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La
toma del Palacio de Invierno
Tres camaradas, Podvoiski, Antonov-Ovseenko y Lachevich, tenían
a su cargo la organización de la toma del Palacio de Invierno.
Colaboraba con ellos Chunovski, destacado militante de las primeras
épocas, que había de perecer muy pronto en Ucrania.
La antigua residencia imperial se halla situada en el centro de
la ciudad, al borde del río Neva; a seiscientos metros de
distancia, en la margen de enfrente, forma pareja con ella la fortaleza
de Pedro y Pablo. Al sur, la fachada del Palacio da sobre una espaciosa
plaza pavimentada, en la cual se alza la columna de Alejandro I.
Lugar histórico. Al fondo, formando semicírculo, se
levantan los enormes edificios regulares del antiguo gran estado
mayor y del antiguo ministerio de Asuntos Extranjeros. En esta plaza
resonaron en 1879 los disparos del revólver del estudiante
Soloviev, ante el cual se vio huir corriendo en zigzag, lívido
y con la cabeza agachada, al autócrata Alejandro II. En 1881
retemblaban estos edificios siniestros, sacudidos por la dinamita
del ebanista Jalturin, que estallaba debajo de los departamentos
imperiales. El 22 de enero de 1905, debajo de aquellas mismas ventanas
abría la tropa el fuego sobre la muchedumbre de suplicantes
obreros, portadores de iconos, que acudían al zar, al padrecito
del pueblo, entonando himnos religiosos. Hubo aquí mismo
cincuenta muertos y un millar de víctimas en total, y la
autocracia quedó herida de muerte por sus propias balas…
El día 25 de octubre, desde las primeras horas de la mañana,
empezaron los regimientos que estaban de acuerdo con los bolcheviques
y las guardias rojas a cercar el Palacio de Invierno, sede del ministerio
Cerenski. La hora señalada para dar el asalto eran las nueve
de la noche, aunque Lenin se impacientaba, exigiendo que se acabase
aquello más de prisa. Mientras se iba cerrando lentamente
el círculo de hierro alrededor del Palacio, reuníase
el Congreso de los Soviets en Smolny, en un antiguo Instituto de
Jóvenes Nobles. Lenin, que vivía aún fuera
de la ley, disfrazado todavía, cuando sólo le faltaban
unas horas para ser la encarnación de la dictadura del proletariado,
iba y venía con paso nervioso en el interior de una pequeña
habitación del Instituto. Y preguntaba a todos los que llegaban:
«¿Y el Palacio? ¿No ha sido tomado todavía?»
Y poco a poco iba montando en cólera contra los vacilantes,
los contemporizadores, los indecisos. Se desataba en amenazas contra
Podvoiski: «¡Hay que fusilarlo, hay que fusilarlo!»
Los soldados, formando grupos alrededor de los braseros en las calles
cercanas al Palacio, daban pruebas de la misma impaciencia. Y se
les oía murmurar que «también los bolcheviques
se andaban ya con diplomacias». El sentimiento de Lenin coincidía
una vez más con el de la masa, aun en un punto de detalle.
Podvoiski, seguro de su triunfo, retrasaba el asalto. La agitación
desmoralizaba a un enemigo condenado de antemano. Cada gota de sangre
revolucionaria que se economizaba en semejantes condiciones, y ello
era cosa fácil, resultaba inestimable.
