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Ahora
que es casi un hecho la canonización de Juan Diego, cabe
recordar que, lejos de ser una cuestión totalmente inocente
y limpia de intereses terrenales, en un proceso de este tipo confluyen
las más diversas cuestiones, inclusive políticas y
económicas; los procesos de los novohispanos y mexicanos
han sido de los más claros ejemplos de ello.
Contrario
al Perú, que tempranamente obtuvo la canonización
del arzobispo Toribio de Mogrovejo y de Rosa de Lima, en la Nueva
España durante todo el virreinato sólo se obtuvieron
las beatificaciones del mártir misionero criollo Felipe de
Jesús y del "ejemplar" franciscano lego Sebastián
de Aparicio.
Desde
luego, no faltaron candidatos. La Nueva España era por entonces
un reino americano que, para darse un lugar en el orbe cristiano
requería mostrarse como un terreno fértil para la
santidad; asimismo, diversos grupos de las élites de la sociedad,
corporaciones civiles y religiosas, ciertos sectores del clero,
etcétera, apoyaron las causas de algunos personajes en particular,
lo cual les proporcionaría, además de abogados y protectores
en los cielos, status e inclusive recursos económicos.
Un
impresionante trabajo intelectual, de carácter hagiográfico
por supuesto, apoyó los procesos hacia la santidad; así,
se (re)construía la vida de los venerables, se ubicaban los
nuevos santuarios, las reliquias, los testimonios de los hechos
maravillosos, los milagros.
Antonio
Rubial García en La santidad controvertida nos presenta un
análisis de los motivos por los cuales esos intereses y esfuerzos
no fructificaron en nuevos santos, el más notorio, la oposición
de la Corte de Madrid, que evitó proporcionarle símbolos
de identidad a los novohispanos. Además, procesos como el
de la Reverenda madre María de Jesús quedaron detenidos
por la exhuberancia que la religiosidad barroca cobró - y
mantiene - en estas tierras, frente a la ortodoxia que custodiaba
la Santa Sede y al catolicismo ilustrado dieciochesco, menos proclive
a la aceptación de lo maravilloso.
La
Santa Sede finalmente concedió la canonización de
Felipe de Jesús en 1862, en un momento en que era necesario
fortalecer al catolicismo y al clero ante la reforma liberal. En
otras ocasiones, como en la coronación de la Virgen de Guadalupe
a fines del siglo XIX, las decisiones del Vaticano han seguido influidas
por múltiples factores, no sólo de índole estrictamente
religiosa, las canonizaciones efectuadas hace casi dos años
y la que se prepara en nuestros días tampoco se alejan de
ese modelo, y si bien se siguen criterios de legitimidad, la cuestión
de la santidad (y aún la de la existencia histórica
de los santos) es más una interpretación derivada
de esos factores históricos que una certidumbre objetiva
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