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Los
cometas nacen de la noche
Durante varias semanas, Kostia había estado pensando en comprarse
un par de zapatos, cuando un impulso repentino, del que él
mismo se asombró, alteró todos sus cálculos.
Privándose de cigarrillos, de cine, y cada tercera jornada
del almuerzo de mediodía, ahorraría en seis semanas
los ciento cuarenta rublos necesarios para la adquisición
de unos buenos botines que la amable vendedora de una tienda de
artículos de ocasión prometía reservarle «discretamente».
Andaba, mientras tanto, de buen humor, sobre suelas de cartón
que renovaba todas las noches. Por suerte, el clima era seco. Ya
rico, con setenta rublos, Kostia fue a ver, por puro gusto, sus
futuros zapatos, medio escondidos en la obscuridad de un estante,
detrás de viejos samovares de cobre, una pila de estuches
de bino- culares, una tetera china, una caja de conchas marinas
sobre la que se destacaba en azul celeste el golfo de Nápoles…
Un par de botas reales, de cuero suave, ocupaban el lugar de honor
del estante: ¡cuatrocientos rublos, imagínese! Algunos
hombres en raídos gabanes se relamían frente a ellas.
«Quédese tranquilo», le dijo la vendedorcita
a Kostia, «sus botines están allí, no se preocupe...»
Le sonrió: era una chica de cabello castaño, de ojos
hundidos, con dientes disparejos pero bonitos, con labios... ¿cómo
describir los labios? «Tienes los labios encantados»,
pensó Kostia, mirándola directamente a la cara, sin
timidez, aunque jamás se hubiera atrevido a decir lo que
pensaba. Durante un instante retenida por esos ojos hundidos, que
tenían un color entre el verde y el azul de ciertos bibelots
chinos expuestos en la vitrina del mostrador, la mirada de Kostia
vagó después sobre las joyas, las plegaderas, los
relojes, las tabaqueras y demás antiguallas, hasta detenerse
por azar en un pequeño retrato de mujer enmarcado en ébano,
tan pequeño que cabía en la mano...
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Kostia
con una voz sorprendida.
—Setenta rublos. Es caro, en verdad —respondieron los
labios encantados.
Las manos igualmente encantadas se deshicieron de un brocado rojo
y oro que dejaron sobre el mostrador y sacaron la miniatura. Kostia
la tomó, conmovido de tener entre sus dedos regordetes y
no muy limpios esta imagen, esta imagen viviente, esta imagen extraordinaria
más todavía que viviente, este minúsculo rectángulo
negro que enmarcaba una cabeza rubia ceñida por una diadema,
un bello rostro ovalado de ojos despiertos, de una dulzura, de una
fuerza, de un misterio sin fondo.
—La compro —dijo Kostia sordamente, sin escucharse a
sí mismo.
La vendedora no se atrevió a objetar nada: él había
hablado muy bajo, como desde el fondo de sí mismo. Mirando
furtivamente a derecha e izquierda, la vendedora susurró:
—Chitón. Le voy a hacer el recibo: cincuenta rublos,
pero no enseñe el artículo en la caja.
Kostia le dio las gracias casi sin verla. «Cincuenta o setenta,
qué me importa. ¿No comprendes, muchacha, que no tiene
precio?» Un gran fuego se encendió en su interior.
Por el camino, iba sintiendo el pequeño rectángulo
de ébano, apretado en el bolsillo interior de su saco, incrustado
en su pecho; de allí irradiaba una alegría creciente.
