Año 6 • No. 199 • octubre 31 de 2005
Xalapa • Veracruz • México
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Adalberto Tejeda Martínez*
Las temperaturas de la superficie del Atlántico tropical estaban en junio pasado uno a 2° C arriba del promedio de los últimos 30 años, y en septiembre se incrementaron al menos un grado más. Muy probablemente este sobrecalentamiento sea consecuencia del efecto invernadero producido por la quema de combustibles fósiles que, para fines del siglo, podrían llevar al planeta unos 3° C por encima de su temperatura promedio actual: es el llamado cambio climático global.

Momento exacto en el cual el ojo del huracán Wilma se posa sobre la isla de Cozumel.
De ser cierta la hipótesis anterior, los destrozos de los huracanes Stan y Wilma –y quizás hasta los de Katrina– son consecuencia de los consumos de energéticos fósiles (carbón y petróleo, principalmente) ocurridos desde la Revolución Industrial hasta la fecha. No sólo eso, sino que por primera vez en medio siglo, en esta temporada 2005 suman ya 22 las tormentas tropicales atlánticas nombre y apellido, y como se acabaron las designaciones hechas a fines de 2004 siguiendo el abecedario, hubo que pasar al alfabeto: la tormenta tropical Alfa, que parece bautizada por un autor de science fiction, nació en el fin de semana en las inmediaciones de la isla Española.

Por su parte, los científicos que piensan que las anomalías de este año son parte de la variabilidad climática normal, son cada vez menos. Por el contrario, la sensatez pide que con un enfoque precautorio se aminoren las agresiones a la atmósfera y se modere la inyección de gases producto de la combustión. Tal se plantea el Protocolo de Kyoto, pero Estados Unidos no lo ratifica. Además, la futura Primera Ministra alemana, la conservadora Ángela Maerkel, se apresta a pelear porque las restricciones del Protocolo se vuelvan más suaves. Sin duda en breve se valorará cabalmente la contribución a la política ambiental mundial del ministro alemán de exteriores saliente, el dirigente del partido verde Joska Fisher.

Para enfrentar las posibles consecuencias del calentamiento global –entre ellas el incremento e intensificación de las tormentas tropicales–, las políticas públicas de todo el mundo deben inducir el uso eficiente de la energía para que se atenúen las emisiones de gases de efecto invernadero; hay que acelerar agresivos programas de reforestación, se debe privilegiar el transporte colectivo sobre el privado y se deberá propiciar una cultura de respeto a la naturaleza. Es una tarea de titanes en la sociedad occidental, que tiene como valor supremo el uso del automóvil, cuyo símbolo de distinción es el traje de casimir y la corbata aún en los climas más tórridos, aunque para soportarlos (el calor, el traje y la corbata) se tenga que quemar petróleo para alimentar los sistemas de aire acondicionado en oficinas y residencias.

En resumidas cuentas, lo que debe quedar claro es que de cumplirse los escenarios previstos por los modelos físico-matemáticos en torno al cambio climático global, la situación anómala que estamos viendo o viviendo en 2005 se volverá más frecuente. Vientos intensos y lluvias torrenciales, del orden de 200 a 500 o más litros por metro cuadrado (o milímetros, pero no milímetros por metro cúbico, como dicen los reporteros de la televisión nacional), serán recurrentes afectando campos de cultivo, empantanando las planicies y erosionando las laderas; zonas habitadas que el agua y el viento irán minando; hoteles, oficinas y comercios destruidos. Las mismas playas podrían ser arrasadas por las mareas de tormenta o irse sumergiendo debido a la elevación del nivel del mar que prevén para el fin del siglo los modelos climáticos computacionales. Es más, Nueva Orleáns y Cancún son ya las pesadillas que desplazan a los paraísos; la fragilidad urbana ante la variabilidad climática revelada en una ciudad centenaria y en una joven y moderna.

Es decir, que habrá que tomar más en serio la fórmula más elemental de la prevención de desastres: el peligro es igual a la vulnerabilidad multiplicada por el valor. Mientras un terreno pantanoso, depósito natural de los torrentes pluviales, no tiene seres ni bienes valiosos, tampoco se ve amenazado por el peligro.

Cuando en él se pone a pastar ganado, o peor, se construyen unidades habitacionales, el valor deja de ser nulo, se le multiplica por la vulnerabilidad de por sí alta y el peligro resulta gigantesco. Lamentable, pero explicable, que la necesidad de vivienda haga que personas de escasos recursos nunca consideren tal ecuación y se asienten donde puedan. Lamentable, y además condenable, que las compañías constructoras e instituciones oficiales de la vivienda tampoco tomen en cuenta tan elemental cálculo, como no lo hicieron varios fraccionadores de Veracruz-Boca del Río y en Tapachula.

El lado reconfortante de las situaciones vividas recientemente es que los pronósticos meteorológicos son cada vez más precisos en cuanto a trayectorias de tormentas tropicales, periodos de evolución y decaimiento, lo que ha permitido establecer programas de emergencia que han minimizado las pérdidas de vidas humanas. Los gobernantes han estado atentos y los ciudadanos han sido solidarios, y para completar la tarea es de esperar que haya eficiencia en la atención a damnificados y prontitud en la reconstrucción de la infraestructura.

Falta en cambio, que a una escala espacial menor (de estados o cuencas) se intensifique la observación instrumentada de la meteorología y la hidrología; que se sistematicen y analicen los registros de percances por fenómenos naturales para recalcular sus periodos de retorno, y que se implanten modelos computacionales que ante un fenómeno mayor nos permitan prever la ubicación y la intensidad de sus consecuencias en nuestro territorio. Estos modelos, debidamente calibrados, serían una herramienta fundamental para las oficinas encargadas de la protección civil, la salud, las tareas agropecuarias y el desarrollo urbano; instancias que, por cierto, no pueden continuar desvinculadas en la planeación y sólo coordinarse cuando los embates de la naturaleza las obligan.

*Académico de la Licenciatura en Ciencias Atmosféricas y director general del Consejo Veracruzano de Ciencias y Tecnología