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Hacia
las siete de la mañana, D. cargó él mismo sus
dos maletas en el taxi. La calle dormitaba aún, teñida
por ese blanco apagado de los amaneceres de París. Nadie
pasaba, salvo un leche- ro. Pureza matinal sobre las piedras y el
asfalto. Los cubos de basura estaban vacíos. D. no experimentó
ningún recelo. Se hizo conducir hasta la estación
del Norte, se irritó en el bar porque tuvo que aguardar para
tomar un café sin sabor, y enér- gicamente mandó
cargar de nuevo sus dos maletas en otro vehículo que le llevó
a la plaza de Iéna. Convencido de que no le habían
seguido, encontró la amplia plaza semejante a un decorado
sin actores, bañada por una luz tamizada en la que le hubiera
gustado vivir mucho tiempo, reflexionando. Antes de las ocho, París,
en sus barrios acomodados, parece como liberado de sí mismo;
así, en calma, es sólo una obra de la cordura humana.
D. pidió que le sirvieran, en una taberna de choferes, un
buen café sin pretensiones y dos croissants calientes, no
sin acordarse de aquel joven condenado a muerte que tan sólo
pidió unos croissants como último deseo, y no los
tuvo porque era demasiado temprano. «Vaya suerte», dijo
el joven pálido que, en efecto, sólo por la decapitación
consiguió su fin... Antes de tomar un tercer vehículo,
para lo cual tuvo que telefonear, D. pensó que las múltiples
precauciones, por razonables que pareciesen, constituían
en realidad un juego de semilocos. Siembran con pequeños
relevos, quizá incluso con jalones, la ruta del peligro.
Puede uno, sin sospecharlo en absoluto, ser percibido por azar en
la estación del Norte o en las inmediaciones de la plaza
de Iéna. Cualquiera puede anotar el número de un vehículo.
El tejemaneje mismo de los cambios de taxi puede llamar la atención.
Si se pensara en estas hipótesis, uno se volvería
maniático. Esta vez hizo que le llevaran directamente al
hotel, calle de Rochechouart. Se trataba de un establecimiento burgués,
probablemente frecuentado por viajantes de comercio, turistas modestos,
parejas adúlteras pero formales, músicos tranquilos
que trabajaban en salas de fiesta. El portero dijo: «Ah, señor
Lamberti.» D. rectificó firmemente, con el fin de convencerse
a sí mismo de su nueva personalidad: «Bruno Battisti,
señor.» «El 17, ¿no es así?»,
inquirió el portero, que no dudaba.
En la habitación, D., aunque estaba seguro de haberlas cerrado
bien, verificó las cerraduras de sus maletas. A las nueve,
D. estaba de vuelta en «su casa». La portera lo saludó.
«Buenos días, señor Malinesco. Creía
que estaba de viaje...» (¿Me has visto por tanto llevarme
las maletas, bruja?) «Sí, señora, me marcho
por seis semanas...» (¡Por una eternidad, señora!)
«Que tenga buen tiempo, señor Malinesco», dijo
la portera, como una costumbre que obliga a decir siempre alguna
cosa amable.
La señorita Armande, que era de una puntualidad odiosa, capaz
de aminorar el paso en la calle mirando su reloj o de esperar treinta
segundos en el rellano antes de entrar, llegó a las diez…
Al penetrar en el despacho, cuya puerta siempre encontraba entreabierta,
murmuraba un «señor Malinesco…» más
apa- gado que pronunciado, acompañado de una deferente inclinación
de cabeza. Ajada, más bien fea, de tez rosada, vestida con
colores neutros, llevaba grandes gafas brillantes sobre una cara
de vieja niña calculadora. D. la observaba con disimulada
atención. ¿Qué sabía ella de él?
Que era rico (él que nunca había poseído nada);
ella respetaba a los ricos. Filatelista, bibliófilo, aficionado
al arte antiguo, capaz de coger el tren o el auto y de recorrer
la Bretaña en invierno con el fin de traer un viejo aparador…
Amigo de artistas. Ella respondía al teléfono, escribía
algunas cartas, iba a veces al banco, recibía al señor
Soga, el agregado de embajada, un hombre pequeño, nervioso,
demasiado perfumado, al señor Sixte Mougin, el anticuario,
al señor Kehl, de la Sociedad de Filatelia, a veces al señor
Alain, que no tenía en absoluto aspecto de pintor…
Ella comenzaba a entender algo de sellos e incluso coleccionaba
un poco, nada más que las colonias francesas, por espíritu
de economía. Era una ocupación digna y parece que
el rey de Inglaterra tenía una hermosa co- lección.
De vez en cuando, D. mandaba que un detective siguiera a la señorita
Armande. La señorita Armande salía los sábados
por la noche con el señor Dupois, funcionario de la Enseñanza;
iban al cine; la portera del señor Dupois llamaba a la señorita
Armande «la novia de ese buen señor que ha sido tan
desgra- ciado…». D., desconfiando de las desgracias
de los otros todavía más que de las suyas, mandó
seguir al señor Dupois, Evariste, cuarenta y siete años,
propietario en Ivry, divorciado… Este señor jugaba
prudentemente a las carreras, compraba billetes de la Lotería
Nacional, leía periódicos de derechas, visitaba los
viernes un burdel de la calle Saint-Sauveur. Un hombre inocente.
