Bastan
unos cuantos minutos en el trayecto en autobús para darse
cuenta de la multitud de dimensiones que acontecen en el territorio.
Tan pronto se deja una mancha urbana, se transita por una diversidad
de entornos, escenarios donde el paisaje británico se muda.
De repente un letrero nos recuerda que estamos en una de las comarcas
hacia el sureste de las islas.
Transitamos por tupidos bosquecillos encantados, allí donde
no es difícil imaginar que elfos, duendes y criaturas míticas
inspiran epopeyas e historias fantásticas. La distancia parece
desagregarse en esa diversidad de paisajes locales: llegamos a una
ciudad donde la topografía pone el sello en el arreglo de
los edificios. Filas de casitas trepadas en verdes colinas por donde
suben cintas de asfalto que van ondulando para hacer posible la
circulación de diminutos autos moviéndose en la estrecha
estructura vial como ágiles ratones mecánicos.
Pueblos de un apretado tejido construido en su parte central, y
de una moderada dispersión conforme se llega a sus extremos
y periferias, periferias en este caso, y comparativamente con nuestros
entornos urbanos, de la riqueza, del bienestar, del desarrollo planificado,
basado durante mucho tiempo en el modelo de economía keynesiana,
desafortunadamente para muchos, hoy desplazado progresivamente por
una desaforada neo-liberalización global, donde la supremacía
del individualismo, en abstracto, reemplaza a las estrategias del
bien común y el intento por lograr una calidad de vida en
comunidad, con serias implicaciones para la sustentabilidad –como
lo comenta Rod Burgess (1997) en el libro The Challenge of Sustainable
Cities.
Y lo que sigue sorprendiendo conforme se avanza es que aunque probablemente
Inglaterra es uno de los países cuyo proceso de urbanización
es amplio, denso y muy avanzado, se da una gran continuidad entre
lo rural y urbano. Estamos en otro alto del trayecto para el intercambio
de pasajeros. A través de la ventanilla se mira un canal
rodeado de árboles y un montón de patos que se regocijan
con la presencia de los humanos y el agua en un parque lineal que
van cruzando algunos puentecillos en una de las nuevas ciudades
satélite del periodo de la posguerra. Jardines de agua y
quietud como espacio de transición a las áreas de
producción y a los grandes bloques de oficinas, integrados
a través de amplios sectores verdes con las instalaciones
de una universidad tecnológica. Académicos desenfadados
que leen durante el trayecto lo mismo que estudiantes asiáticos
se agregan al colectivo en tránsito. Proseguimos.
Sigue una zona de planicies y áreas de cultivos, graneros
y pastizales, donde el flujo de vehículos se concentra más
y se hace también más volátil. A lo lejos se
perciben algunos aviones que enfilan hacia otros cielos. Estamos
llegando a uno de los aeropuertos de la red del sistema global,
como lo anuncia una torre de control que como un ojo verde sobre
una columna robusta y alta hace la función de un centro de
control avanzado sobre la terminal alojada en un prisma de cristal
y acero, obra secular de una de las figuras de la arquitectura de
vanguardia, Sir Norman Foster. Emplazada en una altiplanicie de
taludes de pasto, con galerías que permiten el ingreso desde
el subsuelo, esta mega-estructura aparentemente simple, aloja casi
todas las modalidades de transporte, constituyéndose en un
nodo fundamental para la conectividad a distintas escalas que van
incluso más allá del paisaje en el territorio británico.
Descendemos para hacer tiempo en la zona correspondiente a la central
de autobuses y sacar algunas fotografías, admirar esta obra
reciente de arquitectura del siglo pasado, paradójica acaso
como la condición volátil del mundo contemporáneo,
para esperar nuestro siguiente enlace para la segunda parte del
trayecto, rumbo al punto de destino de este itinerario en las islas
británicas, donde unas horas más tarde habremos de
bajar en una ruidosa y gris estación de autobuses en descampado,
en las inmediaciones de un centro urbano que presume de ser el primer
asentamiento que se haya registrado en la historia de Inglaterra,
el que sirvió como base de operaciones en una de las fases
de expansión del Imperio Romano en lo que se denominó
Anglia, término que originó la noción histórica
de Inglaterra y que actualmente se llama genéricamente en
la geografía nacional como East Anglia. Caminamos en un patio
donde se alinean algunos andenes para los camiones intraurbanos
en una lógica bastante simple. Nos informamos de que hay
un autobús para el campus de la Universidad de Essex, el
que nos lleva en una de las horas de más tráfico en
ese día de fin de semana, repleto de estudiantes de distintos
países y de personas con sus bolsas de compras. Extraños
son los caminos de la globalización cuando de identidades
culturales se trata.
Vamos por distintos rumbos de la ciudad. Entramos a una zona donde
inmediatamente se distingue el campus universitario, en ese concepto
de un área autónoma de la ciudad (tan diferente al
concepto de universidad inmersa en la ciudad como sucede con las
universidades de más antigüedad) con grandes áreas
verdes y una serie de edificios de distintas escalas y formas que
hablan de una modernidad arquitectónica resultado del master
planning, producto cultural de la posguerra que habrá de
ser reproducido y exportado a través de la arquitectura internacional
a otros países: bloques verticales que constituyen tres gigantes
para los dormitorios estudiantiles, edificios con plazas en altura,
acomodados a la fuerza sobre una topografía bastante complicada,
haciendo proeza de su carácter de enormes estructuras, desplantadas
en algunos puntos con pesados elementos de concreto. Algunas construcciones
que responden a lo que en su momento, en la década de los
años sesenta y setenta, se denominó como el brutalismo,
corriente expresiva y estilística, heredera del Movimiento
Moderno tardío, a la búsqueda de una sinceridad en
las formas mediante el uso de materiales como el concreto expuesto,
el acero, el ladrillo industrializado, el vidrio en amplio paños
de transparencia.
Asistiremos a un evento cultural organizado por la Embajada de México
en la Gran Bretaña, donde la autenticidad de lo local acabará
por imponerse a la uniformidad de lo global, en una muestra iconográfica
donde nuevos modos de relación y complejidad establecen las
oportunidades para la expresión artística, el intercambio
de ideas y el entendimiento de la diversidad y riqueza de las variadas
prácticas sociales que cobran sitio en cualquier lugar del
planeta, acaso como uno de los elementos más promisorios
de la globalización.
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