A las seis de la tarde se dirige a los ministros una primera intimación
para que se rindan; a las ocho, un ultimátum; el parlamentario
bolchevique arenga a los defensores del Palacio; los soldados de
un batallón especial se rinden a los sublevados; éstos
los cogen en la plaza, que se ha convertido en campo de batalla,
con un hurra formidable. Algunos momentos más tarde se rinde
el batallón de mujeres. Los ministros, aterrorizados, reunidos
en un gran salón que tiene las luces apagadas, y defendidos
por un puñado de jóvenes cadetes, vacilaban todavía
en capitular. Kerenski los ha abandonado, prometiendo regresar muy
pronto a la cabeza de las tropas fieles. Temen ser acuchillados
por aquella muchedumbre furiosa. Los cañones del Aurora —que
tira con pólvora sola— acaban de desmoralizar a los
defensores. El asalto de los rojos sólo tropieza con una
resistencia floja. Estallan algunas granadas en la gran escalinata
de mármol, y en los pasillos del Palacio se traban algunos
cuerpo a cuerpo. En la penumbra de una inmensa antecámara,
una fila de cadetes de rostro lívido cruzan sus bayonetas
delante de una puerta artesonada.
Es la última trinchera del último gobierno burgués
de Rusia. Antonov-Ovseenko, Chudnovski, Podvoiski, apartan aquellas
bayonetas inertes. Un joven les dice cuchicheando: «¡Estoy
con vosotros!» Allí está el gobierno provisional:
trece señores temblorosos, lamentables; trece rostros descompuestos,
sumidos en la oscuridad. Cuando salen del Palacio, enmarcados por
las filas de guardias rojos, se alza un clamoreo de muerte. Los
soldados y los marinos sienten veleidades de hacer una degollina.
Los contiene la guardia obrera: «¡No manchéis
con excesos la victoria del proletariado!»
Los ministros de Kerenski marchan al fuerte de Pedro y Pablo, vieja
bastilla por donde pasaron todos los héroes de la libertad
rusa, para reunirse con los ministros del último zar. Se
acabó.
Ni por un momento se había interrumpido en los barrios cercanos
la normalidad de la circulación. En los muelles contemplan
tranquilamente la escena algunos desocupados...
Un detalle acerca de la organización de la ofensiva: los
jefes militares de la insurrección tenían preparados
dos cuarteles generales de reserva, para que los posibles éxitos
momentáneos del enemigo no consiguiesen interrumpir su obra.
El
Congreso de los Soviets
Mientras los rojos cercaban el Palacio de Invierno, se reunía
el Soviet de Petrogrado. Lenin sale de la sombra. Lenin y Trotski
anuncian la toma del poder. Los Soviets van a ofrecer una paz justa
a todos los países; se harán públicos los textos
de los tratados secretos. Las primeras palabras de Lenin subrayan
la importancia que tiene la unión de los obreros y de los
campesinos, unión que no se ha sellado todavía.
«En el interior de Rusia la inmensa mayoría de los
campesinos ha dicho: “¡Basta de hacer el juego de los
capitalistas, unámonos en su avance a los obreros!”
Un decreto único, aboliendo la propiedad rústica,
nos atraerá la confianza de los campesinos. Ellos comprenderán
que sólo pueden salvarse mediante su unión con los
obreros. Instituiremos el control obrero de la producción…»
El congreso panruso de los Soviets no se abre hasta la noche, en
el gran salón de actos de Smolny, cuya total blancura resplandece
con los raudales de luz que brotan de las enormes arañas.
Se hallan presentes quinientos sesenta y dos delegados: trescientos
ochenta y dos son socialdemócratas bolcheviques, treinta
y uno independientes, pero simpatizantes con los bolcheviques; setenta
socialistas-revolucionarios de izquierda, treinta y seis socialistas-revolucionarios
del centro, diez y seis socialistas-revolucionarios de derecha,
tres socialistas-revolucionarios nacionales, quince socialdemócratas
internacionalistas unidos, veintiún socialdemócratas
mencheviques partidarios de la defensa nacional, siete delegados
socialdemócratas de las organizaciones na- cionales y cinco
anarquistas. Sala rebosante, febril. El menchevique Dan abre el
congreso en nombre del anterior Comité Ejecutivo panruso;
mientras se procede a elegir la mesa truena el cañón
sobre el Neva. La resistencia del Palacio de Invierno está
en los últimos estertores. Kamenev, «alegre y como
endomingado», sustituye a Dan en la presidencia. Presenta
un orden del día dividido en tres puntos: «1. Organización
del poder; 2. La guerra y la paz; 3. Asamblea constituyente.»
