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Tránsfuga
de todas las disciplinas en una porteña infancia poshippie
de los 701/2, de un holocausto familiar donde yo siempre era la
culpable de todos los platos rotos (y de los pelotazos en las ventanas,
y de los niños aporreados en la escuela, y de los maquillajes
masacrados de mi prima adolescente, y del desorden de la casa y
del empiojamiento general de toda la familia), lo primero que tomé
verdaderamente en serio (más que a mis padres y sus regaños
sin paréntesis) fue a un libro que para mí significó
una revelación: El maravilloso viaje de Nils Holgersson,
de Selma Lagerlöf, en donde se hablaba de un niño tan
malcriado como yo, castigado por un duende que lo convierte en un
ser diminuto que viaja por toda Suecia a bordo del lomo de un pato
doméstico, orgullo de la casa, que decide súbitamente
emigrar con sus parientes salvajes.
Eso
era lo que deseaba: emigrar, salir al galope de ahí..., volando,
corriendo, evaporándome... Más tarde -quizá
con Kundera- pensé también que La vida estaba en otra
parte. En esos trances, más otros aún extraños
de nombrar, es que decidí tirar con mis 17 años a
cuestas para vivir en otra ciudad para estudiar Literatura, no sin
antes ganar dos de tres caídas sin límite de tiempo
del Último round con mi padre para que tuviera a bien "becarme"
en mi deseo, para él a todas luces absurdo e insensato.
Cuando
llegué a Xalapa a inscribirme en la Facultad de Letras Españolas
de la UV, sentí desilusión. La Unidad de Humanidades
no era exactamente impresionante, la biblioteca tampoco y los salones
de toda la escuela sólo eran cuatro cajones fríos
con una tarima de madera para los pedagógicos paseos de los
maestros a la custodia de un alargado pizarrón verde-pantalla
de MS Dos. Mis compañeros no eran lo que esperaba ni poseían
los nostálgicos rostros románticos del paludismo de
los folletines finiseculares. Estuve a punto de volverme, tragarme
mis palabras, volver al calor del puerto y hacerme lanzadora de
cuchillos, carpintera u ombliguista en El Matecoco.
Y
bien, aquí estás ya... (...) Aquí donde la
fábula enmudece/ y la voz de los hechos se levanta/ y la
superstición se desvanece... Ya estaba grandecita como para
ser consecuente con mis decisiones y me quedé disfrutando
de esa facultad con el mismo apasionamiento con el que la odié,
hice amigos queridísimos, tuve indiferencias atroces, me
divertí a mares, me aburrí en diferentes horarios
y aprendí cosas que me hicieron ver que la vida también
estaba en todas partes.
Uno
puede percibir el lado más o menos institucional de las cosas,
pero nada suelen decirle a quien puso vida ahí, años
entre esas paredes donde antes un amigo colocaba un gigantesco letrero,
rellenándolo con recortes de periódico, cuentos y
poemas de autores serios y graves, o de los graffiti y ocurrencias
de los mismos alumnos, esas paredes que nunca estuvieron desnudas
de versos tontos o ingeniosos, de insultos a maestros en forma de
epigramas o de calambures con albures incluidos. De hojas volantes,
carteles, dibujos...
Yo
creo que cuando eres estudiante de Letras (o de Lepras, como la
autodenominamos) muy poco te importa quién o cuándo
fundaron tu escuela. Te importa que son las siete de la mañana,
el invierno hirsuta los huesos, la señora de la pensión
tuvo a bien ponerle candado al refri, mueres de hambre pero te gastaste
hasta el último peso de tu mesada en el último libro
de tu autor favorito o en esa maravillosa edición anotada
de El Cid Campeador, o simplemente en ese abrigo negro fantástico
que te parece tan existencialista y te hace sentir interesante,
aunque seas tan parecido a un huachinango en primavera.
Te
importa que son las siete y que a alguien se le ocurrió programar
la clase de Teoría Literaria a esa hora, que te chillan las
tripas mientras el maestro intenta explicarte que todo hermeneuta
debe penetrar a fondo el círculo de la intelección.
Y en plena clase de Fonética, piensas en penetraciones y
en otra suerte de círculos cuando tu maestra se empeña
en convencerte en la necesidad de que distingas entre sonidos palatales,
fricativos, oclusivos o sordos, de que debes hacer transcripciones
en el alfabeto fonético universal, pero tú apenas
y puedes asegurar que conoces el abecedario.
Pero
en esa facultad, pequeña, modesta, a veces madre y a veces
madrastra, no todo es tortura, y si uno fuera el alumno ideal saldrías
tan culto: supuestamente perfeccionas tu inglés y tienes
la opción de aprender francés, además de la
obligación de, al menos, familiarizarte con el griego y el
latín, tener un amplio panorama de la Historia de la Lengua,
ya sea desde un punto de vista estrictamente lingüístico
o literario, pues debes leer desde las jarchas mozárabes
(primeras manifestaciones estéticas de lo que podríamos
considerar en los inicios del español), el Romancero Viejo
y Tradicional, los imprescindibles: Libro del Buen Amor, El Cid,
y otros textos medievales hasta culminar con La Celestina y el portentoso
Quijote, por no decir del largo camino a transitar (o por lo menos
el que me tocó a mí) por las veredas propias de la
literatura romántica, contemporánea y del siglo XX
en lengua española en la península ibérica,
Las Antillas y Latinoamérica en general.
Pero
no: uno no siempre es tan disciplinado, ni sales tan culto ni siempre
te tocan los mejores maestros, ni está siempre el horno para
bollos, aunque siempre hay sus traicioneras excepciones que se encargan
de poner en evidencia a los que preferimos de repente echar novio,
holgazanear un poco, no leer sólo por disciplina sino por
placer y sabotaje estético de las obras maestras o simplemente
vivir, vivir porque la vida, cuando tienes 17 años, está
verdaderamente en todas partes.
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