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Entrevista
con Carlos Monsiváis
Soy feliz cuando no me lo propongo, por eso ya no me propongo ser
feliz
Edgar Onofre |
Octavio
Paz dijo alguna vez que Monsiváis es un cortador de cabezas.
Y se cuenta que el Nobel mexicano pudo sentirlo en carne propia:
justo cuando se quejaba de que la izquierda no quería debatir
con él, tuvo un intenso debate por escrito con Monsiváis
que se prolongó por varias semanas –“no seré
yo quien diga la penúltima palabra”, se dice que vaticinó
el autor de Días de Guardar– y culminó con el
repliegue de don Octavio a su laberinto.
Carlos Monsiváis se asume como periodista y sólo se
reconoce escritor porque el público así lo asume.
Es uno de los grandes amigos del escritor Sergio Pitol y, ha dicho
el propio Premio Cervantes 2005, fue y es siempre el primer lector
de todo cuanto escribe el veracruzano. Actualmente es considerado
el escritor más influyente de nuestro país y su inteligencia,
mordacidad, ironía, erudición, etcétera, han
dado lugar a anécdotas increíbles que se magnifican
en corrillos de lectores hasta alcanzar proporciones épicas.
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Además, se dice posee el don de la ubicuidad. Se recuerdan
sus actuaciones como Santa Claus en la película Los Caifanes
o como El Sabio Monsiváis en Chanoc, además de alguna
intervención en la telenovela Nada Personal. Da la impresión
de que ha escrito todo sobre las manifestaciones culturales más
populares del país y los momentos políticos más
importantes de los años recientes.
Algunos de sus temas han sido las manifestaciones, intérpretes
y compositores de música popular en México (como boleros,
danzones y Agustín Lara), el Tianguis del Chopo o el niño
Fidencio, otros cronistas mexicanos: Novo, Scherer, Gabriel Vargas,
Revueltas, otros escritores mexicanos como Poniatowska, Paz y Novo,
y el cuento en México.
Semanalmente destaza a los políticos declarantes en su columna
Por mi madre, bohemios. Ha analizado a los fotógrafos y pintores
mexicanos, escribió un libro de cuentos: Nuevo catecismo
para indios remisos, y tiene una colección de grabados originales
tanto del siglo pasado como actuales. También colecciona
figuritas y máscaras de luchadores –“es coleccionista
de colecciones”, según El Fisgón– y es
un cinéfilo irredimible.
Pero nunca ha dicho mucho sobre él mismo.
Se dice y acepta que usted está dotado con el don
de la ubicuidad. Habiéndose presentado en los foros literarios
más importantes, en los debates políticos más
intensos de México y también en programas de televisión
como los que condujeron César Costa, Rebeca De Alba, Jorge
“el Burro” Van Rankin o Facundo, ¿resulta verdadera
esta cualidad y qué opinión le merece que se le atribuya?
A lo que usted llama ubicuidad yo le llamo debilidad de carácter
o, si se quiere, curiosidad por saber cómo se llevará
a cabo el torneo de falsas preguntas y falsas respuestas.
Asistir a programas de televisión o de radio, a simposios,
debates, mesas redondas, conferencias, congresos, cocteles con intercambio
de puntos de vista, coloquios en pasillos y elevadores, etcétera,
no es señal de ubicuidad, insisto, sino de constancia en
el ejercicio de la opinión, algo no del orden cualitativo
sino cuantitativo.
Antes, la frecuencia de los encuentros no permitía sino la
tristeza de la escasa frecuentación; ahora, a la vida intelectual
nos asomamos a partir de las legiones en ese vagón de metro
de los encuentros ponencia en mano.
Con frecuencia, los foros donde usted se presenta se ven
abarrotados por el público. ¿Cómo explica este
cariño (o popularidad) entre los lectores y qué le
significa?
El público es generoso y asistencial. No creo un mero juego
de palabras hablar de una “asistencia asistencial”.
Me oyen de modo cortés, y eso que usted llama popularidad
yo lo tomo como el deseo de que al terminar mi intervención
la melancolía se circunscriba a lo que dije, no a las
expresiones de incredulidad que rodearon lo que dije. Dicho sea
de paso, me niego a reconocerme en sus preguntas para no caer en
la tentación de ir a registrar mi candidatura para presidente
del IFE.
¿Se ha transformado usted en un fenómeno de
la cultura popular? Y, en su caso, ¿cómo explicaría
Monsiváis el fenómeno Monsiváis?