—¿Está usted prometida? —preguntó
D. a la señorita Armande.
Ella no se sobresaltó, incapaz sin duda de un reflejo impulsivo,
pero sus dedos sí se movieron alterados.
—Señor Malinesco… ¿Cómo lo sabe?
Observó que la confusión ponía más agradable
la tez de la secretaria.
—Ah… el azar, señorita. La he visto un sábado
del brazo de su prometido…
—La cosa no está todavía decidida —dijo
ella con aire reservado.
¡Inocente, inocente! (Pero no se trataba de una convicción
racional.)
—Voy a ausentarme, señorita, durante seis semanas.
Remitirá usted el correo al señor Mougin...
Si alguien, dentro de tres días, iba a tener una cabeza de
rata ahogada en un cubo de agua, ¡ése iba a ser el
señor Sixte Mougin! D. lamentó no tener más
que un sentido limitado del humor; hubiese pensado con placer en
las preocupaciones de ese tembloroso y servil canalla, el señor
Sixte Mougin.
—Cuando el señor Soga telefonee, le dirá que
estoy en Estrasburgo...
«Estrasburgo», en clave, significaba «complicaciones
imprevistas».
La señorita Armande no rechistó. Nadie dudaba de nada.
¡Increíble que Ellos no hubiesen dispuesto desde hace
algunos meses una vigilancia interior contra mí! Pero si
lo increíble no fuese verdad algunas veces, ninguna lucha
sería posible. Con su pequeña letra cursiva, la secretaria
anotaba en la agenda: «Señor Soga. Decir: Estrasburgo...»
D., a quien no agradaban las notas, sonrió.
—No se fía de su memoria, por lo que veo.
—Sí, pero, cosa rara, a veces confundo los nombres
de ciudades como Edimburgo, Hamburgo, Estrasburgo, Mulhouse…
D. no se lo esperaba. Su garganta se secó instantáneamente.
Mulhouse, en la misma clave conocida por cinco personas, significaba:
«Desconfíe.»
—¿Por qué?
—No sé por qué, señor… Mire, he
estado a punto de escribir Mulhouse, a pesar mío.
—Quizá vaya también a Mulhouse —dijo D.
con humor.
Él dirigió hacia ella esa mirada pétrea, fría
y dura, que la secretaria raramente le descubría y que no
era la de un aficionado al arte. La señorita Armande se esforzó
para sonreír, con semblante falso. D. calculaba de prisa
los pros y los contras.
—Señorita, he aquí la llave del cajón
de abajo, a la derecha, del armario pequeño del vestíbulo.
Tráigame el expediente del señor Feuvre, Zurich, ya
sabe, la colección helvética… Los expedientes
no están en orden, deberá buscarlo.
—Bien, señor.
Ella, naturalmente, dejó su bolso cerca de la máquina
de escribir. D. lo abrió con la tranquila destreza adquirida
en otro tiempo en los trabajos del gabinete negro. Ojeó una
carta firmada «vuestro cariñosamente afectísimo,
Evariste». Hojeó la agenda. Descubrió —con
terror— un número de teléfono: X. 11-47. El
número temible era el 11-74. ¡Inversión de cifras!
La sospecha se convirtió en certeza con la fuerza de una
detonación cerebral. Al volver, la señorita Armande
miró su bolso. ¡Ah, nos comprendemos! D. cogió
una carta del señor Feuvre y la guardó en su bolsillo.
«Clasifique nuevamente el expediente…» Pero él
volvió a coger las llaves del armario y la secretaria no
se las pidió… ¡Verdaderamente, nos comprendemos
a fondo!, pensó D. Esto cambiaba todo. Recordó que
había encontrado su primer taxi parado, libre, a algunos
pasos de la casa, y que el conductor se ladeó hacia él
de una forma particularmente atenta… Apenas haya yo salido,
llamará al 11-74, o, por otra parte, quizá a cien
metros de aquí, quizá en esta misma casa... La señorita
Armande, muy incómoda, dominaba visiblemente una indecisión
o un cierto desasosiego.
—¿Qué ocurre? —dijo D. sin contemplaciones.
Ella explicó que durante la ausencia del señor Malinesco
deseaba tomar tres días de vacaciones, si esto era posible,
con el fin de… Se trataba de una tía, de una pequeña
hacienda en el campo, del señor Dupois. Una carta de notario
emergía del bolso.
—Por supuesto —interrumpió D.
Lo peor procedía sobre todo de tener que desconfiar de sí
mismo, desconfiar de la desconfianza. D. leía en el sobre
notarial el teléfono 11-47. Tranquilizado, olvidó
Mulhouse. «Por lo demás, me permitirá que le
ofrezca una gratificación de quinientos francos por el trimestre
pasado...» Uno percibe por la forma que la gente tiene de
aceptar el dinero el grado de su corruptibilidad. El centelleo de
las gafas de la joven fue de inocencia.
