ARTES
Algunas ideas
sobre composición dramática
Emilio Carballido
Emilio Carballido. Se dio a conocer como dramaturgo
con la obra Rosalba y los llaveros, la cual se estrenó en Bellas
Artes en 1950, bajo la dirección de Salvador Novo. Le
siguieron éxitos teatrales como: Un pequeño día de ira (1961),
obra con la que ganó el Premio Casa de las Américas de
Cuba, Te juro Juana que tengo ganas (1965), Rosa de dos aromas
(1986) y otras. Es autor de una extensa obra literaria: dos
tomos de cuentos, nueve novelas, antologías de teatro joven
de México, de teatro infantil y Le Théâtre Mexican. Ha
escrito cerca de cien obras teatrales, guiones para cine y
televisión y ha sido también director de escena.
Hay sobre los autores una presión frecuente, expresada
por los periodistas cuando nos entrevistan, y por
la crítica misma cuando dialoga con nosotros (me refi
ero a la crítica seria, especializada). Se nos pide dar
cuenta y razón de nuestros procedimientos de trabajo,
modos de concebir, relaciones de la fi cción con la realidad,
de toda la armazón que es el telar de nuestros
productos fantásticos. Y nosotros contestamos como
si supiéramos lo que hacemos, dando humildemente
cuenta y razón aunque no sea cierto, como los niños a
los mayores con miedo a ser castigados.
Nos resistimos a explicar algo que pocos nos detenemos
a explicarnos a nosotros mismos: escribir
literatura es parcialmente racional; hay un dar y recibir
del material que usamos y eso tampoco es fácil
de explicar.
Una historia se presenta como un viaje que debe
transcurrir: hay un momento oportuno para empezar
a narrar, otro para cerrar el desfi le de acontecimientos
que se han presentado. Pero recuérdese que
la Realidad no tiene principio ni fi n, es infi nita y el
autor va a escoger el momento en que sienta que
los acontecimientos están maduros para empezar a
presentarlos, tejiendo sus confl ictos y progresando
hasta el punto en que lo ocurrido va a darse por terminado.
Tal como en un vehículo a gran velocidad:
las decisiones del que maneja, el autor, son instantáneas,
instintivas, podríamos decir irracionales, porque
no puede uno razonar en medio de velocidades
dramáticas.
La verdad es que los procesos de trabajo no es que
sean de veras irracionales, es que se conciben y ejecutan
de manera en que el tiempo mental va muchísimo
más rápido que el razonamiento. Una escena se resuelve
sola con las razones de un instinto, un telón cae
cuando debe hacerlo; una réplica aguda, un diálogo
certero, son obra no de un pensamiento lúcido sino
de esa pendiente de acontecimientos que es el drama,
donde los sucesos van encadenándose por las razones
que les convienen a ellos. Uno contempla y reporta
lo que les está ocurriendo; en la fantasía se crea un
mundo independiente cuyas leyes uno está aprendiendo
y siguiendo mientras acontecen, y los sucesos felices
o las catástrofes son independientes de lo que uno
quisiera. Si se nos ocurre manipularlos o manosearlos
según nuestra razón o nuestra voluntad, aquello va a
vulnerarse seriamente.
Pienso que esto debe asemejarse a la mediumnidad:
vienen los espíritus, hablan por la boca de alguien,
dicen cosas que esa persona no sabía, se portan
independientes de ella y se van cuando se les da la gana. También llegan como quieren y no son necesariamente
educados. Igualito las obras: hasta pueden aparecerse en
sueños.
Aconsejo siempre, en mis talleres, llevar una libreta
donde se apunten los sueños en cuanto acaban
de sucedernos. Hay algunos, especialmente esos que
Jung llama “numínicos”, en los que pueden encerrarse
historias completas o bien semillas fértiles de
una obra que está pidiéndonos ser escrita. Confieso
que ese es el origen de una buena parte de mi
trabajo.
Claro, esta receta la inventaron los surrealistas. El
pensamiento de esta escuela artística es de una gran
coherencia y ofrece métodos de trabajo altamente útiles
para penetrar en zonas oscuras de nosotros mismos,
explorarlas y de ahí extraer materiales valiosos
que, de paso, van a enriquecer nuestras vidas.
Otro consejo a quienes quieren escribir: llevar un
diario de sus vidas y pensamientos. Un cuaderno así,
releído, nos informa muchísimo sobre nuestra propia
circunstancia; y es también un modo de autoconocimiento,
pues la memoria sabe muy bien dónde la pluma
mintió. Es también un modo en que los días no
se fuguen tan irremediablemente: acaba siendo muy
grata esa huella que dejan en el papel. Si se consignan
los sueños en el momento mismo en que se desarrollaron,
no los olvidaremos, y ya se sabe que son para el
autoconocimiento.
Eso va unido: el conocimiento de quiénes somos
no puede separarse del ejercicio de las letras (o del
arte en general). Una persona que no se conoce ni
profundiza en su propio ser, ¿cómo puede intuir inmediatamente
a los demás? Cuando llamamos a alguien “superfi cial”, me parece que se trata de una buena defi
nición de la gente que tiene miedo a ver hacia dentro,
que vive de prejuicios prestados e ideas hechas,
que no es capaz de descubrir, inventar y guiar su propia
vida. Es decir, el que no trata de llegar a su propio
fondo –y no es fácil que llegue–, mal puede intentar
penetrar en la complejidad de los demás.
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