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Jordi Robles |
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Aparte de su sabiduría y de su inmensa cultura, es indispensable señalar como una de las
mayores enseñanzas de Alfonso Reyes el no haber perdido de vista que la literatura se dirige a
un público, que la verdadera literatura jamás se
contenta con llegar a los especialistas, que quiere
ir más allá y alcanzar a todos los lectores. Alfonso
Reyes fue capaz, y esta es una virtud rarísima ahora y en el pasado, de, sin hacer la menor claudicación al rigor, escribir de una manera que todos
entendían. A él lo pueden leer los lectores más cultos y exigentes, los aristócratas de la inteligencia; pero también, disfrutando y gozando en cada
página, el lector profano, aquel que no tiene un bagaje cultural especialmente rico y que leyendo
a Reyes, sin embargo, accede a instancias sumamente elaboradas y refinadas del pensamiento y
de la creación.
Lo he seguido leyendo y releyendo.
En su conferencia, Mario Vargas Llosa hace hincapié
en que contrario a la política, que se concerta y pacta en
el entrevero social, “la literatura es una actividad que
nace en soledad, a través de un individuo que para
producirla se aparta de los demás”. “No hay nada más
individualista que la creación artística”, le dijo a su
estudioso y biógrafo Raymond L. Williams. Lo cual
también puede decirse de la lectura de un libro. Pues
si bien “toda lectura reescribe el texto”, para hacerlo
y vivir plenamente esa comunión estética, imaginaria,
reflexiva, analítica, se requiere de un ámbito solita-
rio, único y exclusivo, que puede crearse, incluso, en
el entorno de una biblioteca pública, en la banca de
un parque o en la mesa de un café. “Un libro no es
menos íntimo que las manos y los ojos”, sigue diciendo
el Poeta Ciego de Buenos Aires en alguna entrevista y
en el prólogo de Borges oral. En este sentido, si bien la
obra de Mario Vargas Llosa, escrita en español y tan
presente en México, nos concierne y nos pertenece
por su universalidad terrenal y humana y no sólo por
la cartografía del poder, cada uno evoca su lectura y
descubrimiento de alguno o de varios o de todos sus
libros y en esto siempre hay desacuerdos.
El otorgamiento del Nobel a Vargas Llosa suscitó
que en la web y en medios impresos se publicaran iniciales pasajes de El sueño del celta, su entonces próxima
e inminente novela (en México se presentó el jueves 2
de diciembre en el contexto de la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara), y que circulara cierta controversia mediática en torno a preguntar y decir cuál
de sus novelas es el epicentro o la más lograda. En
España se mencionó mucho La fiesta del Chivo y no pocos –entre ellos el crítico Christopher Domínguez Michael y el novelista francés Le Clézio, Premio Nobel de
Literatura 2008, que habla y lee el castellano– declararon su preferencia por La guerra del fin del mundo.
Quien esto suscribe leyó, muy joven, La ciudad y los
perros y ya adulto disfrutó mucho Travesuras de la niña
mala y Pantaleón y las visitadoras y sus ensayos y el prólogo (su declaración de principios narrativos) reunidos
en La verdad de las mentiras y “Una novela para el siglo
XXI”, su prefacio para la edición del IV Centenario del
Quijote. Y aunque la que menos le gusta de sus novelas es Los cuadernos de don Rigoberto, opta por el conjunto y
sus magistrales arquitecturas narrativas, cuyo modelo
parte de William Faulkner, en particular de Las palmeras salvajes (donde se narran dos historias paralelas), la
primera novela que Vargas Llosa conoció de él, leída
por primera vez en la legendaria traducción de Borges
(luego fue leyendo las demás durante sus años universitarios, lo que le “hizo sentir la urgencia de aprender
inglés para poder conocer sus libros en su lengua original”). Pues si bien en la urdimbre de La casa verde y de
su dos polos geográficos (Santa María de Nieva y Piura)
con? uyen un conjunto de tramas y de técnicas narrativas que arman el inextricable, hormigueante, apretado
y consubstancial rompecabezas de tiempos, historias,
voces, episodios, anécdotas y fragmentos, su novelística
se torna más diáfana cuando narra, en un mismo libro
(y a veces en un mismo párrafo), dos historias alternas
o dos series paralelas, tal y como ocurre, por ejemplo,
en La tía Julia y el escribidor, Historia de Mayta, El hablador,
Elogio de la madrastra, Lituma en los Andes, La fiesta del
Chivo, El Paraíso en la otra esquina, e incluso en su libro
de memorias El pez en el agua y en su última novela El sueño del celta, donde en una serie de capítulos se na-
rran los últimos días del irlandés Roger Casement en su
celda de Pentonville Prison hasta su muerte en la horca
el 3 de agosto de 1916 y en la otra se ahonda en los
incidentes que lo condenaron y por ende, desde su infancia, se desglosa el itinerario de su vida, de los viajes
y avatares ideológicos, humanitarios y activistas vividos
en tres principales ámbitos: el Congo de Leopoldo II,
la Amazonía peruana de la explotación del caucho, e
Irlanda bajo el dominio de Inglaterra.
Si el enigmático universo es una laberíntica biblioteca infinita donde en silencio y con los ojos se
habla con los muertos, Pedro Páramo es un diminuto
aleph ubicado en el rincón de algún sótano, quizá
hexagonal, en cuyo instante, ya ido, convergen todos
los murmullos, todas las voces y todos los instantes
de Comala y de la Media Luna. La obra de Vargas
Llosa, urdida en más de cincuenta años, también es
minúsculo e infinitesimal aleph que al unísono es un
sistema planetario, en cuyo instante (ese atisbo de simultánea eternidad) convergen asteroides y astros de
diversa índole, algunos ciclópeos y monumentales.
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