casa de Bruselas, según recuerda
en sus Memorias de un revolucionario, en medio de una pobreza extrema
en la que lo único que no faltaba cotidianamente eran libros,
revistas y temas de apasionadas conversaciones, podían verse
varios retratos de hombres que habían sido ahorcados por
las autoridades zaristas. Un miembro de su familia, Nikolai Kibalchich,
había sido mártir de esos combates; químico,
él fue quien diseñó las bombas que fueron utilizadas
con éxito en el magnicidio (o regicidio) de 1881. El entorno
familiar y las condiciones de estrechez en que vivían los
Kibalchich habrían de marcar para siempre al futuro escritor,
sensible desde entonces a la materialidad de la vida, a la diversidad
de las culturas y los idiomas (ruso y francés al principio;
español durante el último exilio), al contraste entre
las clases sociales y la lucha que éstas libran. Serge fue
un lector voraz desde la niñez.
La tradición familiar de Victor Serge se conectaba directamente
con la tradición revolucionaria y rebelde de los rusos oposicionistas,
corriente de acción y de pensamiento que se inició
en 1825 entre los conspiradores del movimento decembrista. La legendaria
fortaleza de Pedro y Pablo, donde fueron encerrados y castigados
los decembristas, simboliza para los rusos del Báltico la
tiranía y el despotismo: sus murallas miran el ancho y turbio
río Neva (cuyo nombre significa «lodo») y son,
junto con la aguja del Almirantazgo, símbolo de la ciudad
mítica de Pedro el Grande y después de Lenin y de
su gesta revolucionaria que se inició en la Estación
de Finlandia. Serge nació, por así decirlo, con los
ojos vueltos a Rusia y en especial a su «ventana», hacia
Europa, es decir, la propia San Petersburgo, rebautizada como Leningrado
por los soviéticos —y vuelta a bautizar con el viejo
nombre en los años recientes—. En esa ciudad están
ambientadas, siguiendo una genealogía literaria copiosamente
estudiada, sus novelas y las grandes escenas de sus libros históricos
y de sus biografías de personajes de la Revolución
de Octubre.
En 1912, Victor Serge fue encarcelado en París por sus ligas
amistosas y conspirativas con la célebre Banda Bonnot, un
puñado de anarquistas que se dedicaban a «expropiaciones
revolucionarias» y habían alcanzado una intensa notoriedad
que rozaba el estatuto de la leyenda —mezcla de prefiguración
de Bonnie y Clyde con seguidores de Bakunin. Serge pasó varios
años en las galeras: de 1912 a 1917, año en que fue
expulsado de territorio francés, de donde partió para
integrarse en las revueltas anarquistas de Barcelona. La experiencia
de la cárcel francesa lo marcó decisivamente; de esa
temporada en el infierno surgió su libro Hombres en prisión,
testimonio novelado y necesaria referencia para comprender su personalidad
y el posterior decurso de su existencia. Los años y las décadas
siguientes le depararían otras amargas y penosas experiencias
con las Autoridades Máximas: persecuciones, exilio interior,
exilio exterior, proscripción, pobreza, censura. Los lugares
de Europa y América en los que vivió y por los que
pasó dibujan un itinerario aventurero sellado por el ascetismo
de la moral revolucionaria, la militancia política y la pródiga
creatividad literaria; en el centro de ese mundo testimonial, intelectual,
político y artístico que su obra ha plasmado, la Revolución
Rusa ocupa el lugar de un astro que proyecta alternativamente luz
y sombra, esperanza y dolor, exaltación y agobio. Aunque
no vivió los días inaugurales del Octubre de 1917,
puede decirse que fue un protagonista y testigio excepcional y de
primerísima línea. Serge llegó a la Rusia de
sus antepasados en enero de 1919, a la ciudad «roja»
de Petrogrado, en un intercambio por un militar francés que
había sido rehén de los bolcheviques. Luego de la
muerte de Lenin en 1924, el escritor y militante fue cayendo poco
a poco en desgracia con quienes habían ascendido al poder
en la joven Unión Soviética: en 1928 sus posturas
críticas, su intransigencia, le valieron el exilio interior
de Orenburgo; para entonces, sin embargo, su nombre ya era conocido
en los círculos intelectuales de Europa occidental y el aprecio
que escritores como André Gide y Romain Rolland le tenían
sirvió para salvarlo de su destino incierto y de una obscura
desaparición en algún campo de trabajos forzados.
