Es la de Ferres, como la de Francisco Ayala, una
historia de exilio literario con final feliz: ambos autores vieron obras suyas publicadas primero fuera
de España (y algunas también, en el caso de Ferres,
aparecieron primero en traducciones), pero fueron
recuperadas por editoriales españolas con el fin de la dictadura. El mismo relato recién mencionado que
ganó el Premio Sésamo sufrió hasta cierto punto esta
condición de inédito, ya que tuvo que publicarse en
una colección no venal de dichos premios para evitar problemas con la censura. Como en tantos casos,
también en el de Ferres el exilio nutrió su temática.
Decirlo así y dejarlo ahí, sin embargo, sería pasar por
alto dos de las que se nos antojan altas cimas de esta
colección, a saber, “El colibrí con su larga cola” y “Los
claros ojos de John”.
La fascinación de ciertos autores españoles últimamente con la ciudad de Nueva York –ciudad narrable si la ha habido– es ya bastante notoria (New
York Shitty, de Germán Sánchez Espero, Ventanas de
Manhattan, de Antonio Muñoz Molina, El hombre que
inventó Manhattan, de Ray Loriga, Llámame Brooklyn, de
Eduardo Lago, para mencionar algunos ejemplos).
Pero Ferres hunde su pluma en otro tintero: el del
mundo académico norteamericano (al cual dedicó
una novela, por cierto, La vorágine automática), lejos de
las grandes urbes, lo que le lleva en “El colibrí con
su larga cola” a las praderas del mid-oeste y a la middle
America de un consumismo patético y una monotonía
geográfica que duplica la existencial, y que lleva a su
vez al alcoholismo y la eterna insatisfacción. El callejón sin salida del exilio –estar fuera de sitio en todo sitio – alcanza un nivel de angustia y desesperación
sin igual en ese cuento. Y rara vez también ha logrado
un escritor español calar tan hondo en su visión de los
Estados Unidos como Ferres en “Los claros ojos de
John”, cuento que recoge y resume la locura que invadió al país durante los sesenta y la Guerra del Vietnam. Si es verdad que hay traducciones que mejoran
el original, también debe ser verdad que hay originales que simulan esas traducciones superiores cuando
un escritor logra una total compenetración con otro
país y otra cultura. Ese es el caso de este cuento, al que
podríamos atribuirle el “síndrome de Galdós”, aquel
canario que supo plasmar Madrid como nadie. Tan
así, que la lectura de ese relato nos hace olvidar que
la narradora norteamericana que ahí diagnostica su
tiempo y país tan magistralmente, se debe en realidad
a un español cuya maestría cuentística nos brinda tan
extraordinario retrato de otra nación.
No el menor de los atractivos de esta selección
es el número de inéditos que encierra, que son siete
de los 16 relatos, pero no todos debido a la censura
franquista. Curiosamente, el criterio editorial no ha
seguido un orden cronológico, siendo la mayoría de
los primeros cuentos que aparecen en el índice los últimos en escribirse, y por tanto, los que se encuentran
entre los inéditos por esta razón.
No hace falta volver a señalar las tribulaciones
editoriales por las que pasa el género del cuento hoy
día, eclipsado desde hace tiempo por la novela. Pero
tampoco hará falta señalar que una colección como
El caballo y el hombre vuelve a confirmar que la necesidad de fabular de forma directa y sucinta como en el
cuento sigue ocupando un lugar preeminente hoy en
la literatura. Necesidad y género que se remontan a la
condición más esencial y primaria de la humanidad.
Y cuando cuentos como los de El caballo y el hombre y
otros relatos alcanzan cotas tan altas como las de esta
colección, nos volvemos a sentir arropados para enfrentarnos una vez más al misterio de nuestra existen-
cia, que ahora se torna estética, belleza que nos define
en la dimensión más sublime que puede alcanzar el
hombre.
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