Caminó cada vez más de prisa, subió corriendo
una escalera obscura, se apresuró por los corredores olorosos
a naftalina y a sopa de coles agrias del departa- mento colectivo,
entró en su cuarto, encendió la luz, consideró
con exaltación su catre, sus viejos periódicos ilustrados
apilados sobre la mesa, la ventana maltratada en la que algunos
cartones reemplazaban los vidrios rotos... y se sintió apenado
consigo mismo al oírse murmurar «¡qué
felicidad!» La cabeza rubia en el pequeño marco negro
apoyado en el muro, sobre la mesa, no lo miraba más que a
él y él no la miraba más que a ella. El cuarto
se llenó de una indefinible claridad. Kostia dio algunos
pasos sin dirección, entre la ventana y la puerta; de pronto
se sentía encerrado. Del otro lado del tabique divisorio,
Romáshkin tosió débilmente.
—Ah, este Romáshkin —pensó Kostia, divertido
con la idea del hombrecillo bilioso, siempre encerrado en su recámara,
tan educado y tan limpio, un verdadero pequeño burgués
que vivía solo con sus geranios, sus libros encuadernados
en papel gris, sus retratos de grandes hombres: Henrik Ibsen, que
dijo que el hombre más solitario es el hombre más
fuerte; Mechnikov, que amplió los límites de la vida
por medio de la higiene; Charles Darwin, que ha demostrado que las
bestias de la misma especie no se devoran entre ellas; Knut Hamsun
porque le dio voz a los hambrientos y amó los bosques...
Romáshkin llevaba todavía viejos abrigos de antes
de la guerra que precedió a la revolución que precedió
a la guerra civil —de la época en que los Romáshkin,
inofensivos y temerosos, pululaban sobre la tierra. Kostia se volvió
con una ligera sonrisa hacia su media chimenea: el ta- bique que
separaba su recámara de la del segundo subjefe de oficina
Romáshkin cortaba por la mitad la bella chimenea de mármol
de un salón de antaño.
—¡Pobre Romáshkin!, nunca tendrás más
que la mitad de una recámara, la mitad de una chimenea, la
mitad de una vida humana, y ni siquiera la mitad de una mirada como
ésta...
(La mirada de la miniatura: esa embriagadora luz azul.)
—Tu mitad de existencia es la de la sombra, mi pobre Romáshkin.
Todas las noches de su vida se parecían, igualmente vacías.
Romáshkin vagaba un poco al salir de la oficina, de cooperativa
en cooperativa, en medio de una muchedumbre de transeúntes
parecidos a él. Los anaqueles de los almacenes estaban llenos
de cajas, pero sobre ellas, para disipar cualquier malentendido,
los empleados pegaban etiquetas manuscritas: cajas vacías.
Las gráficas indicaban, empero, la curva ascendente de las
ventas de una semana a otra. Romáshkin compró unos
champiñones en salmuera y retornó a su lugar, en una
cola que iba formándose, para el salchichón. De una
calle relativamente iluminada, dio la vuelta hacia otra, en sombras,
y se metió en ella. Al fondo, luces de origen desconocido
proyectaban un halo místico. De pronto, voces exaltadas llenaron
la obscuridad. Romáshkin se detuvo. Una voz brutal de hombre
se extinguió en medio del fragor; una voz de mujer, rápida
y vehemente, se elevaba, insultando a los traidores, saboteadores,
bestias con rostro humano, agentes del extranjero, gusanos. El furor
se desgañitaba en la obscuridad, desde un altoparlante olvidado
en una oficina vacía. Era espantosa la cólera de esa
voz sin cara, en las tinieblas de la oficina, en esta soledad, bajo
el resplandor rojo e inmóvil al fondo de la callejuela. Un
gran frío se apoderó de Romáshkin. La voz de
la mujer clamaba «En nombre de las cuatro mil obreras...»
En el cerebro de Romáshkin, el eco repetía pasiva-
mente: En nombre de las cuatro mil obreras de la fábrica...