Sus colegas escritores intercedieron por él ante José
Stalin y éste accedió a dejarlo salir de la URSS en
1933.
De la todavía joven Unión Soviética, de la
vieja Europa, de las luchas heroicas de los años veinte,
del exilio de Orenburgo, Serge salió al exilio definitivo
en 1936, hasta recalar en la Ciudad de México, en donde moriría
en 1947. En medio de tantas desventuras y aventuras, se dio tiempo,
espacio y fuerza para escribir miles de páginas; para investigar,
imaginar, discutir; para estimular la naciente vocación de
su hijo Vladimir (el pintor Vlady), quien con el tiempo habría
de convertirse en el mejor heredero de la tradición intelectual,
artística y política de su padre.
El barco en el que Serge cruzó el Océano Atlántico,
el Capitán Paul Lemerle, llevaba, entre otros, a dos viajeros
ilustres: un par de talentosos jóvenes franceses: el poeta
André Breton, con quien Serge había trabado una polémica
amistad y el bisoño antropólogo y lingüista Claude
Lévi-Strauss, en su Camino de Santiago hacia las selvas brasileñas.
Éste refiere el hecho, conmovido, en su libro Tristes Tropiques
y hace un cuidadoso retrato del escritor belga-ruso. El rostro lampiño,
los rasgos finos y la voz clara de Serge impresionaron a Lévi-Strauss,
por cuanto no correspondían en absoluto a la imagen de «macho»
y a la «sobreabundancia vital que la tradición francesa
relaciona con las actividades llamadas subversivas». El viejo
compañero de Lenin intimidaba al etnólogo; el ascetismo
casi asexuado de la personalidad de Serge evocaba en Lévi-Strauss
a los «monjes budistas de la frontera birmana». Este
retrato, sin embargo, no coincide con la memoria de Vlady Kibalchich.
Victor Serge —lo evoca Vlady— era más bien de
barba cerrada y de una perfecta e incontrovertible definición
sexual —de hecho, un hombre muy atractivo para las mujeres.
El trío de viajeros no podía condensar mayores significaciones
históricas, políticas, intelectuales: Serge, veterano
bolchevique de los años veinte, caído en desgracia
con el todopoderoso José Stalin; André Breton, fundador
y animador infatigable del «nuevo estremecimiento» surrealista;
Lévi-Strauss, renovador de la etnología y padre de
la corriente estructuralista. La alianza entre Serge y el viejo
«profeta desarmado» León Trotsky se desvanecía
por diferencias cada día más hondas; acaso la vena
anarquista del escritor belga-ruso de lengua francesa lo separaba
de la rigidez y el autoritarismo del creador del Ejército
Rojo, corresponsable de la masacre de los marineros del Cronstadt.
Breton buscaba un nuevo tipo de magia y de poesía en el Nuevo
Mundo: en México se encontraría con Trotsky y con
Diego Rivera, con quienes habría de firmar un exaltado manifiesto
a los artistas del mundo; Lévi-Strauss iba al encuentro de
los indios bororo y gé, cuyas mitologías estudiaría
exhaustivamente para renovar las ciencias sociales y la lingüística.
Victor Serge pasaría una breve temporada en la República
Dominicana, en Ciudad Trujillo, rebautizada así —desplazando
el viejo nombre de Santo Domingo— en honor del tirano Rafael
Leónidas Trujillo. En esa ciudad del Mar Caribe, Serge empezaría
a terminar la novela L'Affaire Tulaév, a la que pondría
punto final en la Ciudad de México.
