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Mundo sin evasión posible (1906-1912)
Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve, muy
claro, este doble sentimiento que habría de dominarme durante
toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión
posible donde el único remedio era luchar por una evasión
imposible. Sentía una aversión mezclada de rabia y
de indignación hacia los hombres a los que veía instalarse
en él cómodamente. ¿Cómo podían
ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad?
Esto provenía, ahora lo veo, de mi formación de hijo
de emigrados revolucionarios arrojados a las grandes ciudades de
Occidente por los primeros huracanes de las Rusias.
El 1 de marzo de 1881, nueve años antes de mi nacimiento,
en un día de nieve rala, en San Petersburgo, una mujer joven
y rubia de rostro dulce y voluntarioso, que esperaba al borde de
un canal el paso de un trineo escoltado por cosacos, agitó
de pronto un pañuelo. Resonaron pequeñas explosiones
sordas, el trineo se detuvo en seco, hubo, sobre la nieve, tirado
contra el parapeto del canal, un hombre de patillas entrecanas cuyas
piernas y cuyo bajo vientre estaban despedazados: el zar Alejandro
II. El Partido de la Voluntad del Pueblo publicó a la ma-
ñana siguiente su decreto de muerte. Mi padre, suboficial
en la caballería de la guardia imperial, estaba entonces
de servicio en la capital y simpatizaba con ese partido clandestino,
que exigía para el pueblo ruso «la tierra y la libertad»
y no contaba con más de unos sesenta miembros y de dos a
trescientos simpatizantes. Entre los autores del atentado, fue detenido
el químico Nicolai Kibalchich, pariente lejano de mi padre,
que fue ahorcado, con Zheliabov, Risakov, Mijailov y Sofia Peróvskaia,
hija de un antiguo gobernador de San Petersburgo. Ante los jueces,
cuatro de cada cinco condenados defendieron sobriamente, firmemente
su reivindicación de libertad; en el cadalso, se abrazaron
y murieron con calma… Mi padre se había lanzado al
combate con una organización militar del sur de Rusia que
fue destruida entera en poco tiempo; se escondió algunos
días en los jardines de la Santa- Labra de Kiev, el más
viejo de los monasterios de Rusia; pasó la frontera austriaca
a nado bajo las balas de los gendarmes; y fue a recomenzar su vida
a Ginebra, en tierra de asilo.
Quería ser médico, pero la geología, la química,
la sociología, la filosofia le apasionaban también.
Siempre lo vi poseído de una inextinguible sed de conocimiento
y de comprensión que debía trabarle constantemente
en la actividad práctica. Como toda su generación
re- volucionaria, cuyos maestros eran Alexander Herzen, Bielinsky,
Chernyshevsky —presidiario por entonces en Yakutia—
y por reacción contra su educación religiosa, se hizo
agnóstico, como Herbert Spencer, a quien escuchó en
Londres.
Mi abuelo paterno, de origen montenegrino, era sacerdote en una
pequeña ciudad del gobierno de Chernigov; sólo he
conocido de él un daguerrotipo amarillento que mostraba a
un pope flaco y barbudo, de frente grande, de rostro benevolente,
rodeado en un jardín de hermosos niños descalzos.
Mi madre, de pequeña nobleza polaca, había huido de
la vida burguesa de Petersburgo para venir también ella a
estudiar a Ginebra. Yo nací por azar en Bruselas, por los
caminos del mundo, pues mis padres, en busca del pan cotidiano y
de las buenas bibliotecas, viajaban entre Londres —British
Museum—, París, Suiza y Bélgica. Había
siempre en las paredes, en nuestros pequeños alojamientos
azarosos, retratos de ahorcados. Las conversaciones de los adultos
se referían a procesos, a ejecuciones, a evasiones, a los
caminos de Siberia, a grandes ideas constantemente puestas en tela
de juicio, a los últimos libros sobre esas ideas… Yo
acumulaba en mi memoria infantil las imágenes del mundo,
catedral de Canterbury, explanada de la vieja citadela de Dover,
encima del mar, tétrica calle de ladrillos rojos de Whitechaple,
colinas de Lieja… Aprendí a leer en ediciones baratas
de Shakespeare y de Chéjov, y durante mucho tiempo soñé
al dormirme con el rey Lear, ciego, sostenido en el páramo
inhumano por la ternura de Cordelia. Adquiría también
un duro conocimiento de esta ley no escrita: tendrás hambre.
Me parece que si, cuando tenía 12 años, me hubieran
preguntado: ¿qué es la vida? (y yo me lo preguntaba
a menudo), habría contestado: no sé, pero veo que
quiere decir: pensarás, lucharás, tendrás hambre.
[Fue sin duda entre los 6 y los 8 años cuando me convertí
en malhechor —y esto habría de inculcarme otra ley:
resistirás. Era un niño muy amado, el primogénito,
me convertí inexplicablemente en un niño malvado durante
años. Con una habilidad diabólica, el niño
malvado hacía el mal, como si hubiera querido vengarme del
universo, y en primer lugar, del modo más cruel, de aquellos
a quienes amaba. Las preciosas páginas de notas científicas
de mi padre aparecían desgarradas. La leche, puesta a refrescar
en el repecho de la ventana, para la cena, aparecía salada.
