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La ciencia no hace milagros
Heriberto G. Contreras y Leticia Garibay |
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Tenemos
que considerar que la Tierra es nuestro único hogar, por
lo menos hasta encontrar la manera de viajar a otros astros, y en
caso de que lo hiciéramos antes de autodestruirnos, sería
inmoral abandonar la cuna en donde nacimos en una terrible ruina.
Para remediar esto es imperativo solucionar primero diversas cuestiones
que afectan a la humanidad; una es la rectificación del equilibrio
ecológico como nuestro principal foco de atención.
Lo que el hombre moderno no entiende es que al destruir su casa
se destruye a sí mismo.
Si pretendemos, como hasta ahora, y como en tiempos de la Ilustración,
investigar el mundo que nos rodea, lo que hay en el micro y macrocosmos,
entrar y salir de nosotros mismos, del cerebro, de nuestra sangre;
intentar llegar a las estrellas y analizarlas o repetir seres humanos
o sus órganos a través de la clonación, no
es una tarea fácil.
Sin embargo, una de las principales vías para llegar al centro
del conocimiento es a través de nosotros mismos, valorándonos
y midiéndonos. Si no somos capaces de, por ejemplo, dominar
temas como el control de nuestra especie para dejar de arruinar
nuestro hábitat, seguramente será imposible alcanzar
nuestros proyectos y llegar a las metas planteadas.
En las antiguas civilizaciones, el hombre en busca de respuestas
a sus eternas preguntas existencialistas optó, en un principio,
por la religión y la fe. No pasó mucho para que otros,
no contentos con las explicaciones divinas, buscaran el sentido
de las cosas de una manera lógica, es decir, usando la razón.
Es entonces cuando se crea la “ciencia” de la filosofía,
y un individuo llamado Aristóteles, genio de todas las disciplinas
en esa época, adopta la esencia del pensamiento filosófico
y científico.
Él explica que para conocer el mundo que nos rodea es necesario
distinguir que se encuentra compuesto de objetos independientes
y distintos los unos de los otros. El ser consciente de dichas diferencias
permite el análisis detallado del objeto de estudio. De esta
manera, el hombre se separa de la naturaleza para poder estudiarla.
Este distanciamiento se hace patente de igual forma en el marco
religioso que reinaba en los tiempos de Aristóteles. Los
dioses de esa época, aunque simbolizaban fuerzas naturales,
contaban con figuras antropomórficas. Esto es, los hombres
creaban a sus deidades a su propia imagen y semejanza (o al contrario,
según dicen los teólogos).
Es así que estos hombres-dioses sitúan a la humanidad
en el centro de su creación, y la elevan a la altura de raza
privilegiada.
Estos dos conceptos, el hombre separado irremediablemente de la
naturaleza, por un lado, y por otro, el hombre como depositario
de un derecho divino sobre el planeta, son la punta de lanza a partir
de la cual se sustentará la futura modernidad.
La humanidad ubicará su existencia en el centro del cosmos,
y todo girará a su alrededor. El hombre no se vuelve a adaptar
al mundo, sino que adaptará el mundo a su beneficio. Estos
principios cobraron más fuerza con el arribo de la Revolución
Industrial, debido a los avances de la tecnología. |
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es
poseer. De esta forma, el planeta se encontraba a disposición
de la nueva clase burguesa para ser canjeado por valores económicos.
Pero muy pronto nos dimos cuenta que pensar en el crecimiento industrial
como progreso acarreaba numerosos problemas, entre ellos la destrucción
de nuestro medio ambiente, y por ende la destrucción de nuestra
propia especie. La ambición desmedida provocó la tala
indiscriminada de árboles, que condujo a una acelerada pérdida
de nuestras principales zonas boscosas y selváticas. Las
grandes industrias generaron contaminantes que envenenaron el aire,
como ocurrió en Londres a fines del siglo pasado.
No obstante, es hasta este siglo cuando el peligro se hace más
latente que nunca. La destrucción de la capa de ozono, el
calentamiento de la atmósfera terrestre, el agotamiento de
los recursos y la aniquilación de las distintas formas de
vida, son ejemplos de ello.
Paradójicamente, desde entonces hemos buscado la fuente de
la eterna juventud, de alcanzar otros sitios, incluso de perpetuarnos
descifrando genomas, realizando clonaciones o atacando virus y bacterias
que nos causan la muerte.
La “vida humana” no se puede comprender como algo separado
de la “muerte de la naturaleza”, ya que forma parte
de ella. Mientras los valores de la modernidad se resquebrajan,
el hombre de nuestra época busca términos para explicarse
el complicado futuro que le espera a la humanidad. Se habla de desarrollo
sustentable y de agendas ambientales, ya que el “progreso”
ilimitado no se puede dar a expensas de los limitados recursos de
nuestro planeta.
Hay incluso quien sugiere que la respuesta a la destrucción
ecológica reside en la misma tecnología, como si se
pudiese conectar a la Tierra a un respirador gigante y proporcionarle
medicinas. Es el colmo de la arrogancia humana: pretender controlar
el universo.
Es preciso que el próximo milenio sea testigo de la renuncia
del hombre a su posición central en el cosmos, situación
expresada incluso por Carl Sagan, para que coexista y asuma su responsabilidad
armoniosamente, girando en torno a un gran todo que es la naturaleza.
El hombre del siglo xxi deberá proteger la vida y defender
los recursos para que no se agoten, y apoyará a la naturaleza
en vez de intentar conquistarla. De no ser así, lo único
seguro es que ni todo el conocimiento acumulado, ni sus aplicaciones,
ni todas las mentes brillantes juntas serán capaces de salvarnos
de nuestra propia arrogancia, porque al fin y al cabo la ciencia
no hace milagros si no le ayudamos encaminándola con un rumbo
fijo. |
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