Así, cuatro mil mujeres de todas las edades —y entre
ellas había seductoras, envejecidas prematuramente (¿por
qué?), bonitas, inaccesibles, apenas sospechadas— estuvieron
presentes en él lo que duró un momento fugaz, y todas
gritaban: «¡Exigimos la pena de muerte para estos viles
perros! ¡Sin ninguna piedad!» (¿Es posible, mujeres?,
les respondía severamente Romáshkin. ¿Ninguna
piedad? Todos tenemos, ustedes y yo, necesidad de piedad...) «¡Que
los fusilen!» Los mítines de las fábricas continuaban
durante el proceso de los ingenieros —o de los economistas,
o de los directores de abasto, o de los viejos bolcheviques: ¿a
quién se juzgaba esta vez? Veinte pasos más adelante,
Romáshkin se detuvo de nuevo, esta vez frente a una ventana
iluminada. Veía a través de los cortinajes una mesa
servida, té, platos, manos, nada más que manos sobre
el linóleo a cuadros: una mano regordeta que empuñaba
un tenedor, una mano gris y adormecida, una mano de niño...
En el cuarto, un altoparlante lanzaba sobre esas manos el clamor
de los mítines: que los fusilen, que los fusilen, que los
fusilen. ¿A quiénes? No importa. ¿Por qué?
Porque la angustia y el sufrimiento estaban por todas partes mezclados
con un inexplicable triunfo proclamado sin descanso por los periódicos.
«Buenas noches, camarada Romáshkin. ¿Ya supo?
Les negaron los pasaportes a Marfa y a su marido, y fueron privados
del derecho de voto, porque eran artesanos que trabajaban por su
propia cuenta. ¿Ya supo? Arrestaron al viejo Bukin: se dice
que escondía dólares que le mandaba su hermano, que
es dentista en Riga... Y el ingeniero ha perdido su puesto; se le
acusa de sabotaje. ¿Ya sabe? Va a haber una nueva depuración
de empleados, prepárese, he oído decir al comité
de la casa que el padre de usted era oficial...» «Eso
no es verdad», dijo Romáshkin ahogándose, «no
fue más que sargento durante la guerra imperialista. Era
contador...» (Pero como ese contador bien pensante había
pertenecido a la Unión del Pueblo Ruso, Romáshkin
no tenía la conciencia completamente tranquila.) «Trate
de conseguir testigos; se dice que las comisiones van a ser muy
severas... Se dice que hay problemas en la región de Smolensk;
no hay trigo...» «Ya sé, ya sé... Venga
a jugar damas, Piotr Pétrovich...» El vecino entraba
en la casa de Romáshkin y se ponía a explicar a media
voz su infortunio personal: su mujer había estado casada
en primeras nupcias con un comerciante y corría el riesgo
de que no le renovaran el pasaporte para Moscú: «Le
dan a uno tres días para salir, camarada Romáshkin,
a cien kilómetros de aquí, por lo menos. Pero una
vez allí, ¿obtiene uno el pasaporte?» Si eso
ocurría, su hija no podría ingresar en el Instituto
Forestal, evidentemente. El hacha, dorada por el reflejo de la lámpara,
se abatía sobre el cráneo de un caballo de ojos humanos,
voces tumultuarias en las tinieblas enrojecidas exigían fusilamientos,
muchedumbres llenaban las estaciones aguardando casi sin esperanza
trenes que corrían sobre el mapa hacia el último trigo,
las últimas viandas, los supremos negocios; una muchacha
del bulevar Trubnoy se tendía, perniabierta, sobre un camastro,
cerca de una bebé dormida, rosada como un lechón,
pura como un pequeño ser sefialado por Herodes, y la muchacha
era cara, cinco rublos, una jornada de trabajo —había
que encontrar testigos, en efecto, para soportar la depuración,
¿ya iba a entrar en vigor la nueva tarifa de alquileres?
Si en todo eso no había algún error inmenso, alguna
culpabilidad sin límites, alguna perversidad escondida, debía
ser porque una especie de locura soplaba sobre todas las cabezas.