En los comienzos de la sesión actúan los partidos
de la oposición menchevique y socialistas-revolucionarios.
Habla en nombre de los primeros Martov, el líder más
honrado y de mayores capacidades, cuya extremada debilidad física
parecía denotar, no obstante, toda su energía, el
debilitamiento de la idea a cuyo servicio se había consagrado.
«Martov, con la mano apoyada en la cadera, postura habitual
en él, una mano temblorosa, exangüe, con su silueta
retorcida y extravagante, moviendo de un lado a otro su cabeza desgreñada,
exige que se dé al conflicto una solución pacífica…»
¡A buena hora! Mstislavski toma la palabra en nombre de los
socialistas-revolucionarios de izquierda. Su partido sentía
desprecio por el gobierno provisional, estaba en favor de que los
Soviets se hiciesen cargo del poder, pero había rehusado
intervenir en el golpe de fuerza. Todo su discurso está lleno
de matices. Que los Soviets asuman todo el poder, ¡desde luego!,
tanto más que se trata de un hecho consumado. Pero que cesen
en el acto las operaciones militares. ¿Cómo van a
deliberar entre el estampido de los cañones? A lo cual replica
Trotski con vivacidad: «Pero ¿hay alguien a quien le
moleste el ruido del cañón? ¡Todo lo contrario,
se trabaja mejor!»
Los cañonazos hacen retemblar los cristales. Y he aquí
que cuando mencheviques y socialistas-revolucionarios de derecha
denuncian «el crimen que se está cometiendo contra
la Patria y la Revolución», aparece en la tribuna,
para contestarles, un marino del Aurora: «Figura de bronce
—relata Mstislavski—, además sobrio, agresivo,
sin titubeos, palabra que corta el aire como un cuchillo, de los
que no se paran en barras, así era aquel hombre.» Apenas
se irguió en la tribuna, ágil y macizo, con el pecho
velludo encuadrado bajo un cuello marinero que ondulaba con gracia
alrededor de su cabeza crespa, cuando toda la sala estalló
en aclamaciones. «Se acabó el Palacio de Invierno —dijo—.
El Aurora hace fuego casi a bocajarro.» «¡Oh!»
—gimió a sus pies el menchevique Abramovich, con la
mirada extraviada y retorciéndose las manos. Y el hombre
del Aurora, contestando a aquella lamentación, con gesto
magnánimo, pero de una inimitable desenvoltura, le tranquilizó
con voz confidencial que vibraba con una risa interior: «Tiran
con pólvora sola. No se necesita más para asustar
a los ministros y a las mujeres del batallón escogido.»
Se produce un tumulto. Los mencheviques de la defensa nacional y
los socialistas-revolucionarios de derecha marchan a «morir
con el gobierno provisional». Pero no fueron muy lejos. Su
pequeña comitiva encontró las calles cortadas por
los guardias rojos y se fue disgregando por sí misma... Era
ya noche avanzada cuando los socialistas-revolucionarios de izquierda
se resolvieron a «seguir» a los bolcheviques y a permanecer
en el congreso.
Lenin no subió a la tribuna hasta la sesión del día
26, en que se votaron los grandes decretos acerca de las tierras,
la paz y el control obrero de la producción. No bien apareció,
envolviólo una aclamación inmensa. Esperó tranquilo
a que terminase, paseando la mirada por aquella multitud victoriosa.
Y luego, apoyando ambas manos en el pupitre, sus anchos hombros
ligeramente inclinados hacia el auditorio, con sencillez, sin un
ademán, dijo:
«Damos comienzo a la tarea de construir la sociedad socialista.»
En
Moscú: crisis económica y sublevación
En Moscú se dejó sentir de una manera más directa
la necesidad económica de la revolución.