D. creía, como el mago cree en sus pequeños trucos,
en el secreto, en los códigos, en las estratagemas, en el
silencio, en las máscaras, en el juego irreprochable; pero
sabía también que los secretos se venden, que los
códigos se descifran, que las estratagemas se desbaratan,
que el silencio se rompe, que se adivinan las máscaras más
fácilmente que los rostros, que las informaciones en papel
carbón se recogen de las papeleras de los ministerios, que
no hay juego perfecto. Creía en la organización infalible
por su permanencia, su ramificación, sus recursos, su poder,
su abnegación, e incluso por la complicidad de sus adversarios
que la alimentaban unas veces involuntariamente, otras por cálculo.
Pero a partir del día en que había comenzado a apartarse
de la Organización se había sentido rechazado por
ella; aquel poder que tenía detrás de él se
hacía, en él, asfixiante.
El momento de su ruptura interior con la Organización databa
de la revelación del crimen. El crimen había aparecido
repentinamente después de una larga germinación indiscernible,
tal como una siniestra escuadra sobre el mar iluminada de pronto
por los proyectores. D. se había gritado a sí mismo,
una noche en silencio, ante los periódicos esparcidos por
la alfombra: «¡ No puedo más! ¡Es el fin
de todo!» Y ya nada le interesó, desde entonces, en
aquel apartamento estúpidamente confortable en el que la
teatralidad no acababa más que durante las horas de reposo,
cuando se instalaba en el sillón, el tablero dispuesto, para
solucionar los problemas que inevitablemente resolvía dado
que están todos solventados por adelantado; no hay más
que buscar, en el fondo todos los problemas están huecos.
O bien por la noche, muellemente acostado, suavemente iluminado,
el vaso de agua con limón al alcance de la mano, leyendo
una obra de Física, pues la constitución del átomo
quizá sea el único problema del universo y se resolverá,
y entonces se abrirá la era de la desesperación. Estos
ejercicios mentales lo tranquilizaban, pero sin llegar a relajarlo.
La verdadera calma sólo existe para aquellos que conocen
la mecánica del mundo en marcha hacia los cataclismos, de
cataclismo en cataclismo.
Se despidió discretamente de la secretaria. «Buen viaje,
señor Malinesco… Tenga confianza en mí…
Una ciudad muy bonita Estrasburgo, dicen…» Una mueca
de sonrisa se formó en el rostro arrugado del hombre mientras
bromeaba, sagaz incluso con la risa. «¿Qué es
una ciudad muy bonita? ¿Mulhouse?» La señorita
Armande pareció ligeramente vejada: «Está bien,
usted va a tomarme por una niña...» «¡Eso,
nunca! —dijo él sinceramente—. Espero que a mi
regreso anuncie sus amonestaciones...» «Es muy posible,
señor...», dijo la secretaria y hubo un destello tan
vivo en sus ojos que D. se apenó. («A mi regreso, nunca…»)
« ¡Cuántas veces ya he partido sin regreso! Esta
vez…» En el rellano respiró profundamente. El
aire del mar no hubiera sido más tonificante que la primera
bocanada respirada en aquella salida al vacío, en aquel desahogo
sin alegría e incluso mezclado de angustia… Desaparecida
la intolerable carga, uno se enderezaría… D. se alegró
de haberse prestado bien a la tarea hasta ese momento, habiéndose
dado además cuarenta y ocho horas o más de adelanto
para proseguirla. El ascensor estaba en marcha. D. descendió
los primeros peldaños de la escalera y se paró en
seco, escuchando. Subía alguien con un paso pesado y poco
enérgico que creyó reconocer…
Ese alguien, demasiado impaciente, no había querido esperar
que el ascensor bajase de nuevo. D. se inclinó furtivamente
y vio dos pisos más abajo, asida a la barandilla, la mano
gorda y sombría del señor Sixte Mougin. Los reflejos
del evadido son instantáneos. D. subió rápidamente,
de puntillas, hasta el quinto. Razonamientos seguros como un tiro
preciso se desencadenaban en su cerebro. El pensamiento puede vivir
intensamente cuando se juega la vida sin turbarse, mientras que
el corazón, habituado a lo imprevisto, late sin precipitación.
¿Cuarenta y ocho horas de adelanto? Ni una sola, querido
amigo. Quizá doce o catorce horas de retraso sobre el peligro.
