A
Maricela el ropón le llegó en sueños. Antes,
así como no queriendo, empezó a trabajar en el reciclado
del papel. Pronto le fue insuficiente y, a partir de una técnica
nepalesa, se adentró en el manejo de fibras extraídas
de la mora, la piña, el tulipán, la hoja de maíz
y el coco, entre otras. A ellas añadió tintes naturales
obtenidos del cempazúchitl, la cochinilla, el añil,
el capulín. El papel así obtenido tiene una variedad
sorprendente en cuanto a texturas y color se refiere. Hay que sentirlo
entre los dedos para apreciar su fragilidad y belleza. El papel acusa
su origen pero las fibras abandonan, gracias a las manos de la Salas,
su forma primigenia para ser artificio. |
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La noche de la revelación llegó luego de un fallido
intento de catarsis. El ejercicio teatral fue agotador y el renacimiento
esperado, a partir de la recuperación y resignificación
de un pasado personalísimo, no se dio. Maricela volvió
después de dos años de ausencia, al Acatlán
de su infancia. No tenía motivos particulares para hacerlo.
«Algo», indefinido e inaprensible, la llevó,
el mismo día, a recorrer la distancia que separa a su tierra
de la voluptuosa Xalapa. Ya en la noche Maricela estaba agotada.
El sueño la venció y la llevó a sus territorios.
Allí había una fiesta, pero en un primer momento no
podía decirse qué era. La ausencia de música
hacia de las imágenes algo más solemne e impredecible.
La gente esperaba. Podría bien tratarse de un sepelio o de
un bautizo, ya se sabe que en el México campirano uno y otro
son celebración. Pronto (aunque en el sueño eso es
un sinsentido, las imágenes van y vienen siguiendo una lógica
que les es propia o, quizá sea mejor decirlo, una ausencia
de lógica; su mensaje, dice Jung, es el de las imágenes
consteladas) el misterio se develó. Era un bautizo pero el
ropón, que quiere la limpidez para representar la pureza,
era negro.
Saber que su ropón era negro la envolvió, agitada,
a la realidad. Muerte y nacimiento, simultáneamente. Su frente
estaba perlada por el sudor y la respiración era agitada.
El espanto cedió su lugar a la angustia; la angustia a las
preguntas. Encendió la luz y advirtió que la almohada
había sido manufacturada recientemente. Un impulso inexplicable
la llevó a hurgar en las entrañas del lugar en donde
poco antes reposaba su cabeza, su sueño, su miedo, su angustia.
Encontró en ella retazos y más retazos de viejas telas
y, entre ellos, un ropón diminuto.
Tuvo que esperar a la mañana siguiente para que su madre
le revelara que aquél le pertenecía, le había
pertenecido siempre, era la vestimenta con la que había recibido
el nombre y su destino. Todo casó: el papel, el fallido intento
de catarsis, la vuelta al hogar, la almohada. Maricela sabía,
ahora, el para qué y el porqué estaba trabajando en
el reciclado de las fibras naturales.
Los primeros trabajos fotográficos de Maricela fueron las
tejedoras de Acatlán. Mujeres indígenas acuclilladas
con su telar de cintura haciendo sus telas e hilando la lana. Ese
presente (hablando de hace más de 20 años) estaba
destinado a desaparecer. Maricela lo detuvo para nosotros. Ahora
–acaso para exorcizar los demonios que la aquejan, esos que
anidan en las personas dotadas de una sensibilidad agudísima–,
incursiona en la factura de ropones hechos a partir de sus fibras.
A su manera, teje. Amorosa, desfibra las plantas, tiñe, corta,
cose. Nada, en su obra, es casual; hasta los pliegues del ropón
nos dicen algo. Advierto, en el trabajo de Maricela, un intento
de reconciliación con una naturaleza que estamos construyendo.
En sus manos ésta no muere, se redimensiona; quiere volver
a nacer. No sé si Maricela alcance sus sueños, pero
me gusta la manera en cómo va tras ellos.
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