La ciudad era administrada por una Duma (municipalidad) compuesta
de elementos burgueses, pequeño- burgueses e intelectuales,
entre los cuales disponían los socialistas-revolucionarios
y los cadetes de una mayoría bastante sólida, a la
que con frecuencia se sumaban los mencheviques. Era una asamblea
impopular. El público de las tribunas se entregaba en ellas
a manifestaciones ruidosas —como en la Convención—
aplaudiendo a la oposición bolchevique. La reelección
de las Dumas de distrito dio el 24 de septiembre ocasión
a los bolcheviques para tantear la disposición de las masas.
El resultado fue que éstas dieron la mayoría a los
bolcheviques en catorce de los diez y siete distritos. También
salieron reforzados de ellas los cadetes. Los partidos de conciliación
social, en cambio, salieron deshechos.
Los bolcheviques obtuvieron esta victoria por su comprensión
de las necesidades de la masa obrera. La miseria era aguda, se estaban
agotando las últimas reservas de trigo; acercábase
el día en que la ciudad se encontraría sin pan. La
ración de este alimento asignada por habitante y por día
había sido reducida a 100 gramos. El mal funcionamiento del
sistema de transportes impedía mejorar los abastecimientos.
Imponíase la necesidad de implantar medidas de salvación
pública de una extrema energía, tales como la centralización
de los servicios de abastos, la municipalización de la elaboración
del pan —en otros términos, la expropiación
de las panaderías—, la requisición de locales
y la inscripción obligatoria de todos los habitantes en un
censo único de avituallamiento. Eran los bolcheviques los
que exigían estas medidas. Pero ello implicaba la necesidad
de tomar otras. Esta crisis de los abastecimientos entraba en los
cálculos de guerra social que abrigaba la clase pudiente.
Venía a ser el complemento del sabotaje de la producción
que estaban realizando los patronos. Imponíase, pues, si
se quería remediar de veras la penuria, hacerse cargo de
toda la producción.
Los bolcheviques exigieron:
1. La desmovilización inmediata de todas aquellas empresas
industriales que antes de la guerra se hallaban dedicadas a producir
artículos de primera necesidad. «La prolongación
de la guerra acarreaba la pérdida de la capacidad de acción
revolucionaria del proletariado y del ejército, es decir,
el fracaso de la revolución.» (A. Schlichter.)
2. La requisa de las fábricas, medida destinada a acabar
con el sabotaje de la producción por los industriales y a
facilitar la reanudación rápida de la producción
de tiempos de paz. Finalidad: dar al campesino productos industriales
a cambio de sus cereales.
3. Hacer obligatorio el trabajo para los empleados de la industria,
que tal vez se sintiesen tentados a res- ponder con la huelga a
la socialización.
4. La requisa de los productos almacenados con ob- jeto de poner
coto a la especulación.
Al terminar la primer semana de octubre entraban los curtidores
de Moscú en su décima semana de huelga. ¡Pero
la huelga no es fácil con una ración de 100 gramos
de pan! Los sindicatos de la madera, de los metales, de la industria
textil, de los trabajadores municipales, se preparaban para la huelga.
Los patronos, por su parte, organizaban una especie de cadena de
huelgas de producción: lock-outs parciales, cierre de empresas
con múltiples pretextos, restricciones astutas o brutales
de la producción, ventas de maquinaria, liquidaciones, medidas
todas que justificaban con lo de que «la situación
era insostenible». El obrero moscovita se hallaba realmente
en una situación de extrema gravedad. El precio de los artículos
alimenticios había aumentado seis veces y media desde el
principio de la guerra; los artículos manufacturados de primera
necesidad (tejidos, calzado, leña, jabón, etcétera)
habían encarecido en la proporción de uno a doce;
los salarios, por el contrario, no habían subido, por término
medio, sino el cuádruple. Los obreros reclamaban inútilmente
que se reconociese a sus comités de fábrica. El gobierno
provisional, que simpatizaba con la clase patronal, les oponía
una mala voluntad evidente. De un momento a otro podían estallar
huelgas violentísimas. La crisis había llegado a su
madurez. El 19 de octubre, a propuesta de Bujarin y de Smirnov,
en presencia de una eventualidad semejante, la mayoría bolchevique
del Soviet de Moscú adoptaba una serie de medidas que pueden
calificarse de insurreccionales.