Concluida la partida de damas, Piotr Pétrovich se fue, rumiando
sus preocupaciones: «La más grave, la cuestión
del pasaporte...» Romáshkin deshizo la cama, se desvistió,
se lavó la boca, se acostó. La lámpara eléctrica
ardía en la mesita de noche, la sábana era blanca,
los retratos estaban mudos: las diez. Antes de dormirse, recorrió
atentamente el periódico del día. El rostro del jefe
ocupaba un tercio de la primera plana, como dos o tres veces cada
semana, encuadrado por un discurso a siete columnas: Nuestros éxitos
económicos... ¡Prodigiosos! Somos el pueblo elegido,
feliz entre todos, envidiado por el Occidente condenado a las crisis,
al desempleo, a las luchas de clases, a las guerras; nuestro bienestar
crece día tras día, los salarios, como consecuencia
de la emulación socialista de las brigadas de choque, acusan
un alza del 12 por ciento durante el año transcurrido; es
tiempo de estabilizarlos, pues el rendimiento de la producción
no aumentó más que 11 por ciento. ¡Maldición
a los escépticos, a las gentes de poca fe, a los que alimentan
en el secreto de su corazón la serpiente venenosa de la oposición!
Todo eso se decía en párrafos angulosos numerados
1, 2, 3, 4, 5; también estaban numeradas las cinco condiciones
(cumplidas) de la realización del socialismo; numerados,
los seis mandamientos del trabajo; numeradas, las cuatro razones
de la certidumbre histórica... Sin dar crédito a sus
sentidos, Romáshkin examinó con una mirada aguda los
12 por ciento de aumento a los salarios. A este aumento del salario
nominal correspondía una disminución triple, por lo
menos, de los salarios reales, por la depreciación del papel
moneda y el alza de los precios... Pero a propósito de ello,
el jefe hacía, en su perorata, una alusión burlona
a los especialistas deshonestos del comisariado de las Finanzas,
a quienes prometía un castigo ejemplar. «Aplausos nutridos.
Los asistentes se ponen de pie y aclaman largamente al orador. Salvas
de gritos: “¡Viva nuestro jefe inquebrantable! ¡Viva
nuestro piloto genial! ¡Viva el Buró político!
¡Viva el partido!” La ovación se inicia de nuevo.
Muchas voces: “¡Viva la Seguridad Nacional!” Aplausos
atronadores».
Romáshkin, insondablemente triste, pensó: «¡Cómo
miente!», y se espantó de su propia audacia. Nadie,
por fortuna, podía oírlo pensar: la recámara
estaba vacía; alguien salía de los baños, iba
por el corredor arrastrando las pantuflas, sin duda el viejo Schlem,
que sufre de los intestinos; una máquina de coser ronroneaba
suavemente; antes de acostarse, la pareja que vivía del otro
lado del corredor peleaba a golpe de frases cortas como fuetazos.
Se adivinaba que el hombre pellizcaba a la mujer, le torcía
lentamente los cabellos, la arrodillaba para abofetearla con el
dorso de la mano: todo el corredor lo sabía, los habían
denunciado, pero ellos lo negaban todo, empeñados en atormentarse
ahogando sus ruidos; más tarde se poseían de igual
manera, con ajustes silenciosos de bestias prudentes. Y la gente
que escuchaba a un lado de la puerta no escuchaba casi nada, pero
todo lo adivinaba. Veintidós personas ocupaban los seis cuartos
y el retrete sin ventanas del fondo: todos ellos reconocibles por
sus ruidos furtivos en el silencio nocturno. Romáshkin apagó
la luz. Atravesando las cortinas, el débil resplandor de
una linterna de la calle dibujó sobre el techo las figuras
acostumbradas. Variaban de un día a otro con monotonía.
