Mi propia hija, con vocación para el estudio de la
literatura oral africana en lengua francesa, ha seguido
algunos de sus pasos, adentrándose también en el desierto. En el África negra, bajo las sombras de árboles
denominados “árboles de la palabra”, esa literatura
se despliega. Los narradores cuentan sus historias, las
entretejen como en los tiempos de la literatura oral de
Grecia o Judea, con mitos y epopeyas pasadas, mientras mascan la raíz de una planta llamada “nuez de
cola” que induce a hablar de los viejos tiempos y de
las anécdotas de la actualidad.
Los tuareg, herederos del legado del Islam y de
otras culturas transaharianas del norte de África, ma-
nejan la escritura desde la antigüedad y aprovechan
pictogramas y diseños en sus vestimentas para comu-
nicar, o para hacer signos. Ejercen la justicia, llevan a
cabo asambleas, adoptan normas de comportamiento
y de organización social, conforme al Corán.
La literatura oral refuerza las formas de vida de
los pueblos africanos trashumantes. El ahal, o sea las
representaciones teatrales y las veladas de reflexión filosófica y de enseñanza de la poesía, presentes desde
tiempos milenarios, permiten, durante días o meses,
charlas centradas en un objeto para tratar de descubrir
su esencia y de ese modo conseguir el conocimiento
de un mundo cambiante, paradójicamente siempre el
mismo, en el rutinario suceder de los hechos cotidianos a lo largo de las rutas de las caravanas.
La cultura tuareg es matrilineal. Mantiene con
singular reciedumbre rasgos culturales producto de la
vida en el desierto. El nomadismo refuerza el ansia
de libertad. Extremadamente igualitarios y al mismo
tiempo organizados en una sólida estratificación social, hacen divisiones entre los seres humanos. Son
nobles los practicantes del comercio nomádico, constituido por objetos suntuarios fáciles de transportar en
sus caravanas; vasallos los propietarios de la tierra y
siervos los descendientes de esclavos.
Es más bien incierto el número de integrantes de
la población tuareg. Se calcula en alrededor de un millón de individuos aunque hay autores que los reducen a 300 000, distribuidos en la superficie de Argelia,
Túnez, Libia, Burkina Faso, Senegal, Mali y Nigeria.
Los tuareg, con sus vestimentas de color azul, a las
que deben la apelación de “hombres azules”, pueden
ser de tez blanca o negra. Montados en sus camellos,
nos recuerdan las imágenes sobre el desierto de nuestra cultura occidental: caravanas a lo largo de dunas
inhabitadas; guerreros, cubierta su faz con un embozo
para protegerse del sol inclemente y de las tormentas
de arena; comerciantes que trasladan sus mercaderías
para venderlas en los oasis que rompen la monotonía
de extensiones sin fin.
Las fronteras y las nuevas prácticas comerciales
han llevado a los tuareg a la miseria. En 1990 se alzaron en una rebelión cuya consecuencia fue su asentamiento en lugares de refugio, motivo de humillaciones
y sufrimientos para un pueblo altivo y orgulloso que
ahora posa para que los turistas se lleven la fotografía
de un “hombre azul”, como testimonio de su paso por
el África.
Las hambrunas, la desecación y la pérdida de tierras, así como los embates tecnológicos de la modernización, con sus medios de transporte motorizados,
transformaron su antigua vida de comerciantes. Un
número importante de ellos depende en la actualidad
de la ayuda proporcionada por la ONU.
Muchos de estos grupos que recorrían grandes
distancias en sus labores de pastoreo y en la realización de sus actividades comerciales se dedican, ya sedentarios, a vender artesanías, cuidar unas pocas ovejas y camellos y a realizar tareas agrícolas.
El libro de Hawad no sólo consiste en un conjunto
de imágenes evocadas por las palabras. Presenta algo
más profundo: el ansia de libertad. El autor del prólogo, José Bernal, la sintetiza en una frase: “La cultura no pertenece al Estado, la cultura pertenece a los
pueblos y los pueblos no tienen límites... Cuando una
cultura se detiene en una frontera, muere”. Los poemas de Hawad nos dicen eso, preñados de nostalgia,
plenos de ansias de vivir sin aherrojamientos.
Hawad ha luchado por centrar la atención del
mundo sobre estos “hombres azules” del desierto,
víctimas de crueles persecuciones, sujetos a una colonización que intenta desarraigarlos y encajonarlos.
El libro Caravana de la sed, evoca entonces, a través del
lenguaje poético y el abundante uso de metáforas, antiguas tradiciones y preocupaciones actuales, con una
persistencia tenaz de formas de expresión, dichos y
refranes que podemos encontrar en el Corán o en la
antigua literatura oral.
Antropóloga como soy, dedicada al estudio de los fenómenos del trance, no puedo dejar de mencionar
el empleo, por los tuareg, de ese tipo de prácticas,
realizadas con el propósito de alcanzar estados de
conciencia especial utilizados desde los albores de la
humanidad para lograr comunicación con lo sagrado
y para desprenderse de angustias y temores cotidianos. El trance es un medio en muchas religiones, sobre
todo de los pueblos dominados, para evadir presiones
e imposiciones del dominador. En trance se cura, se
adivina y se recrean esperanzas míticas.
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