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Aunque
sea por un solo día, varios conocieron las agallas de Lisístrata,
los periódicos comentaron la puesta en escena, a medio camino
entre el performance, el panfleto y el manifiesto pacífico-teatral
que en varias partes del mundo se hizo el trinitario 3 de marzo
de 2003 de una de las más populares comedias de Aristófanes,
dramaturgo heleno nacido en 445 a. C., en donde vuelve a manifestar
como en Los acamenses y en La paz, su oposición a la guerra
del Peloponeso, es decir, entre la antigua Grecia y Esparta. Como
dato curioso para los amantes de las coincidencias y las coordenadas
que la historia nos tiende, uno de los puertos griegos, ubicado
en la isla de Creta, se llama Iráklion.
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Para
los que gustan de hurgar entre los clásicos, seguramente
la referencia a Lisístrata los habrá hecho sonreír
globalmente en la antesala de una posible conflagración:
por su asamblea mujeril, muy a tono con el tercer milenio en el
que las mujeres sobrepasan numéricamente a la población
masculina y arriban cada vez más a sitios en donde su opinión
tiene influencia y pueden decidir más allá del menú
del día o del color de su falda; por su huelga de “piernas
cerradas” que paradójicamente es una llave para la
bienvenida al placer, al deseo elemental de que los seres amados
se encuentren vivos y no insertos en el absurdo bélico que
pugna no por la vida de todos los días, no por una forma
más humana de vivir sino por los principios del poder y de
la muerte… ¡Vaya, una guerra que no es ni siquiera por
el rostro perturbador de Helena, que tenía más mérito
que los yacimientos de petróleo irakíes!¡Si
fuera al menos por el vellocino de oro, custodiado por el dragón
que nunca dormía hasta que Medea lo hizo contar borreguitos!
Los que no conocían a Lisístrata (lamentablemente
los clásicos se vuelven los secretos mejor guardados de la
Historia, pero como dice Fox-Rousseau, si uno no lee es más
feliz –lo que comprueba, una vez más, la hipócrita
campaña de México hacia un país de lectores,
¿o será de electores?) quizá se asombren de
las explícitas descripciones del deseo de hombres y mujeres,
de las abiertas alusiones a juguetes sexuales (las sex shop no son
cosa de hoy), de los personajes masculinos figurada y literalmente
inflamados de deseo ante la vigilia amatoria impuesta como estrategia
a favor de la paz (la guerra o el amor, tal es la disyuntiva lisistratiana,
antecedente de la de Lennon), y toda una serie de elementos que
tienen mucho de erótico y hasta de pornográfico si
se quiere ver así lo que sucede en la entrepierna de los
personajes. Y más si consultamos alguna edición que
reproduzca las ilustraciones de 1896 del inglés Aubrey Beardsley,
como la que sacó la editorial Premiá y que todavía
puede adquirirse al precio de tres Coca-Colas enlatadas en tiendas
de libros usados.
En fin, con todo esto lo único que deseaba era pensar por
escrito sobre la condena de repetir la historia (como que el nombre
de Bush me suena en otro tiempo y en otra Guerra del Golfo Pérsico
o, ¿estaré envejeciendo y todo lo veo como una eterna
repetición?, ¿un remake o será la
saga de la Guerra de las galaxias?) y sobre la inmensa riqueza de
los clásicos que aún tienen tanto que decirnos. Tienen
tanto que decirnos, que decirnos, que decirnos, que decirnos… |