Si la escenografía hablara no podría decir nada
más de lo que ya dijo en Blade Runner, si las atmósferas
susurraran tampoco podrían agregar gran cosa y si las tonalidades quisieran agredir o acariciar tampoco
les quedaría mucho por hacer. Ellas son quienes
obligan a los actores (Harrison Ford, por cierto,
en el más acabado papel que le ha tocado hacer en
toda su vida) a dar de sí lo único que pueden dar:
credibilidad al universo narrativo propuesto por el
realizador dentro de un filme enclavado en los terrenos
de la fi cción científica, mediada por un realismo
noir que documenta un tiempo factible de acontecer,
en el momento de su producción, a la vuelta de algunos
años. Es también una redonda película de aventuras
que se plantea en serio la crítica al desenfreno
tecnológico, que echa mano de clichés cuyo anudamiento
deviene hallazgo y no formas manidas: el antihéroe
rudo como en casi todas las historias negras,
una bella mujer que inserta al hombre en el trafago
violento amoroso, el villano poderoso que culpabiliza
siendo culpable, el malo que no lo es por esencia
sino por definición desde la otredad; en todo ello radica
la importancia del fi lme y su autovalidación: en
el entrelazamiento de los factores, en una estructura
contadora de la historia vestida de lenguaje formal
que sobreviene original a pesar de los tics talentosamente
aprovechados.
En Blade Runner no hay bien ni
mal, sino acciones circunstanciales vividas por seres
humanos y protohumanos (esos entes perfectos que
se vuelven contra la injusticia de sus hacedores); la
vida no es ni blanca ni negra y sí una enorme e
inacabable gama de medios tonos, de grises que se
encienden o decrecen por fuerza de situaciones. Y
de ahí, de esa vida, nadie sale limpio, nadie cruza el
pantano sin mácula porque el vivir ensucia, porque
el aforismo de Mishima es cierto (por eso es aforismo):
la violencia mayor de la vida está en el propio
acto de vivir, sobre todo en el año dos mil y pico,
cuando la modernidad continúa inacabada y la vida
se desenvuelve en el fi lo de la navaja, en una sociedad
resultante de la locura nuclear, de la polución ya
incontrolada, de un deterioro existencial masivo que
agranda las desigualdades procreando formas y estilos
de vida tajantemente divididos, simbolizados por
los contrastes entre los bunkers de los de hasta arriba
y los ghettos de los de hasta abajo.
En esa suerte de edad media que presagiaba
el fi n de siglo y milenio cuando el fi lme se hizo, lo
gótico como proposición y preposición, como modo
y como forma, actúa en Blade Runner a manera de
contexto. La oscuridad es el todo único e idóneo que
requiere del neón para autodefi nirse, como requiere
también de los fogonazos originados por las armas
accionadas y del ruido eterno de las máquinas. Los colores se atropellan unos a otros, haciendo emerger
de esa cópula golpeadora un espectro cromático que
denota una vivencialidad azulada llena de humo y
tirando a rosa, que pasa a los ocres propios de los
espacios interiores y cerrados para aterrizar en los
tonos indefi nibles (con palabras) aportados por la lluvia
que, aunque no se diga, es dura y ácida como en
la metáfora dylaniana.
Una película de noche es ésta, y en la oscuridad
iluminada se abigarran persecuciones, encuentros y
desencuentros, sueños y pesadillas, acostones y madrizas
(la vida misma, pues); se vislumbra el futuro a
la vuelta de la esquina, o en el siguiente párrafo, plano
o secuencia, si se quiere, donde Deckart/Harrison
Ford acude puntual a la cita del reencuentro con
su alter ego replicante que lo salva de morir luego de
una lucha a muerte entre ambos: al borde de la cornisa
de la casa le otorga la vida a su filoso y cortante
perseguidor (al blade runner) y se sienta a esperar la
muerte en acto límite del simbolismo existencial que
echa por delante un doy porque soy aunque deje de existir,
incuestionable por verdadero y, en principio de
cuentas, por cotidiano. Porque aunque la tendencia
arquitectónica prevaleciente en las imágenes padezca
la impronta de la persecución del absoluto sideral
(metáfora defi nitoria de la constante histérica e
histórica vuelta patrimonio de lo humano), la vuelta
a la semilla nos arraiga a la tierra (no en balde la
escena prefi nal de la película transcurre en la azotea
de un vetusto edificio, de esos de gruesos muros, y
de sólidas columnas), nos devuelve la certeza de la
esencia mortal del ser. Tales coordenadas proyectan
y prefiguran el final donde el narrador/personaje
principal huye con su amada replicante (Rachel/
Sean Young) imbuido de la gozosa incertidumbre
del no saber cuánto tiempo vivirán. Así, sin moraleja
y con final feliz, la existencia prevalece como campo
donde somos privilegiados actores y Ridley Scott
conjuga en tiempos, espacios, ambientes y personas
la heterodoxia del lenguaje cinematográfico, conjuga
el verbo inicial y generador de la magia multicolor
productora de lo que terminó siendo una categoría:
la estética blade runner. Porque cierto es, sí, que algunas
(no pocas) cosas cambiaron con Blade Runner en
la teoría y la practica del cine, un arte/oficio al cual
la realidad viene copiando de tiempo atrás sin ruborizarse
en lo más mínimo; y sí, Blade Runner se afirma
en la distancia como la película más importante de
los ochenta (sin ser la mejor, que conste), porque en
ella la imbricación de géneros es definitiva y el pastiche
deviene obra maestra, porque, sí y sí, una buena
porción de los temas y dinámicas visuales que vendrían
a partir de 1982 tienen su origen ahí, en ella,
en la tal Blade Runner.
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