El perfil macizo del jefe se superponía en esta penumbra
a los contornos del hombre que abofeteaba silenciosamente, en el
cuarto vecino, a su mujer arrodillada. ¿No escaparía
nunca esta víctima de esta posesión? ¿Escaparemos
de la mentira? Era responsable aquel que le mentía a un pueblo
entero en la cara como si lo golpeara. La idea terrible que, hasta
ese momento, había madurado en las regiones sombrías
de una conciencia que se temía a sí misma, fingiendo
ignorarse, tratando de desfigurarse ante el espejo interior, se
desenmascaró. Así la luz hizo aparecer en la noche
un paisaje de árboles retorcidos por encima de los precipicios.
Romáshkin tuvo el sentimiento casi visual de una revelación.
Veía al culpable. Una llama transparente invadía su
alma. No le preocupaba que este conocimiento pudiera ser vano. Desde
entonces esa idea lo poseería, guiaría su cerebro,
sus ojos, sus pasos, sus manos. Se durmió con los ojos abiertos,
suspendido entre la exaltación y el miedo.
Ya fuera en la mañana, antes de la hora de oficina; ya fuera
en la tarde, cuando había concluido su trabajo, Romáshkin
frecuentaba el Gran Mercado. Muchos millares de hombres formaban
allí, del alba a la noche, una multitud estancada que se
hubiera creído inmóvil debido a la paciencia y prudencia
de sus movimientos. Colores dispersos, rostros, objetos: todo zozobraba
en la uniforme grisalla del suelo trillado, lodoso, nunca seco;
la miseria marcaba allí a todas las criaturas con su impronta
agobiante. Transpiraba en las miradas desafiantes de las vendedoras
enfundadas en lana o telas estampadas, en las caras terrosas de
los soldados que no debían ser verdaderos soldados, aun cuando
llevaran todavía vagos uniformes que escaparon de la derrota;
en la tela gastada de los sobretodos, en las manos que ofrecían
mercancías imprevistas: un guante samoyedo de reno bordado
con franjas rojas y verdes, forrado en el interior: «es suave
como una pluma, ciudadano, tiéntelo» —guante
impar, mercancía única de ese día, ofrecida
por una ladronzuela cal- muca. Difícilmente se distinguía
a los vendedores de los compradores: unos y otros pataleaban para
entrar en calor o daban vueltas en torno a los demás. «Un
reloj, un reloj, un buen Cyma, ¿lo quiere?» El Cyma
no andaba más de siete minutos («¡Oiga nada más
cómo marcha, ciudadano!»), el tiempo suficiente para
que el vendedor se hiciera de los cincuenta rublos y se esfumara.
Suéter un poco gastado del cuello, remendado a la medida:
diez rublos y trato hecho. ¿Dice usted que huele a sudor
de enfermo de tifo?, bueno, es el olor del baúl donde venía,
ciudadano. «Té, verdadero té de las caravanas,
shai, shai». El chino bizco canturrea sin cesar las sílabas
incantatorias, mirando de hito en hito, y pasa; si uno le guiña
el ojo de modo cómplice, saca a medias de su manga el minúsculo
paquete cúbico del antiguo té Kuzniétzov, con
los dibujos coloreados. «Auténtico. Viene de la coope
del GPU». ¿Se ríe de veras este chino, o es
nada más su boca de dientes verdosos lo que hace parecer
que se ríe? ¿Por qué habla del GPU? ¿Pertenece
a él? Es extraño que no lo arresten, que esté
ahí todos los días, pero estos tres mil especuladores
y especuladoras, de entre diez y ochenta años de edad, están
ahí todos los días, sin duda porque no se les puede
arrestar a todos a la vez —y porque, no importa cuántas
redadas haga la policía, estas criaturas son legión.
Entre ellos andan, con las gorras aplastadas contra el cráneo,
los tipos de la policía en busca de su presa: asesinos, prófugos,
estafadores, renegados contrarrevolucionarios. Un orden indiscernible
de viejo pantano reina en este enjambre humano. (Vigile usted sus
bolsillos, ¿de acuerdo?, y sacúdase bien cuando haya
salido de allí, porque seguro que pescó piojos; y
cuídese de esos bichos, porque vienen de los campos, de las
prisiones, de los trenes, de las chozas de Eurasia, y transmiten
el tifo; puede usted pescarlos del suelo, porque los piojosos y
las piojosas que los llevan los van sembrando al caminar, y las
sucias bestezuelas buscan su alimento trepándose por las
piernas hasta donde haga calor; son una maldición estas bestezuelas.
