Año 3 • No. 147 • Agosto 18 de 2004 Xalapa • Veracruz • México
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Acceso a la educación superior:
¿Qué hacer al respecto? / I
Dr. Víctor A. Arredondo

El enfoque elitista que caracterizó a la educación superior, desde su fundación formal hace casi mil años hasta finales de la década de los sesenta, se ha venido supliendo laboriosamente por otro más incluyente, gracias a una consistente expansión de oportunidades educativas en prácticamente todas las naciones del orbe. La sociedad contemporánea sabe que su porvenir descansa en la cantidad y calidad de sus recursos humanos. Sabe que a mayor nivel de educación de su población, mayores serán las perspectivas de progreso individual y colectivo. Es por eso que durante las últimas tres décadas y media, la población mundial de estudiantes de educación superior ha crecido de manera impresionante.

México no fue la excepción en cuanto a ese cambio de enfoque. En 1970, nuestro sistema de educación superior contaba apenas con alrededor de 250,000 estudiantes. Peor aún, el 60% de ellos se encontraba matriculado en alguna institución educativa ubicada en el Distrito Federal. Frente a esa realidad, nuestro país impulsó durante la década de los setenta una política de crecimiento y desconcentración geográfica de ese tipo de servicios educativos. En consecuencia diez años después, en 1980, el país no sólo logró aumentar su matrícula de educación superior hasta alcanzar 800,000 alumnos, lo que significó triplicar la población estudiantil de ese nivel, sino que aseguró que la mayor parte de la nueva oferta se diera en el resto de las entidades federativas. El impacto de esa voluntad de desconcentración se refleja en el hecho de que hoy día, la población de estudiantes de licenciatura en la capital del país representa menos de una cuarta parte del total nacional.

No obstante, a pesar de la ardua labor incluyente de nuevas oportunidades, su impacto relativo sobre la proporción de jóvenes en edad universitaria con acceso a la educación superior fue muy bajo. Esto se ilustra por lo siguiente: en 1970, siete de cada cien jóvenes en el grupo de edad de 18-24 años estaba matriculado en educación superior; en 1980 y a pesar de la expansión educativa ganada, esa proporción subió apenas a trece jóvenes de cada 100. Peor aún, no ha sido posible acrecentar significativamente ese indicador hasta la fecha, aún cuando la educación superior mexicana ha continuado con un crecimiento expansivo evidente. Entre 1980 y 2004 logró, nuevamente, triplicar su tamaño para alcanzar una cifra cercana a los 2 millones cuatrocientos mil alumnos inscritos. Pero, su cobertura relativa respecto a la población potencialmente demandante subió apenas al 20% de los jóvenes en el rango de edad de 18-24 años. Esto significa que hoy sólo uno de cada cinco jóvenes mexicanos en edad universitaria encuentra espacio en una institución de educación superior.

Son tres las razones principales de este problema. La primera es obvia, el gran crecimiento demográfico del país de años anteriores todavía impacta y seguirá impactando a la educación media superior y por más tiempo aún a la educación superior (por lo menos durante la próxima década y media). Si bien los primeros grados de la educación básica presentan ya tasas negativas, puesto que hay en sus aulas menos alumnos que antes, los flujos escolares de los grados posteriores seguirán poniendo presión en los niveles más altos de la pirámide educativa. La segunda razón es que la mayor eficiencia terminal alcanzada en la educación primaria y secundaria, medida ésta por la proporción de egresados de tales niveles, aunada a una expansión real del bachillerato, amplía la base de solicitantes de ingreso a la educación superior. Para ser precisos, a medida que se mejora la cobertura y el rendimiento educativo de la educación básica y media superior, aumenta la demanda real de educación superior. La tercera razón es que a pesar de la impresionante expansión de oportunidades educativas del pasado, ésta no ha logrado compensar no sólo la magnitud sino la velocidad de crecimiento de las nuevas solicitudes de primer ingreso que los jóvenes demandan.

Reconocido lo anterior, resulta indispensable aclarar lo siguiente: A finales de los ochenta y a lo largo de la década de los noventa, la política educativa nacional buscó, entre sus principales objetivos, componer los desperfectos y anomalías de la calidad educativa generados por un crecimiento improvisado, esto es, insuficientemente planeado y un tanto desordenado, de las dos décadas anteriores. Si se acepta esa realidad, hoy debemos necesariamente realizar una planeación meticulosa de la expansión futura. Es cierto que debemos continuar impulsando nuestra política incluyente en la educación superior; pero también lo es, el que las nuevas oportunidades deben ser de alta calidad y asociadas con perspectivas reales de desarrollo personal, profesional y laboral.

