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¿Y la salud?
¡Pos… salud!
José Othón Flores Consejo |
Hace
algunos años tuve el enorme honor de escribir el prólogo
de uno de los libros del maestro Ángel Díaz Mérigo
(Calidad, ¡Sí se Puede!, editado por Panorama), y en
él me refería a una lamentable experiencia que tuve
que padecer como usuario de los servicios de salud que ofrece a los
trabajadores una institución pública.
Daba cuenta entonces, de las vicisitudes que tuve que padecer cuando,
luego de que un dolor recurrente me había hecho acudir a la
institución pública de seguridad social que me corresponde,
para hacer uso de mis derechos como trabajador y buen pagador de impuestos.
Hoy, luego de varios años, he confirmado por padecimientos
de mi esposa, lo lamentable que sigue siendo el servicio de salud
que ofrece la federación a sus trabajadores, a pesar de los
múltiples comerciales (testimoniales algunos) que en la televisión
aseguran que ahora el servicio es de excelente.
El problema empieza cuando ante un padecimiento que amerita un tratamiento
de urgencia, uno se acerca a la sala correspondiente y solicita la
atención a que tiene derecho. Es imposible narrar con detalle
lo penoso que resulta suplicar a un dependiente (que se ve molestado
porque tuvo que suspender su importante juego de solitario en la computadora),
quien con aquella actitud displicente de quien se ve obligado a hacernos
un “favor” y la voz golpeada que expresa cuando menos
indiferencia, acierta a decir “ahorita le llaman”.
Después de esperar algo más de 40 minutos, en medio
de agudos dolores, otros pacientes (ahora comprendo, por cierto por
que se les llama “pacientes”) y un ambiente en el que
predomina la basura y el descuido, sale otra persona gritando el nombre
de nuestro paciente, por un momento pensé que agregaría
al nombre el clásico “a la reja”
Para resumir el hecho, sólo comentaré que como usuario
me topé con la antítesis de lo que pienso debe ser un
servicio de calidad. Recordé entonces el enfoque sistémico
y comprendí que en realidad mi esposa no era el cliente, sino
el producto en proceso y que entonces yo, a quien ellos fríamente
llaman “el familiar” sería quien recibiría
el producto terminado a satisfacción, o sea ella, debidamente
sanada.
Una vez dentro de la sala en la que debería ser atendida, las
cosas no fueron mejor porque la pasaron a una camilla donde, entre
cucarachas que el doctor debía espantar para poder escribir,
procedió al necesario interrogatorio y por fin le administraron
la suficiente dosis de calmantes y relajantes musculares que mitigaron
el dolor.
Descubrimos que finalmente tampoco yo era el cliente, porque me obligaron
a permanecer a su lado, para ser su enfermera sin ningún tipo
de apoyo profesional, utilizando una silla a punto de romperse como
único medio de reposo.
Las enfermeras y trabajadores sonrientes y atentos, desarrollaron
su mejor esfuerzo, sin embargo problemas complejos de abasto de insumos,
inspecciones deficientes y sistemas de comunicación complicados
y obsoletos les impidieron hacer un mejor trabajo.
El médico encargado del caso, amable y optimista en todo momento,
nos explicó varias horas después, que para conocer la
verdadera causa del problema y poder canalizar al especialista (la
línea de producción adecuada) tendría que hacer
unos análisis especializados, pero que él no podía
ordenarlos directamente así que nos darían una cita
“urgente” a la especialidad de traumatología, para
lo cual, como el dolor ya había cedido por el momento, debía
pasar antes con el médico familiar ya que él se encargaría
del resto del proceso.
La interconexión entre los subsistemas fue absolutamente nula,
ya que el médico familiar no reconoció el diagnóstico
de sus colegas, por lo que requirió de un reproceso de inspección
de la materia recibida, lo que retrasó el proceso dos días
más.
Por fin logramos el pase “urgente” para la especialidad,
pero el ingreso a este nuevo proceso requerirá todavía
de un tiempo de espera de cuatro meses más (si es que sobrevive).
Tenemos hoy por tanto, un producto no conforme; aun con el intenso
dolor y sin haber resuelto, o acaso investigado el problema de origen,
que sigue en espera de su cita “urgente”.
Yo, por mi parte, el cliente, deberé ver también al
médico familiar por el problema hepático que esto le
causó, pero ya presenté mi queja y espero que la acción
correctiva sea efectiva y elimine la causa de la no conformidad.
En el proceso, pude observar también a algunos pacientes y
familiares de estos, que maltrataban las sillas en la sala de espera,
que exigían con prepotencia una atención especial y
otros, los más, que aceptaban y no protestaban por la mala
atención recibida.
Ni que decir del repartidor de cajas con materiales que llegó
aventando los paquetes que por supuesto estaban marcados como leyenda
“Frágil, manéjese con cuidado” y del estado
de suciedad de los baños de la sala de urgencias, que me obligaron
a buscar la gasolinera más cercana para encontrar uno un poco
más limpio.
Es importante, sin embargo establecer que no estaba presenciando un
problema que pudiera circunscribirse a esta institución, sino
que sucede en la mayoría de nuestras organizaciones, tanto
públicas como privadas. Fue entonces que recordé el
primer capítulo del libro de Ángel: ¿Por qué
calidad?, y yo, después de todo esto me pregunto también
¿es que hay otro camino? ¿es que podemos aguantar más?
¿es que no tenemos ya suficiente?
De la experiencia referida podría pensarse en la tradicional
solución de buscar a los culpables; sin embargo, el camino
correcto es hacernos responsables del cambio en México, cada
uno de nosotros, en nuestros diferentes papeles; como Juran lo propuso
en 1993, sencillamente siendo responsables de que las cosas sean mejores:
como clientes, dando información a nuestros proveedores; como
usuarios, haciendo el uso correcto de las cosas y como proveedores,
entregando productos y servicios de acuerdo con los requisitos y buscando
la plena satisfacción de los clientes. Nadie está, entonces
exento de la culpa, el cambio es responsabilidad de todos.
La calidad y sus herramientas deben convertirse en una forma de vida
e incorporarse a nuestra cultura, es importante, como se propone en
este libro, que la convirtamos en un valor organizacional y personal
que forme parte de nuestra vida cotidiana.
Aprovechemos estas fiestas patrias para hacer algo por nuestro hermoso
país y por nuestro maravilloso estado (incluyendo a los tiburones,
a ver si ahora si ganan).
Gritemos ¡Viva México! y tomemos ese tequila, escuchando
el mariachi y ese aguardiente con las décimas tlacotalpeñas,
tomemos café y pongámosle azúcar (aunque no le
muevan) pero sobre todo, hagamos algo para mejorar nuestra calidad
y para hacernos más productivos y contribuir así a la
competitividad de nuestras organizaciones.
Dejo ahora este artículo, ya que parece que por fin me recibirá
el doctor, mientras tanto, seguiré esperando sus comentarios
en otflores@uv.mx. |
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