Vamos, ¿pero de veras cree usted que llegará el día
en que el hombre ya no tenga piojos? ¿El verdadero socialismo,
eh, con mantequilla y azúcar para todo el mundo? ¿Y
quizá, para la felicidad de los hombres, pulgas suaves, perfumadas
y acariciadoras?) Romáshkin escucha distraídamente
a un gran barbudo, con la barba hasta los ojos, hablar de piojos
y reírse un poco. Romáshkin siguió por el callejón
de la Mantequilla, donde no había, claro, ninguna indicación
de callejón ni de mantequilla, sino dos filas de vendedoras
de pie, algunas de las cuales llevaban en las manos barras de mantequilla
envueltas en trapos; otras, que no le habían pagado por su
lugar al inspector, escondían la mantequilla entre sus vestidos,
entre el regazo y el seno. (De vez en cuando las apañaban:
¿no te da vergüenza, especuladora?) Más lejos
se abría la calle del rastro clandestino; de ahí sacaban
la carne en el fondo de bolsas, debajo de diversos objetos, legumbres,
granos; los vendedores apenas la mostraban. «Buena carne fresca,
¿quiere usted?» La mujer sacaba de debajo de sus ropas
una pierna de res envuelta en un periódico manchado de sangre.
¿Cuánto? Tiéntelo. Un tipo siniestro con tics
de epiléptico sostenía entre los dedos torcidos una
extraña carne negra, sin decir nada. Hasta eso se puede comer,
no es caro, hay que cocerlo bien, y evidentemente hay que cocerlo
en una sartén de hojalata, sobre un buen fuego, en un lote
baldío. ¿Le gustan las historias de mujeres descuartizadas,
ciudadano? Conozco algunas interesantes. Un chico pasaba, con una
botella y un vaso en la mano, vendiendo a diez kópecs el
vaso de agua hervida. Aquí se abría el mercado debidamente
legal, con sus mercancías desplegadas por el suelo, mercancías
increíbles donde se confundían vasos con pintas azules,
lámparas de petróleo, teteras despostilladas, fotos
antiguas, libros, muñecas, chatarra, pesas, clavos (vendidos
por pieza, los grandes; por docena, los pequeños, que había
que examinar uno por uno, para verles la punta), vajillas, antiguallas,
conchas marinas, escupideras, chupones, zapatillas de baile cubiertas
por un resto de dorado, un sombrero alto de domador de circo o de
dandy del antiguo régimen, cosas incatalo- gables, vendibles
pues se vendían, puesto que se vivía de venderlas,
menudos restos de innumerables naufragios arrastrados por las resacas
de varios diluvios. No lejos del Teatro Armenio, Romáshkin
se interesó al fin en alguien, en algo. El Teatro Armenio
estaba hecho de un conjunto de cajas cubiertas de telas negras y
perforadas por una docena de agujeros ovalados por donde los espectadores
asomaban la cara; así, mantenían el cuerpo afuera
y la cabeza en el país de las maravillas. «¡Todavía
hay tres lugares disponibles, camaradas, cincuenta kópecs
solamente, la representación va a comenzar, los misterios
de Samar- canda, en diez cuadros, treinta personajes en colores!»