Eso es completamente exagerado, a tal punto que como no puedo dar
por concluida la entrevista, doy por concluido mi apellido, con
lo cual el fenómeno será anónimo.
¿Se puede considerar que, en su caso, el autor rebasó
a su propia obra? Es decir, ¿se le admira más de lo
que se lee su obra?
No he rebasado mi obra, ni siquiera he podido localizarla. Por lo
demás, no hay autor en países donde se lee poco que
no sean más conocidos, si es que eso sucede, que lo que escriben.
Quizá la gran excepción sea Juan Rulfo.
A todos nos toca el momento en que personas bien intencionadas nos
encuentran y nos dicen: “Yo no lo he leído pero me
dijeron que sus acuarelas son muy bonitas”. Y, por lo demás,
la admiración suele ser de pronto un canje perfecto: “No
te leo pero te admiro”, lo que siempre es mejor a que digan:
“No te admiro pero te leo”.
Cuando
se habla sobre la inteligencia de Monsiváis, se suele comentar
que es capaz de hacer palidecer con sus conocimientos en, por
ejemplo, termodinámica al mayor especialista en esta materia,
¿considera que su inteligencia se ha convertido en una
leyenda y qué opina acerca de que se opine sobre su propia
capacidad?
La pregunta es una trampa de primer orden. Si la tomo en serio,
tengo que admitir que no sé una palabra de termodinámica
y que además todas las cosas de las que no sé una
palabra constituyen uno de los mayores ahorros lingüísticos
de que tengo noticia. Todas las palabras que no pronuncio por
ignorancia podrían presentarse como candidatas a Torre
de Babel.
Mi inteligencia es una leyenda que ojalá siga siéndolo
para ocultar la penosa realidad. Y, por favor, ya no haga preguntas
generosas que me precipitan en el torbellino de la autocrítica.
Mejor dígame: “¿Se considera más inteligente
que Vicente Fox? ¿Se contradice menos que Felipe Calderón?”.
Allí sí me da oportunidades.
Acerca de la ironía como expresión de la
inteligencia: ¿Por qué le resulta atractivo ejercitarla?
No sé si mi estilo es genuinamente irónico. Es imposible
que uno califique sus procedimientos con objetividad. A lo
mejor me quiero hacer el mordaz, a lo mejor de tanto que me han
dicho “irónico” me lo he creído, a lo
mejor la ironía es una manera de huir de la cursilería,
a lo mejor uno es irónico sin darse cuenta, y cuando quiere
serlo es profundamente solemne.
Monsiváis es un escritor-periodista al que pocas
veces se ataca, salvo los lujos que pudo permitirse, por ejemplo,
Carlos Abascal. ¿Es una cuestión de profundo respeto
o muchos le tienen miedo?
No sabría que contestar. Ataques sí recibo, algunos
gratuitos, otros justificados, otros rituales. Eso es natural
y no es materia de sobresaltos.
Carlos Abascal, por ejemplo, luego de que yo aludí a su
“púlpito virtual”, me acusó de fundamentalista,
y ejerció su derecho a la crítica, pero no se bajó
de su púlpito con lo cual el ataque sonaba a excomunión.
No sé nada en materia de respetos o miedos. Eso no me toca
juzgarlo, porque todos tendemos a confundir el tedio con el miedo
y el respeto con la indiferencia. Esta vez dije todos y no me
asilé en la autocrítica.
¿Podemos
considerarle un excéntrico? ¿Tal vez como un personaje
de Pitol que lo sabe todo antes que los demás o, por lo
menos, todo mundo considera que lo sabe todo?
Como un excéntrico sí. Vivo con 12 gatos y cerca
de 30 mil libros. Como eso no es nada común, supongo que sí
incurro en la excentricidad. En cuanto a personaje de Sergio Pitol,
lo soy, pero no por la sabiduría, sino porque siempre comparto
con el testigo principal (Pitol) la llegada de lo infrecuente
al restaurante en la Varsovia, la Córdoba, Veracruz, o
la Constantinopla de la virtualidad.
Otras razones para considerarme algo excéntrico: detesto
las corridas de toros y la crueldad contra los seres vivos, no
manejo, no tengo tarjeta de crédito, nunca he tomado tequila
y no amo a México con la intensidad suficiente como para
usar esa pasión cada que me entrevistan.
Se
sabe de la importancia que el cine y la literatura tienen en su
vida, ¿cómo llegó a ellos y qué le
motivó a serles fiel hasta ahora?