Los vestidos de mi mamá eran quemados misteriosamente con
cerillos y acuchillados a tijeretazos. La tinta era volcada solapadamente
sobre la ropa recién planchada. Desaparecían objetos
destruidos. Nadie podía sorprender las manos del niño
malvado, mis manos. Me hablaban largamente, me amonestaban, vi muchas
veces a mi madre con los ojos llenos de lágrimas, me pegaban
también, me castigaban de cien maneras, pues estos pequeños
crímenes eran locos, exasperantes, incomprensibles. Yo bebía
la leche salada, negaba —natu- ralmente—, me deshacía
en promesas lamentables y luego me acostaba, en una desolación
infinita, pensando en el rey Lear sostenido por Cornelia. Me hacía
taciturno y cerrado. A ratos cesaban los crímenes, la vida
se iluminaba, hasta algún día sombrío que había
aprendido a esperar con una vigilante certidumbre interior. Llegó
un momento, a la larga, en que adquirí una presciencia segura
del mal; sabía, sentía que la blusa de mi mamá
sería manchada o desgarrada a tijeretazos, esperaba el castigo,
vivía en la reprobación —y sin embargo jugaba,
trepaba a los árboles como si el mal no existiera. Había
comprendido lo incomprensible, me había hecho sagaz, llevaba
en mí mismo un problema y maduraba una resolución.
El fin de este episodio que, según creo, dejó una
marca de firmeza en mi carácter, me ha dejado el recuerdo
más exaltante de ternura. Iba a enterarme de que dos seres
pueden, con una profunda mirada y un abrazo, comprenderse a fondo
y abolir el peor mal. Vivíamos en los alrededores de Verviers,
en Bélgica, en una casa de campo con un gran jardín.
Una grave fechoría, no recuerdo cuál, había
ensombrecido dos días antes a todos los de la casa. Sin embargo,
había pasado aquella jornada con mi hermano menor, Raúl,
en el jardín. Al crepúsculo, mi madre nos hizo entrar
en la gran cocina donde flotaba un delicioso olor a pan caliente.
Se ocupó primero de mi hermano, lo lavó, lo alimentó,
lo acostó. Luego hizo sentarse al niño perverso en
una silla, se puso de rodillas ante él y le lavó los
pies… Estábamos solos, había a nuestro alrededor
una dulzura inolvidable. Mi madre levantó los ojos hacia
mí y preguntó de repente con un tono lleno de reproche:
«¿Pero por qué haces todo eso, pobrecito mío?»
Entonces la verdad estalló entre nosotros porque una especie
de fuerza estallaba en mí: «¡Pero si no soy yo
—dije—, es Silvia! ¡Lo sé todo, todo!»
Silvia era una prima adolescente, adoptada por mis padres, que vivía
con nosotros, rubia graciosa de ojos fríos. Yo había
acumulado tantas observaciones, tantas pruebas, con tal capacidad
de análisis, que mi demostración implacable y sollozante
fue irrefutable, y que todo quedó dicho, terminado irrevocablemente
en la plena confianza recobrada. Había resistido tenazmente
al mal y me había librado de él.]1
Recordaba que un día, en Inglaterra, nos habíamos
alimentado de granos de trigo sacados de las espigas mismas recogidas
por mi padre al borde de un campo, pero eso no era nada. Pasamos
un invierno dificil en Lieja, en un suburbio de mineros. Encima
de nuestro departamento trabajaba un pequeño restaurante,
¡Almejas y papas fritas!, olores suntuosos… Daba un
poco de crédito, no lo bastante, pues mi hermano y yo nunca
estábamos hartos. El chico del dueño birlaba para
intercambiarlo con nosotros azúcar que le pagábamos
con mecates, timbres postales de Rusia, cachivaches diversos. Me
acostumbré a encontrar exquisito el pan empapado en café
negro bien azucarado gracias a ese comercio, y esto evidentemente
me permitió resistir. Mi hermano, dos años menor que
yo —ocho años y medio en aquella época—
encontraba repugnante esa alimentación y adelgazaba, se ponía
pálido, se volvía triste, lo veía apagarse.
«Si no comes —le decía yo—, te vas a morir»;
pero yo no sabía lo que era morir, él tampoco, la
cosa no nos asustaba. Los asuntos de mi padre, que había
sido nombrado en el Instituto de Anatomía de la Universidad
de Bruselas, mejoraron bruscamente, nos llamó junto a él,
tuvimos alimentos suntuosos. Demasiado tarde para Raúl que
cayó en cama, desfalleció, luchó algunas semanas.
Yo le ponía hielo en la frente, le contaba historias, trataba
de persuadirlo de que se iba a curar, trataba de persuadirme yo
mismo, y veía algo increíble cumplirse en él,
su rostro volvía a ser el de un niño pequeño,
sus ojos brillaban y se apagaban a la vez, mientras que los médicos
y mi padre entraban con pasos aterciopelados en el cuarto oscuro.
Lo llevamos mi padre y yo solos al cementerio de Uccle, un día
de verano. Descubrí lo solos que estábamos en esa
ciudad que parecía feliz —y lo solo que estaba yo.
Mi padre, que no creía sino en la ciencia, no me había
dado ninguna enseñanza religiosa. Por los libros, yo conocía
la palabra alma; se convirtió para mí en una revelación.
Ese cuerpo inerte que se habían llevado en un ataúd
no podía serlo todo: unos versos de Sully Prudhomme que aprendí
de memoria fueron para mí una especie de certidumbre que
no me atreví a confiar en nadie:
Bleus ou noirs, tous aimés, tous beaux
Ouverts à quelque immense aurore,
De l’autre côté des tombeaux,
Les yeux qu'on ferme voient encore.*
Había frente a nuestro alojamiento una casa rematada por
un frontispicio labrado que me parecía magnífico y
sobre el cual se ...
; y durante toda la vida me ha sucedido volver a encontrar en muchachitos
subalimentados de las plazas de París, de Berlín y
de Moscú, los mismos rostros condenados.
Que la pena puede pasar y que se siga viviendo después fue
para mí un gran asombro: Sobrevivir es la cosa desconcertante
entre todas, lo pienso también por muchas otras razones.
¿Por qué sobrevivir si no es para aquellos que no
sobreviven? Esta idea confusa justificó a mis ojos mi suerte
y mi tenacidad dándoles un sentido; y por muchas otras razones,
todavía hoy, me siento unido a muchos hombres a los que sobrevivo,
y justificado por ellos. Los muertos están para mí
muy cerca de los vivos, no discierno bien la frontera que los separa.
