Fue
un martes 11 de septiembre, de hace tres años, cuando la
seguridad aérea de los Estados Unidos fue quebrantada para
dar inicio a uno de los ataques terroristas más impresionantes
del mundo moderno. La ciudad de Nueva York despertaba con un acontecimiento
que parecía haber salido de la ciencia ficción para
convertirse en realidad: Un ataque, una pesadilla.
Fue
un martes 11 de septiembre cuando un grupo de pasajeros vio truncado
su sueño de llegar a otra ciudad con el único propósito
de continuar su vida, de viajar, de trabajar o simplemente de vacacionar.
Fueron cientos de ellos quienes encontraron la muerte bajo las más
terribles condiciones de vuelo. Seguramente la paz de sus corazones,
su coraje y su valentía perdurará como parte de la
historia de la humanidad.
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Fue
un martes 11 de septiembre cuando las torres gemelas del World Trade
Center de la nación más poderosa del mundo intentaban
sostener sus cientos de pisos en las alturas después de haber
recibido un impacto mortal que más tarde acabaría
con ellas. Miles de hombres y mujeres de todas las razas se encontraron
atrapados en los rincones de éstas, llenos de miedo y sin
fuerzas, rodeados de fuego y humo que a duras penas les permitía
encontrar una salida para su terrible situación.
Fue
un martes 11 de septiembre cuando la visión de los Estados
Unidos dio un giro de 180 grados. La nación más
segura del mundo ya no lo era. Su gente, su pueblo, su patria.
Una herida que seguramente seguirá doliendo por muchos años.
El
ataque errorista de ese día es algo imperdonable. No importa
el color de piel, ni el idioma que hablemos, ni las costumbres que
sigamos, ni los dioses en los que creamos. Todos somos un pueblo,
somos el mundo y un ataque de tal magnitud no debe ser tolerado
en ningún rincón del orbe.
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