El paseo dominical
Mariana Osorio Gumá
Mariana Osorio Gumá (La Habana, 1967) es psicoanalista
y escritora. Ha publicado ensayos y relatos de ficción en
diversas revistas. Es coautora de Sujeto, inclusión y diferencia,
del libro de narrativa Imaginario
y autora de la novela para niños Las esencias de Sabina..
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Reposo / © Foto: Caliopedreams |
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Después de acariciarme la mejilla, me cerró los
ojos y pasó suavemente la franela por mi cuerpo. La misma franela azul que le vi usar otras
veces. ¡Eran tan cálidas sus manos a pesar de ser grandes y callosas! ¡Cuánta delicadeza para tocarme, para
arreglarme el vestido, para espolvorearme la piel!
Al fin podía estar segura: nunca más iba a abandonarme.
Sus manos eran lo que más me gustaba de él. No
dejaba de moverlas. Le daba vueltas al cigarro apagado o a una pluma entre los dedos y al hablar las
agitaba de un lado al otro como si a través de ellas él
hablara. Yo seguía cada movimiento y jugaba con mis
hermanas a taparnos los oídos para adivinar qué decían sus dedos. Y su voz. También me gustaba. Porque
después de una de sus ausencias, su vozarrón iluminaba los rincones más oscuros de la casa. Eso sí, cuando se enojaba, hasta las vísceras en formol temblaban
dentro de los frascos. Nos quedábamos quietas y no
hacíamos ruido para que su furia no creciera. Nuestra mamá también se quedaba engarrotada y apenas
con un murmullo oíamos un obedezcan a su padre y de
una carrera ya estábamos metidas en el cuarto para
no molestarlo. Y eso porque temíamos que ella tuviera
razón, con aquello de que si le dábamos lata, él terminaría por irse para no volver. Pero cuando regresaba,
después de una o dos semanas, no podíamos evitar
rodearlo como sus sombras. Siempre nos traía un regalito: un lápiz, caramelos, cualquier cosa. Hasta un
apretón de cachete nos tocaba a cada una. Parecía alegre de vernos. Y luego sacaba el sobre del bolsillo de su
camisa: Toma, Rosalía, para los gastos de las niñas; ándale
para que no digas que no me ocupo y nuestra mamá se
iba al cuarto contando el dinero, lo guardaba hasta el
fondo del armario, en la misma cajita donde ocultaba
los collares y aretes que nos gustaban tanto. Pero pasados uno o dos días, ella misma era quien comenzaba
a incomodarlo. Primero preguntando por su trabajo y luego, bajando el volumen, empezaba con aquello de
por qué tanto viaje, de seguro en su otra casa también
mentía. A él la cara se le iba poniendo dura, mientras
fumaba en silencio. Si ella seguía dándole vueltas a eso él, cansado, con enojo, decía aquello de… no empieces
a chingar con eso, Rosalía, que apenas vengo entrando. Y
al fin nuestra mamá terminaba por callarse. Lo que
traía de buen humor, duraba lo que dura un suspiro.
Al rato ya estaba muy serio, bajando el cargamento
de la carroza, acomodando los frascos nuevos en los
estantes y haciendo una fila en el pasillo de la entrada
con los que no cabían. Siempre apartaba unos cuantos
diciendo, éstos ya tienen dueño, y los dejaba junto a la
puerta para, cuando se fuera, cargarlos en el carro. A
veces se quedaba cinco y hasta diez días; otras, nada
más sacaba y metía frascos, se encerraba en el cuarto
con nuestra mamá y luego se iba sin decir adiós. Nos
quedábamos pegadas a la ventana, o salíamos a la calle, hasta que al carro se lo tragaba la humareda de
polvo que levantaba a su paso. No sé decir desde cuándo fue así. Creo que hubo un tiempo en que volvía
cada noche y paseábamos todos juntos los domingos.
Pero no estoy segura, pues desde que me acuerdo me
acompañó la sensación de estar a punto de perderlo.
Tampoco sé porqué lo adorábamos tanto. Por más que
se enojara, nos regañara y luego desapareciera, había
no sé qué en su presencia que nos hacía sentir protegidas y seguras. Además nuestra mamá no trabajaba,
así que dependíamos por completo de aquel sobrecito
que le entregaba al volver a casa. Los días siguientes
a su llegada, la despensa estaba llena de galletas, cereales, chocolates y hasta algún trapito podríamos estrenar. Cuando llegaba para traer frascos nuevos, mis
hermanas y yo corríamos para compararlos con los que estaban sobre la estantería, o con otros que ya se
había llevado y que recordábamos a detalle. Una vez
trajo un feto de dos cabezas y estuvimos más ocupadas en mirar aquel muñeco pequeño y arrugado, con
una cabecita más chica que la otra, que en escuchar
detrás de la puerta del cuarto de nuestra mamá. Jugábamos a mirar fi jamente a aquel bebé deforme, seguras de que abriría los ojos. Duró varias noches que la
Angélica buscaba asustarme diciendo que el feto se
iba a salir del frasco, que había abierto los cuatro ojos
y hasta le había hablado. Rocío, que era su esclava y
la seguía en todo, juraba que era cierto. ¡Puras mentiras! Aunque el día en que él lo metió a la cajuela
del carro para llevárselo, las tres dormimos mejor.
Cada frasco que entraba a la casa, salía de ella al
poco tiempo. Algunos duraban más tiempo sobre la
estantería. El único en permanecer ahí por meses fue
un corazón, muy pequeño, que según le oímos decir
iba a ser difícil vender. Y sepa la bola qué nos agarró a las tres, pero nos quedábamos mirándolo hasta una
hora entera, a la espera de verlo latir. Después de estar
pegadas al vidrio casi sin movernos, terminábamos
viendo cómo se inflaba y desinflaba, y al rato hasta lo
escuchábamos.
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