Mougin viene porque le envían. Mi mensaje, depositado ayer,
no debía ser llevado a Amsterdam hasta pasado mañana
por la mañana. No había previsto que la desinformación
existía también para mí, que ya no contaba
con la confianza de los jefes, que el Enviado Extraordinario podía
mentir al invitarme a una reunión en Holanda, o autorizar
a alguien a abrir en su ausencia los sobres que reciba, los sobres
que nadie tiene el derecho a abrir bajo pena de muerte… El
señor Mougin llamaba en la puerta del piso inferior. El silencio
era tal alrededor del sonido del ascensor que D. percibió
la en- trecortada respiración de ese útil canalla,
el señor Mougin. La puerta se abrió y se cerró
tras el señor Mougin. Quizá abajo, en la calle, había
preparado todo un sistema de vigilancia, invisiblemente anudado
con celadas. D. trasladó su browning del bolsillo del pantalón
al del abrigo; precaución ridícula. Tomó el
ascensor. En la caja, con tonos de caoba, volvió deliberadamente
la espalda al espejo, incómodo por la imagen de un espía
doble al que una vez había acompañado en el ascensor
de la Prisión secreta, un atildado señor con pequeño
bigote de seductor al que se fusiló rápidamente. La
imagen de aquella cabeza difusa, desaparecida por cremación
desde hacía años, le sugirió una idea sarcástica
pero cargada de inquietud. ¿Y si la sospecha delirante se
hubiese abatido sobre el Enviado Extraordinario Krantz? Algún
otro desde entonces, un Enviado Más Extraordinario, abriría
su correspondencia… Estamos en tiempos de delirio, ¡yo
rompo con el delirio! Mientras pensaba esto, D. se lanzó
a la calle abarcando con la mirada las dos direcciones.
Un citroën gris estaba aparcado ante el número 15, vacío.
Un joven ciclista se ponía en marcha con lentitud llevando
un paquetito amarillo suspendido en el manillar; eso podía
ser una señal. Si me mira, es que… No me mira. Puede
ser que me haya identificado y que esté perfectamente adiestrado...
En frente, una joven disminuía su paso, buscando algo en
su bolso: eso podría ser un pretexto para observar la calle
con su espejo de bolsillo. Una camioneta verde torció hacia
la esquina de la calle de Sevres y giró en el mismo sitio
como si el conductor tuviese que economizar una pequeña curva…
Todo era a la vez banal y sospechoso. D. se fijó con preferencia
en el citroën vacío.
Nadie le siguió en la escalera del metro. Nadie despertó
su interés en el coche de primera. Los cambios subterráneos
de la estación de Saint-Lazare se prestan a las modificaciones
de dirección, a las bruscas vueltas como por un error fingido…
D. se volvió atrás varias veces. Una descarada rubia
se volvió hacia él con una amplia sonrisa de sus encías
rosadas. «¡Oh, no! —dijo D. con voz irritada—,
¡perdone!» Momentos después se dio cuenta de
que su abrigo, con el cuello levantado, estaba grotescamente abrochado
con un botón demasiado alto. Encendió un cigarrillo
y entró en la estación, cosa nada razonable, pues
las estaciones son propicias a inesperados encuentros. En efecto,
Alain apareció entre la muchedumbre, como si saliese precipitadamente
de un quiosco de periódicos.
—¡Usted! —dijo Alain, alegremente asombrado.
El semblante abierto, la mirada más despierta que inteligente:
en sus movimientos, un vigor de triunfador. D. lo quería,
de esa forma suave con la que era todavía capaz de sentir
amistad. Agente ejemplar, dotado de iniciativa, prudente, desinteresado,
Alain le debía su iniciación al trabajo, es decir,
a la abnegación que llena hasta el borde la copa de una existencia.
D. no lo empleaba aún más que en tareas ligeramente
arriesgadas, sobre todo como enlace con funcionarios subalternos
o militantes del Partido diseminados por los arsenales y los astilleros
navales. No hace mucho, antes de la pesadilla que le había
vuelto taciturno, D. invitaba algunas veces a Alain y a su mujer
a cenar en un buen restaurante. Hablaban de pintura y de doctrina,
de acontecimientos. Alain preguntaba con interés. A D. le
agradaba engañar sin aparentarlo. Esto le resultaba a él
todavía más beneficioso que a aquel joven cultivado
pero elemental.
*
* *
—¿Y
usted? —preguntó D.
—Todo va bien. Dentro de diez días tendré mercancías
interesantes. Se pondrá contento.
«Yo también —pensó D.— soy un elemental…
Ha sido necesaria toda una época de la historia para formarme.
A los veinticinco años, yo era como él, menos ese
hermoso rostro hecho para agradar a las chicas…»
—Acompáñeme un momento, Alain. Me ha alegrado
encontrarle.
Volvieron a subir por la calle de Roma. En la plaza de Europa, D.
dijo: «Aquí, se está bien...» La plataforma
aérea superpuesta a las líneas de ferrocarril parecía
reunir arterias inseparables, pero extrañas unas a otras,
y encajaba bien tal nombre bajo la fina lluvia que comenzaba a caer.
Lentas explosiones de vapores blancos subían de la estación.
La palidez de París era apacible. Se detuvieron.
—No nos veremos más, Alain. Ya vendrán a encontrarle.
Recibirá instrucciones.
D. observó el nacimiento de una inquietud en los jóvenes
ojos castaños.
—Sí. Así es. Le digo adiós.