Hube de volver a pensar en estas cosas más tarde, en cárceles,
durante guerras, viviendo rodeado de las sombras de los fusilados,
sin que en el fondo las oscuras certidumbres interiores del niño,
casi inexpresables en lenguaje claro, se hubiesen modificado sensiblemente
en mí.
Mi primera amistad pertenece al año siguiente. Vestido con
una camisa rusa a cuadros blancos y malva que mi madre acababa de
terminar, subía por una calle provincial de Ixelles trayendo
una col roja. Contento de mi camisa y sintiéndome un poco
ridículo por llevar la col. Un chico de mi edad, chaparrito
con gafas, me guiñaba irónicamente el ojo desde la
otra acera. Dejé la col bajo una puerta y caminé hacia
él para buscarle pelea llamándole miope, «cuatro
ojos», cegato. ¿Quieres que te parta la cara? Nos medimos
como gallitos que éramos, empujándonos un poco con
el hombro, ¡atrévete! ¡empieza!, sin golpearnos
sin embargo, pero anudando en realidad una amistad que debía,
a través de entusiasmos y de tragedias, ir siempre acompañada
de un conflicto. Y seguíamos siendo, cuando murió
en el cadalso a los 20 años, amigos y adversarios. Fue él
quien vino después del altercado a preguntarme: «¿Quieres
jugar conmigo?», y así se estableció de él
a mí una subordinación contra la cual, a pesar de
nuestro afecto, se rebeló constantemente en su fuero interior.
Raymond se criaba en la calle el mayor tiempo posible, para huir
de la trastienda asfixiante en la que se entraba por el puesto de
zapatero donde su padre, desde la mañana hasta la noche cerrada,
remendaba los zapatos del barrio. Su padre era un borracho resignado,
viejo socialista asqueado del socialismo. Desde los 13 años,
yo viví solo, a consecuencia de los viajes y de los malentendimientos
de mis padres; Raymond venía a menudo a refugiarse en mi
casa. Juntos, aprendimos a preferir a las novelas de Fenimore Cooper
la gran Historia de la Revolución francesa de Louis Blanc,
cuyas ilustraciones nos mostraban unas calles en todo semejantes
a las que frecuentábamos, recorridas por los sans-culottes
armados de picas… Nuestra felicidad era compartir dos centavos
de chocolate leyendo esas narraciones conmovedoras. Me conmovían
sobre todo porque realizaban en la leyenda del pasado la espera
de los hombres que había conocido desde el primer despertar
de mi inteligencia. Juntos, debíamos descubrir más
tarde el aplastante París de Zola, y queriendo revivir la
desespe- ración y la rabia de Salvat, acosado en el bosque
de Bolonia, después de su atentado, erramos mucho tiempo
bajo la lluvia de otoño a través del bosque de la
Cambre.
Los tejados del palacio de justicia de Bruselas se convirtieron
en nuestro lugar de predilección. Nos colábamos por
oscuras escaleras defendidas por letreros: «Prohibido el Paso»,
dejábamos atrás, llenos de un alegre desprecio, las
salas de los tribunales, los polvorientos dédalos vacíos
de los pisos y llegábamos al aire libre, a la luz, en un
país de hierro, de zinc y de piedras, geométricamente
accidentado, de pendientes peligrosas, desde donde se veía
toda la ciudad y todo el cielo. Abajo, en la plaza incrustada de
minúsculas losas cuadradas, algún coche de caballos
liliputiense traía a un minúsculo abogado penetrado
de su importancia, portador de un minúsculo portafolios lleno
de papeles que significaban leyes y crímenes. Soltábamos,
pensando en él, una gran carcajada: «¡Ah, qué
miseria, qué miseria esta existencia! ¿Te das cuenta?
¡Vendrá aquí todos los días de su vida
y nunca, nunca se le ocurrirá trepar a los tejados para respirar
ampliamente! Todos los “pasos prohibidos” se los sabe
de memoria, se deleita en ellos, le hacen ganar dinero.» Pero
lo que más nos conmovía, lo que era para nosotros
una enseñanza irrefutable, era la arquitectura misma de la
ciudad. El enorme palacio de Justicia, que comparábamos con
las construcciones asirias, se levanta en una altura, justo encima
de los barrios indigentes del centro a los que domina con toda su
orgullosa masa de piedras talladas. Ciudad en dos partes, la ciudad
superior en el mismo plano que el palacio, ricachona, aérea,
extranjera, con las hermosas residencias de la avenida Louise, y
abajo, la Marolle, ese ...
no
iba mucho— del 1 al 10 de cada mes, menos bien del 10 al 20,
muy mal del 20 al 30. Recuerdos ya antiguos quedaban hundidos en
mi alma como clavos en la carne. Así, cuando vivíamos
en algún lugar de los barrios nuevos, detrás del parque
del Cincuentenario, mi padre saliendo una mañana con un pequeño
ataúd barato, de madera amarilla, bajo el brazo. Su rostro
endurecido: «Trata de conseguir pan fiado…» De
regreso, se encerraba con sus atlas de anatomía y de geología.
Yo no había ido a la escuela, pues mi padre despreciaba esa
«estúpida enseñanza burguesa para los pobres»
y no podía pagar el colegio. Trabajaba él mismo conmigo,
poco y mal; pero la pasión de saber y la irradiación
de una inteligencia siempre armada, que nunca consentía en
entumecerse, que no retrocedía nunca ante una investigación
o una conclusión, emanaban de él hasta tal grado que
me magnetizaba y yo andaba en los museos, en las bibliotecas, en
las iglesias, llenando cuadernos de notas, hurgando en las enciclopedias.
