Año 2 • No. 51 • enero 28 de 2002 Xalapa • Veracruz • México
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  La vida también estaba en todas partes
A propósito de unos 45 años de una facultad...
Claudia Domínguez Mejía
 

Tránsfuga de todas las disciplinas en una porteña infancia poshippie de los 701/2, de un holocausto familiar donde yo siempre era la culpable de todos los platos rotos (y de los pelotazos en las ventanas, y de los niños aporreados en la escuela, y de los maquillajes masacrados de mi prima adolescente, y del desorden de la casa y del empiojamiento general de toda la familia), lo primero que tomé verdaderamente en serio (más que a mis padres y sus regaños sin paréntesis) fue a un libro que para mí significó una revelación: El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, en donde se hablaba de un niño tan malcriado como yo, castigado por un duende que lo convierte en un ser diminuto que viaja por toda Suecia a bordo del lomo de un pato doméstico, orgullo de la casa, que decide súbitamente emigrar con sus parientes salvajes.

Eso era lo que deseaba: emigrar, salir al galope de ahí..., volando, corriendo, evaporándome... Más tarde -quizá con Kundera- pensé también que La vida estaba en otra parte. En esos trances, más otros aún extraños de nombrar, es que decidí tirar con mis 17 años a cuestas para vivir en otra ciudad para estudiar Literatura, no sin antes ganar dos de tres caídas sin límite de tiempo del Último round con mi padre para que tuviera a bien "becarme" en mi deseo, para él a todas luces absurdo e insensato.

Cuando llegué a Xalapa a inscribirme en la Facultad de Letras Españolas de la UV, sentí desilusión. La Unidad de Humanidades no era exactamente impresionante, la biblioteca tampoco y los salones de toda la escuela sólo eran cuatro cajones fríos con una tarima de madera para los pedagógicos paseos de los maestros a la custodia de un alargado pizarrón verde-pantalla de MS Dos. Mis compañeros no eran lo que esperaba ni poseían los nostálgicos rostros románticos del paludismo de los folletines finiseculares. Estuve a punto de volverme, tragarme mis palabras, volver al calor del puerto y hacerme lanzadora de cuchillos, carpintera u ombliguista en El Matecoco.

Y bien, aquí estás ya... (...) Aquí donde la fábula enmudece/ y la voz de los hechos se levanta/ y la superstición se desvanece... Ya estaba grandecita como para ser consecuente con mis decisiones y me quedé disfrutando de esa facultad con el mismo apasionamiento con el que la odié, hice amigos queridísimos, tuve indiferencias atroces, me divertí a mares, me aburrí en diferentes horarios y aprendí cosas que me hicieron ver que la vida también estaba en todas partes.

Uno puede percibir el lado más o menos institucional de las cosas, pero nada suelen decirle a quien puso vida ahí, años entre esas paredes donde antes un amigo colocaba un gigantesco letrero, rellenándolo con recortes de periódico, cuentos y poemas de autores serios y graves, o de los graffiti y ocurrencias de los mismos alumnos, esas paredes que nunca estuvieron desnudas de versos tontos o ingeniosos, de insultos a maestros en forma de epigramas o de calambures con albures incluidos. De hojas volantes, carteles, dibujos...

Yo creo que cuando eres estudiante de Letras (o de Lepras, como la autodenominamos) muy poco te importa quién o cuándo fundaron tu escuela. Te importa que son las siete de la mañana, el invierno hirsuta los huesos, la señora de la pensión tuvo a bien ponerle candado al refri, mueres de hambre pero te gastaste hasta el último peso de tu mesada en el último libro de tu autor favorito o en esa maravillosa edición anotada de El Cid Campeador, o simplemente en ese abrigo negro fantástico que te parece tan existencialista y te hace sentir interesante, aunque seas tan parecido a un huachinango en primavera.

Te importa que son las siete y que a alguien se le ocurrió programar la clase de Teoría Literaria a esa hora, que te chillan las tripas mientras el maestro intenta explicarte que todo hermeneuta debe penetrar a fondo el círculo de la intelección. Y en plena clase de Fonética, piensas en penetraciones y en otra suerte de círculos cuando tu maestra se empeña en convencerte en la necesidad de que distingas entre sonidos palatales, fricativos, oclusivos o sordos, de que debes hacer transcripciones en el alfabeto fonético universal, pero tú apenas y puedes asegurar que conoces el abecedario.

Pero en esa facultad, pequeña, modesta, a veces madre y a veces madrastra, no todo es tortura, y si uno fuera el alumno ideal saldrías tan culto: supuestamente perfeccionas tu inglés y tienes la opción de aprender francés, además de la obligación de, al menos, familiarizarte con el griego y el latín, tener un amplio panorama de la Historia de la Lengua, ya sea desde un punto de vista estrictamente lingüístico o literario, pues debes leer desde las jarchas mozárabes (primeras manifestaciones estéticas de lo que podríamos considerar en los inicios del español), el Romancero Viejo y Tradicional, los imprescindibles: Libro del Buen Amor, El Cid, y otros textos medievales hasta culminar con La Celestina y el portentoso Quijote, por no decir del largo camino a transitar (o por lo menos el que me tocó a mí) por las veredas propias de la literatura romántica, contemporánea y del siglo XX en lengua española en la península ibérica, Las Antillas y Latinoamérica en general.

Pero no: uno no siempre es tan disciplinado, ni sales tan culto ni siempre te tocan los mejores maestros, ni está siempre el horno para bollos, aunque siempre hay sus traicioneras excepciones que se encargan de poner en evidencia a los que preferimos de repente echar novio, holgazanear un poco, no leer sólo por disciplina sino por placer y sabotaje estético de las obras maestras o simplemente vivir, vivir porque la vida, cuando tienes 17 años, está verdaderamente en todas partes.