Año 2 • No. 77 • octubre 7 de 2002 Xalapa • Veracruz • México
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Retrato artístico del filósofo
AMiriam Hernández Reyna (Facultad de Filosofía)

Pensar es una actividad individual, no creo que pueda ser concebida de otra manera. El filósofo vive pensando, sumergido en ese diálogo con sí mismo que, sin embargo, es un diálogo con todo. Esto lo recubre de un matiz muy especial: la soledad. Aquel que comienza a preguntarse por el sentido de todo cuanto hay, o el por qué de lo existente, está pisando un terreno en el cual ha de caminar solo, por parajes extraños que le provocarán los sentimientos más diversos.
Filosofar es encontrarse parado frente al abismo y no saber si saltar o si ya se está cayendo; es estar por la noche frente a la nada para despertar en la mañana frente a todo. Entonces se confunden la muerte y la vida en una desesperada carrera que puede dirigirse en dos rumbos: encontrar quizás un sentido, por mínimo que sea, y morir en la paz de una respuesta; sí, morir, porque la filosofía muere cuando responde preguntas. O seguir una y otra vez frente a cada respuesta para cuestionarla hasta el infinito.
Pero el filósofo recorre ese mar oscuro únicamente de la mano de su cordura, de su olfato racional y de su cúmulo de creencias que más de una vez han de ser puestas bajo el manto hostil de la guillotina. No puede haber alguien que lo acompañe en ese viaje, a veces sin regreso. No hay manera de que otro viva la estación de sensaciones extremas ante la cual este actor de la representación de la razón vive.
Pareciera, entonces, que ser filósofo es ser artista, un ser lleno de bellas contradicciones que desembocan en una resolución final. Empero, el filósofo no absorbe el todo para sintetizarlo en sí mismo y gozar de ello, lo cual caracteriza al artista; al contrario, él busca esa fusión con la totalidad, esa pasión impersonal que le dará la comprensión de lo que siempre ha estado escondido ante sus ojos: lo evidente.
Filosofar es disolver la esencia de “un yo” para expandirse por los vértices de la realidad, es universalizarse con lo que existe. Quizá es una muerte paulatina del individuo hermético que da paso al renacer de la conciencia. Es entonces cuando la soledad se disipa y ese sendero desolado por el cual el filósofo comenzó a andar se torna en una dimensión en donde él y la realidad se mezclan continuamente en un devenir de situaciones que transcurrirán entre la eternidad del tiempo y la fugacidad de la existencia, esa fugacidad que puede ser retada al buscar la trascendencia en este mundo y no en el idealismo de una realidad suprema.
El filósofo puede dejar su unión con el todo a través de las armas más potentes que el hombre ha creado para sí mismo: la pluma y el papel. En cada letra se eterniza esa comunicación con el mundo mismo y mientras exista otro ser dispuesto a indagar, recurrirá una y otra vez a esas notas que quizá nacieron ante la soledad de una noche de incansable búsqueda, entre la locura, el ser, el tiempo, la nada, el silencio y un individuo corriendo la tinta por
el papel.