MISCELÁNEA
Algunas cosas cambiaron con Blade Runner1
Arturo E. García Niño
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Cartel de la película Blade Runer |
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Si películas importantes y defi nitorias pudieran rescatarse
de la década de los ya idos ochenta del siglo
pasado, ellas serían, en mi opinión, Toro Salvaje (Martín
Scorsese), como la obra maestra que inaugura
esos diez años y como la cima de los mismos; Rumble
Fish (Francis Ford Coppola), como la síntesis de la
historia gringa más reciente y como la apuesta total
de la música y la tecnología en el cine; Manhattan Sur.
El año del dragón (Michael Cimino), como la consagración
del esperanto de la hiperviolencia; y Blade Runner (Ridley Scott), como la propuesta/tesis de una novísima
estética “pastichera” que guiará gran parte de
la producción cinematográfica posterior a este filme
y pavimentará el camino sobre el cual transcurrirán
directores como Linch, los Wachoswsky o Figgis, por
mencionar sólo a tres geniales visiones que se integraron
al Olimpo con su hacer fílmico a fi nes del siglo
XX y en el arranque del XXI.
La óptica de Scorsese acerca de la vida del legendario
peso pesado Jack La Motta reivindica el blanco
y negro como el tono y esencia de una época y el
cine vuelve así a defi nir y corregir a la realidad realmente
existente; Coppola echa mano también del
blanco y negro, con sus apuntes en color, para dividir
tajantemente una visión del mundo pre y post donde
la muerte defi ne a la vida o, mejor dicho, a una vida:
la del Motorcycle Kid como simbiosis de un american
way of life oscuro y jodido que el mainstream hollywoodense
no consideraba exportable ni documentable;
con Manhattan Sur... asistimos a la redefi nición y
conceptualización integral de un género que en los
ochentas dio algunas otras buenas obras (48 horas,
dirigida por Walter Hill; Vivir y morir en Los Ángeles,
dirigida por William Friedkin basándose en la novela
del mismo nombre escrita por Gerald Petievich;
Gloria, el testamento de John Cassavettes), porque
Cimino, luego de acudir a los clásicos, de abrevar
en las fuentes literarias y cinematográfi cas de las que
mana la violencia cotidiana, signa un lenguaje que
ronda lo sacro y termina siendo una pila de agua a la
que se acudirá desde entonces; y Blade Runner es, sin
duda, la cinta de los ochenta en el orden de la estética
(aunque no sea la magna obra que es Toro salvaje);
con ella Ridley Scott apremia a la creación fílmica,
poniendo en claro el cómo contar, desde dónde
contar, qué contar y cómo el universo escenográfico
puede hablar por sí mismo en el entretejido de una
abigarrada sintaxis de la imagen, dentro de la que se
vuelve elemento que dialoga con personajes y con
situaciones, y a partir de ahí se muestra sin tapujos porque se sabe imprescindible en la narración y, en
el colmo de la propuesta, ese contexto/entorno alardea
de principio a fi n en el filme que define la década
que lo arropa.2
Quizás con Blade Runner (basada en el relato Los
androides sueñan con ovejas eléctricas, escrito por Philip K.
Dick) su director ya tendría un bien ganado sitio en
la historia del cine, pero hay que reconocer cuando
menos otras dos buenas cintas en su haber: Lluvia negra y Alien, el octavo pasajero, las que también muestran la
apuesta del cineasta por lo fotográfico expresivo como
filón contador de historias, pero aclaremos: Scott es
mucho más que un tipo con una agencia publicitaria
regodeado en los buenos encuadres, los correctos planitos,
la bonita iluminación y los medios tonos justos;
es un portentoso narrador que engulló los viejos seriales
de ficción científi ca, el cine y la literatura negros, el
comic, las antiutopías políticas y literarias, que se inserta
en la tradición de los ácidos iluminadores del cine
como Fuller, Lang, Ray, Houston, Godard, Cassavetes
y construye un producto donde el ritmo atrapa la atención
y uno se da cuenta de tal cosa cuando aparece le
palabra FIN y no antes, porque antes no se tiene tiempo
para pensar fuera de lo que transcurre en la pantalla.
Con una anécdota sencilla como punto de partida,
la película avanza y crece en una ciudad de Los Ángeles anclada en el siglo veintiuno (pero no muy
lejos del veinte) y vuelta crisol racial donde la disparidad
social es presencia inocultable. Cada encuadre,
cada secuencia persecutoria o de relajamiento van
mostrando el real contorno en el cual se mueven los
personajes: un espacio notable por su capacidad para
cambiar y seguir siendo igual, un ámbito irracional
razonablemente pensado y creado desde el poder para
ser así. Cómo vivir (o sobrevivir) en tal mundo; sólo
dentro de los límites de la legalidad ofi cial impuesta o
trasgrediéndolos. Cómo ser trasgresor en una sociedad
controlada vía la estrategia creadora de un imaginario
colectivo asentado en el descontrol; desde adentro,
como hijo pródigo, rebelándose ante el padre creador
como un Luzbel que por la fuerza de su rebelión se
documenta y autodefi ne humano aunque no lo sea. El
tema del robot (el “replicante” en el fi lme) líder insurrecto
contra la sociedad/corporación/hombre que
lo construyó, y el policía rudo, cínico y querible que
lo persigue hasta llegar a la plena identificación entre
ambos, sirve de pretexto para diseccionar nuestra
modernidad y para cimentar una maniobra estética
donde forma es contenido y viceversa.
1 1982 es el año de Blade Runner, y en el 2007 se celebró el
primer cuarto de siglo del fi lme que devino guía estética fílmica
y se autogeneró como un género en sí mismo, tal es la razón de
estas líneas.
2 No prescindiendo de las querencias agregaría a las grandes
obras de los ochenta París, Texas y Las alas del deseo (Wenders), Fitzcarraldo (Herzog), Nostalgia (Tarkovsky), Kagemusha (Kurosawa), Loco
amor (Altman) y Después de hora (Scorsese).
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