Por haber trabajado para José Bonaparte, el artista cayó en desgracia tras la restauración de Fernando
VII y en 1815 se retiró de la vida pública. En 1819 experimentó una recaída en la misteriosa enfermedad
que en 1792 lo había dejado completamente sordo.
Ello, unido a su nueva vida en soledad en la Quinta
del Sordo, casa solariega que había comprado poco
antes, debió de contribuir a la exacerbación imaginativa de que el artista dio muestras en la decoración
de su nueva vivienda: 14 murales de gran tamaño con
predominio de los tonos marrones, grises y negros,
sobre temas macabros y terroríficos.
Estas obras, conocidas en la actualidad como Pinturas negras, han contribuido con el paso de los años
a la consolidación del reconocimiento del genio de
Goya, tanto por su originalidad temática como por
su técnica pictórica. El pintor se trasladó en 1824 a
Burdeos, donde residió hasta su muerte sin dejar de
cultivar la pintura y el grabado. La lechera de Burdeos y
algunos retratos ilustran la evolución del genio hacia
una concepción de los valores plásticos que anuncia
el impresionismo. Su obra, fecunda y versátil, de gran
libertad técnica y brillantez de ejecución, no ha dejado de acrecentar la importancia de su figura hasta
nuestros días.
Los fusilamientos del 3 de mayo
La extraordinaria obra Los fusilamientos del 3 de mayo
es un lienzo de 2.66 x 3.45 m, y se encuentra actualmente en el Museo del Prado en Madrid. Es uno de
los más altos logros de la pintura española y, probablemente, uno de los hitos también de la pintura universal. Sin duda, además de sus excelencias artísticas,
se puede considerar como una de las obras de temática histórica más dramáticas de toda la historia del
arte.
El cuadro narra el sencillo, brutal e injusto fusilamiento de los patriotas españoles que se oponían
a la presencia de los invasores franceses en su tierra.
El realismo de la representación le da a la crónica
de ese instante un sentido de intensidad dramática,
conseguida con el contraste del claroscuro, en conjunción con los tonos rojos de la sangre derramada
que simboliza la cuota que el pueblo español pagó por
su libertad. El claroscuro, de fuertes tintes barrocos,
prefigura, junto con el tema, el advenimiento de la
estética romántica dentro de la obra de Goya que se
había realizado en su mayor parte hasta el momento
dentro de los cánones del neoclasicismo con sus retratos de personajes aristocráticos.
Los soldados franceses, representados de espaldas, son figuras anónimas (el rostro es seña de identidad, y en el cuadro sólo un personaje tiene rostro
plenamente identificable); los invasores cumplen su
macabra misión frente a un español exaltado e inerme que, con las manos en alto, clama por algo que
puede interpretarse como un grito de libertad, de esa
libertad mancillada por la bota extranjera, fielmente
pintado en primer plano.
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