Una vez que reclutaba a sus tres clientes, el armenio desaparecía
bajo las telas, para tirar de los hilos de sus marionetas secretas,
haciéndolas hablar a todas, él solo, con treinta voces
de huríes de grandes ojos, de malvadas ancianas, de sirvientas,
de niños, de gordos mercaderes turcos, de adivina gitana,
de Diablo flaco, negro, barbudo, cornudo, con una lengua de fuego
rojo, como de asesino, de bello cantor enamorado, de valiente soldado
rojo... No lejos de ahí, un tártaro acuclillado cuidaba
su mercancía: fieltros, tapices, una silla de montar, puñales,
un cobertor amarillo cubierto de extrañas manchas, un decrépito
fusil de caza, «Buen fusil», le dijo sobriamente a Romáshkin
que se in- clinó a verlo. «Trescientos». Así
trabaron conocimiento. El fusil era útil solamente para atraer
al cliente peligroso. «Tengo otro, nuevo, en mi casa»,
dijo al fin el tártaro, Ajim, luego de su cuarto encuentro,
después de que hubieron tomado juntos el té. «Ven
a verlo».
En su casa, al fondo de un patio rodeado de abedules blancos, en
el barrio de los callejones limpios y silenciosos alrededor de la
calle Kropotkin —había que tomar por la calle de la
Muerte—, en un antro ensombrecido por los cueros y los fieltros
que colgaban del techo, Ajim le reveló un magnífico
Winchester de doble cañón azul: «Mil doscientos
rublos, mi amigo». Eso equivalía a seis meses del salario
de Romáshkin, y era un arma insuficiente: dos tiros únicamente.
En cuanto a la forma, era un arma incómoda; para llevarla
escondida entre las ropas, había que cortarle el cañón
y dos tercios de la culata. Romáshkin, emocionado, discutía
consigo mismo los pros y contras. Ni endeudándose, vendiendo
todo lo que tenía de vendible, robando incluso algunas cosas
de la oficina, llegaría a juntar los seiscientos... Sordas
explosiones sacudieron suavemente la muralla e hicieron tintinear
las ventanas... «¿Qué es eso?» «No
es nada, mi amigo: están dinamitando la catedral del Santo
Salvador». No hablaron más del asunto. «No, verdaderamente
no puedo», dijo Romáshkin abatido. «No puedo,
es muy caro, y además...» Había dicho que era
cazador, miembro de la asociación oficial de cazadores, que
estaba en posesión de un permiso... La mirada de Ajim cambió;
la voz de Ajim cambió; fue a tomar la tetera que estaba al
fuego, sirvió té en los vasos, se sentó frente
a Romáshkin sobre el taburete bajo, bebió con gusto
el brebaje ambarino; sin duda se preparaba a decir algo importante:
¿acaso su precio final, novecientos? Romáshkin tampoco
sería capaz de juntar esa cantidad. Era desolador. Al final
de una pausa, con su voz acariciante confundida con una lejana detonación,
Ajim dijo:
—Si es para matar a alguien, yo mejor...
—¿Mejor qué...? —preguntó Romáshkin
sin aliento.
Sobre la mesa, entre los vasos, había un revólver
Colt, de cañón corto y cilindro negro, arma prohibida
cuya sola presencia era un crimen —un fino Colt, nítido,
que llamaba a la mano y estimulaba la voluntad.
—Cuatrocientos, mi amigo.
—Trescientos —dijo Romáshkin, inconscientemente,
lleno ya de la magia del arma.
—Trescientos. Lléveselo, mi amigo —dijo Ajim—,
mi corazón confía en usted.
Sólo al salir Romáshkin advirtió el extraño
abandono del lugar; nadie parecía vivir ahí, pasaba
uno por ahí y luego desaparecía, como en medio de
la confusión de un andén de estación ferroviaria
luego de una derrota militar. Ajim le sonrió con suavidad,
bajo la blancura de los abedules. Romáshkin se fue por las
callejuelas tranquilas. Llevaba el Colt, que le pesaba sobre el
pecho, en el bolsillo interior del saco. ¿De qué atraco,
de qué asesinato de la estepa lejana provenía esta
arma? Ahora reposaba sobre el corazón de un hombre puro que
no pensaba más que en la justicia.
Traducción de David Huerta
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