Las
vicisitudes de los libros de Victor Serge —sus memorias, impresionante
serie de testimonios; sus novelas de gran aliento épico y
de un indeleble trasfondo moral; sus biografías en las que
se trasluce una interrogación incesante sobre las relaciones
entre el individuo y la historia— son semejantes a lo ocurrido
con las obras de Alexander Solyenitzin y Arthur Koestler.
Los sombríos y desgarrados cuadros del Gulag pintados por
el primero tienen un lugar central en la literatura testimonial
de todos los tiempos; la autobiografía del segundo da cuenta
de un trayecto vital e intelectual paralelo al de Serge, que diverge,
sin embargo, de la vida y las posiciones de éste en cuanto
que Koestler abandonó para siempre los sueños revolucionarios,
con un agrio desencanto en el que nutrió sus implacables
análisis críticos, sus inteligentes y documentadas
denuncias del estalinismo —mientras que Serge mantuvo hasta
el final una fe y una fortaleza interiores sin cambios en la viabilidad
y la generosidad del proyecto socialista. En términos literarios,
la novela de Koestler Darkness at Noon («Obscuridad a mediodía»,
o El cero y el infinito, como se conoce en su traducción
al español) se convirtió en un clásico de la
denuncia antitotalitaria de nuestro tiempo. Cabe preguntar por qué
no sucedió nada semejante con los libros de Serge, que, si
bien son conocidos, no han tenido la misma repercusión que
los de Koestler.
La pregunta tiene que ver con el intransigente valor que siguió
dándole Serge al proyecto socialista, cuya bancarrota denunció
en sus libros anti-estalinistas Arthur Koestler; acaso no se ha
comprendido muy bien el específico peso moral, por lo tanto
político e histórico, de la obra de Serge —mientras
que la obra de Koestler entró más temprano que tarde
en la corriente clarísima de la disidencia de quienes la
izquierda internacional llamó, con un rencor y un resentimiento
temibles, los «renegados». Serge no fue nunca un «renegado»
en ese sentido: fue, sí, un hombre libre que mantuvo hasta
el final sus convicciones, las expresó lúcida y valientemente
en sus libros y creyó siempre en la importancia del socialismo
como herramienta utópica; lo que en su caso jamás
significó transigir con las deformaciones y las brutalidades
sanguinarias del estalinismo, sino todo lo contrario. Koestler dejó
de ser socialista, Serge no.
Para Solyenitzin, la tragedia de Rusia es la de la corrupción
de la santidad de un pueblo elegido: sus libros mantienen viva la
espiritualidad de la Santa Rusia, herida por el estalinismo. Para
Arthur Koestler, el fracaso del socialismo es el de un sistema cerrado
de pensamiento que produjo un sistema totalitario de organización
social, explotación económica, represión política,
persecución de la disidencia. Para Serge, en cambio, el socialismo
ha sido pervertido dentro de la historia por individuos concretos
y el sueño de libertad que lo animaba desde el siglo pasado
puede seguir siendo soñado por hombres verdaderamente libres,
como él. El anarquismo en el que se inspiró en el
principio de sus actividades como militante nunca lo abandonó;
en el otro extremo, estaba, para su desgracia —que sin embargo
produjo sus hermosos y apasionados libros— el estalinismo,
forma radical de la dictadura personal en nombre de las mayorías.
El atroz culto a la personalidad de Stalin fue su tema, su obsesión,
la razón de ser de muchas de sus páginas; la denuncia
de ese fenómeno monstruoso ocupó sus trabajos de hombre
libre y de artista.