El Soviet dictaba decretos para satisfacer, de acuer- do con los
sindicatos, a los huelguistas; ordenaba el encarcelamiento de los
capitalistas culpables de sabotear la producción, la moratoria
de los alquileres, la movilización de las masas para que
la democracia revolucionaria se adueñase del poder. Invitóse
a los sindicatos a establecer por sí mismos la jornada de
ocho horas; los curtidores en huelga recibieron el mandato de volver
a poner ellos mismos en marcha las fábricas.
Pocos días más tarde se reunió una conferencia
urbana del partido. Semachko, Osinski y Smirnov hablan en ella de
la insurrección. «Con números y estadísticas
en la mano se puede demostrar que si el proletariado, que es el
único que puede poner fin a la guerra, no toma el poder,
se arruinará Rusia, faltará el pan y el combustible,
dejarán de funcionar las fábricas… Sus discursos
tienen un carácter científico, más aún,
académico. Nadie hubiera tomado aquello por una asamblea
revolucionaria que proyectaba el derrumbe social, sino por una sociedad
de sabios. El auditorio, cuya mitad pertenecía a las sociedades
militares, parecía indiferente. Nadie solicitó la
palabra para hablar en contra. Cuando llegó el momento de
la votación se alzaron todas las manos; la conferencia votó
por unanimidad la insurrección.» Se trataba de algo
que todos veían como necesario.
El Soviet de Moscú promulga el día 23 de octubre su
Decreto número 1, dando a los comités de fábrica
el control de la contratación y despido de obreros. El 24
vota el Soviet la organización de la guardia roja. Cada votación
da lugar a luchas tempestuosas con los mencheviques y los socialistas-revolucionarios.
Uno y otros defienden palmo a palmo lo que llaman democracia y legalidad.
El 25 de octubre, cuando ya en Petrogrado se ha entablado la batalla,
constituye el Soviet de Moscú —demasiado tarde—
su comité militar revolucionario. Los socialistas-revolucionarios
y los mencheviques exhortan al proletariado a reaccionar, a no seguir
el ejemplo nefasto de los usurpadores de Petrogrado. La Asamblea
Constituyente será la única que tenga poder para decidir
sobre los destinos de Rusia. Vencidos en las votaciones, entran,
sin embargo, los mencheviques, en el C. M. R. para «provocar
un desenlace, lo menos doloroso posible, a la tentativa del golpe
de Estado de los bolcheviques». Dicho en otros términos,
entran en él ¡para sabotear la insurrección!
Son admitidos...
Pero la Duma de la ciudad, reunida la víspera en sesión
secreta, sin los munícipes bolcheviques, había constituido
por su parte un Comité de Salvación Pública.
Rudnev, alcalde socialista-revolucionario, presidía los preparativos
para la lucha. El coronel Riabtsev, que era también socialista-revolucionario,
armaba precipitadamente a los alumnos de las escuelas militares
(junkers), a los estudiantes, a los muchachos jóvenes de
las escuelas; en una palabra, a toda la juventud de las clases burguesas
y medias.
Los
comienzos del terror blanco
La batalla callejera duró seis días y fue muy dura.