Al cine y la literatura, en tanto procesos generacionales, llegué
al mismo tiempo. Era lo natural: uno leía y se sumergía
en los cines de barrio a ver tres películas por un peso.
La mayoría eran malísimas pero la acumulación
de imágenes tenía que ver con la formación
de una cinefilia poderosa, vista siempre desde la perspectiva
literaria. Los jóvenes ahora ven el cine desde la tradición
fílmica. No fue mi caso: una comedia me parecía
la sucesión de imágenes y frases que cobraban su
pleno sentido si las interpretaba como episodios de Mark Twain
o de Evelyn Waugh.
Después
de años de lectura, ¿cuáles son los autores
que más ha apreciado en su vida? Y, dada esta lista, ¿de
qué tipo de lector nos hablan sus preferencias literarias?
El libro más importante en mi vida es la Biblia, no por
consideraciones de creyente a ultranza, sino por la formación
literaria, mitológica, de intercambios entre la crueldad
y la generosidad del Antiguo y Nuevo Testamento. Otros autores
inevitables, citados en desorden: Shakespeare, Dickens, George
Eliot, Jane Austen, Martín Luis Guzmán, Alfonso
Reyes, Borges, Paz, Lezama Lima, Oscar Wilde, Christopher
Isherwood, W. H. Auden, Monterroso, Cervantes, Quevedo, Pérez
Galdós... Todos ellos hablan de un lector, simplemente
un lector que sí cree que hay tal cosa como la literatura
de excepción.
Hablando
sobre nuestro país, ¿considera que se han puesto
de a peso los cocoles? ¿Vivimos una etapa crítica
en la historia de México?
Podría citar el principio de Historia de dos ciudades de
Dickens y hablar del peor de los tiempos y el mejor
de los tiempos, pero prefiero reconocer que la medida del agotamiento
de los recursos naturales, de la desesperación de las clases
populares, del desempleo como marca de Caín, de la impunidad
y la estupidez de la derecha y el resto de la clase gobernante,
del modo abyecto con que se ganan las elecciones, etcétera,
muestra que sí vivimos una etapa muy crítica, por
estar marcada como nunca por la impotencia de las mayorías.
A propósito, ¿qué sentimientos le
inspira nuestro país?
Como país no me inspira sentimiento alguno porque decir
“amo a México” es decir nada, lo enorme no
permite siquiera una mirada de conjunto; me adhiero al excelente
poema de José Emilio Pacheco “Alta traición”
(No amo mi patria/ Su fulgor abstracto/ es inasible./ Pero (aunque
suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta
gente,/ puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/
gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/
(y tres o cuatro ríos)/ N. de la R.) Como conjunto de sociedades
doblegadas y traicionadas me inspira un gran sentimiento de solidaridad.
Según
comentó Pitol en una entrevista que usted mismo le realizó
y que se publicó en El País, usted lleva más
de 50 años militando en la oposición. ¿A
qué se debe su militancia en el contrapoder y cómo
hacer para no dejarse llevar por la desesperanza y la apatía?
No sé si el término preciso es “militancia”.
Más bien, a veces me describo como activista. Y lo soy
porque, según creo, la motivación ética es
indispensable en el trabajo intelectual o literario.
La desesperanza es inevitable, pero también lo es continuar
como si la desesperanza no existiera o no fuera el gran elemento
inhibitorio. La apatía es la forma menos conspicua de la
pereza, y los apáticos al final del día son metáforas
agotadas o algo así.
No me elogio por mi condición de activista, pero sé
que es lo que me toca en el momento del supuesto auge de la derecha,
de la corrupción y de la mentira.
¿Todavía
es posible aspirar a la felicidad?
Aspirar a la felicidad es una empresa condenada al fracaso, es
como aspirar al delirio. Se puede ser feliz, y se es feliz a momentos
aun en medio de circunstancias atroces. Yo soy feliz cuando no
me lo propongo, y por eso, como técnica de autoengaño,
ya no me propongo ser feliz.
Finalmente,
¿qué le significa en lo personal el Doctorado Honoris
Causa de la Universidad Veracruzana?
Le digo rápidamente algunas de mis reacciones: control
de los daños que causa la modestia, alegría que
no se asoma a la ventana para no perder fama de indiferente, gusto
por pertenecer una vez más a la Universidad Veracruzana,
agradecimiento genuino y ocultamiento del rubor.
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