Núm. 8 Tercera Época
 
   
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Gustavo Pérez
TAUMATURGO DEL BARRO
 
 
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En esas páginas la abuela paterna, dispuesta a enterrar a todos los miembros de la familia, tiene cerca de noventa años: “No usa lentes, su dentadura está completa, su cuerpo libre de cicatrices y deformaciones” y aún “se ufana de no haber sentido dolores de parto, de cabeza, de muelas”.

En la citada conferencia de 1977, donde Juan Vicente Melo esboza, repite y varía ciertos pasajes de su anecdotario autobiográfico abordado en 1966, la abuela, pese a que se refiere a la misma persona, no es la paterna, sino “la madre de mi madre” (¿otra mentira?), “una mujer que decidió no tener nunca un solo dolor y creo que no lo tuvo, es decir, se murió de vieja, a los 90 años, y murió porque ya”.

Del libro de la abuela mencionado en la “Autobiografía” de 1966, Melo afirmó en la conferencia de 1977 que se llama Relatos de una mujer, y dadas sus revelaciones interfamiliares fue proscrito, dijo, por ciertos miembros de la estirpe. Tal libro, pero sobre todo lo que le contaba la abuela de viva voz sobre la relación amor-odio con su marido, era la base de la novela de Juan Vicente Melo cuyos intríngulis reseña y dice que no pudo terminar; no menciona el título, pero se trata de La rueca de Onfalia.

Y no la concluyó, según él, por dos cosas. Una porque después de leerles a sus cuates de la mafia la versión de un relato que escribía, Huberto Batis le dijo: “no es un cuento, es una novela”; y entonces Melo se embarcó en la escritura de lo que el 10 de julio de 1969, con gráficas musicales de Mario Lavista, sería su novela La obediencia nocturna (que dedicó a su padre y a Huberto Batis). La otra porque la abuela se murió e interrumpió lo que le estaba contando: la novela que ambos daban por entendido que él tenía que escribir y porque además le dijo: “Yo sé todo de todos y se tienen que morir todos para que la novela exista”. Lo que entonces no supo ni entrevió Juan Vicente Melo fue que tal presagio la incluía a ella, pero también a él.

En 1969, en el segundo número de la revista Juglar, La rueca de Onfalia comienza así: “Cuando mataron a don Manuel Cué, Florelia tenía veinte años y la cabellera más hermosa de toda la ciudad”. Y del mismo modo, 27 años después, empieza en su versión definitiva y póstuma. Florelia Cué, la Onfalia de la novela, es el férreo y egoísta epicentro de sí misma, el tenaz ombligo de la progenie y de la urdimbre de historias interfamiliares entretejidas por las voces y los ecos de la obra. Es el personaje que corporifica la imagen, las palabras y las anécdotas de la abuela que Juan Vicente Melo trazó en sus reminiscencias autobiográficas.

cartel

Si en “Estela” –ese cuento de Melo dedicado a José Emilio Pacheco e incluido en su segundo libro de relatos Los muros enemigos (Ficción, UV, 1961 y Serie Conmemorativa Sergio Galindo, UV, 2007), que es una versión corregida y aumentada de un cuento homónimo perteneciente a su primer libro La noche alucinada (Edición de autor, 1956)– hay un joven médico de “bata blanca y estetoscopio colgado como collar” en el que es posible advertir transposiciones de los rasgos y circunstancias personales y homosexuales del que fuera el médico Juan Vicente Melo, algo parecido puede advertirse en la trama, en los destinos y características de los personajes de La rueca de Onfalia, en relación con lo que el autor evoca del niño Melo y su parentela. Si se repasan la “Autobiografía” de 1966 y la conferencia autobiográfica “En el banquillo de los acusados” de 1977, el lector encontrará que en los pasajes donde Melo habla de su infancia y de los rasgos, orígenes, frases, nombres, meollos, leyendas y destinos de ciertos prominentes miembros de su genealogía, está esbozado lo que años después sería La rueca de Onfalia.

Y si La rueca de Onfalia no es una novela total, una caudalosa y complicada novela-río sobre las cumbres borrascosas de todo un inextricable árbol genealógico, se puede decir que es apenas una novela-arroyo, fragmentaria, en la que sin embargo confluyen el flujo y reflujo de varias voces y tiempos, cuya pulsión (ya sea breve, evanescente o difusa) es la inmóvil nitidez de un espejo de agua.

Entre las voces que urden la trama se halla la voz narrativa; igualmente, la de Florelia Cué, la abuela; Zoila, la fea hija que Florelia tuvo con el doctor Lorenzo Rosique; ciertas chismosas anónimas; Rosario Ferrer, madre del niño Juan Antonio (alter ego del niño Melo), quien también habla; y la nana Francisca, que vio nacer a la abuela, pero también al nieto.

Según los datos vertidos en los capítulos y fragmentos de La rueca de Onfalia, hay dos marcos temporales entre los que oscilan los tiempos de la urdimbre. Uno se remonta a la época de la Revolución Mexicana, que es cuando Florelia Cué, a sus 20 años, observa, impotente, la llegada de Ramón Arcángel, el que golpea y mata a tiros al doctor Manuel Cué, su padre que nunca la quiso por no ser el varón que debió ser, quien hasta entonces “era el médico más rico y querido de la ciudad”, y quien solía arrojar moneditas de oro a los pescadores del muelle. El otro se remite a fines de los años treinta y principios de los cuarenta, cuando el niño Juan Antonio tiene noticia del fastuoso entierro de su abuelo, el doctor Lorenzo Rosique, y del cáncer que consume a su madre, Rosario Ferrer. En este sentido, hay dos ciudades a las que van y vienen los recuerdos y las anécdotas que esbozan la voz narrativa y la de los personajes.

La otra ciudad es el puerto de Veracruz, sitio donde al niño Juan Antonio, ya enterrado su abuelo, lo llevan a ver “los barcos que llegan al muelle cargados de esos españoles conocidos como refugiados (que no creían en Dios ni en Franco)”. Y donde ante sus reticencias frente a la comida, oye la cantinela: “piensa nada más en los niños que se mueren de hambre en Europa, en España especialmente”. Este escuincle, como el legendario niño Melo, tiene un teatro de títeres; adivina “el nombre de la línea y el número con sólo escuchar el ruido que hacen los viejos tranvías antes de dar la vuelta en la esquina de su casa”; al nacer, su abuelo médico decretó que el día que se titulara como doctor en medicina recibiría su reloj de oro, su termómetro y su estetoscopio. Y entre otros etcéteras parecidos a los del niño Melo, su madre, que toca en el piano Para Elisa de Beethoven y las Mariposas de Grieg, es hija de un difunto otrora nacido en un pueblo de la Isla de Mallorca (Sóller, se colige), fundador de un célebre habanero que perdió al ser despojado por un socio (destino semejante al Habanero Ripoll que el abuelo materno de Juan Vicente tuvo en sociedad, objeto de varios slogans publicitarios que fueron populares; por ejemplo: “para torero, Silverio; para habaneros, Ripoll”; “de los astros, el Sol; de los habaneros, Ripoll”).

 
 
 
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