Correspondió al Comité de Salvación Pública
la iniciativa de las operaciones. El día 27, mientras las
Dumas celebraban una sesión común, intimaba al CMR
a disolverse de inmediato. Fue una lucha confusa, enconada y sangrienta,
cuyas peripecias no hemos de seguir aquí. Moscú tiene
el aspecto topográfico de una ciudad que ha ido creciendo
en el transcurso de los siglos, desarrollándose en círculos
concéntricos en torno a los palacios y a las iglesias del
Kremlin, especie de ciudad interior, fortificada y rodeada de elevadas
murallas almenadas y de torres puntiagudas. El Kremlin mismo, a
vista de pájaro, tiene el aspecto de un triángulo
cuya base se alarga siguiendo la margen izquierda del río
Moskova. La ciudad, edificada sobre colinas, conjunto de callejuelas
estrechas cuyas líneas irregulares se entrecruzan, sembrada
de innumerables iglesias que se levantan entre jardines, cercada
de largos bulevares plantados de árboles, ofrece innumerables
posibilidades para el ataque y la defensa. Desde el primer momento
se dibujaron las finalidades estratégicas de los dos adversarios.
El CMR tenía su sede en el local del Soviet, situado en el
centro de la ciudad, en lo alto de la calle Tverskaya, antigua residencia
del gobernador. El objetivo de las tropas de orden fue acabar con
aquel cuartel general. Por el contrario, la tarea del CMR estribaba
en sostenerse todo el tiempo necesario para dar lugar a que las
guardias rojas de los arrabales llegasen en socorro suyo, cogiendo
a los blancos de espalda. En estas condiciones, la toma del Kremlin
por los blancos fue sólo un episodio, aunque muy significativo.
Los rojos tenían la superioridad del número. “Nuestros
enemigos —refiere Muralov— tendrían unos diez
mil hombres; dos escuelas militares, seis escuelas de suboficiales…,
las secciones militares de los socialistas-revolucionarios y de
los mencheviques, la juventud de las escuelas; no contábamos
nosotros con menos de 50 000 combatientes seguros… a saber,
unos 15 000 hombres de tropas activas, 25 000 hombres de tropas
de reservas, 3 000 obreros armados, seis baterías ligeras
y algunas piezas de grueso calibre.” De un lado, los elementos
burgueses y pequeñoburgueses, sin exceptuar a los intelectuales;
del otro, la masa gris de los soldados y de los obreros. Sin embargo,
la carencia de organización y los titubeos de los rojos mantuvieron
incierta la lucha.
El 28, a media noche, los junkers —alumnos de las escuelas
militares— cercan el Kremlin. El Comité de Salvación
Pública ha ocupado para entonces las estaciones de ferrocarril,
la central eléctrica y la central de teléfonos. El
comandante del Kremlin, Berzin, aislado del CMR, entrega la fortaleza,
bajo promesa formal de que se respetará la vida de sus hombres
y después de habérsele certificado que “había
quedado restablecido el orden”. Se adelanta él mismo
a abrir las puertas. Es inmediatamente sujetado, golpeado, y recibe
toda clase de ultrajes de los junkers. Un coronel le dice: “¡Hola!
¿Todavía estás vivo? Hay que matarte.”
Los obreros del arsenal del Kremlin no se enteran de la capitulación
hasta el momento de ser arrestado su comité de fábrica.
Al amanecer se les ordena alinearse en uno de los grandes patios
del Kremlin, cerca del enorme cañón del zar Fedor
Ivanovich, provistos de sus documentos de identidad. Una vez allí
se les apunta bruscamente con tres ametralladoras que se hallaban
disimuladas. Recojo el relato de Ilia Noskov, uno de los que se
salvaron: “No pueden, sin embargo, imaginarse aquellos hombres
que los van a fusilar de aquella manera, sin juzgarlos, sin motivo
alguno, puesto que no habían combatido. Resuena la voz de
mando: ‘¡Alinearse! ¡Firmes!’ Los hombres
se inmovilizan con las manos en la costura del pantalón.
Entonces, y a una señal, estalla el martilleo infernal de
tres ametralladoras que rompen el fuego, y su martilleo se mezcla
con los gritos de espanto, los gemidos de agonía y los sollozos.