La mera búsqueda de más espacios sin un correspondiente esfuerzo por alcanzar la calidad y la pertinencia social, aunque esté basada en una genuina preocupación sobre la equidad social, generará mayores conflictos que los que intenta resolver. Esa es una lección que debimos haber aprendido de nuestro pasado. El país tuvo que canalizar grandes recursos y realizar esfuerzos correctivos para intentar superar graves problemas que hoy todavía no están cabalmente resueltos. No hay duda que buena parte de esa problemática se derivó de que crecimos de manera acelerada y desordenada.

De ahí que el reto de hoy no sólo consista en masificar apresuradamente la educación superior, sino que las nuevas ofertas sean cualitativamente acreditables por instancias externas a las casas de estudio; en áreas y tópicos indispensables para el desarrollo local, regional y nacional; y operadas mediante un menú diversificado de instituciones, modalidades y programas. Debe quedarnos claro que será un contrasentido seguir creciendo en carreras saturadas sin perspectivas de empleo y a través de programas de dudosa calidad que no reflejen una clara vocación por la pertinencia social. En resumen, debemos aprender las lecciones de ayer y también de lo que ha sucedido en otros países en la misma materia.

Resulta necesario, en ese contexto, aclarar lo siguiente: A pesar del interés mundial mencionado al inicio de este trabajo por expandir la educación superior, no hay país en el mundo que en la actualidad atienda o pretenda atender a todos los jóvenes en edad de cursar estudios universitarios, ni siquiera a todos los egresados del nivel medio superior. Por ejemplo, Canadá, que es el país con la mayor cobertura de ese nivel educativo en el mundo, en el año 2001 aceptó al 51% de su población en edad universitaria. Esto es, a uno de cada dos jóvenes. Estados Unidos, que se ubica en segundo lugar mundial en la materia, al 40% de los jóvenes. Los países más desarrollados pertenecientes a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD), atienden en promedio al 33% de la población en edad universitaria. Estas cifras, ciertamente, nos indican que México debe mantener un esfuerzo sostenido para superar ese déficit educativo (de al menos un 13% con respecto al porcentaje promedio de la OECD), pero también nos dicen que buscar una cobertura universal en la educación superior está fuera de la realidad y de toda proporción. Por tanto, no se deben enviar a la opinión pública y a los jóvenes mensajes con premisas endebles de que es factible en plazos cortos resolver toda la demanda potencial de educación superior. Si es posible atenuarla, pero hay que hacerlo con bases de planeación coordinada.

Otros países con una visión pragmática y efectiva sobre este punto, ponen el acento en la generación de opciones mientras trabajan seriamente en la flexibilización del sistema educativo para abrir oportunidades formativas que, aunque impliquen tiempos parciales de dedicación al estudio, permitan a los jóvenes encontrar rutas alternas de desarrollo. Varias naciones recurren, incluso, a la rotación de experiencias durante la juventud (empleo temporal, deporte, actividades culturales, programas sistemáticos de acción social y servicio comunitario, acceso a programas educativos de tiempo parcial, estadías en el extranjero, etc.) como una opción formativa que, aunque pasajera, resulta útil para quien lo desee o para quien no encuentre en determinado momento una oportunidad de educación escolarizada de tiempo completo. Lo importante, en consecuencia, es lograr asegurar a los jóvenes que siempre habrá otras ocasiones propicias para la superación permanente. Con ello, se evita el inadmisible juicio sumario de que, al no ingresar a la universidad en su primer intento, ese joven perdió su única oportunidad de mayor educación y que, en consecuencia, se tiene bien ganada la deplorable etiqueta de rechazado social.

Deseo insistir, entonces, en que no es posible lograr que los sistemas de educación superior crezcan de manera espectacular en períodos cortos, a menos que se incurra en graves improvisaciones que afectan negativamente la calidad y la pertinencia educativa. La naturaleza misma de las instituciones universitarias exige un proceso de desarrollo gradual, acumulado, que asegure cuidadosamente la calidad del personal académico, así como la de los programas y la infraestructura física, tecnológica y organizacional.

Analizado lo anterior, veamos ahora lo que ha sucedido en Veracruz. Primero, hay que reconocer que nuestro estado se mantuvo rezagado por varios años en la generación de nuevas ofertas de educación superior. Esto se ilustra por el hecho de que sólo atendemos conjuntamente al 16% de los jóvenes en edad universitaria, en comparación con el promedio nacional que decíamos es del 20%. También es justo reconocer, sin embargo, que recientemente se ha trabajado para reducir ese rezago. Mientras que del 2000 al 2004 las nuevas oportunidades de primer ingreso a la educación superior en todo México crecieron en un 19%, en Veracruz lo hicieron en un 24%. Esa mayor ampliación estatal de espacios educativos también se observa en el hecho de que mientras la matrícula nacional de educación superior creció menos de un 18% en los últimos cuatro años, en Veracruz la matrícula estatal creció en un 48% durante el mismo periodo. Sin duda, ese paso no sólo habrá que mantenerlo sino redoblarlo, pero, mediante la diversificación de programas e instituciones de calidad.