Aprendí a escribir sin conocer la gramática; más
tarde habría de aprender la gramática francesa enseñándola
a estudiantes rusos. El conocimiento, para mí, no se separaba
de la vida, era la vida misma. Las relaciones misteriosas de la
vida y de la muerte se esclarecían por la importancia misteriosa
de los alimentos terrestres. Las palabras pan, hambre, dinero, falta
de dinero, trabajo, crédito, alquiler, casero tenían
a mis ojos un sentido rudamente concreto que debería, me
parece, predisponerme al materialismo histórico… Mi
padre hubiera querido sin embargo que yo hiciese estudios superiores,
a pesar del desprecio que profesaba hacia los diplomas. Me hablaba
a menudo de ello, tratando de orientarme. Un folleto de Kropotkin,
entre tanto, me habló en un lenguaje de una claridad inaudita.
No he vuelto a abrirlo después, y hace de esto 35 años
por lo menos, pero su tesis sigue estando presente en mi espíritu.
«¿Qué queréis llegar a ser? —pregunta
el anarquista a los jóvenes que hacen estudio—. ¿Abogados,
para invocar la ley de los ricos que es inicua por definición?
¿Médicos, para cuidar a los ricos y aconsejar la buena
alimentación, el buen aire, el reposo a los tuberculosos
de los barrios pobres? ¿Arquitectos, para alojar confor-
tablemente a los propietarios? Mirad pues a vuestro derredor e interrogad
después a vuestra conciencia. ¿No comprendéis
que vuestro deber es bien diferente, que consiste en poneros del
lado de los explotados y en trabajar por la destrucción de
un régimen inaceptable?» Si yo hu- biese sido hijo
de un universitario burgués, esos razonamientos me habrían
parecido un poco estrechos y demasiado severos para con un régimen
que de todas formas… La teoría del progreso cumpliéndose
suavemente de siglo en siglo me hubiese seducido probablemente…
Pero yo encontré esos razonamientos tan luminosos que aquellos
que no los seguían me parecían culpables. Informé
a mi padre de mi resolución de no hacer estudios. La cosa
caía de perlas: era un fin de mes pavoroso. «¿Qué
quieres hacer, pues? —Trabajar. Estudiaré sin hacer
estudios.» En verdad no me atreví, por temor al énfasis
y al gran debate ideológico, a contestarle: «Quiero
luchar toda la vida. Tú estás vencido, ya lo veo.
Trataré de tener más fuerza o más suerte. No
hay otra cosa que hacer.» Esto era más o menos lo que
pensaba.
Tenía un poco más de quince años. Me hice aprendiz
de fotógrafo (luego mozo de oficina, dibujante, casi técnico
en calefacción central…). La jornada de trabajo era
entonces de diez horas. Teniendo en cuenta la hora y media concedida
para el almuerzo y la hora necesaria para ir y volver, el resultado
era una jornada de doce horas y media. Y el trabajo de los jóvenes
se pagaba ridículamente, si es que se pagaba. Muchos patrones
proponían dos años de aprendizaje sin sueldo para
enseñar un oficio. Mi mejor empleo en estos principios fue
de 40 francos —ocho dólares— por mes, con un
viejo hombre de negocios que poseía minas en Noruega y en
Argelia… Si no hubiera habido la amistad en aquellos momentos
de la adolescencia, ¿qué habría habido?
Éramos unos cuantos adolescentes más unidos que hermanos.
Raymond Callemin, pequeño, fortachón y miope y de
espíritu cáustico, se reunía todas las noches
con su viejo padre alcohólico cuyo cuello y rostro no eran
sino tendones furiosamente anudados. Su hermana, joven y bella lectora,
vivía tímidamente delante de una ventana con geranios,
en medio del olor a sórdidas chanclas, esperando sin duda
llegar a ser un día una mantenida. Jean De Boe, huérfano,
semiobrero tipógrafo, vivía en Anderlecht, más
allá de las aguas fétidas del Senne, con una abuela
que lavaba ropa sin cesar desde hacía medio siglo. El tercero
de los cuatro, Luce, muchacho alto, pálido y tímido,
provisto de un «buen empleo» en los almacenes de La
Innovación, estaba aplastado por él. Disciplina, marrullería
y estupidez, estupidez, estupidez. Le parecía que todo el
mundo alrededor de él era idiota en el vasto bazar admirablemente
organizado, y tal vez tenía razón desde cierto punto
de vista. Al cabo de diez años de aplicación, podría
llegar a primer vendedor y terminar su vida como jefe de sección,
habiendo totalizado cien mil pequeñas bajezas como la historia
de la linda vendedora que fue puesta en la calle por indelicadeza
porque no había querido acostarse con un inspector. En resumen,
la existencia se ofrecía a nosotros bajo el aspecto de un
cautiverio bastante horrible. Los domingos eran evasiones bienhechoras,
pero sólo había uno por semana y no teníamos
un centavo. Errábamos a veces a través de las calles
animadas del centro, alegres, sarcásticos, cabezas llenas
de ideas y todas las tentaciones transformadas en desprecio. Jóvenes
lobos de flancos ahuecados, que tuviesen orgullo, pensamientos.
Peligrosos. Teníamos un poco de miedo de convertirnos en
arribistas cuando considerábamos a varios de los mayores
que habían adoptado actitudes revolucionarias y ahora…
«En qué nos habremos convertido dentro de veinte años?»,
nos preguntábamos una noche. Han pasado treinta años.
