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El
teatro es un areópago en el que hay que juzgar
los hechos humanos, precisamente cuando
los tribunales establecidos son injustos y parciales
Friedrich Schiller
Sabemos que muchas veces el teatro es como una palestra para la
discusión de los males públicos, sin embargo no basta la exhibición
en escena de campesinos dolientes para esgrimir alegatos urbanos
en contra de injusticias rurales, a menos que queramos que simplemente
siga lloviendo sobre mojado. Por lo pronto comentaré una muestra
de ello: el espectáculo Ojalá que crezca un naranjo, representado
por alumnos de la Facultad de Teatro en fechas recientes en la parte
central del parque Juárez.
Para poner al tanto a quien no pudo presenciarlo, describo su anécdota
en la que se manifiesta más un contenido evidentemente melodramático
que una fundada “preocupación social”:
Una familia del campo, integrada por el papá, la mamá, y la hija
(al parecer, aunque los padres la llaman hijo) vive feliz con un
naranjo como testigo. Están satisfechos con su vida, la cual cambia
cuando se hace presente la autoridad como una encarnación maligna
que viene a acabar con el edénico paisaje antes señalado, convirtiendo
al hijo en una figura del “mal”. La acción concluye con el enfrentamiento
en el que todos resultan fatalmente derrotados. Momentos después,
los actores se levantan y ofrecen al público semillas de naranjo,
acción que funciona como el epílogo de la historia. Y se termina
solicitando una cooperación monetaria.
“La gente pobre en nuestro país padece cotidianamente injusticia”,
pareciera desprenderse de esta historia pálidamente brechtiana,
lo cual, a pesar de que hasta cierto punto resulta políticamente
correcto subrayar, no va más allá de ser una verdad de Perogrullo.
Porque el espectáculo, seguramente movido por las buenas intenciones
de los participantes, plausible sobre todo al partir de una iniciativa
propia. No obstante, más que ofrecer una felicitación a estos muchachos,
creo de mi parte más honesto hacer ver algunas debilidades de esta
puesta en escena.
Toda la acción sucede en cuatro espacios: la casa de la familia
(con un tratamiento escenográfico, que por ponerle un nombre diremos
que es realista); la parcela (sugerida naturalistamente, con tierrita
acarreada ex profeso –tal vez desde la lejana Sierra Lacandona,
grano a grano), un mar o río (que a falta de cubetas suficientes,
tuvo que ser insinuado “abstractamente” por el uso de telas azules
en la escenografía y vestuario de dos actores desaprovechados y
cuya actoralidad se limita a naufragar en esa agua inútil) y finalmente,
un espacio de transición entre un decorado y otro, del cual los
actores son totalmente inconscientes. Esta falta de unidad estilística
corre al parejo con la impericia actoral, en desarmonía con la naturaleza
del espacio en donde se desarrolla la acción.
La narración de la historia de Ojalá crezca un naranjo prescinde
de la palabra y se apoya más en lo visual, lo que teatralmente sería
un acierto, pero los movimientos que dan lugar a las imágenes no
se ejecutan limpiamente, a la vez que carecen de virtuosismo y por
tanto de interés y lo único que las protege es la presencia musical,
emanada por un trío en vivo que perfectamente puede ser considerado
como un elemento independiente al espectáculo.
Una historia tan maniquea no permite que los actores profundicen
en sus personajes, por el contrario, se busca la esquematización
de éstos. Algo que no sería un defecto siempre que existiera o una
historia interesante o un dominio en la ejecución, lamentablemente
no encontramos ninguna de estas dos cualidades en el espectáculo
comentado. Lo que resalta es, insisto, las ganas de decir algo,
pero se queda en el balbuceo. Si vamos más a fondo encontramos que
Ojalá crezca un naranjo apenas se insinúa una pálida luz de lo que
un momento fue para Bertolt Brecht un anhelo: el teatro como un
arma de la transformación social. Y en este sentido, son aún válidas
las recomendaciones de este director y dramaturgo alemán:
“Quien pretenda hoy en día combatir la mentira y la ignorancia y
escribir la verdad, tendrá que superar cuando menos cinco dificultades.
Debe tener el valor de escribir la verdad, pese a que se la reprime
por doquier; la astucia de descubrirla, pese a que se la oculta
por doquier; el arte de tornarla manejable como un arma; el juicio
necesario para escoger a aquéllos en cuyas manos se torna eficaz;
y las argucias para difundirla entre ellos”.
Por otra parte, esta idea del teatro como vehículo para el argumento
social lo tenemos desde la fabulosa Antígona, ilustre abuela griega
de las afirmaciones del poeta romántico Schiller cuando señalaba
con vehemencia que “la esfera del teatro como tribunal empieza allí
donde termina la ley oficial. Cuando la justicia está ciega y enmudece
al servicio del crimen, comprada por el oro, cuando la maldad y
la perfidia del fuerte se burlan de su impotencia, y el terror ata
las manos de los gobernantes, el teatro empuña entonces la espada,
coge la balanza y arrastra la maldad hacia el terrible juicio”.
La búsqueda de la expresión de verdades sociales, lo sabemos de
sobra después del realismo socialista, no implica prescindir de
la estética, lo que a la larga asegura la eficacia de lo dicho y
su constante actualidad artística. Como señala Esther Seligson al
glosar las teorías de Brecht: “El telón no se abre para dar paso
a una serie de discursos a favor de la solidaridad, de la justicia,
de la verdad, de la igualdad, sino para hacernos penetrar en un
ámbito vivo donde lo que se habla se dice con lenguaje cotidiano,
donde no hay héroes sino seres humanos en lucha con sus contradicciones
y debilidades y frente a situaciones que han ocurrido históricamente,
que podrían ocurrir o que se han planteado como posibles (…) El
teatro de Brecht enseña cómo sí se pueden hermanar, sin demagogias,
la política y el arte; cómo sí se puede estar comprometido con la
sociedad y permanecer fiel a la propia vocación; y cómo, finalmente,
la diversión puede conducir, a través de la instrucción, a la concientización.
Teatro político, en efecto “peligroso” como todo lo que implica
reflexión, denuncia, despertar”.
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