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Ilustraciones Aram Huerta |
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Las dos últimas cuadras, antes de llegar a su
casa, las corrió, asustado. Al entrar a su cuarto, liberó
por fi n el llanto. Estaba destruido. No existía, jamás
había existido. Todo había sido el logro ilusorio de un
método de inútil defensa: una especie de autoanestesia
errónea, insufi ciente. Estuvo llorando. Su mente
no podía hacer nada. Por primera vez desde siempre –desde los cinco o seis años– no estaba él al mando.
Lloró sin detenerse durante un rato –una, dos horas–
que ni siquiera le estuvo pareciendo interminable porque
su voz dictatorial, ese deshumano mecanismo que
lo había vuelto inmune a los sobresaltos y los dolores,
había desaparecido. Como imágenes incompletas o
meras sugerencias, por su mente se le deslizó su infancia
seria y abandonada en el orfelinato, las comidas
frías, los gritos que jamás lo hirieron, la ropa viejísima
que nunca le pareció indigna, el cariño enfriado o
nulo –de los maestros, los guardianes, el director– que
jamás notó nulo ni enfriado. Lo más antiguo que cree
recordar es el rostro de uno de sus compañeros: tendrían
ambos unos cinco o seis años. El niño llora y él
–él– recuerda haberlo estado observando extrañado,
glacial, a mitad del patio.
Así recordó a la única persona que se había aproximado
a su desconocido e insensible invierno. Fue su
maestro en los años de la secundaria: los años de decidir.
Y él decidió, sin decírselo, sin argumentarlo: ni el
odio rojo contra el mundo ni la indefensa lástima de sí
mismo. El maestro –sólo recuerda el apellido: Tirado,
y la materia: ciencias sociales– le entregó un libro, al
fi nal del curso. Se llamaba No hay ningún reborde del Ser
por donde caer a la nada. Él lo leyó, al principio desganado,
como si fuera una obligación indiferente. Resultó
ser un “manual de fi losofía terapéutica”.
Se sintió justifi cado: el autor hablaba de que el
mundo no existía, ni la muerte, ni el tiempo, ni el sufrimiento,
ni el yo: no existía la realidad. Sólo existía
una única sensibilidad, que podía ser la del autor que
escribía y se imaginaba ser leído, o la del lector que se
imaginaba a un autor que habría escrito un libro. No
había mundo ni dolor ni muerte.
Durante ese verano aprovechaba los muchos momentos
libres para leer con cuidado una y otra vez los
párrafos más tajantes y aleccionadores del libro. Y sí:
a los catorce, ya casi quince años, creyó haber encontrado
la explicación de su naturaleza fría, de su deshumana
capacidad para no sufrir: ¡el mundo no existía!
¿Cómo podría herirlo? Su orfandad –jamás sentida,
llorada nunca– había sido siempre, sencillamente, el
signo –la revelación, la desnudez– de la condición de
todos, no sólo suya. Los que vivían fuera del hospicio
también estaban, y no lo sabían, huérfanos del mundo. ¡El mundo no existía!
Con el paso del tiempo asumió, con tranquilidad,
las explicaciones de ese libro como su coartada, la
justifi cación de que su naturaleza glacial era la única
irrevocable y cierta. Los que sufrían, los que ansiaban
coger, los que tenían lástima de sí mismos, los que
odiaban todo, los ambiciosos, ¡pobres! –se decía–: ¡no
entienden nada! ¡No hay razón para eso! El mundo
no existe, repetía para sus adentros mientras su pubertad,
día a día, estaba abriéndose a los pasos del futuro.
Así se sintió poderoso y, al mismo tiempo, escéptico de
la importancia de ese poder.
Terminó los años de la prepa y dejó el orfelinato
al cumplir la mayoría de edad. Anduvo realizando diversos
trabajos, aquí y allá, hasta que fue contratado
en la Ofi cina Postal Concentradora Número 4 como
clasificador de correspondencia. Imparcial, ordenado
y frío, burocrático y distante: los atributos perfectos
para el custodio de los secretos del mundo (que, por
supuesto, no existía).
Hasta ahora: luego de leer la carta de, sí, ¡su abuela!,
y descubrir quiénes fueron sus padres y por qué
hubo de crecer en un orfanato, salió a la calle como
con un hambre rara. El mundo sí existía: y se sintió,
quién sabe por qué, como si respirara por primera vez,
como si por primera vez compartiese el aire que todos
los demás respiraban y –al mismo tiempo– como si
por primera vez estuviese libre y atado a un destino
nuevo que, sin embargo, no lograba entender todavía.
Ya cuando terminó de llorar, en su cuarto de solitario,
creyó experimentar una limpieza nueva: era otro –ya
no más el eremita, ya no más el abúlico, ya nunca el
indiferente.
Dedicó algunos momentos durante esa noche y
los días que siguieron a pensar en sus padres. Más que
sentir el descubrimiento de sus orígenes como una
broma grosera, no: era la verifi cación de la existencia
del mundo: existieron sus padres, existió hace mucho
un momento, un momento en que él, Luigi Gian, Marioralio,
no existía ni como Luigi Gian ni como Marioralio
ni como nada. Sí, era angustiante. Llegó a sentir
como una voraz herida el conocimiento de la muerte
de su madre; era una revulsión de magmas internos y enfrentados este sentir suyo, fundamental, esa íntima
y perturbadora necesidad de pagar de algún modo...
sí, de resarcir (¿a quién?, ¡no lo sabía!)... sí, de purgar
en sus entrañas propias el asesinato infame de su
padre, la muerte umbilical de Leticia Rutilo... ¿Qué
estaba en sus manos hacer contra toda esa violencia
del mundo?
No, nada sabía. Estaba como a la espera de un
nuevo..., un nuevo ¿qué? ¡Cómo saberlo!
Se trataba sólo del comienzo.
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