Ante un mismo crimen, ya se sabe, cada testigo e involucrado tiene su propia versión de los hechos (incluido el asesino, el espíritu de la víctima asesinada, y la bruja de la rueca donde ovilla o enrosca el hilo del tiempo y del destino), intríngulis que ejemplifica de un modo extraordinario la vieja película Rashomon (1950), que Akira Kurosawa dirigió a partir de la adaptación de dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa: “En el bosque” y “Rashomon”. En este sentido, quizá sólo ciertos familiares y amigos cercanos al escritor puedan deshilvanar los pormenores y trasfondos en que se basó Juan Vicente Melo para urdir la madeja de historias de La rueca de Onfalia, lo cual no excluye que enreden las cosas a su manera, haciendo su propia película, su propia novela, su propia casa de los ecos y de los espejos retorcidos. Si esto es parte del juego, quizá prescindible, tanto como el probable o improbable cotejo entre sus datos autobiográficos y lo plasmado en la obra por las diversas voces, en realidad lo que importa (si es que importa) es la realidad de la novela, que es, por antonomasia, la grandísima mentira de un mentiroso incorregible.
En cuanto al mito de Onfalia implícito en el título, se puede decir que la belleza juvenil de Florelia Cué remite a la belleza de la reina de Lidia, la del hermoso ombligo, quien compró como esclavo a Hércules, se enamoró de él y lo hizo suyo. Así, en contra de las convenciones y atavismos de la alta sociedad de Bautista, fue Florelia Cué la que de una manera pintoresca (casi como en una idílica y cursi ronda de ballet folclórico) escogió y tomó para marido al doctor Lorenzo Rosique, médico titulado en la Ciudad de México (parte de su singularidad, puesto que los doctores locales estudiaban en Mérida o en La Habana). “No se parecía a nadie” –decía Florelia– “parecía un gitano, un príncipe árabe”.
Años después, la afrenta y traición con otra mujer que Florelia le descubrió a su marido Lorenzo Rosique, desencadenó su conversión en la tirana encerrada y fortificada en sí misma: egoísta, orgullosa e insensible ante quienes la rodean. Así, la fuerza de doña Florelia Cué, su coraza y despotismo de reina implacable destinada a imponer su voluntad y a enterrar a los miembros de su familia, puede verse como el ropaje de Hércules que Onfalia adoptó como suyo: “la piel del león de Nemea”, “una monstruosa fiera caída de la Luna”, “despojo obtenido por el héroe en su primer trabajo”, cuya piel, “más dura que el hierro, era al mismo tiempo vestido y armadura”, como anota Gutierre Tibón sobre ese mito en El ombligo como centro cósmico (FCE, 1981).
Si “así ataviada, Onfalia se deleitaba en jugar con la maza de Hércules, terror de los hombres y de los animales feroces”, doña Florelia Cué –monarca en su casa, quien durante 20 años no le habló a su marido y prácticamente lo apartó de su vida– somete a los habitantes de su reino, y con incomprensiones, sitios vedados, condenas en calabozos y coloridos insultos aporrea a su hija Zoila y a su nuera y ahijada Rosario Ferrer.
El doctor Lorenzo Rosique, si bien fue elegido por el dedo flamígero y el sexo de la diosa, no se vio, como Hércules, obligado a vivir travestido con los trajes de Onfalia, ni a llevar una vida afeminada “manejando el huso y la rueca como la más experta hilandera de Grecia y Asia”. Lorenzo Rosique, a imagen y semejanza del abuelo del niño Melo, era un Don Juan que durante los domingos de cacería sembraba de hijos la región. Sin embargo, sí lució como un travesti al ponerse, varias veces, el traje de novia de Florelia Cué, dizque porque era un medio “seguro para tener hijos y así continuar el apellido”.
LEn este sentido, como “el tiempo vuela” (“no me preguntes cómo pasa el tiempo”, reza la nana Francisca invocando, en calidad de médium, el espíritu, la presencia del poeta José Emilio Pacheco, amigo de Melo desde su infancia en el puerto de Veracruz), un día el doctor Rosique diagnosticó
que el vestido estaba listo porque a él le quedaba perfectamente y que sólo le gustaría un poco más largo el velo que descendía de la cabeza hasta aquella cinturita. Lorenzo Rosique indicó la conveniencia de uno o dos alfileres en los sitios que exigían costura invisible. El velo del traje de novia de Florelia habría de volar a fin de parecer nube, espejo, huele de noche, luz prestada al agua.
a nana Francisca, que lo sorprendió vestido de novia, dijo que “Lorenzo se veía idéntico a Florelia, a grado tal que podían tomarse como hermanos”.
Así, y como curioso, lejano y especular reflejo, eco y coincidencia, años después, el día del entierro del doctor Lorenzo Rosique, el niño Juan Antonio, al ver a “doña Florelia vestida de negro”, la vio “idéntica a don Lorenzo, tan parecida” que “estuvo a punto de correr y de llamarla por el nombre de su abuelo”.