Raymond fue guillotinado: «bandido anarquis- ta» (los
periódicos). Él fue el que caminó hacia la
sucia máquina del buen doctor Guillotin lanzando a los reporteros
un último sarcasmo: «Es hermoso ¿verdad? ver
morir a un hombre.» Volví a ver a Jean en Bruselas,
obrero, organizador sindical, libertario después de diez
años de trabajos forzados. Luce murió de tuberculosis,
naturalmente. Por mi parte, sufrí un poco más de diez
años de cautiverios diversos, milité en siete países,
escribí veinte libros. No poseo nada. [Varias veces he sido
cubierto de lodo por una prensa de gran tirada porque digo la verdad.]2
Detrás de nosotros una revolución victoriosa que dio
mal resultado. Varias revoluciones fracasadas, un número
tan grande de matanzas que da un poco de vértigo. Y decir
que no ha terminado… Cerremos este paréntesis. Tales
son los únicos caminos que se nos ofrecen. Tengo más
confianza en el hombre y en el porvenir que la que tenía
entonces.
Éramos socialistas: de la joven guardia. Salvados por la
idea. No había ninguna necesidad de demostrarnos, con el
apoyo de textos, la existencia de las luchas sociales. El socialismo
daba un sentido a la vida: militar. Las manifestaciones eran embriagadoras,
bajo las pesadas banderas rojas, incómodas de llevar cuando
se ha dormido mal, desayunado mal. Después subían
al balcón de la Casa del Pueblo el copete ligeramente satánico,
la frente abombada, la boca torcida de Camille Huysmans. Había
los encabezados combativos de La Guerre Sociale. Gustave Hervé,
líder de la tendencia insurreccional del P. S. francés,
organizaba un plebiscito entre sus lectores: «¿Se le
debe matar?» (estábamos bajo un ministerio de Clemenceau).
Unos desertores franceses nos traían, poco después
de los grandes procesos de antimilitaristas, el soplo del sindicalismo
ofensivo de Pataud, Pouget, Broutchoux, Ivetot, Griffuelhes, Lagardelle.
(De estos hombres, la mayoría han muerto; Lagardelle vive
todavía convertido en consejero de Mussolini y de Pétain…)
Los escapados de Rusia nos hablaban del motín de Sveaborg,
de una cárcel dinamitada en Odessa, de las ejecuciones, de
la huelga general de octubre de 1905, de los días de libertad.
Di sobre estos temas mi primera conferencia en la Joven Guardia
de Ixelles.
Los jóvenes de nuestra edad hablaban de bicicletas o de mujeres
en términos odiosos. Nosotros éramos castos, esperábamos
algo mejor de nosotros mismos y de la suerte. Sin teoría,
la adolescencia nos revelaba un nuevo aspecto del problema…
En una callejuela sospechosa, al fondo de un corredor húmedo
donde colgaban ropas de colores, vivía una familia que conocíamos.
La madre enorme y de aspecto dudoso conservaba rastros de belleza,
una hija mayor desvergonzada de dientes enfermos, una menor asombrosa,
pura belleza española, gracia, blancura y aterciopelado de
los ojos, flores de los labios. Apenas podía, al pasar, chaperoneada
por su matrona, lanzarnos un sonriente saludo. «Está
claro —decía Raymond—, le hacen tomar clases
de danza y la guardan para algún viejo cerdo ricachón…»
Discutíamos estos problemas. Hubo que leer a Bebel, La mujer
y el socialismo.
Poco a poco entrábamos en conflictos no con el socialismo,
sino con todos los intereses nada socialistas que pululan alrededor
del movimiento obrero. Pululan alrededor y lo penetran y lo conquistan
y lo empuercan. Se establecían los itinerarios de los cortejos
locales de manera que quedasen contentos tales o cuales dueños
de cantinas afiliados a las Ligas Obreras. Y no había manera
de contentarlos a todos. La política electoral nos indignó
más que nada porque tocaba a la esencia misma del socialismo.
Éramos a la vez, me parece, muy justos y muy injustos por
ignorancia de la vida, que es siempre complicaciones, compromisos.
El descuento comercial de dos por ciento otorgado por las cooperativas
a los cooperativistas nos hacía reír amargamente porque
nos era imposible apreciar lo que representaba como conquista. Juventud
presuntuosa, dicen. Hambrienta de absoluto, ésta es la verdad.
La trácala existe siempre y en todas partes, porque no se
evade uno del tiempo, y estamos en el tiempo del dinero. La he encontrado
floreciente, a veces salvadora, en la edad del trueque, en las revoluciones.
Hubiéramos querido un socialismo ardiente y puro. Nos hubiéramos
contentado con un socialismo combativo. Y era la gran época
del reformismo. En un congreso extraordinario del partido obrero
belga, Vandervelde, todavía joven, flaco, negro, lleno de
fogosidad, preconizaba la anexión del Congo. Nos levantábamos
protestando, abandonábamos la sala con gestos vehementes.
¿Adónde ir, qué hacer de esa necesidad de absoluto,
ese deseo de combatir, esa sorda voluntad de evadirse a pesar de
todo de la ciudad y de la vida sin evasión posible?
Necesitábamos una regla. Realizar y darnos: ser. Comprendo,
a la luz de esta introspección, el fácil éxito
de los charlatanes que ofrecen a los jóvenes sus reglas de
pacotilla: «Avanzar llevando el paso en filas de cuatro en
fondo y creer en Mí.» A falta de otra cosa… Es
la carencia de los otros lo que hace la fuerza de los Fuehrers.
A falta de una bandera digna, se pone uno en marcha detrás
de las banderas indignas. A falta de metal puro, se vive con moneda
falsa. Los gerentes de las cooperativas nos trataban mal. Uno de
ellos, en su iracundia, nos llamó «vagabundos»,
porque distribuíamos a la puerta de su establecimiento volantes
revolucionarios. Me acuerdo todavía de nuestra risa loca
(amarga, amarga). ¡Socialista, ése, para quien «vagabundo»
era un insulto! ¡Habría expulsado a Máximo Gorki!
No sé bien por qué un tal M. B., consejero comunal,
me había parecido «alguien». Me las arreglé
para verlo más o menos de cerca. Encontré a un señor
muy gordo que se estaba haciendo construir en un buen terreno una
casa encantadora cuyos planos me mostró amablemente. Traté
en vano de lIevarlo al terreno de las ideas: imposibilidad total.