—No comprendo —dijo Alain—. Escuche... Usted tiene
confianza en mí. Dígame una palabra, nada más
que una palabra. ¿Ha pasado alguna cosa? ¿Peligro?
Está usted...
El miedo acudía a la mente de Alain, ese miedo particular
que D. conocía tan bien (¡hay tantos miedos diferentes!):
el miedo de atinar exactamente, el miedo de afrontar, comprendiendo,
lo que es incomprensible…
—¿Sospechoso? No. Soy el mismo. Me voy. Esto se ha
acabado para mí. Eso es todo.
—¡Pero no es posible! —dijo el joven, en voz baja.
Sus labios parecieron murmurar otras palabras, contenidas.
—He dimitido —dijo secamente D.—. Usted continuará
el trabajo con otro.
… Hizo una experiencia con este joven, una vivisección
sobre sí mismo. La prueba de su afecto con la vana demostración
de una bravata. D. se dio cuenta —y ello era raro, pues tales
sentimientos deberían haber estado extinguidos en él—
que quería ser comprendido. Este joven, cuya alma había
modelado, no puede no darse cuenta de que si él se va, él,
D., si él no puede más, si renuncia, es porque suceden
cosas demasiado graves y que finalmente se hace necesaria una renuncia…
La conciencia de un hombre es algo totalmente secundario en el combate
por una causa tan elevada: pero he aquí que ella se convierte
en algo esencial. Uno se desprende de su propia vida, «abandona»
el Servicio Secreto y dice: «No. Yo, solo, desarmado, fiel,
después de veinte años de labor, digo hoy: no.»
Pero para llegar a eso ha sido preciso que la situación se
haya puesto horriblemente negra.
D. abrió su pitillera de cuero. Unos ciclistas atravesaban
la plaza; parecían mosquitos, mosquitos humanos; ellos ignoraban
estos problemas. Una locomotora silbó debajo de la plaza.
El otoño penetraba hasta los tuétanos con aquella
fina lluvia. Alain tenía la cabeza descubierta.
—Se va a enfriar, Alain —dijo amigablemente D.—.
Separémonos. Adiós.
Pero lo observó. El joven rostro había palidecido,
parecía enfermo o endemoniado. Si una mujer le hubiera gritado:
«Quiero a otro, ¡vete!», él hubiera guardado
el mismo confuso silencio. Alain veía a D. a través
de un espacio mate, desfigurado. De repente se había convertido
en un hombre de rostro viejo, ajado, como si la carne se hubiese
escurrido dejando transparentarse el cráneo. Cabeza de muerto
que afectaba vivir. ¡No se dimite! Se huye, se está
acosado, acabado, justamente acabado porque la huida es una traición.
—No me esperaba eso de usted —murmuró Alain.
El tono de voz cambió. Apareció una decepción
rayana en el desprecio, llamando al insulto. Los pómulos
del joven recobraron un poco de color y dijo entrecortadamente:
«Usted debería saber mejor que yo que...»
(… El viejo disco se puso en marcha solo… Que todo cuanto
se hace de abominable en apariencia responde a una necesidad puesto
que se hace, que el Partido está por encima de todo cuanto
hace, guiado por manos sumamente seguras; que si nos ponemos a dudar
estamos perdidos; que a los que se mata son traidores puesto que
se les mata; que me lo ha enseñado ¡USTED MISMO!…
D. oyó claramente estas fórmulas que no podían
ser otras, como si las máquinas las troquelasen en metal.
Él sólo les oponía en su fuero interno un NO
de dureza, de liberación, de liberación difícil
de justificar. El movimiento negativo de su cabeza apenas se notaba;
la sonrisa de esa seguridad superior que él se concedía,
esbozaba un rictus. ¿Este muchacho no va a acordarse de lo
que yo he sido para él, de lo que él sabe a migajas
de mi pasado, de lo que yo soy?)
Alain no sabía qué hacer con sus manos. La derecha
daba tirones de un botón de su impermeable. Estaba aturdido.
Cogerle por el brazo, mirarle a los ojos sin reticencia y decirle:
«Cálmate, hijo mío. Yo no he cambiado en nada.
He comprendido, he juzgado, y es precisamente porque no cambiaré
nunca por lo que no puedo soportar más lo que pasa. ¡Tantos
muertos, tantas mentiras, tanto veneno volcado repetidamente en
nuestra alma, en nuestra propia alma, comprendes! Excúsame
por emplear un término místico...» En D. esto
sólo representaba una pequeña veleidad. Siente que
esto no es factible. El ser humano es siempre imprudente…
—Va a arrancarse ese botón, Alain.
El desconcierto del joven provocó en su rostro una sonrisa
de insensato.
—Es usted un... —dijo.
No acabó. Se marchó con un paso brusco como si se
contuviera para no correr. A pesar de todo no supo decir la palabra
«traidor». ¿A causa del disgusto? ¿Por
alguna duda? ¿Presentía lo que esta palabra implica
de inicuamente increíble?
