De entrada
te juro, Emilio, que no te admiro; te venero. Con esto, ya entrados
en materia, puedo hablar de mi Emilio, de mi Carballido, y como
no soy crítica teatral ni literaria, voy a hacerlo como actriz
que ha leído, visto y soñado con tus obras.
Además, qué caso tendría hacerlo de otra manera,
si aquí hay prominentes personajes más que calificados
para hablar de tu prolífico y extraordinario trabajo literario.
Desde que te conozco, me ha sucedido contigo lo que al protagonista
de El tren que corría, esa novela construida para
que las palabras fluyan con los personajes y los hace volar mientras
el lector le apuesta al desenlace feliz, cualquiera que sea; así,
hemos estado en las mismas estaciones, casi al mismo tiempo, pero
te juro, Emilio, que los desencuentros magnifican las coincidencias,
favorecen que los caminos se crucen y se aparten, pero no necesariamente
significa que no viajemos juntos, y te juro Emilio que en infinidad
de ocasiones estuvimos a punto de trabajar en proyectos que nos
reunirían, pero invariablemente ha surgido una de esas apariciones
perturbadoras que brotan del oscuro inframundo pero que simple y
sencillamente tienen que ver con el reino de este mundo, como ocurre
en tu novela Las visitaciones del diablo.
Te juro Emilio, y no quiero sonar melodramática, que lo nuestro
no ha podido ser, aunque suene a bolero. Esos desencuentros que
acabo de mencionar tienen mucho que ver con decisiones francamente
trascendentales que he tomado en mi vida, como mi paso por la Universidad
Veracruzana.
Cuando vi Rosalba y los Llaveros, yo quería ser Rosalba;
cuando vi el estreno de Yo también hablo de la Rosa, bueno,
yo también quería hacer el personaje que hacía
Angelina, pero comprendí que una rosa es una flor y un laberinto.
El caso es que te juro, Emilio, que a pesar de mis mudanzas de casa
y de marido, siempre he llevado un libro firmado por ti, que heredé,
como tú bien sabes, y que así de un salón de
tercero de primaria pasó a mi errante biblioteca para permitirme
siempre tenerte en mente a través del travieso muñeco-niño
Pinocho, que alentó probablemente tus primeras lecturas infantiles.
Tuve cerca la oportunidad de estrenar Rosa de dos aromas; no pude
hacerlo porque estaba rodando una película. Después,
para desgracia mía, con una de tus obras que más admiro,
Conversación en las ruinas, algo extraño pasó,
pues aunada mi inseguridad a tu mucha certeza, fue imposible que
llegara yo al estreno, aunque sé que hasta el último
de mis días llevaré escondida y arropada a mi entrañable
Nena Natalia. Aunque hay que decir que no todo ha sido tristeza:
dos veces, dos, tuve la felicidad de encarnar en teleteatro al principal
personaje femenino de Felicidad, tarareando Perfidia en la banca
de un parque, mientras el Profesor me lee su fatídico acróstico.
Te juro Emilio que haces posible lo imposible. En la magnífica
puesta en escena de “Fotografía en la playa”,
actores y público nos mojamos los pies con las olas del mar,
cargando como lápidas a nuestras familias tan previsibles
como insustituibles y queridas, todos observando un océano
donde el horizonte predice silencios más importantes que
las palabras. En esta reflexión uno bien puede retomar esa
expresión que define nuestra existencia: Tanta vida, y jamás...
Luego, cuando iba a trabajar en la película Escrito en el
cuerpo de la noche, nomás no se pudo, porque la filmación
comenzaba al día siguiente de mi toma de posesión
como Jefa Delegacional en Coyoacán.
Cuando vi Te juro Juana, te juro Emilio que también yo hubiera
querido enseñar la punta‘elpié, la rodilla,
la pantorrilla y el peroné. Te juro, Emilio, que nadie como
tú para crear esos grandes personajes femeninos del teatro
mexicano. Como ejemplo cito también a La prisionera, cuya
placa me invitaste a develar. Te juro, Emilio, que me daban ganas
de pegarte para no ponerme a sollozar. El caso es que me dolía
todo, desde la matriz hasta las uñas; será porque
las mujeres siempre nos sentimos culpables de todo y por todo, como
le sucede a tu heroína, que sale del faro exitosa, para construir,
soportar y sobrevivir al mundo real, consiguiendo en un hipotético
país latinoamericano el voto para las mujeres, dejando tras
de sí a su carcelera, convertida en presa de su propia condición
y circunstancia.
Hace mucho tiempo que en el desaparecido Teatro Reforma vi lo que
para mí es una de las mejores obras del teatro universal
contemporáneo, Orinoco, homenaje a dos grandes actrices;
a cualquier actriz, diría, que en el presente o en el futuro
tenga el privilegio de interpretarla. Enamorado de tu Fifí
y de tu Mina en éste su postrer viaje por el Orinoco, les
reservaste esta travesía onírica y lúdica a
la vez, seguras ellas de que atracarán en el lugar soñado
para, en el peor de los casos, ser violadas por un marinero borracho.
Porque como dices en tu Tren que corría, cito textualmente,
“para al final reconocer de modo implícito que no hay
meta, lo importante como en la vida misma, no es el término,
sino la animación del viaje”.
Bueno, Emilio, cuando la vi, me pareció que nunca iba a tener
la edad para interpretarlas, pero finalmente resultó bien
fácil, sólo me dediqué a cumplir años,
tantos que casi me paso. Y hace relativamente poco tiempo ensayé
Orinoco por todo un mes, pero mejor ya ni te cuento lo que me pasó.
¡Pero te juro, Emilio, que he de interpretar a Mina, o muero
en el intento!
El mejor homenaje para ti y para todos nosotros sería, te
lo juro, Emilio, que se contara con una sala de repertorio donde
pudieran verse tus obras con regularidad, pues son ya clásicos
de la dramaturgia mexicana.
Te juro, Emilio, que cada vez que leo la frase “La Patria
es primero” en el frontispicio (palabra horrible, ésta)
de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, recuerdo el monólogo
de Tu Patria, que a la letra dice: “Para mí la Patria
es mi cielo y mi tierra que se pueblan con jinetes desaforados,
con procesiones a la virgen, con viejas que beben pulque, con danzantes
y bordadoras, mecánicos, lacayos, estudiantes, campesinos,
con el estrépito fragoroso de hambres e ideas de leyes y
credos en pugna...”
Esta Patria es tan sentida y profunda como todo lo que reflejas
en cada una de tus obras y de tus personajes.
Y por último, con esa libertad que me he tomado como actriz
para hablar de ti y de esa obra infinita tuya, me doy el lujo de
decirte que te juro, Emilio, te lo juro de verdad, que eres el dramaturgo
mexicano más grande de todos los tiempos.
Muchas gracias. |