¡Y pensar que habría habido que pasar de eso al terreno
de la acción! Eran demasiados terrenos, y aquel señor
tenía el suyo, debidamente registrado en los libros de la
propiedad. Se enriquecía pacientemente. Sin embargo tal vez
lo juzgué mal. Si contribuyó a sanear un barrio obrero,
su camino en la vida no habrá sido del todo vano. Pero esto
él no podía explicármelo, yo no podía
todavía comprenderlo.
El socialismo era reformismo, parlamentarismo, doctrinarismo aburrido.
Su intransigencia se encarnaba en Jules Guesde, que hacía
pensar en una ciudad futura donde todas las casas se parecerían,
con un Estado todopoderoso, duro para con los heréticos.
El correctivo de esa sequedad doctrinal era que no creíamos
en ella. Necesitábamos un absoluto, pero de libertad (sin
metafísica superflua); una regla de vida, pero desinteresada,
ardiente; una regla de acción, pero no para instalarse en
ese mundo asfixiante, lo cual sigue siendo un buen truco, sino para
intentar, aunque fuese desesperadamente, salir de él puesto
que no podíamos destruirlo. La lucha de las clases se habría
apoderado de nosotros si nos la hubiesen hecho comprender, si hubiese
sido, un poco más, una verdadera lucha. En realidad, la revolución
no parecía posible a nadie en esa gran calma de la preguerra.
Los que hablaban de ella hablaban tan pobremente que todo se reducía
a un comercio de folletos. El señor Bergeret disertaba sobre
la piedra blanca.
La regla nos la ofreció el anarquista. Aquel en quien pienso
murió hace algunos años. Su sombra está aquí,
más grande que él mismo. Minero del Borinage, salido
recientemente de la cárcel, Émile Chapelier acababa
de fundar una colonia comunista —sería mejor decir
comuni- taria— en el bosque de Soignes en Stockel.
En Aiglemont, en las Ardenas, Fortuné Henry, hermano del
terrorista guillotinado Émile Henry, dirigía otra
Arcadia… Vivir en libertad, trabajar en comunidad, desde hoy
mismo… Llegamos por senderos soleados ante un seto, después
a un portón… ¡Zumbido de las abejas, calor dorado,
18 años, umbral de la anarquía! Había una mesa
al aire libre cargada de volantas y de folletos. El manual del soldado
de la CGT, La inmoralidad del matrimonio, La sociedad nueva, Procreación
consciente, El crimen de obedecer, Discurso del ciudadano Aristide
Briand sobre la huelga general. Esas voces vivían…
Un platito, dentro de él calderilla, un papel: «Toma
lo que quieras, pon lo que puedas.» ¡Impresionante hallazgo!
Toda la ciudad, toda la tierra contaba sus centavos, la gente se
regalaba alcancías en las grandes fiestas, el crédito
es la muerte, no se fien, cierren bien las puertas, lo que es mío
es mío, ¿verdad? El señor Th., mi patrón,
propietario de minas, entregaba personalmente los sellos de correo,
no había modo de estafarlo en diez céntimos, a ese
millonario. Los centavos abandonados por la anarquía ante
la faz del cielo nos maravillaron. Siguiendo un pedacito de camino
se llegaba a una casita blanca, bajo los ramajes. «Haz lo
que quieras», encima de la puerta, abierta a todo el mundo.
En el patio de granja, un gran tipo negro con perfil de corsario
arengaba a un auditorio atento. Mucho estilo, de veras, el tono
burlón, las réplicas desarmantes. Tema: el amor libre.
¿Pero puede el amor no ser libre?
Tipógrafos, jardineros, un zapatero, un pintor trabajaban
aquí en plena camaradería con sus compañeras…
Hubiera sido un idilio si… Habían empezado con nada,
entre hermanos, todavía se apretaban el cinturón.
Esas colonias se marchitaban generalmente bastante pronto, por falta
de recursos. Aunque los celos no estuviesen formalmente proscritos,
las historias de mujeres, incluso terminadas con asaltos de generosidad,
les hacían mucho daño. La colonia libertaria de Stockel,
transferida a Boitsfort vegetó durante varios años.
Aprendimos allí a redactar, componer, corregir, imprimir
nosotros mismos nuestro Comunista en cuatro pequeñas páginas.
Trotamundos, un pequeño albañil romando prodigiosamente
inteligente, un oficial ruso, anarquista tolstoiano, de noble rostro
rubio, escapado de una insurrección vencida y que, al año
siguiente, habría de morir de hambre en el bosque de Fontainebleau
—León de Guerassimov— y luego un temible químico
llegado de Odesa vía Buenos Aires, nos ayudaron a buscar
la solución de los grandes problemas. El tipógrafo
individualista: «Mira, viejo, no hay nadie más que
tú en el mundo, trata de no ser un cerdo ni un baboso.»
El tolstoiano: «Seamos hombres nuevos, la salvación
está en nosotros.» El albañil romando, discípulo
de Luigi Bertoni: «De acuerdo, pero sin descuidar las botas
con clavos, en las construcciones…» El químico,
después de haber escuchado largamente, decía con su
acento ruso-español: «Todo eso es pura palabrería,
camaradas; en la guerra social, se necesitan buenos laboratorios.»
Sokoloff era un hombre de voluntad fría, formado en Rusia
por luchas inhumanas fuera de las cuales ya no podía vivir.
Salía de la tormenta, la tormenta estaba en él. Combatió,
mató, murió en la cárcel.