«Todo esto me importa un bledo», se dijo D. a sí
mismo. «Buen muchacho. Quizá comprenderá a su
tiempo, pero demasiado tarde. Lo probable es que sea devorado mucho
antes. Es de aquellos que creen ciegamente, sirven y después
se sienten víctimas y van de un lado para otro durante años
por los cursos de las Casas Centrales. Después el Servicio
no sabe qué hacer con ellos, pues es necesario recompensarlos,
asegurarse su silencio o hacerlos desaparecer… En el futuro,
no será a la Ar- gentina o a México donde se irán,
será a la nada. Y con más seguridad Alain, por haberme
conocido…
»Tomemos no obstante distancia. Yo no deseaba este adiós.
Ahora Alain es un enemigo. Dominada la emoción, lamentará
no haberme simulado simpatía, y tal vez su antigua admiración
comprensiva, para haber mantenido el contacto. Yo habría
creído en su juventud, en su inquietud: y me hubiera conducido
a una emboscada. Regla: nadie en este mundo merece fe. Puesto que
aquellos que merecían plena fe están muertos. Mancillados
y muertos. Y en resumidas cuentas nosotros mismos hemos hecho todo
eso...»
D. lanzó hacia la plaza de Europa una mirada desesperada.
Llovía apaciblemente.
*
* *
No
hacía un tiempo como para ir al bosque, pero había
que matar el tiempo restante hasta la torturadora reunión
de las tres. No tenía apetito. Debe haber entre la fisiología
y la psicología relaciones estrechas. Sentía sólo
sed de ver árboles, agua, soledades: lo ideal sería
un gran paisaje lleno de verdes bosquecillos, lejanas montañas,
cruzado por vuelos de pájaros, recorrido por vientos monótonos,
iluminado por un sol tibio, uno de esos paisajes de Siberia que
dan a la tristeza una viva alacridad (con tal que no se esté
en cautiverio). Y se sabe que caminando algunas horas se llegaría
al Irtish, río estacionario, visión de un dilatado
destino sin fin… «Taxi, al bosque de Bolonia; no vaya
demasiado de prisa...»
El viejo vehículo se ladeaba un poco hacia la izquierda.
D. se sorprendió, balanceándose, en un compartimiento
de badana mugrienta. Bajó los dos cristales para poder respirar
el olor a lluvia… El bosque estaba gris-rojizo, malva-ceniza
en sus suaves profundidades, alfombrado de hojas muertas. Un espectáculo
de decadencia, lo que me hacía falta hoy. Las avenidas asfaltadas,
los cuidados calveros entre los grupos cerrados de árboles,
la superficie lisa de los lagos que mezclaban el cielo y el lodo,
todo se movía con un abandono que no estaba ni verdaderamente
vivo ni verdaderamente muerto. «Aminore la velocidad, conductor,
por favor...»
D. se tranquilizaba. Un porvenir parecido al de estas avenidas.
No querer nada, no esperar nada, no temer nada. No pertenecer a
nadie, ni siquiera a sí mismo. No considerar más nada.
No ser más esa molécula pensante de una colectividad
formidable, encarnizadamente consagrada, lúcida, forzada
por una voluntad tal que ha cesado de saber lo que hace. ¿Estoy
desalentado hasta ese extremo? Me estoy convirtiendo en un personaje
de novela para un público de intelectuales. Todo se despega
de mí, todo: las ideas imperiosas, el Partido, el Estado,
el nuevo mundo en construcción, los hombres, las mujeres,
en un penoso esfuerzo entre las trincheras de una línea de
fuego (que se asemeja a este bosque transido) en las que se alojaban
los combatientes agotados y obstinados en una guerra, a su pesar,
por la esperanza, ¡y la esperanza engañada! Las calles
de la única verdadera capital del mundo agitadas bajo los
cimientos con sus caserones cuadrados, de amplios ventanales, en
los que cada casillero habilitado en el hormigón encerraba
seres mal alimentados, cautivos de un destino prodigioso (y un 40%
de papeleo parasitario). ¡Capital de la tortura! Los laboratorios
de microfotografía, las clases de la escuela especial, las
células subterráneas de la prisión secreta,
que vibran al paso de los vagones del metro, los gabinetes de cifrado,
el Poder Central. El lugar de las ejecuciones, un sótano
sin duda, construido con hormigón, frecuentemente fregado,
racionalizado, al que tantos hombres han descendido sintiendo de
pronto el aniquilamiento de todo: fe, obra, vida, razón…
Las banderas rojas… Las banderas rojas, los brotes del humanismo
socialista que el polvo, la basura y la sangre no podrían
recubrir totalmente… El encanto de las ciudades de Occidente,
tan resistente al análisis, la sensación de un mundo
inconsciente pero ignorante del hambre, del terror, del agotamiento,
del entusiasmo ascético y glacial, el único que confiere
un sentido a lo cotidiano; el condescendiente dejar vivir de un
mundo mezquinamente razonable, agradablemente sensual, deslizándose
día tras día hacia un apocalipsis… El placer
amargo del cuerpo a cuerpo con las catástrofes dispuestas
para saltar desde lo invisible a los titulares de los periódicos,
esa intriga gigante rodeando a los países —pintados
en el mapa infantil con colores de acuarela— con sus redes
de información, desinformación, envilecimiento, proezas,
estadísticas, petróleo, metales, mensajes… La
convicción de que nosotros somos, a pesar de todo —¡por
miserables que parezcamos!—, los más clarividentes,
los más humanos bajo nuestras corazas de inhumanidad científica,
los más amenazados por eso mismo, los que más confiamos
en el porvenir del mundo —¡y locos de recelo!—.
