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ENTRE LIBROS
• José Luis Rivas, Ante un cálido norte, Fondo de Cultura
Económica, México, 2006, 260 pp.
Rodolfo Mendóza Rosendo*
*Ha escrito para La Palabra y el Hombre y Letras Libres, entre
otras publicaciones. Actualmente es Jefe de Materia de Literatura
en el COBAEV y coordina la Colección Sergio Pitol Traductor de
la Universidad Veracruzana.
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Autor: Niño gusano |
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Enhiestos marineros, es noble nuestro sino. Adán no conoció
la mar. El primer hombre sobre la tierra nunca
se bañó en una playa, nunca contempló el frenético
oleaje, nunca emprendió el viaje. Dios dividió la tierra
de las aguas después del caos reinante. La Creación
fue fundada para el hombre. Su imagen y semejanza
con Dios llevaron a Adán a enseñorearse de la tierra,
mas no sobre la mar. Aquel hombre genésico no construyó
balsas, no pescó, no nadó. Thomas Burnet, en
La teoría de la tierra –uno de esos textos del siglo XVII
que rayaba entre lo científi co y lo fantástico– dice que “La faz de la tierra antes del diluvio era suave, regular
y uniforme, sin montañas y sin mar”. La mar siempre
fue territorio casi abismal para el hombre. La idea de
la playa –con su eterna juventud, su imperante primavera,
su paz y quietud– es una creación posrenacentista.
Desde antes de las historias homéricas, la mar era
siempre colérica, repulsiva incluso. El hombre tuvo
que aprender a ver un espejo en la mar, un prodigio
absoluto, una de las maneras más puras del placer.
Viaje a viaje, y sabiendo cómo sumergirse en ella, el
hombre encontró armonía en el líquido elemento, un
lenguaje común, una manera de vida. Desde Odisea de Homero y El viaje de los Argonautas de Apolonio de Rodas hasta Cavafi s con su “Ítaca”, Juan Ramón Jiménez
con “El mar lejano” o Rafael Alberti con “Del
mar” –por mencionar unos pocos ejemplos–, los cantos
a la abundancia marítima no han cesado.
El vigía en su gavia sabe que la mar es una amante y un
espejo. Ya es un lugar común identifi car la poesía de
José Luis Rivas (Tuxpan, 1950) con la mar, la playa,
el estuario, el río. Sin embargo, ese lugar común es
una idea irreemplazable en el trabajo poético de este
autor. Desde sus primeros libros: Ecce puer, Tierra nativa,
Relámpago la muerte y La balada del capitán, las claves
poéticas de Rivas eran la mar y la naturaleza. Rivas
es un poeta de la naturaleza, cierto, pero ante todo es
un poeta natural. Lo es en el sentido en que, como un
Adán primigenio, señorea sobre las palabras y lo que
en ella(s) hay; lo es en un sentido “… sin doblez en su
modo de proceder”, como nos dice el diccionario. No
le son ajenos el viento, los pájaros, la tierra, la lluvia, la
mujer. Hay pureza en todos los poemas que componen
Raz de marea. Obra poética (1975-1992). La hay también
ahora en el nuevo recuento Ante un cálido norte, reunión
y comunión de los libros: Luz de mar abierto (1992), Estuario (1996), Río (1998), Por mor del mar (2002) y una sección
de traducciones, “Libro de faros” –donde reúne
algunas de sus versiones de Walcott y Shakespeare. La
obra de Rivas continúa en un incesante navegar que a
cada libro vislumbra tierras nuevas y se queda a conquistar
su heredad, a ser faro de puerto.
¿Soy, yo, también, la sombra de un alcatraz llevado del viento? El rumbo de apreciación que se fundara en el Siglo de las Luces sobre la naturaleza, se incrusta en nuestra
conciencia sobre el entorno natural. En Ante un cálido
norte vemos a un poeta que recorre la idea de “naturaleza”
desde la época antigua hasta nuestros días: hasta
la poesía que él mismo funda. Aunque en la obra
de Rivas ya no vemos esas tempestades virgilianas, o
aquellos galanteos con las ondinas (que llegaran hasta
Mörike) o esos juegos de los tritones, sí podemos sentir
la herencia de tales tradiciones. Todo es nuevo en la
mar de Rivas: la perpetua convulsión de las aguas, la
reverberación del sol en ellas, esa perenne fiesta que
es la mar solo –sólo la mar–, se convierten en una novedad
que encuentra su originalidad. No esa terrible
idea de originalidad decimonónica que enmaraña a los
poetas; pues no es original aquel que trata de encontrar
su voz, sino quien hace confluir todas las voces en
la suya propia. En Rivas la reminiscencia antigua se
mezcla con la moderna, la romántica con la barroca, la
contemporánea con la popular. Sólo uno de los tópicos
marinos está exento en la poesía de Rivas: el horror.
Desde el Diluvio la mar ha sido vista como símbolo de
destrucción, no así en Ante un cálido norte, donde nunca
se experimenta temor frente al infinito mar. Muchas
son las experiencias y costumbres vividas por el ente
poético de este poemario, pero llama la atención que
en la poesía de Rivas la mar siempre sea afable, nunca
temible.
El hijo del paraíso es quien más padece. Sólo porque
Rafael Alberti ya había escrito el verso “Gimiendo
por ver el mar”, si no hubiera sido así, ésta sería una
línea perfecta firmada por José Luis Rivas; porque, si
bien en su poesía no hay horror en el piélago, sí lo hay
por su ausencia.
Sólo destellos en viaje por la arena. Aunque nuestro autor
no ha elaborado un diccionario personal como lo
acaba de realizar Andrés Trapiello con El arca de las
palabras, Rivas sí ha puesto en circulación una miríada de palabras que, como destellos en la arena, surgen
de ella y vuelven a tener sentido: les ha creado su propia
arca para que sean salvas. Por eso no nos resultan
ajenas “barrón”, “giba”, “malaguas”, “rabihorcado”,
“rorcual”, “chinchorro”, porque en Rivas la música
del océano y su silencio las surten de sentido. Parecerá
una analogía fácil situar el ritmo de la poesía de Rivas
con la cadencia de la mar; por eso debe leerse “Corsario
de dos bajeles”, “Thalassa”, o “La casa de las
aguas” para demostrarse que el poeta vuelto naturaleza
(como dijimos, el poeta natural) lo es en el sentido
de que “imita a la naturaleza con propiedad”, “que se
produce por las fuerzas de la naturaleza”, como cita
nuestro diccionario real en la entrada “natural”.
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