Año 8 • No. 302 • Marzo 10 de 2008 Xalapa • Veracruz • México
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La rumbera mayor
Roberto Ortiz Escobar

Fueron varias las rumberas que cautivaron al público mexicano al finalizar la primera mitad del siglo XX. Entre las desaparecidas se encuentran la mexicana Meche Barba y la cubana María Antonieta Pons; sobreviven la enjundiosa Amalia Aguilar, la todavía esbelta Rosa Carmina y la muy envejecida Ninón Sevilla.

Exceptuando a Amalia, cuya línea genérica fue la comedia (Calabacitas tiernas), las demás incursionaron en el melodrama arrabalero en medio de disputas barriobajeras donde el padrote las orillaba a prostituirse y cometer acciones ruines. Ciertamente las circunstancias adversas explicaban su refocilamiento con el fango, el señalamiento flamígero de la moral puritana o el final tremendista de sus existencias. No siempre el melodrama recalcitrante las redimía.

¿Podemos determinar quién fue la rumbera mayor? Si nos referimos al baile, tal vez Amalia sea la que bailaba con gracia y hacía honor a ese ritmo. Si queremos disfrutar de una vulgaridad a flor de piel, apuntaríamos a Meche Barba. Si observamos el arrebato erótico propio de la exhuberancia corporal, seguramente nos quedamos con Rosa Carmina. Tal vez la menos afortunada fue la Pons, quien no bailaba tan bien ni disimulaba los excesos en la cintura y las caderas, aunque más bien esto podía ser visto como generosa dotación de la naturaleza anatómica.

Si anotamos la trascendencia de las películas que hicieron estas actrices, no cabe duda que Ninón Sevilla quedará en el recuerdo permanente de una etapa que permitió un erotismo incipiente y con ello la oxigenación a toda una generación de espectadores. Si bien los criterios chatos de la censura impidieron mostrar el ombligo femenino, a cambio, con gracia y vitalidad corporal, las rumberas le dieron un aliento lúdico a las imágenes fílmicas como pocas veces se había visto en el cine mexicano.

Basta mencionar dos cintas de Ninón que el público del Aula Clavijero de Juárez 55 podrá deleitar y que son ejemplo del melodrama sublime. Me refiero a Aventurera (1950, de Alberto Gout) y Víctimas del pecado (1951, de Emilio Fernández), las cuales se proyectarán el lunes 10 y el miércoles 12, respectivamente, a las 18:00 horas.

La mejor película de rumberas fue Aventurera. Su trascendencia como historia con vericuetos anudados felizmente es constatada medio siglo después al ser puesta de nueva cuenta, pero ahora en el escenario teatral y cabaretil con un éxito que ya dura varios años.

No obstante su apego al melodrama tremebundo pero con final feliz, este filme pone en la picota las bondades de las buenas costumbres, tornándose por momentos cínico y escéptico (más de un crimen no tiene castigo). Los comportamientos de los personajes observan un magnífico trazo; la historia, de ritmo ágil, apenas da tiempo al relajamiento del espectador.

Los atributos de Aventurera tienen que ver, en principio, con su elenco sensacional: Ninón, sensual al caminar alrededor del antro mientras Pedro Vargas canta Vende caro tu amor…; Andrea Palma, opulenta como madrota de un burdel en Ciudad Juárez, comunidad que desde entonces era vista por el cine nacional como centro de degradación y corrupción hamponil; Tito Junco, apuesto como el padrote que vende y somete a Ninón; Miguel Inclán, indispensable como actor de reparto para cierto tipo de personajes que detrás de la ruindad evocaba sus fantasías amorosas.

Por supuesto, esta obra definitiva en el cine de cabaret y rumberas, no podía concretarse sin la agudeza de los diálogos debidas al español Álvaro Custodio. La fotografía fue de Alex Phillips y la escenografía de Manuel Fontanals.

Por lo que se refiere a Víctimas del pecado, recomendamos al público considerar la fotografía de Gabriel Figueroa en imágenes poderosas como aquella de Ninón Sevilla recogiendo de un basurero a un recién nacido, teniendo como marco escenográfico el Monumento a la Revolución de la Ciudad de México, o bien la de la estación de Nonoalco que entre brumas deja ver los rieles del ferrocarril.