Además, hágase lo anterior de manera tal que ni
el tiempo ni el espacio diegéticos se limiten a los experimentados
en la realidad por el propio cineficciobiografiado, y en su lugar tómese de éste una cosa que si no es
el alma misma sí se le parece mucho, para ponérsela
a un tal Jude Quinn que en los años sesenta del siglo
pasado podía platicar de automóvil a motocicleta con
Allen Ginsberg o ponerse a jugar con The Beatles en
la noche de un día difícil; a un tal Woody Guthrie,
afroamericano de once años que canta blues donde se
pueda, que todo el tiempo está escapando de polizón
en los trenes que recorren el sur estadunidense y que
incluso puede ser un Jonás de estos tiempos, tragado
por una ballena; ponérsela, en fin, al mismísimo
Arthur Rimbaud mientras es interrogado en no se
sabe cuál comisaría, o a otro mismísimo llamado Billy
the Kid, cuando de kid ya no le quede absolutamente
nada.
Dylan a la sexta potencia –quedan otros dos sin
mencionar para que los descubra solo el cinéfilo–,
no aderezado por una banda sonora obvia, sino explicado,
redondeado, por la música y la letra de las
cuales proviene la verdadera tensión dramática y la
fuerza irresistible de una película que, en defi nitiva,
parecía necesitar esos cuarenta y cinco años para
llegar bien madura a las pantallas. Por supuesto, sin
que a final de cuentas importen de más avatares y
circunstancias de la producción, verbigracia la sobresaliente
actuación de Cate Blanchett, en la que
mucha gente se concentra, pensando nada más en
si se parece a Dylan, o si habla como él, o que si a
pesar de ser mujer pudo con el papel. Nada de eso
es más destacable que un hecho aquí evidente: para
contar la historia de un artista fuera de lo común,
el cine, visto como pieza de arte de innegable paternidad
colectiva, merecía contar con una película
extraordinaria. Bien por quienes la hicieron; mejor
por quienes la gocen.
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