Todos los que no han caído segados por la primera descarga
se precipitan hacia la única salida: una puerta pequeña
y estrecha que ha quedado abierta a sus espaldas. Las ametralladoras
continúan haciendo fuego. Al cabo de unos minutos se forma
delante de aquella puerta un informe montón de hombres que
caen al suelo dando alaridos y cubiertos de sangre; sigue la ametralladora
hasta acabar con ellos… La metralla salpica de jirones de
carne y de sangre los muros de los edificios cercanos. Aquella degollina
no es un hecho aislado. Los blancos detenían y fusilaban
gente, al azar, en casi todas partes. En la escuela militar de Alexandrovskoe
daba sus sentencias de muerte un tribunal de guerra en treinta segundos,
y esas sentencias eran ejecutadas inmediatamente, en el patio. Tengamos
presente estos hechos. Ellos demuestran en los defensores del gobierno
provisional el propósito decidido de ahogar en sangre la
insurrección obrera. Así comenzaba el terror blanco.
La noticia de la degollina del Kremlin interrumpió las negociaciones
de armisticio que habían entablado el CMR y el coronel Riabtsev.
Lo que los blancos buscaban era únicamente ganar tiempo con
la esperanza de recibir refuerzos. El CMR comprendió que
sólo le quedaba el recurso de vencer o de morir. Se encontraba
casi cercado; pero las guardias rojas y los regimientos sublevados
acudían en masa en su auxilio desde todos los barrios de
la ciudad, de manera que los sitiadores se encontraron a su vez
cercados por un círculo de fuego. El 29 por la tarde, después
de una jornada terrible, durante la cual estuvo a punto de sucumbir
el estado mayor de la insurrección, se firmó una suspensión
de hostilidades por veinticuatro horas; pero la llegada de un batallón
de fuerzas de asalto, que se unió a los blancos, rompió
muy pronto aquella tregua. Los rojos, por su parte, recibían
artille- ría. Entraron en acción algunas baterías
en las plazas. Los blancos se replegaron hacia el Kremlin. Después
de largas tergiversaciones, debidas al temor de ocasionar la destrucción
de los monumentos históricos, se decidió el CMR a
dar órdenes para que fuese bombardeado el Kremlin. Los blancos
capitularon el día 2 de noviembre, a las cuatro de la tarde.
«Queda disuelto el Comité de Salvación Pública;
la guardia blanca entrega sus armas y es licenciada. Los oficiales
podrán conservar las armas que corresponden a sus grados;
en las escuelas militares se conservarán únicamente
las armas necesarias para los ejercicios. El CMR garantiza la libertad
y la inviolabilidad de todos.» Tales fueron las cláusulas
principales del tratado firmado entre blancos y rojos. Los combatientes
de la contrarrevolución, los autores de los fusilamientos
del Kremlin, que, de haber triunfado, no habrían dado cuartel
a los rojos —tenemos pruebas de ello—, quedaban libres.
¡Nefasta clemencia! Aquellos junkers, aquellos oficiales,
aquellos estudiantes, aquellos socialistas de contrarrevolución
iban a dispersarse por la inmensidad de Rusia para organizar en
todas partes la guerra civil. La revolución iba a encontrarlos
frente a ella en Yaroslav, en el Don, en Kazán, en Crimea,
en Siberia y en todos los complots organizados dentro de Rusia.
Organización
y espontaneidad
Presentan las insurrecciones de Petrogrado y de Moscú notables
diferencias.
En Petrogrado la sublevación, preparada detenidamente, con
minuciosidad, es esencialmente política; trátase de
la toma consciente del poder. La revolución, según
la frase de Trotski, tiene lugar en una fecha fija. Hay dos factores
decisivos que dominan los acontecimientos: el partido, la guarnición.
La acción se lleva adelante con una energía reflexiva,
sin el menor titubeo. El éxito es rápido y poco costoso.
