Año 2 • No. 57 • abril 15 de 2002 Xalapa • Veracruz • México
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Ojalá crezca un naranjo
Montaje presentado en el Parque Juárez
Roberto Benítez
 

“El teatro es un areópago en el que hay que juzgar
los hechos humanos, precisamente cuando
los tribunales establecidos son injustos y parciales”

Friedrich Schiller


Sabemos que muchas veces el teatro es como una palestra para la discusión de los males públicos, sin embargo no basta la exhibición en escena de campesinos dolientes para esgrimir alegatos urbanos en contra de injusticias rurales, a menos que queramos que simplemente siga lloviendo sobre mojado. Por lo pronto comentaré una muestra de ello: el espectáculo Ojalá que crezca un naranjo, representado por alumnos de la Facultad de Teatro en fechas recientes en la parte central del parque Juárez.

Para poner al tanto a quien no pudo presenciarlo, describo su anécdota en la que se manifiesta más un contenido evidentemente melodramático que una fundada “preocupación social”:

Una familia del campo, integrada por el papá, la mamá, y la hija (al parecer, aunque los padres la llaman hijo) vive feliz con un naranjo como testigo. Están satisfechos con su vida, la cual cambia cuando se hace presente la autoridad como una encarnación maligna que viene a acabar con el edénico paisaje antes señalado, convirtiendo al hijo en una figura del “mal”. La acción concluye con el enfrentamiento en el que todos resultan fatalmente derrotados. Momentos después, los actores se levantan y ofrecen al público semillas de naranjo, acción que funciona como el epílogo de la historia. Y se termina solicitando una cooperación monetaria.

“La gente pobre en nuestro país padece cotidianamente injusticia”, pareciera desprenderse de esta historia pálidamente brechtiana, lo cual, a pesar de que hasta cierto punto resulta políticamente correcto subrayar, no va más allá de ser una verdad de Perogrullo. Porque el espectáculo, seguramente movido por las buenas intenciones de los participantes, plausible sobre todo al partir de una iniciativa propia. No obstante, más que ofrecer una felicitación a estos muchachos, creo de mi parte más honesto hacer ver algunas debilidades de esta puesta en escena.

Toda la acción sucede en cuatro espacios: la casa de la familia (con un tratamiento escenográfico, que por ponerle un nombre diremos que es realista); la parcela (sugerida naturalistamente, con tierrita acarreada ex profeso –tal vez desde la lejana Sierra Lacandona, grano a grano), un mar o río (que a falta de cubetas suficientes, tuvo que ser insinuado “abstractamente” por el uso de telas azules en la escenografía y vestuario de dos actores desaprovechados y cuya actoralidad se limita a naufragar en esa agua inútil) y finalmente, un espacio de transición entre un decorado y otro, del cual los actores son totalmente inconscientes. Esta falta de unidad estilística corre al parejo con la impericia actoral, en desarmonía con la naturaleza del espacio en donde se desarrolla la acción.

La narración de la historia de Ojalá crezca un naranjo prescinde de la palabra y se apoya más en lo visual, lo que teatralmente sería un acierto, pero los movimientos que dan lugar a las imágenes no se ejecutan limpiamente, a la vez que carecen de virtuosismo y por tanto de interés y lo único que las protege es la presencia musical, emanada por un trío en vivo que perfectamente puede ser considerado como un elemento independiente al espectáculo.

Una historia tan maniquea no permite que los actores profundicen en sus personajes, por el contrario, se busca la esquematización de éstos. Algo que no sería un defecto siempre que existiera o una historia interesante o un dominio en la ejecución, lamentablemente no encontramos ninguna de estas dos cualidades en el espectáculo comentado. Lo que resalta es, insisto, las ganas de decir algo, pero se queda en el balbuceo. Si vamos más a fondo encontramos que Ojalá crezca un naranjo apenas se insinúa una pálida luz de lo que un momento fue para Bertolt Brecht un anhelo: el teatro como un arma de la transformación social. Y en este sentido, son aún válidas las recomendaciones de este director y dramaturgo alemán:

“Quien pretenda hoy en día combatir la mentira y la ignorancia y escribir la verdad, tendrá que superar cuando menos cinco dificultades. Debe tener el valor de escribir la verdad, pese a que se la reprime por doquier; la astucia de descubrirla, pese a que se la oculta por doquier; el arte de tornarla manejable como un arma; el juicio necesario para escoger a aquéllos en cuyas manos se torna eficaz; y las argucias para difundirla entre ellos”.


Por otra parte, esta idea del teatro como vehículo para el argumento social lo tenemos desde la fabulosa Antígona, ilustre abuela griega de las afirmaciones del poeta romántico Schiller cuando señalaba con vehemencia que “la esfera del teatro como tribunal empieza allí donde termina la ley oficial. Cuando la justicia está ciega y enmudece al servicio del crimen, comprada por el oro, cuando la maldad y la perfidia del fuerte se burlan de su impotencia, y el terror ata las manos de los gobernantes, el teatro empuña entonces la espada, coge la balanza y arrastra la maldad hacia el terrible juicio”.

La búsqueda de la expresión de verdades sociales, lo sabemos de sobra después del realismo socialista, no implica prescindir de la estética, lo que a la larga asegura la eficacia de lo dicho y su constante actualidad artística. Como señala Esther Seligson al glosar las teorías de Brecht: “El telón no se abre para dar paso a una serie de discursos a favor de la solidaridad, de la justicia, de la verdad, de la igualdad, sino para hacernos penetrar en un ámbito vivo donde lo que se habla se dice con lenguaje cotidiano, donde no hay héroes sino seres humanos en lucha con sus contradicciones y debilidades y frente a situaciones que han ocurrido históricamente, que podrían ocurrir o que se han planteado como posibles (…) El teatro de Brecht enseña cómo sí se pueden hermanar, sin demagogias, la política y el arte; cómo sí se puede estar comprometido con la sociedad y permanecer fiel a la propia vocación; y cómo, finalmente, la diversión puede conducir, a través de la instrucción, a la concientización. Teatro político, en efecto “peligroso” como todo lo que implica reflexión, denuncia, despertar”.