Núm. 1 Tercera Época
 
   
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Fernando Vilchis
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  Luis Cernuda en la Calle del Ayre, Sevilla  
     

Si hubiera seguido caminando, hubiera encontrado la casa donde vivió un personaje de Palacio y Valdés. Más allá, podría haber visto al Quijote pelear con la giganta que se llama La Giralda … En el calor no podía distinguir bien los perfi les de las cosas.

Hay que estar solo en el umbral de los baños árabes para saber qué se siente haber estado en Sevilla. En la sombra protectora del callejón, hay que recordar cómo las lomas pedregosas van pariendo olivos, para darse cuenta que uno ha vuelto a Sevilla. Sólo aquí se puede saber lo que es la historia, en este silencio roto por el agua.

Me dejé flotar en ese vientre tibio, flotar perdida en la ligereza del agua para recuperar el habla. Poder decir, tomar posesión de las palabras (o soltarlas) y alcanzar con ellas los callejones, el Alcázar, los zaguanes profundos de Al-andaluz. Había que dejar que el agua me hiciera olvidar el mundo, las sensaciones, el miedo. Que el agua purifi cara, que el agua buscara en los resquicios de mi cuerpo y me devolviera las palabras.

Para recuperar el habla, era preciso lanzarse a la soledad como a una alberca. Perseguir las formas temblorosas en la piel del líquido. La superficie se erizaba de refl ejos con los ecos de las aleyas que retumbaban en las paredes milenarias.

Rutina repetida desde tiempos de Almanzor: agua que se viste con insólito ropaje encerrada en las paredes de aljibes en penumbra, vientres que se multiplican, humedades fragantes que acogen al visitante sin importar su sexo. Agua maternal, agua eterna, agua oscura, agua tibia de refl ejos, de refl ejos, de refl ejos…

En la penumbra se deslizaban cuerpos brillantes ataviados de gotas. Oscuras majestades ancestrales que vinieron de muy lejos a pedir consejo al monarca que tiene mil años de muerto.

Susurros a lo lejos. Largos miembros jóvenes. Pezones enhiestos ante el rigor del agua. Vapor de nube, humo de agua que convierte el fuego en acuarelas en la oquedad del sueño. No hay nada afuera. Más allá una sirena, una musa extraviada en un mundo que no le pertenece, se perdió en los pasillos de las sombras.

Busqué a Thais en el espejo del agua y encontré a Sefarad tras mil años de historia. Había perdido mis recuerdos, nada perturbaba el silencio. Y luego, crucifi cada por los alfanjes líquidos, penetrada por el señor traslúcido, traspasada por los miles de alfi leres de agua, acribillada por las ráfagas heladas, por fi n mi mente se vació. No oía el ruido del mundo. Nada podía alcanzarme en estos odres luminosos.

Estaba demasiado lejos, era demasiado tarde. En el silencio sordo del aljibe milenario, olvidé los nombres de mis muertos, me uní a ellos en el tiempo sin tiempo del agua.

Estaba en casa.        

 
 
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