La idea de los buenos laboratorios era una idea rusa. De Rusia se
esparcían por el mundo hombres y mujeres moldeados por los
combates sin merced, que no tenían más que una meta
en la vida, que respiraban el peligro; y la comodidad, la paz, la
campechanería de Occidente les parecían sosas, los
indignaban tanto más cuanto que habían aprendido a
ver, funcionando al desnudo, los engranajes de la máquina
social en los que nadie pensaba en esos países privilegiados…
Tatiana Leontieva liquidaba en Suiza a un señor al que confundía
con un ministro del zar; Rips disparaba sobre la guardia republicana
desde lo alto de la imperial de un ómnibus, en la plaza de
la República; un revolucionario, confidente de la policía,
ejecutaba en un cuarto de hotel de Belleville al jefe del servicio
secreto de la Ojrana de Petersburgo. En un barrio mísero
de Londres, llamado Houndsditch, la Fosa-de-los-perros, qué
nombre adecuado para unos dramas sórdidos, unos anarquistas
rusos sostenían un cerco en el sótano de una joyería
y los fotógrafos sacaban una pla- ca del señor Winston
Churchill, joven ministro, dirigiendo el cerco. En París,
en el Bosque de Bolonia, Swoboda, probando sus bombas, era despedazado
por ellas. «Alexandre Sokolov», en realidad Vladimir
Hartenstein, pertenecía al mismo grupo que Swoboda. En su
cuartucho, arriba de una tienda de la calle del Museo, había
instalado un laboratorio perfecto, a dos pasos de la Biblioteca
Real, donde pasaba una parte de sus días escribiendo para
sus amigos de Rusia y de Argentina, en caracteres griegos, pero
en español. Eran tiempos de paz pletórica, extrañamente
electrizados, en la víspera de la tormenta (la tormenta de
1914…). El primer ministro Clemenceau acababa de derramar
la sangre obrera en Draveil, donde unos gendarmes habían
entrado en una reunión de huelguistas para descargar sus
revólveres y matar a varios inocentes, luego en la manifestación
de las exequias de esas víctimas, en Vigneux, donde la tropa
abrió fuego… (Esa manifestación había
sido organizada por el secretario de la Federación de la
Alimentación, Métivier, militante de extrema izquierda
y agente provocador que poco antes había recibido instrucciones
personales del ministro del Interior, Georges Clemenceau.) Recuerdo
nuestra exasperación cuando nos enteramos de esos tiroteos.
Esa misma noche, un centenar de jóvenes desplegamos una bandera
roja en la zona de los edificios gubernamentales, contentos de pelear
con la policía. Nos sentíamos parientes de todas las
víctimas, de todos los sublevados del mundo, habríamos
peleado con alegría por los ejecutados de las prisiones de
Montjuich y de Alcalá del Valle, cuyos sufrimientos recordábamos
todos los días. Sentíamos crecer en nosotros una magnífica
y temible sensibilidad colectiva. Sokolov se burló de nuestra
manifestación, ese juego de niños. Él preparaba
en silencio la verdadera respuesta a los asesinos de obreros. Habiendo
sido descubierto su laboratorio a consecuencia de incidentes lamentables,
se vio acosado, sin salida. Su rostro de ojos intensos, reconocible
entre todos porque la parte superior de la nariz había quedado
aplastada como por un golpe de barra de hierro, hacía que
le fuera imposible huir. Se encerró en un cuarto amueblado,
en Gante, preparó sus revólveres y esperó;
y cuando vino la policía, disparó como hubiese disparado
sobre los agentes del zar. Los pacíficos gendarmes ganteses
pagaban por los cosacos, autores de progroms —y Sokolov daba
su vida, «aquí o allá, poco importa con tal
de darla en plena luz, para despertar a los oprimidos». Que
nadie, en aquella Bélgica floreciente donde la clase obrera
se convertía en un poder, con sus cooperativas, sus sindicatos
ricos, sus mandatarios elocuentes, pudiese comprender el lenguaje
y los actos de los idealistas exasperados formados por el despotismo
ruso, ¿cómo se habría dado cuenta de ello un
Sokolov? Nuestro grupo se daba cuenta un poco mejor que él,
de todos modos no a fondo. Decidimos tomar su defensa ante la opinión,
ante el jurado, y yo lo dije en el proceso de Gante: «testigo
de descargo». Ese combate y muchos otros incidentes, pues
nuestro grupo3 revolucionario era en su propaganda extremadamente
agresivo, pues había en nosotros una voluntad de desafío
casi mortal, hicieron insostenible para nosotros la plaza. Se me
hizo imposible encontrar trabajo, incluso como semiobrero tipógrafo;
no era el único que estaba en este caso; nos sentíamos
en el vacío. No sabíamos a quién hablar. Nos
negábamos a comprender a esa ciudad a la que llamábamos
«ese pantano», donde no hubiéramos podido cambiar
nada, ni siquiera dejándonos matar todos en las plazas...
En la casa de un librero-abarrotero de la calle de Ruysbroek, sospechoso
de ser un soplón, había conocido a Édouard
Carouy, un tornero de metales, rechoncho, con un cuerpo de Hércules
de feria, de cara espesa, fuertemente musculosa, iluminada por pequeños
ojos tímidos y astutos. Venía de las fábricas
de Lieja, leía a Haeckel, Los enigmas del universo, decía
de sí mismo: «Estaba en el camino de llegar a ser una
buena bestia. ¡Qué suerte he tenido de comprender!»
Y contaba cómo, en los chalanes de la Mosa, había
vivido como una bestia, «como los otros, pero más fuerte,
por supuesto», ejerciendo un poco el terror sobre las mujeres,
trabajando duro, sisando un poco en las obras de construcción,
«sin saber lo que es un hombre y lo que es la vida».
Una hermosa mujer joven y ajada, con los cabellos llenos de liendres,
con un niño de pecho en sus brazos, y el viejo soplón
de barba gris le escuchaban hacerme su confesión de inconsciente
«convertido en consciente». Pedía ser admitido
en nuestro grupo. Y: «¿Qué debo leer, según
tú? —Élisée Reclus», respondí.