El caso Tuláyev refiere, en términos generales, la
tragedia de los Procesos de Moscú. En particular, cuenta
diversas historias relacionadas con ese acontecimiento múltiple
que marcó profundamente el curso general de la vida de la
Unión Soviética y, de mil maneras, afectó también
al mundo entero; todas esas historias son personales, individuales,
y están contadas con una pasión desbordada que solamente
se iguala con la inteligencia analítica que subyace puntualmente
a la estructura novelística, teñida en muchas páginas
por un vigor épico y poético que alcanza momentos
de verdadero esplendor en las descripciones del ámbito físico
en que ocurren los hechos. El trazo de los personajes es inmejorable;
cada uno de ellos responde a un tipo, sin que Serge incurra jamás
en el tratamiento unidimensional de los estereotipos, acaso porque,
en todo momento, la verosimilitud de su relato está sustentada
en un conocimiento político profundo de la médula
—trágica, sí— de esos acontecimentos.
¿Qué tipos son los personajes de El caso Tuláyev?
El viejo bolchevique leal a la bondad del proyecto socialista, que
mantiene una postura crítica ante las aberraciones de la
burocracia estalinista; el oportunista sin escrúpulos que
aprovecha el medro y la adulación como instrumentos de ascenso;
el agente internacional que interviene en la Guerra Civil Española
y se hace cómplice de injusticias cometidas en nombre de
la Revolución y de crímenes ejecutados con la bandera
de la solidaridad proletaria; el rebelde anarquizante dentro de
la línea revolucionaria radical, que no transige por ningún
motivo aun a costa de su propia vida; los funcionarios serviles,
caricaturas grotescas al estilo de Grosz, que obedecen ciegamente
los dictados del Jefe y que, sobre todo, los interpretan con una
brutalidad implacable… Como una «sombra de caudillo»,
la figura del Jefe se proyecta con vibraciones ominosas a lo largo
de toda la novela. Personajes menores contribuyen a matizar y precisar
la trama.
La novela tiene como punto de partida el asesinato de un alto funcionario
de la Rusia revolucionaria: el propio Tuláyev del título,
a quien no cuesta ningún trabajo identificar con Serguei
M. Kirov, asesinado el 1 de diciembre de 1934 por un tal Nikolaiev.
Algunos historiadores aseguran que Kirov era tan cercano a José
Stalin que no hubiera sido difícil considerarlo, en retrospectiva,
como uno de sus posibles sucesores, designación que correspondió,
como todos sabemos, a Nikita Kruschev, quien en el Vigésimo
Congreso del Partido Comunista de la URSS, a principios de los años
cincuenta, empezó a liquidar el mito de Stalin como Padre
de los Pueblos y a revelar las atrocidades del Gulag, de las deportaciones
masivas, de la colectivización forzada de los trabajos agrícolas,
de la represión y exterminio de las diversas disidencias…
Es un hecho proliferante que la literatura habría de recoger,
con mayor precisión que los documentos políticos,
estos acontecimientos: desde la poesía de Osip Mandelstam
hasta los testimonios de Alexander Solyenitzin, pasando, desde luego,
por los libros de Victor Serge. El caso Tuláyev es, pues,
desde un estricto punto de vista, una novela histórica y
política.
El asesinato de Kirov, revela Nikita Kruschev en sus memorias, fue
seguramente perpetrado como un acto maquiavélico de Stalin,
y Nikolaiev era un mero peón en ese juego sanguinario. Con
ello Stalin conseguía por lo menos dos cosas: una, eliminar
a quien podría significar un rival importante, así
fuese al mismo tiempo un leal colaborador de la dictadura; dos,
iniciar las célebres purgas de los años treinta que
sacudirían a la opinión mundial y traerían
como consecuencia el principio de la quiebra del proyecto socialista
en el mundo (o mejor dicho: la aberración estalinista de
ese proyecto), tal y como empezara a ser puesto en práctica
a partir de la Revolución de Octubre de 1917. El caso Tuláyev
recoge las resonancias de este hecho en diversas instancias personales,
individuales: en la novela de Serge, un joven desilusionado de la
naciente burocracia y sus crímenes sordos y lúgubres
decide, en soledad, un poco a la manera de los héroes dostoievskianos,
matar a Stalin, al Jefe todopoderoso de la novela; termina, por
un encuentro fortuito, asesinando a Tuláyev-Kirov, cercano
lugarteniente del tirano. Ahí se inicia el despliegue dramático
de la novela.
