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La
rumbera mayor
Roberto
Ortiz Escobar
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Fueron
varias las rumberas que cautivaron al público mexicano al finalizar
la primera mitad del siglo XX. Entre las desaparecidas se encuentran
la mexicana Meche Barba y la cubana María Antonieta Pons; sobreviven
la enjundiosa Amalia Aguilar, la todavía esbelta Rosa Carmina
y la muy envejecida Ninón Sevilla.
Exceptuando a Amalia, cuya línea genérica fue la comedia
(Calabacitas tiernas), las demás incursionaron en el melodrama
arrabalero en medio de disputas barriobajeras donde el padrote las
orillaba a prostituirse y cometer acciones ruines. Ciertamente las
circunstancias adversas explicaban su refocilamiento con el fango,
el señalamiento flamígero de la moral puritana o el
final tremendista de sus existencias. No siempre el melodrama recalcitrante
las redimía.
¿Podemos determinar quién fue la rumbera mayor? Si nos
referimos al baile, tal vez Amalia sea la que bailaba con gracia y
hacía honor a ese ritmo. Si queremos disfrutar de una vulgaridad
a flor de piel, apuntaríamos a Meche Barba. Si observamos el
arrebato erótico propio de la exhuberancia corporal, seguramente
nos quedamos con Rosa Carmina. Tal vez la menos afortunada fue la
Pons, quien no bailaba tan bien ni disimulaba los excesos en la cintura
y las caderas, aunque más bien esto podía ser visto
como generosa dotación de la naturaleza anatómica.
Si anotamos la trascendencia de las películas que hicieron
estas actrices, no cabe duda que Ninón Sevilla quedará
en el recuerdo permanente de una etapa que permitió un erotismo
incipiente y con ello la oxigenación a toda una generación
de espectadores. Si bien los criterios chatos de la censura impidieron
mostrar el ombligo femenino, a cambio, con gracia y vitalidad corporal,
las rumberas le dieron un aliento lúdico a las imágenes
fílmicas como pocas veces se había visto en el cine
mexicano.
Basta mencionar dos cintas de Ninón que el público del
Aula Clavijero de Juárez 55 podrá deleitar y que son
ejemplo del melodrama sublime. Me refiero a Aventurera (1950, de Alberto
Gout) y Víctimas del pecado (1951, de Emilio Fernández),
las cuales se proyectarán el lunes 10 y el miércoles
12, respectivamente, a las 18:00 horas.
La mejor película de rumberas fue Aventurera. Su trascendencia
como historia con vericuetos anudados felizmente es constatada medio
siglo después al ser puesta de nueva cuenta, pero ahora en
el escenario teatral y cabaretil con un éxito que ya dura varios
años.
No obstante su apego al melodrama tremebundo pero con final feliz,
este filme pone en la picota las bondades de las buenas costumbres,
tornándose por momentos cínico y escéptico (más
de un crimen no tiene castigo). Los comportamientos de los personajes
observan un magnífico trazo; la historia, de ritmo ágil,
apenas da tiempo al relajamiento del espectador.
Los atributos de Aventurera tienen que ver, en principio, con su elenco
sensacional: Ninón, sensual al caminar alrededor del antro
mientras Pedro Vargas canta Vende caro tu amor…; Andrea Palma,
opulenta como madrota de un burdel en Ciudad Juárez, comunidad
que desde entonces era vista por el cine nacional como centro de degradación
y corrupción hamponil; Tito Junco, apuesto como el padrote
que vende y somete a Ninón; Miguel Inclán, indispensable
como actor de reparto para cierto tipo de personajes que detrás
de la ruindad evocaba sus fantasías amorosas.
Por supuesto, esta obra definitiva en el cine de cabaret y rumberas,
no podía concretarse sin la agudeza de los diálogos
debidas al español Álvaro Custodio. La fotografía
fue de Alex Phillips y la escenografía de Manuel Fontanals.
Por lo que se refiere a Víctimas del pecado, recomendamos al
público considerar la fotografía de Gabriel Figueroa
en imágenes poderosas como aquella de Ninón Sevilla
recogiendo de un basurero a un recién nacido, teniendo como
marco escenográfico el Monumento a la Revolución de
la Ciudad de México, o bien la de la estación de Nonoalco
que entre brumas deja ver los rieles del ferrocarril. |
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