No hay derramamiento de sangre.
La insurrección de Petrogrado nos presenta el modelo de un
movimiento de masas perfectamente organizado.
En Moscú la espontaneidad de las masas es superior a su organización.
El movimiento insurreccional obedece a un determinismo económico
casi directo. La conciencia política de las finalidades y
de los medios es aquí menos clara; las vacilaciones, los
tanteos, los retrasos, hacen surgir toda clase de obstáculos.
Un adversario muy inferior en número, pero bien organizado,
resuelto, dotado de una clara conciencia política de la finalidad
que persigue —restablecer el orden— y de los medios
a emplear —el terror— tiene a raya durante largos días
a la insurrección y le inflige pérdidas muy crueles.
Los obreros de los arrabales de Moscú se armaron como pudieron.
Con frecuencia avanzaron al combate abandonándose a su propia
intuición. Escaseaban las armas. Escaseaban las municiones.
Cuando se consiguió tener cañones, faltaron las granadas.
Cuando se tuvo granadas, se pudo ver que faltaban las alzas de las
piezas. Los servicios de enlace eran defectuosos. No existía
servicio alguno de información. «Combatíamos
muy mal, marchábamos arrastrados por los elementos»,
dice Muratov, que dirigía a los rojos. No había unidad
de comando, la iniciativa estaba siempre en manos de los blancos;
su inferioridad numérica estuvo compensada en ciertos momentos
con la ocupación de los puntos estratégicos.
El entusiasmo de los combatientes era, sin duda alguna, admirable;
unido a una buena organización hubiera hecho maravillas.
Entregado en gran parte a sí mismo, no pudo evitar que la
batalla fuese larga, insegura y costosa.
El CMR no se constituyó hasta el día 25, demasiado
tarde, y vaciló demasiado. Entabló negociaciones inútiles
con los socialistas-revolucionarios y con los mencheviques, cometió
el error de firmar el día 29 un armisticio, en el momento
mismo en que los rojos estaban a punto de apoderarse de la central
de teléfonos, dio pruebas de una magnanimidad deplorable
para con los contrarrevolucionarios vencidos.
En opinión nuestra, las insurrecciones de Petrogrado y de
Moscú son movimientos de tipos distintos. La de Moscú
hace recordar —vagamente, hagámoslo constar—
el tipo anticuado de las insurrecciones proletarias, cuyo modelo
perfecto nos lo ofrece la revuelta de los obreros parisinos en el
mes de junio de 1848, revuelta provocada deliberadamente por la
política económica de la burguesía. También
en los acontecimientos de Moscú desempeña papel importante
la provocación económica; a ella responde la insurrección
que, en ocasiones, cae víctima de sus maniobras; el enemigo
busca la ocasión de hacer una degollina. Por el contrario,
la insurrección de Petrogrado es la primera realización
del «nuevo tipo» de sublevación armada del proletariado,
que debía diseñarse con mayor relieve que en la insurrección
de Hamburgo, el año 1923. En ella se acopla la conjuración
de un gran partido con la acción de las masas; la una y la
otra se lanzan a la hora convenida, después de una preparación
minuciosa; queda reducida al mínimo la parte que se reserva
a la casualidad; empleándose con la mayor economía
las fuerzas comprometidas. En Hamburgo no acarreó la derrota
—que fue más bien una retirada— sino pérdidas
muy débiles. Ahora bien, lo corriente es que las derrotas
se paguen caras.
Los acontecimientos de Petrogrado y de Moscú ponen de relieve,
por contraste, la inmensa superioridad que tienen las acciones bien
organizadas sobre los mo- vimientos en que predomina la espontaneidad.
A la luz de estas experiencias pueden reducirse las condiciones
necesarias para la victoria del proletariado a estas reglas elementales
del arte militar: máximo de organización y de energía
en la acción; superioridad de fuerzas en el momento y en
los puntos decisivos.
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