«¿No es demasiado difícil? —No»,
contesté. Pero empezaba ya a entrever que era inmensamente
difícil… Lo admitimos, fue buen camarada. Ninguna presciencia
ensombreció nuestros encuentros. Más tarde, pronto,
habría de morir —de muerte voluntaria— muy cerca
de mí...
París nos llamaba, el París de Zola, de la Comuna,
de la CGT, de los pequeños periódicos impresos con
brasa ardiente, el París de nuestros autores preferidos,
Anatole France y Jehan Rictus, el París donde Lenin, a ratos,
redactaba el Iskra y hablaba en las reuniones de emigrados de las
pequeñas cooperativas, el París donde tenía
su sede el Comité Central del Partido Socialista-Revolucionario
Ruso, donde vivía Burtsev, que acababa de desenmascarar,
en la organización terrorista de ese partido, al ingeniero
Evno Azev, ejecutor del ministro von Plehve y del gran duque Sergio,
agente provocador. Me despedí de Raymond con una ironía
amarga. Sin trabajo, lo vi en una esquina, distribuyendo prospectos
para un comerciante de ropa. «¡Salud, hombre libre!
¿Por qué no hombre-sandwich? —Ya llegará,
es posible —dijo riendo—, pero las ciudades se acabaron,
para mí. Lo aplastan a uno. Quiero reventar o trotar por
los caminos, por lo menos tendré aire y paisaje. Estoy hasta
la coronilla de todos esos hocicos. Sólo espero poderme comprar
un par de zapatos…» Se fue por los caminos de las Ardenas,
con un camarada, hacia Suiza, hacia el espacio, haciendo la siega,
meneando la cal con los albañiles, cortando leña con
los leñadores, con un viejo sombrero blando echado sobre
los ojos y un tomo de Verhaeren en su bolsillo:
Nous apportons, ivres du monde et de nous-mêmes,
Des cæurs d’hommes nouveaux dans le vieil univers…*
He
pensado a menudo desde entonces que la poesía sustituía
para nosotros a la oración, hasta tal punto nos exaltaba,
hasta tal punto respondía en nosotros a una constante necesidad
de elevación. Verhaeren lanzaba para nosotros sobre la ciudad
moderna, sus estaciones, sus comercios de mujeres, sus remolinos
de muchedumbres, un fulgor de pensamiento ardiente, doloroso y generoso;
y tenía gritos de violencia que eran ciertamente los nuestros:
“¡Abrir o romperse los puños contra la puerta!”
Nos romperemos los puños, ¿por qué no?, vale
más que pudrirse… Jehan Rictus lamentaba la miseria
del intelectual sin un centavo que arrastra sus noches por los bancos
de los bulevares exteriores y no había rimas más ricas
que las suyas: soñar-engañar, esperanza-desesperanza.
En primavera, “huele a mierda y a lilas…”4
Partí un día, a la aventura, llevando conmigo diez
francos, una camisa de muda, algunos cuadernos de trabajo, algunas
fotos de las que nunca me separaba. Delante de la estación,
por casualidad, me encontré a mi padre y hablamos de los
recientes descubrimientos sobre la estructura de la materia, vulgarizados
por Gustave Le Bon. “¿Te vas? —A Lille, por unos
quince días…” Lo creía, pero no habría
de volver, no habría de volverlo a ver; las últimas
cartas suyas que recibí de Brasil en Rusia, treinta años
más tarde, me hablaban todavía de la estructura del
continente americano y de la historia de las civilizaciones…
Esa Europa ignoraba los pasaportes, la frontera apenas existía.
Alquilé en una colonia de mineros, en Fives-Lille, una buhardilla
limpia, dos francos cincuenta —cincuenta centavos norteamericanos…—
por semana, pagados por adelantado. Deseaba bajar a la mina. Unos
viejos mineros cordiales se rieron en mis barbas: “Reventaría
usted en dos horas, amigo…” Al tercer día me
quedaban cuatro francos, busqué trabajo mientras me imponía
un racionamiento: una libra de pan, un kilo de peras verdes, un
vaso de leche (la leche, conseguida a crédito con la amable
casera), veinticinco céntimos al contado que gastar por día.
El fastidio fue que mis suelas empezaron a traicionarme y que al
octavo día de ese régimen los vahídos me obligaban
a desmoronarme sobre los bancos en los jardines públicos,
obsesionado por el sueño de una sopa de tocino. Mis fuerzas
se iban, no iba a servir para nada, ni siquiera para lo peor; una
pasarela de hierro tendida por encima de los rieles de la estación
empezaba a atraerme estúpidamente, cuando el encuentro providencial
de un camarada, que vigilaba en la calle unos trabajos de canalización,
me salvó. Casi en seguida encontré trabajo en casa
de un fotógrafo de Armantières, a cuatro francos por
día —una fortuna. No quise abandonar la colonia y salía
al alba con los proletarios cubiertos de cascos de cuero, en la
triste niebla matinal, viajaba en medio del escorial, luego me encerraba
para el resto del día en un estrecho laboratorio donde trabajábamos
alternativamente con luz verde y roja. Por la noche, antes de que
la fatiga acabase conmigo, leía un momento L’Humanité
de Jaures —con admiración, con irritación. Detrás
del tabique vivía una pareja: se adoraban y el hombre golpeaba
macizo a la mujer antes de tomarla. La oía murmurar a través
de sus llantos: «Pégame más, más.»
Encontraba insuficientes los estudios que había leído
sobre la mujer proletaria. ¿Serían pues necesarios
siglos para transformar este mundo, a estos seres? Cada uno de nosotros
no tiene sin embargo más que una sola vida ante sí.
¿Qué hacer?
Traducción
de Tomás Segovia.
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