¡Ah!, todo eso se despega de mí, ¿qué
va a quedarme?, ¿qué va a quedar de mí? Este
hombre, casi un viejo, sagazmente razonador, llevado por un taxi
fatigado a través de un paisaje inútil… ¿No
haría mejor volviendo? «¡Camaradas, fusiladme
como a los otros!» Al menos así esto acabaría
según la lógica de la historia (desde el momento en
que uno se ha dado a la historia… Cumplidores hasta el final…
Si es necesario extinguir el Sol, ¡extingámoslo! «Necesidad»,
fórmula mágica…). Sería fácil;
¿pero ser cómplice? ¿Y si eso no es lo necesario?
¿Y si la gran máquina va al revés, si sus engranajes
cerebrales se han pervertido, si sus engranajes sociales se han
podrido? ¿Cómo decía el Viejo? «La dirección
se nos escapa de las manos, el control de nosotros mismos se nos
escapa…» Aquí, el pensamiento se oscurece, la
historia es quizá mucho más difícil de penetrar
que lo que nosotros habíamos creído con nuestras tres
docenas de buenas fórmulas materialistas. Probablemente,
ellos me matarían en seguida. Desde tres puntos de vista
harían bien: 1.° Estoy lleno de ideas disolventes (un
policía japonés diría «ideas peligrosas»);
2.° Ellos conti- nuarían el trabajo; 3.° Yo estoy
acabado… ¿Pero qué trabajo continuarían
ellos?; ¿hacia qué abismos?
Reiteradamente desligado de sus días, de sus noches. Pensó
en los rostros de los perseguidos, gravemente estudiados en las
fotos, pues se les vigilaba, se introducía entre ellos afanosos
agentes, se visitaban invisiblemente sus reducidos alojamientos,
se hojeaban los papeles de sus cajones, se fotografiaba su correspondencia;
y ellos no sospechaban, perseveraban en su ínfima actividad,
publicando boletines multicopiados, recaudando fondos para un folleto,
exponiendo teorías, bastante justas, en el fondo, de vez
en cuando, ante un auditorio de treinta personas (entre ellas tres
confidentes) en el primer piso del café Voltaire… ¿Juntarse
con ellos? ¿Iban a creer en mí, que no creo en ellos?
No puedo creer más que en el poder. ¡La verdad, despojada
de su poesía metafísica, no existe más que
en los cerebros! ¡Se pueden destruir tan rápidamente
algunos cerebros! Y después, basta de verdad. Si el poder
está contra ellos, contra mí, no podríamos
nada. El torrente nos arrastra.
D. esperaba si no la alegría profunda de una liberación,
al menos el alivio del fin de un dolor. Contrariamente a toda prudencia,
habló rabiosamente en voz alta: «¡Yo tengo sin
embargo razón!» El conductor se volvió:
—¿Decía, señor?
—Nada. Dé todavía una vuelta. Voy adelantado.
Adelantado sobre nada. No queda más que la negación.
No, no, no, no. El No al poder. Yo, nadie, rehúso mi consentimiento.
Conservo mi razón en el momento en que vosotros perdéis
la vuestra. Digo que la destrucción de los mejores es el
peor crimen, la peor locura. Si el poder se vuelve contra sí
mismo y comienza a destruirse con ensañamiento, yo tengo
razón al ir contra él. Él sobrevivirá,
yo pereceré, luego él tiene razón contra mí…
¿Puede él sobrevivir si se devora; si sufre de una
alienación hasta ahora desconocida? ¿Y si al sobrevivir
el poder reniega de sí mismo y cambia de rostro y de fines?
En tal caso yo soy fiel renegando de él, pero eso es puro
idealismo y no sentido práctico.
Conocí a tantos ejecutados por sus nombres, sus facciones,
sus debilidades, sus manías, sus aptitudes, sus viajes, sus
estados de servicio, sus libros, su prestigio, que se prohibía
pensar en ellos por temor a una desmoralizante fatiga. Rechazados,
formaban la «cohorte» anónima y el «número»
negro… ¡Nos creímos la «cohorte de hierro»,
la de los elegidos! Nuestro orgullo fue justamente castigado…
El número negro era el resultado de comprobaciones atentas
y variaba según el grado de amar- gura, de revueltas y de
piedad del momento: en todo caso un número de cinco cifras.
Tantos como ejecutados.