La historia editorial de la novela de Serge plantea un pequeño
enigma, que se desprende de una nota de advertencia que precede
al inicio de la narración; esa nota dice lo siguiente: «Esta
novela pertenece a la ficción literaria. La verdad creada
por el novelista no debe ser confundida, en absoluto, con la verdad
del historiador o el cronista. Cualquier intento de establecer una
vinculación precisa entre los personajes y los episodios
de este libro y los personajes y los hechos históricos conocidos
será, por lo tanto, injustificado.» ¿Quién
redactó esa nota? Cabe preguntarlo porque en la edición
norteamericana figuran como firma las iniciales V. S., mientras
que en la original edición francesa (Seuil, 1948) no están
esas iniciales. Si el propio Serge la redactó, es un desmentido
absurdo a la intención evidente de la novela: la denuncia
de los crímenes y maquinaciones de Stalin; la revelación
y el examen novelístico, artístico, de los Procesos
de Moscú y sus consecuencias. Si no la redactó el
propio autor del relato, es una precaución, acaso comprensible,
de los editores franceses: el libro apareció en 1948, cuando
Stalin aún vivía y mandaba, en la inmediata postguerra.
La «vinculación precisa» entre lo que cuenta
la novela y la historia soviética es fácil de establecer,
a partir de la identificación, como se ha hecho aquí,
de Kirov con Tuláyev; el intento no sólo no es injustificado
sino que es necesario para leer cabalmente El caso Tuláyev
en toda su significación y con todas sus implicaciones. Si
Serge redactó esa nota, ¿lo hizo quizá para
«proteger inocentes», como suele decirse? Es posible.
En cualquier caso, esa nota revela la tensión política
por la que atravesaban editores, escritores, intelectuales, cuando
se trataba de discutir la actuación de Stalin, enormemente
prestigiado en amplios círculos internacionales por su «victoria»
armada sobre el nazi-fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Habrá quien prefiera la densidad trágica
y claustrofóbica de Darkness at Noon al dinamismo nómada
y no menos trágico de El caso Tuláyev. Tengo para
mí que la novela de Serge es un libro de mayor amplitud y
de no menor intensidad. Koestler se concentra en la teatralidad
de los Procesos ahí donde Serge abre el abanico de las sombras
enfrentadas bajo el fuego silencioso del poder omnímodo y
la siniestra arbitrariedad del Jefe. La geometría del pensamiento
totalitario produce, en Koestler, un estremecimiento dramático:
sus dialogantes son personajes casi beckettianos. Victor Serge,
en cambio, dibuja con varios colores en diferentes escenarios: España,
la tundra helada, Moscú entre las luces y las tinieblas.
El caso Tuláyev constituye, más allá de las
comparaciones, una novela extraordinaria en el conjunto de la obra
de Serge, publicada en español, en buena parte, en el país
donde él murió. No solamente su valor testimonial,
su agudeza analítica, su asombrosa penetración psicológica,
el poder visual y poético de sus descripciones, la armonía
de su estructura; sino la consumada orquestación de todos
esos elementos la hacen una novela clásica moderna, una obra
que poco a poco irá encontrando sus lectores en este fin
de siglo en que las transformaciones históricas ponen de
relieve, con una luz más intensa, la personalidad artística,
política e intelectual de su autor. Es justo que en México,
donde Victor Serge murió y donde dejó tantos amigos,
se publique ahora El caso Tuláyev, una de sus contribuciones
más enérgicas y valerosas a la conciencia de nuestro
tiempo y de la condición humana, del desarrollo de las sociedades
y de las ideas de justicia y libertad. Si Serge era un hombre verdaderamente
libre, la lectura de sus páginas hará circular, en
el ámbito de estos años, una radiante porción
de esa admirable libertad.
Ciudad de México, octubre de 1992
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