MISCELÁNEA
Perdida en Sevilla buscando la calle del Ayre
Celia del Palacio
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R. G. - Monotipo |
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Para Nacho y Shantal.
“Que Alá llene sus establos con camellos”.
La literatura de viajes es un género en desuso. Ya nadie
lee a la Marquesa Calderón de la Barca. Tal vez
es mejor ver el Travel and Living , o el Discovery Channel ,
para aprender de viejas civilizaciones perdidas o de
costumbres exóticas en Bali o en el Yukón. El pequeño
Levi Stauss que todos llevamos dentro no ha muerto,
sólo se ha transformado.
Sin embargo, habemos algunos que seguimos prefi
riendo leer, y sobre todo, contar, para volver a vivir,
para comprender mejor, para sentir de otra manera.
Llegué a España en el avión de Delta desde Nueva
York y de pronto me vi en la estación de Atocha
tomando café un domingo en la mañana. Los viajeros
pasaban delante de mí apresurados. Yo, por primera
vez en meses, tenía tiempo. Simplemente me dejé estar
ahí; disfrutando el café y mirando pasar a la gente.
Hace mucho que no tenía esa oportunidad. En
general me dejo vencer por el demonio de la mecanicidad
y cumplo, de manera apresurada, con las citas,
los compromisos, los plazos, las juntas. Todo es urgente,
todo es para ayer. He terminado por levantarme
siempre demasiado temprano, llegando casi siempre
tarde a todas partes y sobre todo, viviendo con demasiado
ruido alrededor: un panal de voces que hay que
escuchar al mismo tiempo.
Ahora recibía como bendición sentarme en la estación
de Atocha un domingo en la mañana, en un
jardín interior lleno de pájaros y escuchar cómo una
pareja joven le gritaba a una niña que se llama Celia
que no se subiera a la fuente; y ella, de unos cinco
años, con tenis fucsia y un moño que era una mariposa
a punto de emprender el vuelo, desobedecía alegremente
y se echaba a correr en la dirección opuesta.
Como yo, exactamente como yo.
Después del primer agotador día del congreso,
me eché a caminar por las torcidas
calles del centro. Estaba buscando la calle
del Ayre en el laberinto de la judería. Y antes
de llegar a los reconstruidos baños, encontré
la casa de Luis Cernuda...
Julio no es un buen mes para ir a la llamada Triana.
Era domingo y hacía un calor de muerte. Cuarenta
y tres grados a la sombra, desde las doce del día
hasta después de las ocho de la noche.
Vine a un congreso multitudinario donde, a pesar
de conocer a mucha gente, preferí la soledad. El calor
comenzó a enfermarme y Sevilla a despertar en mí la
nostalgia de lo perdido para siempre, o lo que nunca
bien a bien tuve: las palmeras, las casas blancas, el
poderoso río, pero sobre todo, la luz.
Después del primer agotador día del congreso,
me eché a caminar por las torcidas calles del centro.
Estaba buscando la calle del Ayre en el laberinto de
la judería. Y antes de llegar a los reconstruidos baños,
encontré la casa de Luis Cernuda, cuyas palabras vinieron
a encontrarme desde un viejo muro:
Ir de nuevo al jardín cerrado
Que tras los arcos de la tapia
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas.
Oír de nuevo en el silencio
Vivo de trinos y de hojas
El susurro del aire
Donde las almas viejas flotan
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