Mozart. Extraño las suaves manos de Jhoana.
Extraño la naturalidad de su cuerpo desnudo de pie junto
a mi cama. Extraño encontrarme su rostro junto al mío
en los lugares más inesperados. Extraño esas casualidades
que hacían que siempre me topara con ella.
Extraño todo eso, pero no sé por qué lo hago.
Porque, ¿de qué sirve extrañar la vida después
de que tus compañeros, creyéndote muerto, te han dejado
abandonado a la mitad del desierto con los brazos y el rostro completamente
destrozados debido a una granada que estalló en tus manos,
al no decidirte a arrojarla sobre un grupo de civiles iraquíes
que tan sólo querían proteger su libertad?
Alto
a la guerra
Sólo
fui por comida. Yo podía soportar el hambre un poco más,
pero mi hijo necesitaba leche. Aún dormía, así
que no lo llevé conmigo. El cielo había estado tranquilo
aquella tarde. Sabía que la calma no duraría mucho
tiempo, así que me apresuré lo más posible.
Aún estaba en el interior del mercado cuando comenzaron a
escucharse los fuegos antiaéreos en el centro de la ciudad.
Salí, preocupada por mi hijo, sin haber obtenido nada y con
el corazón a punto de estallar. No había avanzado
más de 200 metros cuando la primera de esas “bombas
inteligentes” cayó sobre el edificio que albergaba
el mercado. Todo estalló. Trozos de concreto y varilla se
abalanzaron sobre los edificios vecinos. Escuché gritos y
una serie de explosiones pero no volví la vista atrás.
Comencé a correr hacia mi casa, pensando en la suerte que
había tenido de salir de allí a tiempo. Pensando en
la suerte de no haber llevado a mi hijo conmigo. Pensando en la
suerte de seguir con vida. Las columnas de humo se elevaban nuevamente
sobre la ciudad.
Aún pensaba en mi bendita suerte, cuando al virar en una
cuadra, una calle antes de la mía, el estallido que cimbró
el suelo me hizo perder el equilibrio. Una nueva columna de humo
se elevó en el cielo cenizo del atardecer. Ni siquiera quise
levantarme. Me senté sobre el suelo y hundí la cabeza
entre mis piernas. Cuando me decidí a caminar lo hice despacio,
sin prisa. Todavía no quería buscar los restos de
mi hijo entre los escombros de mi casa.
Alto
a la guerra
Mi
padre pensó que podíamos escapar de Basora. Nos despertamos
en la mañana, muy temprano y recogimos las pocas pertenencias
que podíamos llevar en brazos en el largo camino. Sólo
teníamos que llegar con el ejército enemigo. Habíamos
oído que nos darían comida y agua y que también
estaríamos seguros. Cuando salimos de casa nos dimos cuenta
de que muchos habían tenido la misma idea que mi padre. Una
larga procesión se extendía ante nuestros ojos como
si de almas en pena se tratase. Mujeres, ancianos y niños
como yo caminaban a lo largo de la calle con dirección a
los límites de la ciudad. Nosotros no hicimos más
que integrarnos al grupo.
Las primeras ráfagas comenzaron por parte de los fedayines
que resguardaban las salidas y empezaron a disparar sobre nosotros
cuando nos rehusamos a permanecer en la ciudad. Mi padre me tomó
en sus brazos y corrió conmigo hasta que estuvimos a salvo.
Fuimos de los pocos que lo logramos. Los que no perecieron en el
ataque regresaron a Basora.
Las siguientes ráfagas vinieron después, cuando llegamos
con el ejército yanqui. En total debíamos ser cerca
de 30 personas. En cuanto divisamos sus tanques comenzamos a avanzar
hacia ellos, con las manos en alto. Ninguno de nosotros escapó
en esta ocasión. Ni siquiera nos dimos cuenta de lo que pasaba.
Las balas nos acribillaron sin piedad.
Antes de morir alcancé a ver a un soldado que escupía
sobre el rostro de mi padre y le decía algo que en su idioma
quería decir “maldito terrorista”.
*
Mención honorífica en la reciente edición del
premio “Jorge Cuesta”.
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