¿Qué es la «conciencia»? ¿Un residuo
de creencias inculcadas desde los tabúes primitivos hasta
la gran prensa? Los psicólogos han encontrado para estas
huellas profundas un término apropiado: el «superyó»,
dicen ellos… Sólo puedo invocar la conciencia y no
sé lo que es. Presiento una protesta ineficaz que surge en
mí desde un fondo que ignoro para desafiar la eficacia destructora,
el poder, toda la realidad material, pero ¿en nombre de qué?
¿De la iluminación interior? Me comporto casi como
un creyente. No puedo ser de otro modo. La palabra de Lutero. Únicamente,
que el visionario alemán que lanzaba su tintero a la cabeza
del diablo añadía: «¡Que Dios me ayude!»
¿Pero quién vendrá a ayudarme a mí?
Los grandes periódicos no tienen conciencia (él lo
sabía bien porque frecuentemente los había comprado,
por medio de intermediarios sagaces) y los pequeños no existían.
Los grandes escritores no me creerían. Aquellos que podrían
creerme no me comprenderían, y no es a mí a quien
se trata de comprender, es la pesadilla del poder enfermo y el final
de una categoría de hombres que piensan. Los escritores,
además, prefieren otros temas menos comprometidos, con una
venta más asegurada… Yo no diré nada, nada.
Si en seis meses no consigo la paz en el Paraguay o en California,
me haré traer obras de psicología para intentar comprender
la conciencia, el superyó, el ego y la sospecha, la obsesión
de la sospecha, y la repentina necesidad de matar a los mejores
con el fin de ....
de Psiquiatría de la Salud Pública, a la Dirección
de la Moral en el Ejército, al Departamento Político,
al Instituto de la Longevidad, encargado de velar por la conservación
de los dirigentes del Estado (del Estado destructor de sus propios
dirigentes…). Y estas instituciones, consideradas en su conjunto,
se dedican a preparar las catástrofes: el círculo
queda cerrado.
D. mandó detener el vehículo ante la puerta de un
pequeño café de Neuilly. Sentóse en una mesa
de mármol blanco y se hizo servir jamón y vino. La
depresión se iba pasando. Era el misterioso ballet de las
ideas negras, de las luces y de los instintos, gobernado por un
director de escena desconocido: fisiología y la X espiritual.
El conductor, bebiendo en la barra, discutía con el dueño
el arte de preparar el conejo con vino blanco. D. sintió
de repente una especie de amistad hacia estos dos hombres. ¡Basta
de desenfreno cerebral! El nudo corredizo ha sido cortado. Debía
superar ahora las consecuencias del cansancio excesivo de los nervios.
Un poco de orgullo, querido amigo, tú eres de la clase de
los fuertes. (Es bueno repetírselo de vez en cuando, incluso
aunque sólo sea un procedimiento de autosugestión…)
Releyó mentalmente el mensaje que había mandado la
víspera al Enviado Extraordinario; veinte líneas de
una banalidad calculada, que contenía sin embargo este párrafo
claro y sincero:
«… Desapruebo de forma tan total las cosas que están
sucediendo que me sería imposible cumplir con deberes que
son incompatibles con la duda y la censura. Usted conoce mi abnegación
absoluta, muchas veces atestiguada por los actos. No puedo más
que asegurarle que me retiro definitivamente a la vida privada,
y me comprometo a no decir ni hacer nada que pueda perjudicar nuestra
causa...» Un breve informe concerniente a las cuentas de los
bancos, los asuntos corrientes, la relación con los subagentes.
D. descubrió que las palabras «desaprobación»,
«duda» y «censura» (una sola de las tres
hubiera sido suficiente…) anulaban la «abnegación
absoluta» y el compromiso adquirido. Ellas abrían mil
puertas sobre los problemas. Juzgaban al Partido, al sistema, a
la Organización; el hombre que juzga a la colectividad, por
el solo hecho de asumir esa temeridad, se coloca fuera de la ley.
«Después de todo, yo nunca he tenido miedo de que me
mataran.» Pero ahora la gravedad del riesgo lindaba con la
certeza y la calidad del riesgo descendía de forma humillante.
El riesgo aceptado por la colectividad no exigía justificación.
¿Y el riesgo corrido por uno mismo? Se dijo groseramente:
«Vivir nada más que para sí es tan infecundo
como el onanismo.»
«… bien escabechado en el vino blanco», decía
el conductor. «La cebolla dorada aparte… un diente de
ajo, una nuez moscada...» Otra voz pastosa y reguladora prolongaba
comentarios terminados con un chasquido de la lengua: «Eso,
señor, es cosa fina, ¡se lo aseguro!» «¿El
encebollado?», intervino D. ani- mado. «Voy a explicárselo»,
dijo el patrón, que tenía un semblante simpático.
D. escuchó la explicación sin seguirla. ¡Hubiera
estado bien estrechar cordialmente las manos de estos hombres, e
invitarse un domingo en Suresnes, para beber juntos Beaujolais!
D. se puso triste en el momento de liquidar las consumiciones. La
hora difícil del encuentro con Nadine se aproximaba.
Traducción
de A. González Troyano |