Año 5 • No. 174 • abril 11 de 2005 Xalapa • Veracruz • México
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  Psicoanálisis y Vida cotidiana
“El origen de la angustia”
Ricardo Ortega Lagunes / Miembro fundador de la Red Analítica Lacaniana
“En el origen era la angustia”. En el origen de nuestra desvalidez como seres humanos encontramos la angustia. Generalmente, la angustia es reconocida como una aflicción, congoja, ansiedad, como un temor opresivo sin causa precisa. No hay ser humano que no haya sentido los embates de la angustia: niños, mujeres, hombres. La angustia encuentra expresión concreta en nuestro cuerpo, pero la temporalidad desde donde acicatea es nuestro ser.

Para el psicoanálisis, la angustia es un rasgo, una característica, un síntoma de nuestra dependencia al deseo del Otro. ¿Qué me quiere el Otro?, ¿por qué y para qué quiere que viva? Es la expresión del permanente afán de reconocimiento que tenemos como sujetos. En ese sentido Freud llega a decir que no hay mayor angustia que el no ser visto por nadie en medio de una multitud.

El psicoanálisis freudiano posee una teoría muy elaborada sobre la angustia: ¿cómo y por qué se desarrolla la angustia? Hoy sólo nos referiremos a un punto de la etiología de la angustia. Freud afirma que el origen de la angustia como otros tantos síntomas se encuentra en nuestro pasado infantil: “La angustia de los niños no es originariamente nada más que la expresión de su añoranza de la persona amada; por eso responden a todo extraño con angustia; tienen miedo de la oscuridad porque en ésta no se ve a la persona amada, y se dejan calmar si pueden tomarle la mano”.

La madre u otro subrogado cualquiera emplaza –primero con su presencia, luego con caricias, con su voz, con su mirada, con su deseo–, al niño para que éste ocupe un lugar en la cadena humana. La angustia así es el resultado de una tensión libidinal acumulada y no descargada. Lo vive pero no tiene una respuesta ante esta situación, sus significantes son básicos y no le permiten elaborar el suceso. Puede responder o no a ese pedido, pero no puede sustraernos a ser considerado objeto de su amor. Así, del lado del niño la impronta queda instaurada y no significada. “Es arrojado a esa trilogía de angustias que nos persiguen desde entonces: la soledad, el silencio y la oscuridad”.

En un principio el Yo infantil, pero más adelante y siempre, en un proceso infinito, el Yo del sujeto intenta edificarse en torno al enigmático silencio de la pulsión con la materia de las palabras: construcción de un espacio de historia y de sentido. Pero por más consistente que sea su fortaleza, algo tendrá que hacer con el foso de fuego que queda no sólo en el margen sino en el núcleo mismo, en el último patio de su ser. Fuego que es patente en cada huella corporal donde el dolor ha marcado su pasaje.

Con la entrada del sujeto al orden deseante, la angustia se sexualiza: no es otra la significación de la angustia de castración freudiana. Al devenir en ser erótico, la existencia del Yo queda referida a las formas identificatorias de los sexos, atadas imaginariamente a la diferencia anatómica. Aunque la posición frente al falo determinará diferencias importantes, para todo sujeto, sin excepción, la angustia representará la afánisis, el borramiento, el peligro de no ser, de dejar de ser un sujeto en tanto Yo, en tanto deseante.

Lo que Freud llama angustia de castración es reelaborado por Lacan en términos de la necesidad de una cesión simbólica en la que una instancia designada como paterna hace un legado al nuevo sujeto acotando activamente el campo de aplicación de su libido, operación cuya violencia ineludible apareja, sin embargo, la ganancia para el Yo del niño de encontrar un lugar en el orden de su linaje y su comunidad, y de esa manera subsiste en tanto sujeto de deseo.

Lacan en el seminario cuatro llamado “Las relaciones de objeto”, en varias ocasiones nos señala de manera dramática el fondo de la angustia: “…es aquello que puede medir la diferencia existente entre aquello por lo que es amado y lo que él puede dar. Dada la posición original del niño respecto de la madre, ¿qué puede hacer. Está ahí para ser objeto de placer. Se encuentra por lo tanto en una relación en la que fundamentalmente es imaginado, y su estado es de pura pasividad”. De otra manera, Lacan matizará diciendo que la angustia no es ante el peligro de castración como en Freud, sino ante la suspensión del sujeto en un no-lugar, en un espacio marcado por la imposibilidad de constituirse en deseante y establecer un pacto identificatorio.