La nueva oferta educativa pública de Veracruz se presentó, casi en su totalidad en la educación tecnológica, tanto en los institutos ya existentes como en los de nueva creación, incluida la universidad tecnológica recientemente establecida. El resto de la ampliación, que ha sido considerable, se debió al sistema particular de educación superior. Por ello, el crecimiento de la Universidad Veracruzana ha sido ciertamente residual y su cobertura relativa en el estado cada vez menor. Del año 2,000 al presente, ha perdido 7 puntos porcentuales en su participación de la población estatal de educación superior, bajando del 44.5% al 37.4%.

Pero, ¿por qué ese comportamiento en la generación de nuevas oportunidades de licenciatura en la máxima casa de estudios de Veracruz? ¿A qué se debe su crecimiento marginal del 1% en los últimos cinco años, a pesar de que enfrenta una demanda creciente de estudiantes? (una demanda que desde el año 2,000 ha aumentado a un ritmo promedio anual mayor al 10% y que no sólo proviene de Veracruz sino también del resto del país -entre un 12 y 15 %, esto es, más de 4,200 solicitantes provienen de otros estados). La respuesta es muy simple y fácilmente verificable: Al igual que el resto de las universidades públicas del país, su crecimiento está normado por una contundente política nacional que opera desde hace años y que establece topes de crecimiento en aquellas universidades que han alcanzado o rebasado el parámetro de tamaño máximo deseable que es de 35,000 estudiantes, el cual, dicho sea de paso, ha sido superado por nuestra universidad desde la década de los ochentas.

Recientemente, en su Programa de Ampliación de la Oferta de Educación Superior 2002, la SEP ratificó un conjunto de lineamientos denominados: "Procedimientos para la Conciliación de Oferta y Demanda de Educación Superior de las Entidades de la Federación" en donde insiste en la política de "detener el crecimiento de las IES cuya matrícula es mayor de 35,000 estudiantes, y concentrar los esfuerzos en la mejora cualitativa de sus programas educativos". Este documento, en su apartado de Criterios para la Ampliación de la Oferta, propone que "en las entidades donde las correspondientes universidades públicas estatales hayan alcanzado o excedido el tamaño deseable, se impulse más enérgicamente la creación de nuevas instituciones con programas educativos de los niveles y contenidos para la formación técnico-universitaria".

Con base en esa norma federal, los subsidios de la SEP a las universidades estatales y, en consecuencia los de los gobiernos de los estados, se han aplicado fundamentalmente para gastos de operación y para la mejora de la calidad de los programas con el fin de que obtengan su acreditación correspondiente por organismos nacionales independientes. Por tanto, a las universidades públicas más grandes no se les han canalizado recursos públicos, desde hace años, para ampliar su oferta educativa con la excepción de los programas del nivel de Técnico Superior Universitario y de Postgrado. También hay que precisar que desde hace dos décadas las nuevas plazas de personal académico únicamente son autorizadas y reconocidas financieramente por la Federación. Esto significa que una universidad en particular no puede incurrir en el crecimiento de su plantilla de personal sin exponerse al consecuente déficit presupuestal. Esa es la razón fundamental por la que universidades públicas como la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma Metropolitana, y las de Guadalajara, Nuevo León, Puebla, Sinaloa y la Universidad Veracruzana no han aumentado su oferta de estudios convencionales de licenciatura desde hace tiempo.

¿Qué opciones se nos presentan, entonces, en el futuro inmediato para ampliar la oferta de educación superior estatal? Son tres las líneas de acción que identifico. Primero, continuar con el crecimiento de la educación tecnológica a partir de las instituciones ya existentes y de la educación técnico-superior universitaria de dos años mediante la creación de nuevos programas y universidades tecnológicas para las que sí existen recursos financieros públicos disponibles. Segundo, mediante el aumento de espacios en las instituciones particulares que están en condiciones de crecer adecuadamente y en programas para los que existen perspectivas de desarrollo profesional. Para este propósito, puede ser de gran utilidad un programa de becas dirigido a estudiantes con buen rendimiento académico y de bajos recursos económicos. La tercera, es a través de una auténtica red estatal de educación a distancia que opere con el apoyo de las instituciones más sólidas en el estado. A estas tres líneas me referiré con más detalle en la segunda parte de este artículo.